En busca del tiempo perdido



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Le enterraron, pero durante toda la noche fúnebre sus li­bros, dispuestos de tres en tres en vitrinas iluminadas, vela­ban como ángeles con las alas desplegadas y parecían, para el que ya no era, el símbolo de su resurrección.
Como he dicho, me enteré de que Bergotte había muerto aquel día. Y admiré la inexactitud de los periódicos que -re­produciendo todos una misma nota- decían que había muerto la víspera. Y la víspera le había encontrado Alberti­na, según ella me contó la misma noche, y por cierto que el encuentro la retrasó, pues había hablado bastante tiempo con ella. Seguramente fue la última conversación de Bergot­te. Albertina le conocía por mí, que no le veía desde hacía mucho tiempo, pero como ella tenía la curiosidad de que la presentaran al viejo maestro, yo le había escrito el año ante­rior para llevársela. Me concedió lo que le pedía, no sin do­lerle un poco, a lo que creo, que sólo volviera a verle por dar gusto a otra persona, lo que confirmaba mi indiferencia ha­cia él. Estos casos son frecuentes; a veces aquel o aquella a quien imploramos no por el gusto de volver a hablar con él o con ella, sino por una tercera persona, se niega tan obstina­damente que la persona protegida sospecha que hemos pre­sumido de un falso poder. Es más frecuente que el genio o la belleza célebre consientan, pero, humillados en su gloria, heridos en su afecto, ya no tienen para nosotros más que un sentimiento amortiguado, doloroso, un poco desdeñoso. Pasado mucho tiempo, adiviné que había acusado falsamen­te a los periódicos de inexactitud, pues aquel día Albertina no había encontrado a Bergotte, mas yo no lo sospeché ni por un momento, con tanta naturalidad me lo contó, y hasta mucho después no me enteré del arte encantador que te­nía de mentir con sencillez. Lo que decía, lo que confesaba, tenía de tal modo los mismos caracteres que las formas de la evidencia -lo que vemos, lo que sabemos de manera irrefu­table- que sembraba así en las parcelas intermedias de su vida los episodios de otra vida cuya falsedad no sospechaba yo entonces y que sólo mucho después percibí. He añadido: «cuando confesaba», y he aquí por qué. A veces, atando hi­los, concebía sospechas celosas en las que, junto a ella, figu­raba en el pasado -o, peor aún, en el futuro- otra persona. Para aparentar que estaba seguro de lo que decía, nombraba a la persona y Albertina contestaba: «Sí, la encontré hace ocho días a unos pasos de la casa. Por educación, contesté a su saludo. Di dos pasos con ella. Pero nunca hubo nada en­tre nosotros. Ni nunca habrá nada.» Ahora bien, Albertina no había ni siquiera encontrado a aquella persona, por la sencilla razón de que aquella persona no había venido a Pa­rís desde hacía diez meses. Pero a mi amiga le parecía que negar completamente era poco verosímil. Por eso me encan­tó aquel breve encuentro ficticio, y me lo contó tan sencilla­mente que yo veía a la dama detenerse, saludarla, dar unos pasos con ella. Si yo hubiera estado fuera en aquel momen­to, acaso el testimonio de mis sentidos me habría demostra­do que la dama no había dado unos pasos con Albertina. Pero si supe lo contrario, fue por una de esas cadenas de ra­zonamiento (en las que las palabras de las personas en quie­nes tenemos confianza insertan fuertes eslabones) y no por el testimonio de los sentidos. Para invocar este testimonio hubiera sido necesario que yo estuviera precisamente fuera, y no había sido así. Sin embargo, podemos imaginar que se­mejante hipótesis no es inverosímil: yo hubiera podido salir y pasar por la calle a la hora en que Albertina me dijo, aque­lla noche (sin haberme visto), que había dado unos pasos con la dama, y entonces habría sabido que Albertina mentía. Pero aun esto mismo, ¿es bien seguro? Podría haberse apo­derado de mi mente una oscuridad sagrada, habría puesto en duda que la hubiera visto sola, apenas habría intentado comprender en virtud de qué ilusión óptica no había visto a la dama, y no me hubiera extrañado mucho haberme equi­vocado, pues el mundo de los astros es menos difícil de co­nocer que los actos reales de las personas, sobre todo de las personas que amamos, acorazadas como están contra nues­tra duda por unas fábulas destinadas a protegerlas. ¡Durante tantos años pueden estas fábulas hacer creer a nuestro apá­tico amor que la mujer amada tiene en el extranjero una her­mana, un hermano, una cuñada que jamás existieron!

