En busca del tiempo perdido



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el septuor. De cuando en cuando reaparecía alguna frase de la Sonata, pero, variada cada vez con un ritmo y con un acompaña­miento diferentes, aun siendo la misma era distinta, como las cosas que vuelven en la vida; y era una de esas frases que, sin que se pueda comprender qué afinidad les asigna como residencia única y necesaria el pasado de un determinado músico, sólo se encuentran en su obra, y aparecen constan­temente en ella, de la que son como las hadas, las driadas, las divinidades familiares; yo distinguí primero en el septuor dos o tres que me recordaron la Sonata. Después -envuelta en la neblina violeta que se levantaba, sobre todo en el últi­mo período de la obra de Vinteuil, hasta el punto de que, in­cluso cuando introducía en algún pasaje una danza perma­necía cautiva en un ópalo- percibí otra frase de la Sonata, tan lejana aún que apenas la reconocía; se acercó vacilante, desapareció como asustada, volvió luego, se unió con otras, procedentes, como más tarde supe, de otras obras, atrajo a otras que resultaban a su vez atrayentes y persuasivas una vez domeñadas, y entraban en la ronda, en la ronda divina pero invisible para la mayoría de los oyentes, quienes, sin otra cosa ante ellos que un velo confuso a través del cual no veían nada, puntuaban arbitrariamente con exclamaciones admirativas un aburrimiento continuo que creían mortal. Después aquellas frases se alejaron, menos una que vi pasar de nuevo hasta cinco o seis veces, sin poder verle el rostro, pero tan tierna, tan diferente -sin duda como la pequeña frase de la Sonata para Swann- de lo que ninguna mujer me había hecho desear, que aquella frase, aquella frase que me ofrecía con una voz tan dulce una felicidad que verdade­ramente hubiera valido la pena obtener, es quizá -criatura invisible cuyo lenguaje no conocía yo, pero entendía muy bien- la única desconocida que jamás me fue dado encon­trar. Después aquella frase se esfumó, se transformó, como la pequeña frase de la Sonata, y volvió a ser la misteriosa lla­mada del principio. A él se opuso otra frase de carácter do­loroso, pero tan profundo, tan vago, tan interno, casi tan or­gánico y visceral, que en cada una de sus reapariciones no se sabía si lo que reaparecía era un tema o una neuralgia. En se­guida los dos motivos lucharon entre sí en un cuerpo a cuer­po en el que a veces desaparecía por completo uno de ellos y luego ya no se veía más que un trozo del otro. En realidad, sólo cuerpo a cuerpo de energías; pues si aquellos seres se enfrentaban, lo hacían libres de su ser físico, de su aparien­cia, de su nombre, y teniendo en mí un espectador interior -despreocupado también él de los nombres y del particular­para interesarse por su combate inmaterial y dinámico y se­guir con pasión sus peripecias sonoras. Por fin triunfó el motivo jubiloso; ya no era una llamada casi inquieta lanza­da detrás de un cielo vacío, era un gozo inefable que parecía venir del paraíso, un gozo tan diferente del de la Sonata que de un ángel dulce y grave de Bellini tocando la tiorba podría pasar a ser, vestido de una túnica escarlata, un arcángel de Mantegna tocando un buccino. Yo sabía que este nuevo ma­tiz del gozo, esa llamada a una alegría supraterrestre, no la olvidaría nunca. Pero ¿sería alguna vez realizable para mí? Esta cuestión me parecía tanto más importante cuanto que aquella frase era lo que mejor podría caracterizar -por-que rompía con el resto de la vida, con el mundo visible- las im­Presiones que a lejanos intervalos volvía a encontrar yo en mi vida como puntos de referencia, como piedras miliares para la construcción de una verdadera vida: la impresión que sintiera ante los campanarios de Mairtinville, ante una hilera de árboles