En busca del tiempo perdido



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-Pero, primo -dijo contestando aquello del «medio», cuyo sentido le había permitido adivinar su estado momen­táneo de hiperestesia-, le evitaremos todo trabajo. Yo me en­cargo de pedir a Gilberto que se ocupe de todo.

-No, de ninguna manera, y mucho menos porque no se le va a invitar. No se hará nada sin mí. Se trata, ante todo, de las personas que tienen oídos y no oyen.

La prima de monsieur de Charlus, que contaba con la atracción de Morel para dar una fiesta en la que podría decir que, a diferencia de tantos parientes, «había tenido a Pala­mède», trasladó bruscamente su pensamiento de este presti­gio de monsieur de Charlus a muchas personas con las que iba a indisponerla si él se ponía a excluir y a invitar. La idea de que no iba a ser invitado el príncipe de Guermantes (por el cual, en parte, deseaba ella excluir a madame de Valcourt, a la que él no recibía) la asustaba. El susto se le notó en los ojos.

-¿Le hace daño la luz un poco demasiado viva? -preguntó monsieur de Charlus con una aparente seriedad cuya pro­funda ironía no percibió madame de Mortemart.

-No, nada de eso, estaba pensando en la dificultad que podría provocar, no para mí, naturalmente, sino para los míos, que Gilberto supiera que yo había dado una fiesta sin invitarle, cuando él no reúne nunca cuatro gatos sin...

-Pero, precisamente, empezaremos por suprimir los cua­tro gatos, que no harían más que maullar; creo que el ruido de las conversaciones le ha impedido comprender que no se trataba de quedar bien con una fiesta, sino de proceder a los ritos propios de toda verdadera celebración.

Dicho esto, monsieur de Charlus, juzgando no que la per­sona siguiente había esperado demasiado, sino que no esta­ba bien exagerar los favores otorgados a la que había pensa­do mucho menos en Morel que en sus propias «listas» de invitación, como un médico que da por terminada la consul­ta cuando cree que ha esperado el tiempo suficiente, hizo ver a su prima que debía retirarse no diciéndole adiós, sino diri­giéndose a la persona que venía inmediatamente después.

-Buenas noches, madame de Montesquiou, ha sido mara­villoso, ¿verdad? No he visto a Elena; dígale que toda absten­ción general, aun la más noble, lo que equivale a decir la suya, tiene excepciones, si son extraordinarias, como en el caso de hoy. Lo raro está bien, pero anteponer a lo raro, que no es más que negativo, lo precioso, está mejor aún. Para su hermana, cuya sistemática ausencia estimo yo más que na­die cuando lo que la espera no la merece, en cambio, en una manifestación memorable como ésta su presencia hubiera sido una precedencia y hubiera dado a su hermana de usted, ya tan prestigiosa, un prestigio más.

Después pasó a otra. Me sorprendió ver allí, tan amable y adulador con monsieur de Charlus como seco estuviera con él otras veces, pidiéndole que le presentara a Charlie y di­ciéndole que esperaba que fuera a verle, a monsieur d'Ar­gencourt, aquel hombre tan terrible para la especie de hom­bres a que pertenecía monsieur de Charlus. El caso es que ahora vivía rodeado de ellos. No, ciertamente, porque se hu­biera convertido. Pero desde hacía algún tiempo había casi abandonado a su mujer por una del gran mundo a la que adoraba. Esta mujer, inteligente, le hacía compartir su incli­nación hacia las personas inteligentes y tenía muchas ganas de que monsieur de Charlus fuera a su casa. Pero, sobre todo, monsieur d'Argencourt, muy celoso y un poco impo­tente, dándose cuenta de que satisfacía mal a su conquista y queriendo a la vez preservarla y distraerla, sólo podía hacer­lo sin peligro rodeándola de hombres inofensivos, que desempeñaban para él el cometido de guardianes del serrallo. Éstos pensaban que se había vuelto muy simpático y le pro­clamaban mucho más inteligente de lo que antes creyeran, con gran satisfacción de su amante y de él.