También el testimonio de los sentidos es una operación mental en la que la convicción crea la evidencia. Hemos vis­to muchas veces cómo el sentido del oído llevaba a Francisca no la palabra que se había pronunciado, sino la que ella creía la verdadera, lo que bastaba para que no oyera la rectifica­ción implícita de una pronunciación mejor. No estaba cons­tituido de diferente modo nuestro mayordomo. Monsieur de Charlus llevaba en aquel momento -pues cambiaba mucho- un pantalón muy claro y reconocible entre mil. Ahora bien, nuestro mayordomo, que creía que la palabra pissotière (pa­labra que designaba lo que monsieur de Rambuteau, muy enfadado, había oído al duque de Guermantes llamar un ri­dículo) era pistière14, no oyó en toda su vida a una sola perso­na decir pissotière, aunque así se pronunciaba muy a menu­do delante de él. Pero el error es más obstinado que la fe y no analiza sus creencias. El mayordomo decía constantemente: «El señor barón de Charlus ha tenido que coger una enfer­medad, para estar tanto tiempo en una pistière. Eso les pasa a los viejos mujeriegos. Lleva el pantalón propio de ellos. Esta mañana la señora me mandó a un recado a Neuilly. Vi entrar al señor barón de Charlus en la pistière de la Rue de Bourgogne. Al volver de Neuilly, lo menos una hora más tar­de, vi su pantalón amarillo en la misma pistière, en el mismo sitio, en el centro, donde se pone siempre para que no le vean». No conozco nada más bello, más noble y más joven que una sobrina de madame de Guermantes. Pero le oí decir a un conserje de un restaurante al que yo iba, al verla pasar: «Mira esa vieja tan recompuesta, ¡qué pinta!, y tiene lo me­nos ochenta años». En cuanto a la edad, me parece difícil que lo creyera. Pero los botones agrupados en torno a él, que se burlaban cada vez que ella pasaba delante del hotel para ir a ver, no lejos de allí, a sus dos encantadoras tías abuelas, madame de Fezensac y madame de Balleroy, vieron en la cara de aquella joven belleza los ochenta años que por burla o no había atribuido el conserje a la «vieja recompuesta». Se habrían muerto de risa si les hubieran dicho que era más dis­tinguida que una de las cajeras del hotel, la cual, comida de eccema, gorda hasta el ridículo, les parecía una mujer her­mosa. Quizá sólo el deseo sexual fuera capaz de evitarles el error, si hubiera surgido al pasar la supuesta vieja recom­puesta y si los botones hubieran codiciado de pronto a la jo­ven diosa. Pero, por razones desconocidas y que probable­mente serían de índole social, no intervino ese deseo. De todos modos, la cosa es muy discutible. El universo es verdadero para todos nosotros y diferente para cada uno. Si no tuviéra­mos que limitarnos, para el orden del relato, a razones frívo­las, ¡cuántas más serias nos permitirían demostrar la menti­rosa fragilidad del principio de este libro, donde, desde mi cama, oía yo despertarse el mundo, ora con un tiempo, ora con otro! Sí, he tenido que aminorar la cosa y mentir, pero no es un universo el que se despierta cada mañana, son mi­llones de universos, casi tantos como pupilas e inteligencias humanas.