cerca de Balbec. En todo caso, volviendo al acento particular de aquella frase, ¡cuán singular era que el presentimiento más diferente de lo que asigna la vida vulgar, la aproximación más atrevida a las alegrías del más allá se hubiera materializado precisamente en el triste pequeño burgués de buenas costumbres con el que nos encontramos en Combray en el mes de María! Pero, sobre todo, ¿por qué aquella revelación, la más extraña que yo recibiera hasta en­tonces, de un tipo de gozo desconocido la recibí de él, puesto que, según decían, cuando murió no dejó más que su Sona­ta, pues el resto permanecía inexistente en notaciones indes­cifrables? Indescifrables, pero que, sin embargo, a fuerza de paciencia, de inteligencia y de respeto, acababan por ser des­cifrables para la única persona que había vivido cerca de Vinteuil lo suficiente para conocer bien su manera de traba­jar, para adivinar sus indicaciones de orquesta: la amiga de mademoiselle Vinteuil. En vida misma del gran músico, aprendió de la hija el culto que ésta tenía por su padre. Y por este culto las dos jóvenes, en esos momentos en que se vive en contra de las verdaderas inclinaciones, las dos muchachas pudieron encontrar un placer demencial en las profanacio­nes que se han contado. (La adoración a su padre era la con­dición misma del sacrilegio de la hija; y, sin duda, hubieran debido privarse de la voluptuosidad de este sacrilegio, pero esa voluptuosidad no las definía por entero.) Y, por otra par­te, las profanaciones se fueron rarificando, hasta desapare­cer por completo, a medida que aquellas relaciones carnales y enfermizas, aquel turbio y humoso fuego fue siendo reem­plazado por la llama de una amistad elevada y pura. A la amiga de mademoiselle Vinteuil la punzaba a veces el im­portuno pensamiento de que quizá había precipitado la muerte de Vinteuil. Al menos, pasando años en poner en limpio el galimatías que dejó Vinteuil, indagando la lectura verdadera de aquellos jeroglíficos desconocidos, la amiga de Vinteuil tuvo el consuelo de asegurar una gloria inmortal y compensadora al músico cuyos últimos años ensombrecie­ra ella. De relaciones no consagradas por las leyes nacen la­zos de parentesco tan múltiples, tan complejos, como los que crea el matrimonio y más sólidos. Aun sin detenernos en unas relaciones de índole tan especial, ¿no vemos todos los días que el adulterio, cuando se funda en el verdadero amor, no altera los sentimientos de familia, los deberes de parentesco, sino que los vivifica? En este caso, el adulterio introduce el espíritu en la letra, que en muchos casos el ma­trimonio habría matado. Una buena hija que, por simple conveniencia, lleve luto por el segundo marido de su madre no tendrá lágrimas bastantes para llorar al hombre que su madre había elegido por amante. Por lo demás, mademoise­lle Vinteuil no obró por sadismo, lo que no la disculpaba, pero más tarde sentí cierta dulzura en pensarlo. Me decía que mademoiselle Vinteuil, cuando profanaba con su amiga el retrato de su padre, debía de darse cuenta de que todo aquello era enfermizo, insania, y no la verdadera y gozosa perversidad que ella había querido. Esta idea de que era sólo una simulación de maldad le malograba el placer. Pero si pa­sado el tiempo se le pudo ocurrir tal idea, debió de disminuir su sufrimiento en la medida en que había aminorado su pla­cer. «No era yo -debió de decirse-, estaba enajenada. Yo, yo misma, todavía puedo rezar por mi padre, no desesperar de su bondad.» Pero es posible que esta idea, que seguramente se le había ocurrido en el placer, no se le ocurriera en el su­frimiento. Yo hubiera querido meterla en su mente. Estoy se­guro de que le habría hecho bien y de que yo hubiera podido restablecer entre ella y el recuerdo de su padre una comuni­cación bastante dulce.