Las invitadas de monsieur de Charlus se fueron bastante pronto. Muchas decían: «Yo no quisiera ir a la sacristía (el sa­loncito donde el barón, con Charlie a su lado, recibía las feli­citaciones), pero convendría que me viera Palamède para que sepa que me he quedado hasta el final». Ninguna se ocu­paba de madame Verdurin. Algunas fingieron no reconocer­la y despedirse por error de madame Cottard, diciéndome de la mujer del médico: «Desde luego es madame Verdurin, ¿verdad?» Madame d'Arpajon me preguntó al alcance del oído de la dueña de la casa: «Pero ¿ha existido alguna vez un monsieur Verdurin?» Las duquesas rezagadas, al no encon­trar ninguna de las cosas raras que esperaban ver en aquel lugar suponiéndole más diferente de lo que ellas conocían, se desquitaban, a falta de cosa mejor, ahogándose de risa ante los cuadros de Elstir; en cuanto a lo demás, más confor­me de lo que ellas habían creído a lo que ya conocían, atri­buían el honor a monsieur de Charlus diciendo: «¡Qué bien sabe Palamède arreglar las cosas! Sería capaz de organizar una fiesta de hadas en una cochera o en un cuarto de baño, y resultaría precioso.» Las más nobles eran las que felicitaban con mayor fervor a monsieur de Charlus por el éxito de una fiesta cuyo secreto resorte no ignoraban algunas, y sin que ello les produjera la menor violencia, pues aquella sociedad -quizá por recuerdo de ciertas épocas de la historia en la que su familia había llegado ya a una identidad de impudor ple­namente consciente- llevaba el desprecio de los escrúpulos casi tan lejos como el respeto a la etiqueta. Varias de ellas comprometieron allí mismo a Charlie para tocar en sus ca­sas el septuor de Vinteuil, pero a ninguna de ellas le pasó ni siquiera por la mente la idea de invitar a madame Verdurin. Había llegado ésta al colmo de la ira, cuando monsieur de Charlus, que estaba en las nubes y no se daba cuenta, quiso, por decencia, invitar a la patrona a compartir su alegría. Y acaso más por inclinación a la literatura que por un des­bordamiento del orgullo, este doctrinario de las fiestas artís­ticas dijo a madame Verdurin:

-Bueno, ¿está contenta? Creo que no haría falta tanto para estarlo. Ya ve que cuando yo me pongo a dar una fiesta no sale bien a medias. No sé si sus nociones heráldicas le permi­ten apreciar exactamente la importancia de esta manifesta­ción, el peso que yo he levantado, el volumen de aire que he desplazado por usted. Ha tenido en su casa a la reina de Ná­poles, al hermano del rey de Baviera, a los tres pares más an­tiguos. Si Vinteuil es Mahoma, podemos decir que hemos movido por él las montañas menos movibles. Piense que la reina de Nápoles ha venido desde Neully para asistir a su fiesta, lo que es para ella mucho más difícil que venir de las Dos Sicilias -dijo con una intención sarcástica, a pesar de su admiración por la reina-. Es un acontecimiento histórico. Piense que quizá no había salido nunca desde la toma de Gaeta. Es probable que en los diccionarios se ponga como fechas culminantes el día de la toma de Gaeta y el de la fiesta Verdurin. El abanico que posó para aplaudir mejor a Vin­teuil merece llegar a ser más célebre que el que rompió ma­dame de Metternich porque silbaban a Wagner.

-Y hasta lo ha olvidado, ese abanico -dijo madame Ver­durin, momentáneamente calmada por el recuerdo de la simpatía que le manifestó la reina, y señaló a monsieur de Charlus el abanico en un sillón.

-¡Oh, es emocionante! -exclamó monsieur de Charlus acercándose con veneración a la reliquia-. Y más emocio­nante porque es horrible; ¡esa violetita es increíble! -y le sa­cudieron alternativamente espasmos de emoción y de iro­nía-. No sé si usted siente estas cosas como yo. Swann se habría muerto de espanto si hubiera visto esto. Ya sé que, cueste lo que cueste, compraré este abanico en la subasta de la reina. Porque, como no tiene un céntimo, se subastará -añadió, pues el barón no dejaba nunca de mezclar la male­dicencia cruel con la veneración más sincera, aunque una y otra partían de dos naturalezas opuestas, pero que en él se juntaban. Y hasta podían recaer sucesivamente en un mis­mo hecho. Pues monsieur de Charlus, que en su bienestar de hombre rico se burlaba de la pobreza de la reina, era el mis­mo que a menudo exaltaba esta pobreza y, cuando hablaban de la princesa Murat, reina de las Dos Sicilias, respondía: «No sé a quién se refiere usted. No hay más que una reina de Nápoles, que es sublime y no tiene coche. Pero en su ómni­bus aplasta todos los carruajes de lujo y hasta se arrodillaría la gente en el polvo al verla pasar.»



