Franz kafka



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—¿Tanto se ha escrito sobre unas horas de la tarde? ¿Todos esos papeles tratan sobre eso?

—Todos —dijo amablemente Momus como si hubiese esperado esa pregun-ta—, es mi trabajo.

—¿No podría leer un poco de ellos? —preguntó K.

Momus comenzó a pasar las hojas como si estuviese mirando si había algo que pudiese mostrar a K, luego dijo:

—No, por desgracia no es posible.

—Me da la impresión —dijo K— de que ahí se encuentran cosas que yo podría refutar.

—Que usted se esforzaría en refutar —dijo Momus—, sí, en estas páginas se encuentran esas cosas.

Y cogió un lápiz azul y subrayó sonriendo algunas líneas.

—No soy curioso —dijo K—, puede seguir subrayando, señor secretario, y co-piando con tranquilidad y sin control todas las cosas horribles que se han escrito sobre mí. No me preocupa en absoluto lo que se conserva en el Registro. Sólo pensé que ahí se podría encontrar algo que resultase instructivo para mí, que me mostrase cómo un funcionario con experiencia juzga honorablemente sobre mí. Eso me hubiera gustado leer, pues me gusta aprender, detesto cometer erro-res y producir enojos.

—Y le encanta hacerse el inocente —dijo la posadera—. Obedezca al señor secretario y sus deseos se cumplirán parcialmente. A través de las preguntas conocerá indirectamente algo del contenido del acta y a través de las respuestas podrá influir sobre su espíritu.

—Siento mucho respeto por el secretario —dijo K— como para creer que me revelará a través de las preguntas lo que ha decidido de antemano que no me dirá. Tampoco tengo ganas de fortalecer cosas incorrectas o que me acusan in-justa mente, aunque sólo sea en apariencia, al limitarme a responder y dejando que mis respuestas se incluyan en un texto hostil.

Momus miró a la posadera con actitud reflexiva.

—Entonces recogemos nuestros papeles —dijo él—, ya hemos esperado mucho tiempo, el señor agrimensor no puede quejarse de nuestra impaciencia. Como dijo el señor agrimensor «siento mucho respeto por el señor secretario etc.», así pues, el enorme respeto que me tiene le impide seguir hablando. Si pudiese disminuirlo, conseguiría las respuestas. Por desgracia, me veo obligado a aumentarlo al reconocer que estos expedientes no necesitan de sus respuestas, ya que no necesitan ser completados ni mejorados, pero él sí que está necesitado del expediente y tanto de las preguntas como de las respuestas. Ahora, sin embargo, cuando abandone esta habitación, el acta desaparecerá para siempre de su vista y ya no se abrirá más ante él.

La posadera asintió lentamente con la cabeza hacia K y dijo:

—Yo lo he sabido y me he esforzado por dárselo a entender, pero no me ha comprendido. En el patio ha esperado en vano a Klamm y aquí, en lo referente al acta, ha dejado que Klamm espere en vano. ¡Qué confuso, qué confuso está usted!

La posadera tenía lágrimas en los ojos.

—Bien —dijo K, afectado por las lágrimas—, el secretario sigue aquí y también el acta.

—Pero yo me voy ahora—dijo el secretario, guardó los papeles en una cartera y se levantó.

—¿Quiere responder de una vez, señor agrimensor? —preguntó la posadera.

—Demasiado tarde —dijo el secretario—, Pepi tiene que abrir la puerta, ya ha pasado la hora de la servidumbre.

Hacía tiempo que se oían golpes en la puerta, Pepi estaba allí con la mano en el cerrojo, sólo esperaba ala finalización de las negociaciones con K para abrirla en seguida.