Como en los ilegibles cuadernos donde un químico ge­nial, sin saber tan próxima la muerte, hubiera anotado des­cubrimientos que quizá permanecerían siempre ignorados, así la amiga de mademoiselle Vinteuil sacó, de papeles más ilegibles que papiros cubiertos de escritura cuneiforme, la fórmula eternamente verdadera, fecunda para siempre, de aquel gozo desconocido, la esperanza mística del ángel es­carlata de la mañana. Y yo, para quien, aunque quizá menos que para Vinteuil, había sido también mademoiselle Vin­teuil causa de tantos sufrimientos y acababa de serlo aquella misma noche despertando de nuevo mis celos por Alberti­na, y sobre todo iba a serlo en el futuro, en compensación, gracias a ella pude recibir la extraña llamada que ya nunca dejaría de oír como la promesa de que existía algo más, sin duda realizable por el arte, que el vacío que había encontra­do en todos los placeres y hasta en el amor mismo, y que si mi vida me parecía tan vana, al menos no lo había cumplido todo.



Lo que, gracias a la labor de mademoiselle Vinteuil, pudi­mos conocer de Vinteuil, era en realidad toda la obra de Vin­teuil; al lado del septuor, algunas frases de la Sonata, las úni­cas que el público conocía, resultaban tan triviales que no era fácil comprender cómo habían podido suscitar tanta ad­miración. Así nos sorprende que, durante algunos años, tro­zos tan insignificantes como la Romanza de la estrella, la Oración de Isabel pudieran tener un concierto de entusiastas fanáticos que se extenuaban aplaudiendo y gritando bis cuando terminaba lo que, sin embargo, para nosotros, que conocemos Tristán, El oro del Rin, Los maestros cantores, no es más que insípida pobreza. Hay que suponer que estas me­lodías sin carácter contenían ya, sin embargo, en cantidades infinitesimales, y por esto mismo quizá más asimilables, algo de la originalidad de las obras maestras que sólo retros­pectivamente cuentan para nosotros, pero que, por su mis­ma perfección, acaso no podían ser comprendidas entonces; han podido prepararles el camino en los corazones. El caso es que, aunque ofrecieran un anticipo confuso de las belle­zas futuras, dejaban éstas completamente inéditas. Lo mis­mo ocurría con Vinteuil; si al morir no hubiera dejado -ex­ceptuando ciertas partes de la Sonata- más que lo que ha­bía podido terminar, lo que se hubiera conocido de él habría sido, comparado con su verdadera grandeza, tan poca cosa como para Victor Hugo, por ejemplo, si hubiera muerto des­pués de Le pas d'armes du roi Jean, La fiancée du timbalier y Sarah la baigneuse, sin haber escrito nada de La légende des siècles y de Les contemplations; lo que es para nosotros su verdadera obra habría permanecido puramente virtual, tan desconocido como esos universos a los que no llega nuestra percepción, de los que no tendremos jamás idea.

Por lo demás, este aparente contraste, esta profunda unión entre el genio (también el talento, y hasta la virtud) y la envoltura de los vicios donde, como ocurrió con Vinteuil, suele estar contenido, conservado, se podían leer, como en una vulgar alegoría, en la misma reunión de los invitados entre los que volví a encontrarme cuando acabó la música. Aquella reunión, aunque limitada entonces al salón de ma­dame Verdurin, se parecía a otras muchas cuyos ingredien­tes ignora el público grueso y que los periodistas filósofos, si están un poco enterados, llaman parisienses, o panamistes 17, o dreyfusistas, sin saber que se pueden ver lo mismo en San Petersburgo, en Berlín, en Madrid y en todos los tiempos; si aquella noche estaban en casa de madame Verdurin perso­nalidades como el subsecretario de Bellas Artes, hombre verdaderamente artista, bien educado y snob, algunas du­quesas y tres embajadores con sus mujeres, el motivo próxi­mo, inmediato, de su presencia radicaba en las relaciones existentes entre monsieur de Charlus y Morel, relaciones que inspiraban al barón el deseo de dar la mayor resonancia po­sible a los triunfos artísticos de su joven ídolo y de obtener para él la cruz de la Legión de Honor; la causa más lejana que hizo posible aquella reunión era que una muchacha que sos­tenía con mademoiselle Vinteuil unas relaciones paralelas a las de Charlie y el barón dio a la luz toda una serie de obras geniales y que fueron tan sensacional revelación que no tar­dó en abrirse una suscripción, bajo el patrocinio del minis­tro de Instrucción Pública, para levantar una estatua a Vin­teuil. Por otra parte, sirvieron a estas obras, tanto como las relaciones de mademoiselle Vinteuil con su amiga, las del barón con Charlie, una especie de atajo por el cual iba el mundo a llegar a esas obras sin el rodeo, si no de una incom­prensión que persistiría durante mucho tiempo, al menos de una ignorancia total que hubiera podido durar años. Cada vez que se produce un hecho accesible a la vulgaridad de es­píritu del periodista filósofo, es decir, generalmente un he­cho político, los periodistas filósofos están convencidos de que algo ha cambiado en Francia, de que ya no se volverán a ver tales veladas, de que ya no se admirará a Ibsen, a Renan, a Dostoievsky, a D'Annunzio, a Tolstói, a Wagner, a Strauss. Pues los periodistas filósofos sacan argumentos de los entre­telones equívocos de esas manifestaciones oficiales para en­contrar algo de decadente en el arte que ellas glorifican, y que generalmente es el más austero de todos. Pues entre los nombres más venerados por el periodista filósofo no hay ninguno que no haya dado lugar, con toda naturalidad, a esas fiestas extrañas, aunque su extrañeza fuera menos fla­grante y más oculta. En cuanto a aquella fiesta, los elemen­tos impuros que en ella se conjugaban me impresionaban desde otro punto de vista: cierto que yo estaba en mejor si­tuación que nadie para disociarlos, porque aprendí a cono­cerlos separadamente; pero sobre todo unos, los que se refe­rían a mademoiselle Vinteuil y a su amiga, al hablarme de Combray, me hablaban también de Albertina, es decir, de Balbec, ya que por haber visto en otro tiempo a mademoise­lle Vinteuil en Montjouvain y haberme enterado de la inti­midad de su amiga con Albertina, iba a encontrar ahora, al volver a casa, en lugar de la soledad, a Albertina esperándo­me; y los que se referían a Morel y a monsieur de Charlus, al hablarme de Balbec, donde vi nacer sus relaciones en el an­dén de Doncières, me hablaban de Combrayy de sus dos la­dos, pues monsieur de Charlus era uno de aquellos Guer­mantes, condes de Combray, que vivían en Combray sin tener allí alojamiento, entre cielo y tierra, como Gilberto el Malo en su vidriera, y Morel era hijo de aquel viejo criado que me hizo conocer a la dama de rosa y, tantos años des­pués, reconocer en ella a madame Swann 18.