Volviendo a Albertina, no he conocido nunca mujer más dotada que ella de una brillante actitud para la mentira ani­mada, con los colores mismos de la vida, a no ser una de sus amigas, también una de mis muchachas en flor, rosada la tez como Albertina, pero que por su perfil irregular, lleno de hoyitos y de prominencias, era igual que ciertos racimos de flores color rosa cuyo nombre he olvidado y que tienen, como ellas, largos y sinuosos entrantes. Aquella muchacha era, desde el punto de vista de la fábula, superior a Alberti­na, pues no ponía en ella ninguno de los momentos doloro­sos, de los dobles sentidos irritados que eran frecuentes en mi amiga. He dicho, sin embargo, que era encantadora cuando inventaba un relato que no dejaba lugar a dudas, pues se veía pintada en su palabra la cosa que decía -aunque era imagi­nada-. A Albertina la inspiraba sólo la verosimilitud, y no el deseo de darme celos. Pues, acaso sin ser interesada, le gus­taba mucho recibir atenciones. Ahora bien, si en el transcur­so de esta obra he tenido y tendré muchas ocasiones de demostrar cómo los celos aumentan el amor, lo he hecho desde el punto de vista del amante. Pero a poco orgullo que éste tenga, y aunque una separación hubiera de costarle la vida, no responderá a una supuesta traición con un gesto efusivo y se alejará o, sin alejarse, se esforzará por fingir frialdad. De suerte que todo lo que la amante le hace sufrir es en perjuicio de ella. Si, por el contrario, disipa ella con una palabra hábil, con tiernas caricias, las sospechas que le tor­turaban aunque quisiera hacerse el indiferente, seguramente el amante no experimenta esa intensificación desesperada del amor a la que los celos le llevan, sino que, dejando brus­camente de sufrir, dichoso, enternecido, con el sosiego que sentimos cuando ha pasado la tormenta y ha caído la lluvia y apenas oímos todavía, bajo los grandes castaños, caer a largos intervalos las gotas suspendidas que ya el sol colorea, no sabe cómo expresar su gratitud a la que le ha curado. Al­bertina sabía que me gustaba recompensarla por sus genti­lezas, y acaso esto explicaba que, para demostrar su ino­cencia, inventara confesiones espontáneas como aquellos relatos de los que yo no dudaba, uno de los cuales fue el en­cuentro con Bergotte cuando éste estaba ya muerto. De las mentiras de Albertina yo sólo había sabido hasta entonces las que, por ejemplo, me contara Francisca en Balbec, y que no he dicho aunque me hicieron tanto daño. «Como no que­ría venir, me dijo: "¿No podría decirle al señor que no me ha encontrado, que había salido?"» Pero los «inferiores» que nos quieren como Francisca me quería a mí se complacen en herirnos en nuestro amor propio.

Después de comer, le dije a Albertina que tenía ganas de aprovechar el estar levantado para ir a ver a unos amigos, a madame de Villeparisis, a madame de Guermantes, a los Cambremer, ya veríamos, a quienes encontrara en casa. El único nombre que callé fue el de los Verdurin, que eran los únicos a quienes pensaba ir a ver. Le pregunté si no quería ir conmigo. Alegó que no tenía vestido. «Además, llevo un pei­nado muy feo. ¿Quieres que siga con este peinado?» Y se des­pidió tendiéndome la mano de aquella manera brusca, con el brazo estirado, los hombros erguidos, que tenía en otro tiempo en la playa de Balbec y que nunca más había tenido desde entonces. Con este movimiento olvidado, el cuerpo que animó volvió a ser el de aquella Albertina que apenas me conocía aún. Restituyó a Albertina, ceremoniosa bajo un aire brusco, su novedad prístina, su atractivo de ser desco­nocido y hasta su escenario. Vi el mar detrás de esta mucha­cha a la que nunca había visto saludarme así desde que ya no estaba a la orilla del mar. «Mi tía dice que éste me envejece», añadió de mal talante. «¡Ojalá fuera verdad lo que dice su tía!», pensé. Que Albertina, con su aspecto de niña, hiciera parecer más joven a madame Bontemps era lo que ésta deseaba, esto y que Albertina no le costara nada, mientras lle­gaba el día en que, casándose conmigo, le rentaría. En cam­bio yo, lo que deseaba era que Albertina pareciera menos jo­ven, menos bonita, que se volvieran menos en la calle para mirarla. Pues la vejez de una dueña no tranquiliza tanto a un amante celoso como la vejez de la cara de la amada. Lo único que sentía era que el peinado que Albertina había adoptado a instancias mías pudiera parecerle una reclusión más. Y este nuevo sentimiento doméstico contribuyó también, aun lejos de Albertina, a atarme a ella.

Dije a Albertina, poco animada, según me dijo, a acompa­ñarme a casa de los Guermantes o de los Cambremer, que no estaba seguro de a dónde iría, y salí con intención de ir a casa de los Verdurin. Pensando en el concierto que iba a oír en ella. Este pensamiento me recordó la escena de la tarde: «¡So zorra, gran zorra!» -escena de amor defraudado, quizá de amor celoso, pero tan bestial como la que, aparte la palabra, puede hacer a una mujer un orangután enamorado de ella, si así puede decirse-; cuando ya en la calle iba a llamar a un fia­cre, oí unos sollozos que un hombre sentado en un poyete procuraba reprimir. Me acerqué a él; el hombre, con la cabe­za entre las manos, parecía joven, por la blancura que emer­gía del abrigo, se suponía que iba de frac y con corbata blan­ca. Al oírme descubrió el rostro inundado de lágrimas, pero al reconocerme miró a otro lado. Era Morel. Comprendió que le había reconocido y, conteniendo las lágrimas, me dijo que se había detenido un momento porque estaba desespe­rado.