-Lo dejaré a un museo. Mientras tanto habrá que man­dárselo para que no tenga que pagar un fiacre para mandar a buscarlo. Lo más inteligente, dado el interés histórico de semejante objeto, sería robar este abanico. Pero sería un trastorno para ella, porque es probable que no tenga otro -añadió echándose a reír-. En fin, ya ve usted que he conse­guido que venga. Y no es el único milagro que he hecho. No creo que nadie pueda hoy movilizar a las personalidades que yo he traído aquí. Pero a cada uno lo suyo: Charlie y los de­más músicos han tocado como los ángeles. Y a usted, mi querida patrona -añadió condescendiente-, también le co­rresponde su parte en esta fiesta. No faltará en ella su nom­bre. La historia ha conservado el del paje que armó a Juana de Arco cuando partió19 ; en realidad, usted ha servido de enlace, ha permitido la fusión entre la música de Vinteuil y su genial ejecutante, ha tenido la inteligencia de comprender la capital importancia de todo un encadena­miento de circunstancias gracias al cual el ejecutante iba a beneficiarse de todo el peso de una personalidad importan­te, providencial diría yo si no se tratara de mí, a quien usted tuvo la feliz ocurrencia de pedir que asegurara el prestigio de la reunión trayendo ante el violín de Morel los oídos directa­mente unidos a las lenguas más escuchadas; no, no, esto no es una minucia. Nada es una minucia en una realización tan completa. Todo contribuye a ello. La Durás estaba maravi­llosa. En fin, todo; por eso -añadió, porque le gustaba mori­gerar- me opuse a que invitara usted a esas personas-divi­sores que, ante las personalidades eminentes que yo le traía, hubieran hecho de comas en un número, reduciendo las otras a no ser más que simples décimas. Yo tengo un sentido muy exacto de estas cosas. Comprenderá usted que hay que evitar un mal paso cuando damos una fiesta que debe ser digna de Vinteuil, de su genial intérprete, de usted y, me atrevo a decirlo, de mí. Nada más con que usted hubiera in­vitado a la Molé, se habría estropeado todo. Era la gotita contraria, neutralizante, que quita toda virtud a una poción. Se habría apagado la electricidad, las pastas no habrían lle­gado a tiempo, la naranjada le habría dado cólico a todo el mundo. Era precisamente la persona que no podía venir. Simplemente su nombre habría impedido, como en una se­sión de magia, que saliera ningún sonido de los cobres; la flauta y el oboe habrían enmudecido súbitamente. El mismo Morel, aunque lograra dar algunas notas, ya no sería el mis­mo, y en vez del septuor de Vinteuil hubiéramos oído la pa­rodia de Vinteuil por Beckmesser, y la cosa hubiera termina­do en abucheo. Yo, que creo mucho en la influencia de las personas, me di perfecta cuenta, en la eclosión de cierto lar­go que se abría hasta el fondo como una flor, en la satisfac­ción acrecentada del final, que no era solamente allegro, sino incomparablemente alegre, que la ausencia de la Molé inspi­raba a los músicos y dilataba de alegría hasta a los mismos instrumentos de música. De todos modos, el día en que se recibe a los soberanos no se invita a la portera. -Llamándola la Molé (como decía, aunque con simpatía en este caso, la Durás), monsieur de Charlus le hacía justicia. Pues todas aquellas mujeres eran actrices del gran mundo, y la verdad es que la condesa Molé, aun considerada desde este punto de vista, no tenía la inteligencia tan extraordinaria que le atri­buía la fama y que hacía pensar en esos actores o en esos no­velistas mediocres que en ciertas épocas ocupan una situa­ción de genio, bien por la mediocridad de sus colegas, entre los que no hay ningún artista superior capaz de demostrar lo que es el verdadero talento, o bien por la mediocridad del público, que, aunque existiera una individualidad extraor­dinaria, sería incapaz de comprenderla. En el caso de mada­me Molé, es preferible, si no del todo exacto, atenerse a la primera explicación. Siendo el gran mundo el reino de la nada, entre los méritos de las diferentes mujeres del gran mundo no hay más que grados insignificantes, que sólo los rencores o la imaginación de monsieur de Charlus pueden agrandar desorbitadamente. Y la verdad es que si el barón hablaba, como acababa de hacerlo, en ese lenguaje que era una lujosa mezcla de las cosas del arte y del gran mundo, es porque sus rabietas de señora anciana y su cultura de mun­dano no suministraban a su verdadera elocuencia más que temas insignificantes. Si en la superficie de la tierra no existe el mundo de las diferencias entre todos los países, que nues­tra percepción uniformiza, existe mucho menos en el «gran mundo». Pero ¿es que existe en alguna parte? El septuor de Vinteuil parecía haberme dicho que sí. Pero ¿dónde? Como a monsieur de Charlus le gustaba también llevar y traer de uno a otro, indisponer, dividir para reinar, añadió-: No in­vitando a madame Molé le ha quitado usted la ocasión de decir: «No sé por qué me ha invitado madame Verdurin. Yo no sé qué gente es ésa, no los conozco.» Ya el año pasado dijo que la estaba usted aburriendo con su persecución. Es una tonta, no la invite más. Después de todo no es una persona tan extraordinaria. Puede muy bien venir a su casa sin hacer dengues, puesto que vengo yo. En fin -concluyó-, me parece que puede usted darme las gracias, pues, tal como ha salido, ha quedado muy bien. No ha venido la duquesa de Guer­mantes, pero puede que haya sido mejor así. No le guardare­mos rencor y pensaremos en ella, de todos modos, para otra vez; por otra parte, no hay más remedio que acordarse de ella, sus mismos ojos nos dicen: «no me olvides», pues son dos miosotis -y yo pensé para mí lo fuerte que tenía que ser el espíritu de los Guermantes (la decisión de ir a este sitio y no ir al otro) para haber podido más en la duquesa que el miedo a Palamède-. Ante un éxito tan completo, se siente uno tentado, como Bernardin de Saint-Pierre, a ver en todo la mano de la providencia. La duquesa de Durás estaba en­cantada. Tanto que me encargó que se lo dijera a usted -aña­dió monsieur de Charlus subrayando las palabras, como si madame Verdurin debiera considerar aquello un honor sufi­ciente. Suficiente y hasta casi increíble, pues a monsieur de Charlus le pareció necesario decir para ser creído-: Se lo aseguro -arrastrado por la demencia de aquellos a quienes Júpiter quiere perder-. Ha comprometido a Morel para ir a su casa, donde repetirá el mismo programa, y pienso hasta pedirle una invitación para monsieur Verdurin.