Terminada la música, y al despedirse de él los invitados, monsieur de Charlus repitió el mismo error que cuando lle­garon. No les dijo que se acercaran a la patrona, hicieran ex­tensivo a ella y a su marido al agradecimiento que le expre­saban a él. Fue un largo desfile, pero un desfile solamente ante el barón, y no es que él no se diera cuenta, pues me dijo a los pocos minutos:

-La forma misma de la manifestación artística ha tomado después un aspecto «sacristía» bastante curioso.

Y hasta se prolongaban las gracias con diferentes comenta­rios que permitían quedarse un poco más con el barón, mien­tras que los que no le habían felicitado todavía por el éxito de su fiesta esperaban impacientes. (Más de un marido tenía ga­nas de marcharse; pero su mujer, snob aunque duquesa, pro­testaba: «No, no, aunque tuviéramos que esperar una hora, no podemos marcharnos sin dar las gracias a Palamède, que tanto trabajo se ha tomado. Hoy en día no hay nadie más que él que pueda dar fiestas así.» A nadie se le hubiera ocurrido hacerse presentar a madame Verdurin, como no se les ocurri­ría hacerse presentar a la acomodadora de un teatro en el que una gran dama recibiera una noche a toda la aristocracia.)

-¿Estuvo ayer en casa de Eliana de Montmorency, primo? -preguntó madame de Mortemart, con el deseo de prolon­gar la conversación.

-Pues no; quiero bien a Eliana, pero no comprendo el sen­tido de sus invitaciones. Debo de ser un poco obtuso -aña­dió monsieur de Charlus con una sonrisa satisfecha, mien­tras madame de Mortemart presentía que iba a tener las pri­micias de «una de Palamède» como las solía tener de Oria­na-. Sí que recibí hace unos quince días una tarjeta de la simpática Eliana. Sobre el nombre, discutido, de Montmo­rency, había esta amable invitación: «Primo, hágame el ho­nor de pensar en mí el viernes próximo a las nueve y media». Debajo, estas dos palabras, no tan graciosas: «Quatuor Che­co». Me parecieron ininteligibles, en todo caso sin más rela­ción con la frase precedente que esas cartas al dorso de las cuales se ve que el autor había empezado otra carta con las palabras: «Querido amigo», sin más, y no tomó otro pa­pel, bien por distracción, bien por economía. Quiero bien a Eliana y no se lo tuve en cuenta: me limité a no hacer caso de las palabras, extrañas e inoportunas, de «quatuor checo», y como soy hombre de orden, puse encima de la chimenea la invitación a pensar en madame de Montmorency el viernes a las nueve y media. Aunque tengo fama de obediente, pun­tual y pacífico, como dice Buffon del camello -y la risa au­mentó en torno a monsieur de Charlus, quien sabía que, al contrario, le tenían por el hombre más difícil de tratar-, me retrasé unos minutos (el tiempo de cambiar de traje), y sin demasiado remordimiento, pensando que las nueve y media querían decir las diez. Y a las diez en punto, vistiendo una buena bata, calzado con unas gruesas zapatillas, me senté a la chimenea a pensar en Eliana como ella me pedía, y con una intensidad que no empezó a disminuir hasta las diez y media. Díganle, por favor, que obedecí estrictamente a su audaz petición. Supongo que quedará contenta.