-Hoy mismo -me dijo- he insultado brutalmente a una persona a la que he querido mucho. Es una cobardía, porque me ama.

-Quizá lo olvide con el tiempo -repuse, sin pensar que ha­blando así daba a entender que había oído la escena de la tar­de. Pero Morel estaba tan embargado por su preocupación que ni siquiera se le ocurrió que yo hubiera podido oír algo.

-Quizá lo olvide ella -me dijo-, pero yo no podré olvidarlo. Estoy avergonzado, asqueado de mí mismo. Pero lo dicho di­cho queda, nada puede hacer que no haya sido dicho. Cuando me encolerizan ya no sé lo que hago. ¡Y es tan malsano para mí!, tengo los nervios trastornados -pues Morel, como todos los neurasténicos, se preocupaba mucho por su salud.

Así como aquella tarde yo había presenciado la cólera amorosa de un animal furioso, esta noche, a las pocas horas, habían pasado siglos, y un sentimiento nuevo, un senti­miento de vergüenza, de pesar, de dolor, demostraba que se había recorrido una gran etapa en la evolución de la bestia destinada a transformarse en criatura humana. A pesar de todo, yo seguía oyendo aquel «¡gran zorra!» y temía un pró­ximo retroceso al estado salvaje. Además, entendía muy mal lo que había ocurrido, y era muy natural, pues el propio monsieur de Charlus ignoraba por completo que desde ha­cía unos días, y especialmente aquel día, incluso antes del vergonzoso episodio que no tenía relación directa con el es­tado del violinista, Morel había recaído en su neurastenia. El mes anterior, Morel había adelantado todo lo posible, mu­cho más despacio de lo que él hubiera querido, en la seduc­ción de la sobrina de Jupien, con la que, en calidad de novio, podía salir a su gusto. Pero en cuanto llegó un poco lejos en sus proyectos de violación, y sobre todo cuando habló a su novia de liarse con otras muchachas que ella le proporciona­ría, encontró resistencias que le exasperaron. Inmediata­mente (ya porque fuera demasiado casta o, por el contrario, porque se hubiera entregado) a Morel se le pasó el deseo. De­cidió romper, pero pensando que el barón, aunque vicioso, era mucho más moral, temió que, si rompía, monsieur de Charlus rompiera con él. En consecuencia, decidió, quince días antes, no volver a ver a la muchacha, dejar que monsieur de Charlus y Jupien se las arreglaran entre ellos (empleaba un verbo más cambronnesco), y antes de anunciar la ruptura «Salir de naja» con destino desconocido.



Amor cuyo desenlace le dejaba un poco triste, de suerte que, aunque su conducta con la sobrina de Jupien coincidie­ra exactamente, en los menores detalles, con la que había ex­puesto en teoría al barón cuando estaban cenando en Saint­Mars-le-Vêtu, es probable que fueran muy diferentes y que unos sentimientos menos atroces, no previstos en su con­ducta teórica, embellecieran su conducta real. El único pun­to en que, por el contrario, la realidad era peor que el proyec­to es que en el proyecto no le parecía posible permanecer en París después de semejante traición. Ahora, salir huyendo le parecía mucho para una cosa tan sencilla. Era dejar al barón, que seguramente estaría furioso, y malograr su situación. Perdería todo lo que le sacaba a monsieur de Charlus. La idea de que esto era inevitable le daba ataques de nervios, se pasaba las horas gimoteando, para no pensar tomaba mor­fina, aunque con prudencia. Después se le ocurrió de repen­te una idea que seguramente fue tomando poco a poco vida y forma desde hacía algún tiempo, y era que la alternativa, la elección entre la ruptura y el enfado completo con monsieur de Charlus quizá no era forzada. Perder todo el dinero del barón era mucho perder. Durante algunos días, Morel estu­vo indeciso y sumido en ideas negras, como las que le daba ver a Bloch; después decidió que Jupien y su sobrina habían intentado hacerle caer en una trampa, que debían darse por contentos de haber escapado tan bien. Consideraba que, después de todo, la culpa era de la muchacha, tan torpe que no supo sujetarle con los sentidos. No sólo le parecía ab­surdo sacrificar su situación con monsieur de Charlus, sino que lamentaba hasta las dispendiosas comidas que había ofrecido a la muchacha desde que eran novios, cuyo costo hubiera podido decir exactamente, como hijo que era de un criado que todos los meses presentaba a mi tío el «libro» de cuentas. Pues libro, en singular, que para el común de los mortales significa obra impresa, pierde este sentido para las altezas y para los criados. Para éstos significa el libro de cuentas; para las altezas, el registro en que se inscribe a las personas. (Una vez que la princesa de Luxembourg me dijo en Balbec que no había traído el libro, yo iba a prestarle Le Pêcheur d'Islande y Tartarin de Tarascon, cuando comprendí lo que había querido decir: no que iba a pasar el tiempo me­nos agradablemente, sino que me iba a ser más difícil incluir mi nombre en su casa.)