Esta atención al marido sólo era, sin que a monsieur de Charlus se le pasara siquiera por la mente, el ultraje más san­griento para la esposa, la cual, creyéndose en el derecho de prohibir al ejecutante, en virtud de una especie de decreto de Moscú vigente en el pequeño clan, tocar en ningún sitio sin su autorización expresa, estaba absolutamente decidida a prohibirle que tomara parte en la fiesta de madame Durás.

Sólo por hablar con tal facundia, monsieur de Charlus irritaba a madame Verdurin, a quien no le gustaba que se hi­ciera capilla aparte en el pequeño clan. Cuántas veces, y ya en la Raspelière, oyendo al barón hablar continuamente a Charlie en vez de limitarse a interpretar su parte en el coro del clan, había exclamado, señalando al barón: «¡Qué char­latán! En clase de charlatanes, ¡éste lo es de los buenos!» Pero esta vez era mucho peor. Monsieur de Charlus, emborra­chándose con sus propias palabras, no comprendía que re­conociendo el papel de madame Verdurin y fijándole unas estrechas fronteras suscitaba ese sentimiento de odio que no era en ella más que una forma especial, una forma social de la envidia. Madame Verdurin quería verdaderamente a los asiduos, a los fieles del pequeño clan, y quería que fueran en­teramente para su patrona. Como esos celosos que permiten que les engañen, pero bajo su propio techo, incluso ante sus propios ojos, es decir, que no los engañen, concedía a los hombres que tuvieran una amante, o un amante, siempre que esto no tuviera ninguna consecuencia social fuera de casa de ella, siempre que se anudara y se perpetuara al abri­go de los miércoles. En otro tiempo, cualquier risa furtiva de Odette con Swann le arañaba el corazón; desde hacía poco le ocurría lo mismo con cualquier aparte entre Morel y Char­lus; sólo encontraba un consuelo para sus penas: matar la fe­licidad de los demás. No hubiera podido soportar mucho tiempo la del barón. Y este imprudente precipitaba la catás­trofe restringiendo, al parecer, el papel de la patrona en su propio pequeño clan. Ya estaba viendo a Morel ir al gran mundo sin ella, bajo la égida del barón. Sólo había un reme­dio: hacerle a Morel optar entre el barón y ella, y aprove­chando el ascendiente que ella había tomado sobre Morel dando prueba, a sus ojos, de una clarividencia extraordina­ria, gracias a los informes que se procuraba, a las mentiras que inventaba, todo lo cual le servía a ella para corroborar lo que Morel se inclinaba a creer por sí mismo y lo que iba a ver hasta la evidencia, gracias a las trampas por ella preparadas y en las que iban a caer los incautos, aprovechando este as­cendiente, hacer que optara por ella en vez de por el barón. En cuanto a las mujeres del gran mundo que asistieron a su fiesta y que ni siquiera se hicieron presentar, cuando se dio cuenta de sus vacilaciones o de su desparpajo, dijo: «¡Ah!, ya veo de lo que se trata, es una clase de viejas brujas que no nos conviene, aquí no vuelven más». Pues antes se hubiera muerto que decir que habían estado con ella menos atentas de lo que esperaba.