Madame de Mortemart estaba muerta de risa, y monsieur de Charlus con ella.

-¿Irá usted mañana -añadió, sin pensar que había rebasa­do, y con mucho, el tiempo que podían concederle- a casa de nuestros primos La Rochefoucauld?

-¡Oh, imposible!, me han invitado, como a usted, lo veo, a la cosa más imposible de concebir y de realizar que se llama, a creer en la tarjeta de invitación, un thé dansant. Cuando era joven tenía fama de diestro, pero dudo que pudiera to­mar el té bailando sin faltar a las conveniencias. Y nunca me ha gustado comer ni beber suciamente. Me dirá usted que ya no tengo que bailar. Pero aun confortablemente sentado para tomar el té -de cuya calidad desconfío, además, desde el momento en que lo titulan danzante-, temería que otros invitados más jóvenes que yo, y quizá menos diestros que lo era yo a su edad, derramasen su taza sobre mi frac, lo que me quitaría el placer de vaciar la mía.

Y monsieur de Charlus ni siquiera se contentaba con omi­tir en la conversación a madame Verdurin y hablar de toda clase de temas (que parecía complacerse en desarrollar y en variar, por el cruel placer, placer que siempre había sentido, de tener indefinidamente de pie, «haciendo cola», a los ami­gos que esperaban su turno con una paciencia agotadora). Hasta criticaba toda la parte de la velada que había corrido a cargo de madame Verdurin:

-Pero, a propósito de taza, ¿qué tazas semiesféricas son ésas, parecidas a las que traían con los sorbetes de casa de Poiré Blanche cuando yo era muchacho? Alguien me dijo hace un momento que eran para «café helado». Pero en cuanto a eso de café helado, yo no he visto ni café ni helado. ¡Qué cositas más curiosas con un destino mal definido!

Para decir esto, monsieur de Charlus colocó en torno a su boca las manos enguantadas de blanco y redondeó pruden­temente los ojos señaladores como si temiera que le oyeran y hasta que le vieran los dueños de la casa. Pero no era fingi­miento, pues al poco rato fue a hacer a la misma patrona las mismas críticas, y aun añadió insolente:

-¡Y sobre todo nada de tazas de café helado! Déselas a una amiga suya si quiere estropearle la casa. Pero que no las pon­ga en el salón, pues pudiera ocurrir que en un apuro alguien creyera que se había equivocado de habitación, porque son exactamente unos orinales.

-Pero, primo -decía la invitada, bajando ella también la voz y mirando a monsieur de Charlus con gesto interroga­tivo no por miedo de molestar a madame Verdurin, sino de molestarle a él-, quizá esa señora no sabe todavía muy bien todas esas cosas...

-Se las enseñaremos.

-¡Oh! -reía la invitada-, no podría encontrar mejor pro­fesor. ¡Tiene suerte! Con usted se puede estar seguro de que no habrá una nota falsa.

-En todo caso, no la ha habido en la música.

-¡Oh, ha sido sublime! Estos goces no se olvidan jamás. A propósito de ese violinista genial -continuó, creyendo, en su inocencia, que monsieur de Charlus se interesaba por el vio­lín «en sí»-, ¿conoce usted a uno al que oí el otro día tocar maravillosamente una sonata de Fauré y que se llama Frank?

-Sí, es un horror -contestó monsieur de Charlus, sin im­portarle la grosería de una respuesta que significaba que su prima no tenía el menor gusto-. En cuestión de violinistas, le aconsejo que se atenga al mío.

Iban a recomenzar entre monsieur de Charlus y su prima las miradas, a la vez bajas e inquisitivas, pues madame de Mortemart, sonrojada y queriendo reparar con su celo su coladura, iba a proponer a monsieur de Charlus dar una fies­ta para que tocara Morel. Mas para ella el fin de aquella vela­da no era dar a conocer un talento, aunque ella lo pretendie­ra así, como era, en realidad, el que se propusiera monsieur de Charlus. Madame de Mortemart sólo buscaba una oca­sión para dar una fiesta muy elegante, y ya calculaba a quién iba a invitar y a quién no. Esta selección, cuidado predomi­nante de las gentes que dan fiestas (incluso aquellos que los periódicos mundanos tienen el atrevimiento o la estupidez de llamar «la crema»), altera en seguida la mirada -y la le­tra- más profundamente de lo que pudiera hacerlo la suges­tión de un hipnotizador. Incluso antes de pensar en lo que Morel tocaría (preocupación considerada secundaria, y con razón, pues aun cuando todo el mundo tuviera, por mon­sieur de Charlus, el cuidado de callarse durante la música, en cambio a nadie se le ocurriría escucharla), madame de Mor­temart, decidida a no incluir a madame de Valcourt entre las «elegidas», tomó por esto mismo el aire de conjura, de cons­piración, que tanto rebaja hasta a las mujeres del gran mun­do que más fácilmente podrían reírse del qué dirán.