A pesar del cambio del punto de vista de Morel en cuanto a las consecuencias de su conducta, y aunque ésta le hubiera parecido abominable dos meses antes, cuando amaba apa­sionadamente a la sobrina de Jupien, y desde hacía quince días no cesara de repetirse que esta misma conducta era na­tural y loable, no dejaba de agravar en él el estado de nervio­sismo que hacía poco había significado la ruptura. Y estaba muy inclinado a «traspasar su ira» si no (salvo en un acceso momentáneo) a la joven que le inspiraba todavía aquel resto de miedo, último rastro del amor, al menos al barón. Pero se guardó de decirle nada antes de la comida, pues poniendo sobre todas las cosas su propio virtuosismo profesional, cuando tenía que tocar piezas difíciles (como aquella noche en casa de los Verdurin) evitaba (en lo posible, y ya era bas­tante con la escena de la tarde) todo lo que podía alterar su ejecución. De la misma manera, un cirujano apasionado por el automovilismo deja de conducir cuando tiene que operar. Esto explicaba que mientras estaba hablándome moviera suavemente los dedos, uno tras otro para ver si habían recu­perado su agilidad. Un esbozado fruncimiento del entrecejo parecía significar que aún persistía un poco de nerviosismo. Mas, para no aumentarlo, Morel distendía el rostro, como quien evita ponerse nervioso por no dormir o por no poseer fácilmente a una mujer, de miedo de que la misma fobia re­tarde más aún el momento del sueño o del placer. Y deseoso de recuperar la serenidad al entregarse como de costumbre, mientras tocaba, a lo que iba a tocar en casa de los Verdurin y deseoso a la vez, mientras le viera, de que pudiese comprobar su dolor, le pareció lo más sencillo rogarme que me fuera inmediatamente. El ruego era inútil, pues irme era para mí un alivio. Temía que, yendo como íbamos a la misma casa, con pocos minutos de intervalo, me pidiera que le llevara, y yo recordaba demasiado la escena de la tarde para no sentir cierta repugnancia de llevar a Morel a mi lado en el trayecto. Es muy posible que el amor y después la indiferencia o el odio de Morel hacia la sobrina de Jupien fueran sinceros. Desgraciadamente no era la primera vez (ni sería la última) que obraba así, que plantaba bruscamente a una muchacha a la que había jurado amor eterno llegando hasta mostrarle un revólver cargado y decirle que se pegaría un tiro si era lo bastante cobarde para abandonarla. No por eso dejaba de abandonarla en seguida y de sentir, en vez de remordimien­to, una especie de rencor. No era la primera vez que obraba así ni iba a ser la última, de suerte que muchas cabezas de muchachas -menos olvidadizas de él que de ellas mismas­sufrieron -como sufrió mucho tiempo todavía la sobrina de Jupien, que siguió amando a Morel sin dejar de despreciar­le-, dispuestas a estallar bajo el arrebato de un dolor interno, porque cada una de ellas llevaba clavado en el cerebro, como un fragmento de una escultura griega, un aspecto del rostro de Morel, duro como el mármol y bello como la antigüedad, con sus cabellos en flor, sus ojos penetrantes, su nariz recta -formando protuberancia en un cráneo no destinado a reci­birla, y que no se podía operar-. Pero, a la larga, estos frag­mentos tan duros acaban por caer a un lugar donde no cau­san demasiados estragos, de donde ya no se mueven; ya no se nota su presencia: es el olvido, o el porvenir indiferente.