-¡Ah, mi querido general! -exclamó bruscamente mon­sieur de Charlus dejando plantada a madame Verdurin al ver al general Deltour, secretario de la presidencia de la Re­pública, que podía tener gran importancia para la cruz de Charlie, y que, después de pedir consejo a Cottard, se eclip­saba rápidamente-: Buenas noches, mi querido y encanta­dor amigo. ¿De modo que se me escapa así sin decirme adiós? -dijo el barón con una sonrisa de llaneza y de sufi­ciencia, pues sabía muy bien que para la gente era siempre una satisfacción hablar con él un momento más. Y como en el estado de exaltación en que se hallaba hacía él solo, en un tono sobreagudo, las preguntas y las respuestas-: ¿Qué tal, está usted contento? ¿Verdad que ha sido hermoso? El an­dante, ¿verdad?, es lo más emocionante que se ha escrito ja­más. Desafío a cualquiera a escucharlo hasta el final sin lá­grimas en los ojos. Muy simpático por su parte haber venido. Dígame, esta mañana he recibido un telegrama perfecto de Froberville comunicándome que, por parte de la Gran Cancillería, han quedado allanadas las dificulta­des, como dicen.

Monsieur de Charlus seguía levantando la voz, una voz tan penetrante, tan diferente de su voz habitual como lo es de su hablar corriente la de un abogado informando con én­fasis: fenómeno de amplificación vocal por sobreexcitación y euforia nerviosa, análogo al que subía a un diapasón tan alto la voz y la mirada de madame de Guermantes en las co­midas que daba.

-Pensaba enviarle mañana por la mañana unas letras para decirle mi entusiasmo, a la espera de poder expresárselo de viva voz, pero estaba usted tan acaparado... El apoyo de Fro­berville no es nada desdeñable, pero yo, por mi parte, tengo la promesa del ministro -dijo el general.

-¡Ah, perfecto! Por lo demás, ya ha visto usted qué es lo que merece un talento como éste. Hoyos estaba encantado; no he podido ver a la embajadora; ¿estaba contenta? Quién no lo estaría, a no ser los que tienen oídos y no oyen, cosa que no importa teniendo como tienen lengua para hablar.

Madame Verdurin, aprovechando que el barón se había alejado para interpelar al general, hizo seña a Brichot. Bri­chot, que no sabía lo que iba a decirle madame Verdurin, quiso hacerle reír y, sin sospechar lo que iba a hacerle sufrir, dijo a la patrona:

-El barón está encantado de que no hayan venido made­moiselle Vinteuil y su amiga. Le escandalizan muchísimo. Ha dicho que las costumbres que tienen son como para dar miedo. No se imagina usted lo pudibundo y severo que es el barón en cuestión de costumbres.

Contra lo que esperaba Brichot, madame Verdurin no se rió.