-¿No podría dar yo una fiesta para que oyeran a su amigo? -dijo en voz baja madame de Mortemart, que mientras ha­blaba a monsieur de Charlus no pudo menos de mirar, como fascinada, a madame de Valcourt (la excluida) con el fin de cerciorarse de que ésta se encontraba a suficiente distancia para no oírla. «No, no puede entender lo que digo», conclu­yó mentalmente madame de Mortemart, tranquilizada por su propia mirada, que había tenido, en cambio, sobre mada­me de Valcourt un efecto por completo diferente del que se proponía: «Vaya -se dijo madame de Valcourt viendo aque­lla mirada-, María Teresa debe de estar preparando con Pa­lamède algo en lo que yo no debo tomar parte».

-Querrá usted decir mi protegido -rectificó monsieur de Charlus, que no tenía más piedad para el saber gramatical que para los dones musicales de su prima. Después, sin ha­cer caso de las tácitas súplicas de ésta, que se disculpaba ella misma sonriendo-. Pues sí... -dijo con voz fuerte y que po­día ser oída por todo el salón-, aunque siempre es peligroso ese género de exportación de una personalidad fascinante a un medio que por fuerza le hace sufrir una depreciación de su poder trascendental y que, en todo caso, habría que apro­piarse.

Madame de Mortemart pensó que el mezzo voce, el pianís­simo, habían sido trabajo perdido, después del vozarrón por el que había pasado la respuesta. Se equivocó, porque mada­me de Valcourt no oyó nada, por la sencilla razón de que no entendió una sola palabra. Su inquietud disminuyó, y se ha­bría esfumado rápidamente si madame de Mortemart, te­miendo que le hubiera salido mal la combinación y tuviera que invitar a madame de Valcourt, con la que tenía una rela­ción demasiado estrecha para darle de lado si la otra se ente­raba «de antemano», no hubiese levantado de nuevo los pár­pados en dirección a Edith, como para no perder de vista un peligro amenazador, pero bajándolos de nuevo en seguida para no comprometerse demasiado. Esperaba escribirle al día siguiente de la fiesta una de esas cartas, complemento de la mirada reveladora, que se creen hábiles y que son como una confesión sin reticencias y firmada. Por ejemplo: «Que­rida Edith, estoy enojada con usted, no estaba muy segura de que viniera anoche (¿cómo lo iba a estar, se diría Edith, si no me había invitado?), pues ya sé que no le gustan mucho esta clase de reuniones, que más bien le aburren. Pero nos hubie­ra honrado mucho tenerla con nosotros (madame de Mor­temart no empleaba nunca este término, "honrado", a no ser en las cartas en que procuraba dar a una mentira una apa­riencia de verdad). Ya sabe que en esta casa está siempre en la suya. Por otra parte, hizo bien en no venir, pues fue un verdadero fracaso, como todas las cosas improvisadas en dos horas, etc.» Pero ya la mirada furtiva lanzada sobre ella había hecho comprender a Edith todo lo que ocultaba el complicado lenguaje de monsieur de Charlus. Una mirada tan fuerte que, después de caer sobre madame de Valcourt, el secreto evidente y la intención de tapujo que contenía re­botaron sobre un joven peruano a quien sí pensaba invitar madame de Mortemart. Pero el peruano, notando hasta la evidencia los misterios que se tramaban, sin fijarse en que no eran por él, sintió en seguida un odio tremendo hacia madame de Mortemart y se juró hacerle mil malas pasadas, tales como mandar que le enviaran cincuenta cafés helados a su casa un día que no recibiera, hacer publicar en los perió­dicos, un día en que recibiera, una nota diciendo que la fiesta se había aplazado y unas falsas reseñas de las siguientes con nombres, conocidos por todos, de personas a las que, por diversas razones, no sólo no las reciben en el gran mundo, sino que ni siquiera permiten que se las presenten. Madame de Mortemart hacía mal en preocuparse por madame de Val­court. Monsieur de Charlus iba a encargarse de desnaturali­zar, mucho más de lo que lo hubiera hecho la presencia de ésta, la fiesta proyectada.


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