—Abra la puerta, pequeña —dijo el secretario, y a través de la puerta entraron, empujándose y sin consideración alguna, hombres del tipo que K ya conocía con su uniforme caqui. Miraron con enojo a K porque habían tenido que esperar tanto tiempo, la posadera y el secretario no prestaron atención y se deslizaron entre ellos como si fueran huéspedes ordinarios; fue una suerte que el secretario tuviese los papeles en la cartera bajo el brazo, pues la mesa había sido volcada con la irrupción de los hombres y aún no se había levantado, los hombres pasaban por encima de ella con toda seriedad, como si tuviera que ser así. Sólo se había salvado la jarra de cerveza del secretario, uno se había apoderado de ella con un ruido gutural y se había apresurado a presentarse con ella ante Pepi, la cual había desaparecido entre el grupo de hombres. Sólo se veía cómo alrededor de Pepi se alzaban brazos que señalaban hacia el reloj de pared, se le intentaba aclarar la gran injusticia que había cometido con esos hombres al abrir demasiado tarde. Aunque era inocente del retraso, del cual era culpable K aun-que no por propia voluntad, Pepi no parecía ser capaz de justificarse ante ellos, era demasiado difícil para su juventud e inexperiencia tratar razonablemente con aquella gente. Cómo se habría revuelto Frieda en el lugar de Pepi y se habría desembarazado de todos ellos. Pepi, sin embargo, no lograba salir del círculo que habían formado a su alrededor, y eso tampoco serenaba el ambiente, pues los hombres querían que se les sirviese cerveza. Pero la masa no se podía dominar e intentaba apoderarse del objeto de su placer por el que todos estaban ansiosos. Una y otra vez la marea de gente desplazó a un lado y a otro a la pequeña muchacha, y ahí Pepi se comportó con valor, pues no gritó, ni se la veía ni se la oía. Y continuamente entraba gente por la puerta, la sala estaba atestada, el secretario no podía salir, ni la puerta del pasillo ni la del patio le resultaban accesibles, los tres estaban apretados, la posadera del brazo del secretario, y K enfrente de ellos y tan pegado al secretario que sus rostros casi se rozaban. Pero ni el secretario ni la posadera mostraban sorpresa o enojo por el tumulto, lo tomaban como una catástrofe natural, intentaban salvaguardarse de los empujones, inclinaban las cabezas cuando era necesario protegerse de la respiración jadeante de los hombres aún insatisfechos, pero en lo demás parecían tranquilos e, incluso, un poco distraídos. Cercano como estaba ahora K al secretario y a la posadera, y unido a ellos, aunque exteriormente no se notara, formando un grupo enfrentado al otro, su comportamiento cambió por completo, todo tono oficial, hostil o clasista desapareció entre ellos o al menos fue aplazado para más tarde.

—Parece que no puede salir—dijo K al secretario.

—No, por el momento no —respondió el secretario.

—¿Y el acta? —preguntó K.

—Está en la cartera—dijo Momus.

—Me gustaría echarle un vistazo —dijo K, y casi involuntariamente intentó co-ger la cartera, logrando sujetarla por un extremo.

—No, no —dijo el secretario y le eludió.

—Pero ¿qué hace usted? —dijo la posadera, golpeando la mano de K—. ¿Acaso cree que puede recobrar con violencia lo que ha perdido por su impru-dencia y arrogancia? ¡Usted es un hombre malvado y horrible! ¿Acaso cree que el acta tendría en sus manos algún valor? Sería como una flor marchita.

—Y estaría destruida —dijo K, y dio un tirón decidido de la cartera bajo el bra-zo del secretario y se apoderó de ella. Pero el secretario se la había cedido vo-luntariamente, en seguida soltó el brazo, de tal forma que la cartera habría caído al suelo, si K no la hubiese cogido.

—¿Por qué ahora? —preguntó el secretario—. Con violencia se habría podido apoderar de ella en cualquier momento.

—Es violencia contra violencia—dijo K—. Sin ningún fundamento me niega el interrogatorio que me ofreció antes o, al menos, que le eche un vistazo a los pa-peles. Sólo para lograr uno de ambos deseos le he arrebatado la cartera.

—Esto es, la toma en prenda—dijo el secretario sonriendo. Y la posadera dijo:

—Eso de las prendas se le da muy bien. Señor secretario, eso queda demos-trado en el acta. ¿No se le podría enseñar esa página?

—Claro —dijo Momus—, ahora se le puede enseñar.

K sostuvo la cartera y la posadera revolvió en su interior, pero, al menos en apariencia, no podía encontrar la página. Dejó de buscar y, agotada, se limitó a decir que tenía que ser la página 10. Entonces la buscó K y la encontró en seguida. La posadera la cogió para confirmar que se trataba de la página correcta; sí, lo era, la volvió a leer por encima para saborearla y el secretario, inclinado sobre su brazo, la leyó con ella. Luego se la dieron a K.