Yo llevaba en mí dos productos de mi jornada. Por una parte, gracias a la calma producida por la docilidad de Al­bertina, la posibilidad y, en consecuencia, la resolución de romper con ella. Por otra parte, resultado de mis reflexiones durante el tiempo que pasé esperándola sentado ante el pia­no, la idea de que el arte, al que procuraría dedicar mi liber­tad reconquistada, no era algo que valiera la pena de dedi­carle un sacrificio, algo exterior a la vida, ajeno a su vanidad y a su vacío, pues la apariencia de individualidad real que dan las obras de arte no es más que el efecto engañoso de la habilidad técnica. Si aquella tarde dejó en mí otros residuos, acaso más profundos, sólo mucho más tarde llegarían a mi conocimiento. En cuanto a los dos que yo pesaba claramen­te, no iban a ser duraderos; pues aquella misma noche mis ideas sobre el arte iban a recobrarse de la disminución expe­rimentada por la tarde, mientras que, en cambio, iba a per­der la calma y, en consecuencia, la libertad que me permiti­ría consagrarme a él.

Cuando mi coche, siguiendo el muelle, estaba cerca de casa de los Verdurin, le hice parar. Y es que vi a Brichot apearse del tranvía en la esquina de la Rue Bonaparte, lim­piarse los zapatos con un periódico viejo y ponerse unos guantes gris perla. Me dirigí a él. Desde hacía algún tiempo había empeorado su afección de la vista y había sido dotado -como un laboratorio- de lentes nuevos. Potentes y compli­cados como instrumentos astronómicos, parecían atornilla­dos a sus ojos; enfocó sobre mí sus luces excesivas y me reco­noció. Los lentes eran maravillosos. Pero detrás de ellos percibí, minúscula, pálida, convulsa, expirante, una mirada lejana colocada bajo aquel potente aparato como, en los la­boratorios demasiado generosamente subvencionados para lo que en ellos se hace, se coloca un insignificante animalillo agonizante bajo los aparatos más perfeccionados. Ofrecí el brazo al semiciego para que pudiera andar seguro.

-Esta vez no nos encontramos junto al gran Cherburgo -me dijo-, sino junto al pequeño Dunkerque -frase que me pareció muy tonta, pues no entendí lo que quería decir, pero no me atreví a preguntárselo a Brichot por miedo, más que a su desprecio, a sus explicaciones. Le contesté que tenía ganas de ver el salón donde Swann se encontraba en otro tiempo todas las noches con Odette-. Pero ¿conoce usted esas viejas historias? -me dijo-. Sin embargo, ha pasado desde enton­ces lo que el poeta llama bien llamado: grande spatium mor­talis aevi.

Por entonces me impresionó mucho la muerte de Swann. ¡La muerte de Swann! Swann no representa en esta frase el papel de un simple genitivo. Me refiero a la muerte particu­lar, a la muerte enviada por el destino al servicio de Swann. Pues decimos la muerte para simplificar, pero hay casi tan­tas muertes como personas. No poseemos un sentido que nos permita ver, corriendo a toda velocidad, en todas las di­recciones, a las muertes, a las muertes activas dirigidas por el destino hacia éste o hacia el otro. Muchas veces son muer­tes que no quedarán enteramente liberadas de su misión hasta pasados dos o tres años. Se apresuran a poner un cán­cer en el costado de un Swann, después se van a otros queha­ceres y no vuelven hasta que, realizada la operación de los ci­rujanos, hay que poner de nuevo el cáncer. Después llega el momento de leer en Le Gaulois que la salud de Swann ha ins­pirado inquietud, pero que su indisposición está en perfec­tas vías de curación. Entonces, minutos antes del último sus­piro, la muerte, como una religiosa que nos cuidara en vez de destruirnos, viene a asistir a nuestros últimos momentos y corona con una aureola suprema al ser helado para siem­pre cuyo corazón ha dejado de latir, y es esta diversidad de muertes, el misterio de sus circuitos, el color de su fatal echarpe lo que da algo tan impresionante a las líneas de los periódicos: «Con gran pesar nos enteramos de que ayer, en su hotel de París, ha fallecido monsieur Charles Swann a consecuencia de una dolorosa enfermedad. Parisiense de una inteligencia apreciada por todos, estimado por sus rela­ciones tan selectas como fieles, será unánimemente llorado, tanto en los medios artísticos y literarios, en los que se com­placía su exquisito gusto, que, a su vez, a todos encantaba, como en el Jockey-Club, del que era uno de los miembros más antiguos y más considerados. Pertenecía también al Círculo de la Unión y al Círculo Agrícola. Había presentado recientemente su dimisión de miembro del Círculo de la Rue Royale. Su fisonomía inteligente y su destacada notoriedad suscitaban la curiosidad del público en todo great event de la música y de la pintura, y especialmente en los vernissages, a los que asistía fielmente hasta sus últimos años, cuando ya salía muy poco de casa. Los funerales tendrán lugar, etc.»


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