-Es inmundo -repuso-. Propóngale que venga a fumar un cigarrillo con usted para que mi marido pueda llevarse a su Dulcinea sin que Charlus lo note, y le haga ver el abismo que le amenaza -Brichot parecía vacilar un poco-. Le diré -continuó madame Verdurin para disipar los últimos escrú­pulos de Brichot- que no me siento segura con eso en mi casa. Sé que ha tenido historias sucias y que la Policía le vigi­la -y como tenía cierto don de improvisación cuando la ins­piraba la malevolencia, madame Verdurin no se conformó con esto-: Parece ser que ha estado en la cárcel. Sí, sí, me lo han dicho personas bien enteradas. Además sé, por alguien que vive en su calle, que no nos imaginamos los foraji­dos que lleva a su casa -y como Brichot, que iba a menudo a casa del barón, protestara, madame Verdurin, animándose, exclamó-: ¡Se lo aseguro! ¡Se lo digo yo! -expresión con la que solía reforzar una afirmación lanzada un poco al azar­-. Un día u otro morirá asesinado, como todos sus congéneres. Acaso no llegue a eso porque está en las garras de ese Jupien que ha tenido el desparpajo de enviarme y que es un antiguo forzado, le digo que lo sé, y de buena tinta. Parece ser que tie­ne agarrado a Charlus por unas cartas horribles. Lo sé por una persona que las ha visto, y que me dijo: «Si usted llega a ver eso, se desmaya». De esa manera le hace andar Jupien de­recho y le hace soltar todo el dinero que quiere. Yo preferiría mil veces la muerte antes que vivir en el terror en que vive Charlus. En todo caso, si la familia de Morel se decide a de­nunciarle, no me haría ninguna gracia que me acusaran de complicidad. Si sigue, allá él, pero yo habré cumplido mi deber. ¿Qué quiere usted? No siempre es divertido -y exalta­da ya a la espera de la conversación que su marido iba a tener con el violinista, madame Verdurin me dijo-: Pregúntele a Brichot si yo no soy una amiga valerosa y si no sé sacrificar­me por salvar a los compañeros.

Aludía a las circunstancias en que ella había hecho que Brichot rompiera con su planchadora, luego con madame de Cambremer, rupturas tras las cuales Brichot se había queda­do casi completamente ciego y, según decían, se había hecho morfinómano.

-Una amiga incomparable, inteligente y valiente -repuso el universitario con ingenua emoción-. Madame Verdurin me impidió cometer una gran estupidez -me dijo Brichot cuando ella se alejó-. No vacila en cortar por lo sano. Es in­tervencionista, como diría nuestro amigo Cottard. Pero confieso que pensar que el pobre barón ignora todavía el golpe que le espera me da mucha pena. Está completamente loco por ese mozo. Si madame Verdurin se sale con la suya, será un hombre desgraciadísimo. Pero no es seguro que no fracase. Me temo que sólo va a conseguir que se peleen, unas peleas que al final no los separarán y no harán más que in­disponerlos con ella.

Esto le había ocurrido a menudo a madame Verdurin con los fieles. Pero era visible que, en ella, sobre la necesidad de conservar la amistad de los fieles predominaba cada vez más la de que esta amistad no fuera nunca amenazada por la que pudieran sentir unos por otros. El homosexualismo no la desagradaba, siempre que no afectara a la ortodoxia, pero ella, como la Iglesia, prefería todos los sacrificios a una con­cesión a expensas de la ortodoxia. Empecé a temer que su irritación contra mí procediera de que se hubiera enterado de que yo impedí a Albertina ir aquel día a su casa, y que em­prendiera con ella, si es que no lo había iniciado ya, la mis­ma labor para separarla de mí que iba a realizar su marido con el violinista para separarle de Charlus.

-Vamos, vaya a buscar a Charlus, invente un pretexto, ya es hora -dijo madame Verdurin-, y sobre todo procure no dejarle volver antes de que yo le mande a buscar a usted. ¡Ah, qué nochecita! -añadió madame Verdurin, revelando así la verdadera causa de su ira-. ¡Haber hecho tocar esas obras maestras delante de esos leños! No me refiero a la reina de Nápoles, que es inteligente, una mujer agradable -léase: ha estado muy amable conmigo-. ¡Pero las otras! ¡Ah, es para ponerse furiosa! Qué quiere usted, yo no tengo ya veinte años. Cuando era joven me decían que había que saber abu­rrirse, y yo me forzaba; pero ahora, eso sí que no, es más fuerte que yo, ya estoy en edad de hacer lo que quiero, la vida es muy corta; aburrirme, alternar con imbéciles, fingir, ha­cer como que los encuentro inteligentes, ¡eso sí que no, no puedo! Vamos, Brichot, no hay tiempo que perder.


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