«No es fácil demostrar la culpa del agrimensor K. Sólo se puede llegar a conocer sus manejos, si, por desagradable que sea, se intenta penetrar en sus procesos mentales. Aquí no hay que dejarse desconcertar si, en ese camino, se llega desde fuera a una increíble ruindad, todo lo contrario, si se ha llegado a eso, quiere decir que no se ha errado, entonces hemos llegado al lugar correcto. Tomemos, por ejemplo, el caso de Frieda. Está claro que el agrimensor no ama a Frieda y que no contraerá matrimonio con ella por amor; él sabe muy bien que es una muchacha de mal aspecto y tiránica, además con un feo pasado; él la trata de acuerdo a estas circunstancias y vaga por ahí sin preocuparse de ella. Éste es el estado de las cosas. Podría ser interpretado de distintas maneras, de tal forma que K apareciese como un hombre débil, necio, generoso o miserable. Pero todo eso no es cierto. A la verdad sólo se llega si se siguen sus huellas, que hemos consignado aquí desde su llegada, hasta su relación con Frieda. Una vez que se ha encontrado entonces la espeluznante verdad, tenemos que acostumbrarnos a creerla, pero no queda otro remedio. Sólo debido al cálculo más sucio se ha aproximado K a Frieda y no la dejará mientras aún posea alguna esperanza que concuerde con su cálculo. Cree haber conquistado a una amante del señor director y con ella poseer una garantía o prenda que sólo de-volverá al más alto precio. Su única aspiración ahora es negociar ese precio con el señor director. Como de Frieda no le importa nada y todo depende del precio, está dispuesto a ceder en cualquier cosa respecto a Frieda, pero respecto al precio se muestra obstinado. Por ahora inofensivo, aparte de la repugnancia de sus suposiciones y proposiciones, él podría, en cuanto reconociese cómo se había engañado y puesto en ridículo, incluso volverse maligno, naturalmente en los límites de su insignificancia». Con eso terminaba la página. En el margen había un dibujo tachado algo infantil, un hombre sostenía en sus brazos a una muchacha, el rostro de la muchacha estaba hundido en el pecho del hombre; sin embargo, el hombre, mucho más grande, miraba un papel por encima del hombro de la muchacha que tenía en las manos y en el que él incluía con alegría algunas sumas. Cuando levantó la mirada de la página, permanecía solo, con la posadera y el secretario, en medio de la habitación. El posadero había llegado y había puesto orden. Con su habitual distinción, levantando los brazos para quitar importancia a lo acontecido, avanzaba a lo largo de las paredes. Los hombres ya se habían acomodado como habían podido, cada uno con su cerveza, ya fuese sobre los barriles o abajo, junto a ellos. Ahora podía comprobarse que no eran tantos, sólo porque todos se habían abalanzado sobre Pepi se había provocado un altercado tan grave. Alrededor de Pepi aún había un grupo pequeño que seguía excitado porque no les había atendido. Pepi tenía que haber aplicado energías sobrehumanas para dominar el tumulto, aún le corrían lágrimas por las mejillas, la bonita trenza se había soltado, el traje estaba rasgado a la altura del pecho, de tal forma que se veía la camiseta, pero, sin preocuparse por ella misma, e influida por la presencia del posadero, trabajaba infatigablemente sirviendo cervezas. Todo el enojo que le había causado a K se disipó ante esa imagen conmovedora.

—Sí, la página —dijo entonces, la guardó en la cartera y se la dio al secreta-rio—. Disculpe la precipitación con que le arrebaté la cartera. Culpable fue el tu-multo y la excitación, bueno, ya sabe. Pero la página me ha decepcionado. Realmente es una flor marchita, vulgar y corriente, como dijo la posadera. Sólo considerado como trabajo puede tener cierto valor oficial. Para mí, sin embargo, no son más que chismes, chismes emperejilados, vacíos, tristes y femeninos, sí, el autor debió de tener ayuda femenina. Bueno, aquí hay tanta justicia que po-dría quejarme de ese producto ante cualquier organismo, pero no lo haré, no só-lo porque es lastimoso, sino porque le estoy agradecido. Habían logrado que el acta me resultase siniestra, pero ahora ya ha perdido esa condición. Sólo se puede decir que es siniestra por el hecho de que algo así pueda emplearse co-mo fundamento de un interrogatorio y que incluso se abusase del nombre de Klamm para ello.

—Si fuese su enemiga—dijo la posadera—, no habría deseado nada mejor que ese enjuiciamiento de la situación.

—Ah, ¿sí? —dijo K—, ¿no es mi enemiga? Por amor a mí deja incluso que di-famen a Frieda.

—¿No creerá que ahí está contenida mi opinión sobre Frieda? —exclamó la posadera—. Pero sí que es su opinión, no de otra forma considera usted a esa pobre niña.

K ya no contestó más, pues sólo se trataba de insultos. El secretario se esfor-zaba por ocultar su alegría por haber recuperado la cartera, pero no lo lograba, miraba la cartera sonriendo, como si no fuera la suya, sino una nueva que le acababan de regalar y de la que su vista no lograba saciarse. Como si de ella se desprendiera una calidez bienhechora, la mantenía apretada contra su pecho. Incluso sacó la página leída por K con el pretexto de quererla ordenar mejor y volvió a leerla, pero lo que más le hubiera gustado habría sido dársela a leer una vez más a la posadera. K los dejó a su aire, apenas los miraba, tan grande era la diferencia entre la importancia que habían tenido para él y su actual insignifican-cia. Cómo estaban allí juntos los dos colaboradores, ayudándose mutuamente con sus miserables secretos».

«—¿En qué se reconoce pues la anuencia de Klamm? —preguntó K.

—En nada —contestó la posadera—. No se puede reconocer. O ¿acaso cree que el aspecto del señor Momus comienza a experimentar transformaciones cuando habla en nombre de Klamm? Ni siquiera él puede reconocerlo y es posi-ble que él alguna vez diga algo en nombre de Klamm que no se podía decir en nombre de Klamm.

—Entonces —dijo K— ¿hay que seguirle ciegamente por la simple casualidad de que esa vez actúe en el sentido de Klamm?

—No —dijo la posadera—, en la vida comercial común y corriente eso sería actuar correctamente, pero frente a Klamm sería lamentable, digno de castigo, sería seguramente una forma de actuar que no admitiría y erraría su objetivo.

—Pero entonces —dijo K— no se puede reconocer el consentimiento de Klamm, y sin reconocerlo no se puede seguir; eso significa que nunca se puede seguir y tengo razón cuando me niego a contestar las preguntas.

—No —dijo la posadera—, nunca puede negarse a responder las preguntas, ni siquiera las del señor secretario. ¿Quién es usted para negarle algo a un funcio-nario? Y, sin embargo, hay una diferencia si responde preguntas del señor se-cretario o de Klamm; en todo caso tiene que responder y, además, conforme a la verdad de los hechos, pero es asunto suyo si cree responder a Klamm o al señor secretario y por esa creencia quedará influida necesariamente su respuesta, y no sólo su respuesta, sino también sus efectos.

—Tal vez—dijo la posadera, como si hubiesen logrado finalmente refutar sus argumentos—, la responsabilidad que deriva de esas respuestas sea muy gran-de e incierta, quizá sea mejor renunciar a todo antes que asumir esa responsabi-lidad».
Variante:

«—Ya sé —dijo Frieda—, sería mejor para ti si nos separásemos, pero se me rompería el corazón si tuviera que hacerlo. Y, sin embargo, lo haría, si fuese po-sible, pero es imposible (y me alegro de ello), al menos aquí en el pueblo no es posible. Por la misma razón tampoco los ayudantes pueden irse. ¡En vano ali-mentas la esperanza de haber podido ahuyentarlos definitivamente!

—Eso es lo que espero —dijo K, sin ocuparse de los otros comentarios de Frieda. Alguna inseguridad se lo impedía; cada vez le parecían más tristes las manos delgadas y débiles que en ese momento estaban ocupadas con el molini-llo de café, sujetado entre las dos escuálidas piernas—. Los ayudantes no re-gresarán más.

—¿De qué imposibles estás hablando?

Frieda había dejado de trabajar y contemplaba a K con una mirada inexpresiva y empañada por las lágrimas.

—Cariño —dijo ella—, entiéndeme bien, no soy yo quien ha determinado todo eso, sólo te lo explico porque tú así lo quieres y porque así también justifico algo mi comportamiento, lo que tú no puedes comprender ni conciliar con mi amor por ti. Como forastero aquí no tienes derecho a nada, tal vez se sea aquí muy severo con los forasteros, o injusto, no lo sé, pero es así, no tienes derecho a nada. Alguien de aquí, por ejemplo, cuando necesita ayudantes, toma a ese tipo de gente y cuando es adulto y quiere casarse, toma para sí a una mujer. La administración también tiene mucha influencia en ese ámbito, pero en lo principal cada cual puede decidir libremente. Tú, sin embargo, como forastero, dependes de lo que te regalen; si le gusta así a la administración, te ofrece ayudantes, si lo prefiere, te da una mujer. Naturalmente eso no es arbitrario, pero es competencia exclusiva de la administración y eso significa que los motivos de los regalos quedan ocultos. Tal vez puedas rechazar los regalos, eso no lo sé, pero una vez que los has aceptado es cosa hecha y sobre ti pesará la presión de la administración, sólo si ella quiere te los podrá retirar, pero eso no puede suceder de ninguna otra manera. Es lo que me ha dicho la posadera, de la que he aprendido todo; ella dijo que tenía que abrirme los ojos antes de casarme. Y especialmente hizo hincapié en que, en los libros que tratan de esos asuntos, se aconseja a los forasteros que se conformen con esos regalos ya aceptados, pues nadie puede desprenderse de ellos, lo único que se puede lograr es hacer de los regalos, que aún tienen alguna huella de amabilidad, enemigos o tormentos para toda la vida. Eso dijo la posadera, sólo repito lo que ha dicho, la posadera lo sabe todo y hay que creerla.

—Algo se la puede creer—dijo K».
Variante:

—Los acepté al principio —dijo K— bajo la sorpresa de mis primeras impresio-nes aquí, con ellos me tomaron de improviso, después los mantuve como una especie de impuesto que tengo que pagar por mi residencia aquí, pero ahora que ya me he establecido y te he tomado como mujer ya no puedo soportar esa absurda carga y los he despedido.


Variantes:

(1) «... sino la mala conciencia. Y cuando el gato cayó sobre mí, fue como si alguien me empujase en el pecho, como un signo de que logran ver a través de mí. Y después no buscaba al gato con la vela, sólo quería despertarte a ti. Así es querido, querido...»

(2) «... sino la mala conciencia. Y cuando el gato cayó sobre mí, me estremecí como si todo se hubiese descubierto. Y entonces no busqué al gato con la vela, sino que sólo deseé despertarte a ti. Me asustan los dos ayudantes. Y no es ne-cesario ese gato monstruoso, me estremezco con el menor ruido. Temí que te despertases y que todo acabase, entonces me levanté de un salto y encendí la vela, para que te despertases deprisa y me pudieses proteger. —Son emisarios de Klamm —dijo K, atrajo a Frieda hacia sí y la besó en la nuca, de tal manera que ella se estremeció, saltó sobre él y los dos rodaron por el suelo, jadeantes, angustiados, como si uno buscara esconderse en el otro, como si el placer que disfrutaban perteneciese a un tercero a quien se lo robaban...»

(3) «Me asustan los tres ayudantes. Y no es necesario ese gato monstruoso, me estremezco con el menor ruido. Temí que te despertaras y todo hubiese lle-gado a su fin, y entonces me levanté y encendí la vela para que te despertases deprisa y me pudieses proteger.

—Son emisarios de Klamm —dijo K, atrajo a Frieda hacia sí y la besó en la nuca.

—Él continúa hablando conmigo, pero yo no puedo dirigirme a él.

—¿Quieres que abra la puerta? —preguntó K—. ¿Quieres irte con ellos?

—¡No! —gritó Frieda, y le cogió del brazo—, no quiero ir con ellos, quiero que-darme contigo. Protégeme y manténme a tu lado.

—Pero si tú —dijo K— les llamas emisarios de Klamm, ¿de qué servirán las puertas, de que servirá mi protección? Y, si pudieran ayudar en algo, ¿sería esa ayuda algo bueno?

—No sé quiénes son —dijo Frieda—, les llamo emisarios porque Klamm es tu superior y fue la administración la que te los asignó, no sé más, sólo que sus ojos, esos ojos simples y risueños, aunque centelleantes, en cierto modo se pa-recen mucho a los de Klamm, sí, eso es, en ellos encuentras la mirada de Klamm, que a veces me contempla a través de sus ojos. Y, por tanto, no es co-rrecto eso que dije de que me avergüenzo de ellos. Sé que en otras personas ese mismo comportamiento sería necio, pesado y repulsivo, pero en ellos no es así, contemplo sus necedades con gran admiración y respeto. Cariño, vuelve a admitirlos, no ofendas a quien tal vez los ha enviado.

K se soltó de Frieda y dijo:

—Los ayudantes se quedan fuera, no quiero tenerlos más en mi cercanía. ¿Cómo? ¿Esos dos van a tener la capacidad de conducirme a Klamm? Lo dudo mucho. Y si pudieran, yo no tendría la capacidad de seguirlos, sí, con su proxi-midad me imposibilitarían la capacidad de adaptarme a este sitio. Me confunden, y como escucho ahora por desgracia también te confunden a ti. Me quieren a mí. Te he ofrecido la elección entre ellos y yo y te has decidido por mí, entonces dé-jame a mí el resto. Hoy espero recibir noticias decisivas. Ya comenzaron cuando quisieron apartarte de mí. Si son culpables o no, carece de importancia para mí. ¿Crees realmente, Frieda, que te hubiera abierto la puerta para que te pudieras haber ido libremente con ellos?»


Variante.

«Acababan de apagarse las velas en el interior y en ese mismo instante apare-ció Gisa en la puerta; había abandonado la habitación cuando aún había luz, pues atribuía mucha importancia a la decencia. Al poco tiempo también apareció Schwarzer y, sorprendidos agradablemente, anduvieron por el camino despeja-do de nieve. Cuando llegaron a la altura de K, Schwarzer le dio unas palmadas en el hombro y dijo:

—Si mantienes esta casa ordenada y limpia, puedes contar conmigo. A causa de tu conducta por la mañana, sin embargo, he oído graves quejas de ti.

—Está mejorando —dijo Gisa sin mirar a K y sin ni siquiera detenerse.

—El hombre lo necesita urgentemente —dijo Schwarzer, y se apresuró para no distanciarse de Gisa».
Variante:

«No quiero preocuparte, todo lo contrario, si pudiese quitarte preocupaciones lo haría con alegría, las asumiría yo misma con alegría y no notaría apenas el aumento de ellas, tan grande es la preocupación que soporto, sobre todo esa preocupación por Barnabás».


Variante:

«—Aquí me parece que llegas a lo decisivo —dijo K—. Eso es. Barnabás es demasiado joven para ese trabajo. Nada de lo que cuenta se puede tomar en serio, y no porque no cuente la verdad, sino porque allí se muere de miedo. Y no me sorprende. El respeto a la administración es aquí innato, se os sigue insu-flando durante toda vuestra vida de las maneras más distintas y desde todas partes, y vosotros mismos ayudáis en ello en lo que podéis. En principio no ten-go nada en contra, si una administración es buena, ¿por qué no se debería tener respeto por ella? Pero no se puede enviar de repente al castillo a un joven poco instruido como Barnabás, que nunca ha salido del pueblo, y luego querer oír de él informes fidedignos, interpretar sus palabras como si fuesen una Revelación y hacer depender de ellas la propia felicidad. Nada puede ser más erróneo. Cierto, yo me he dejado confundir como tú, y también he puesto en él esperanzas y he padecido decepciones, las dos cosas basándome en sus palabras que ni siquie-ra estaban fundadas. Es tu hermano, pones grandes esperanzas en él y lo ya alcanzado parece darte la razón.

—Quizá sea así —dijo Olga—, confío en ti, pues tú eres independiente y po-sees una perspectiva libre; nosotros, sin embargo, con nuestras tristes experien-cias y continuos temores nos asustamos, sin defendernos, de cualquier crujido de la madera y cuando uno se asusta, se asusta inmediatamente el otro y ni si-quiera sabe el motivo.


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