Variante:
«Ayer nos contó K la experiencia que había tenido con Bürgel. Es muy raro que tuviese que estar precisamente con Bürgel. Ya sabéis, Bürgel es el secretario del funcionario del castillo Friedrich, y el brillo de Friedrich se ha apagado mucho en los últimos años. La razón de esto constituye un tema por sí mismo, yo podría contar bastante acerca de ello. Seguro es, en todo caso, que la agenda de Friedrich es hoy una de las más insignificantes y cualquiera puede comprender lo que eso representa para Bürgel, que ni siquiera es el primer secretario de Friedrich, sino uno de los menos importantes. Cualquiera, excepto K. Aunque ya vive lo suficiente con nosotros en el pueblo, sigue siendo un forastero como si hubiese sido ayer cuando llegó, y es capaz de perderse en las tres calles del pueblo. Por esta razón se esfuerza en prestar mucha atención y está detrás de sus asuntos como un perro de caza, pero no le ha sido dado adaptarse a este entorno. Por ejemplo, hoy le cuento algo de Bürgel, él escucha atento, todo lo que se le cuenta de los funcionarios del castillo le afecta mucho, realiza preguntas de entendido, lo comprende todo a las mil maravillas, no en apariencia, sino realmente, pero creedme, al día siguiente ya no sabe nada del asunto. O, más bien, sí lo sabe, él no olvida nada, pero le resulta demasiado, la voluminosidad del funcionariado le confunde, él no ha olvidado nada que haya escuchado, y ha escuchado mucho, pues aprovecha cualquier oportunidad para aumentar sus conocimientos y, en teoría, conoce al funcionariado incluso mejor que nosotros, en eso es digno de admiración, pero cuando tiene que aplicar esos conocimientos adopta el movimiento equivocado, gira sobre sí mismo como en un calidoscopio, no los puede aplicar. Todo se retrotrae probablemente a que no es de aquí, por eso tampoco avanza en su asunto. Ya sabéis, afirma que ha sido contratado como agrimensor por nuestro Conde. En sus detalles se trata de una historia bastante fantástica, que no quiero abordar aquí. En suma, ha sido nombrado agrimensor y quiere quedarse aquí. Ya conocéis, al menos de oídas, los esfuerzos enormes que ha emprendido, completamente estériles, para alcanzar esa pequeñez. Cualquier otro, en ese tiempo, ya habría medido diez países, pero él aún sigue oscilando aquí en el pueblo entre los secretarios, con los funcionarios no se atreve, probablemente nunca ha tenido la esperanza de que le convoquen arriba, en las oficinas del castillo, se contenta con los secretarios cuando bajan del castillo a la posada de los señores, a veces tiene interrogatorios diurnos, otras nocturnos, y se dedica a rondar continuamente la posada de los señores como el zorro al gallinero, sólo que en realidad los secretarios son los zorros y él es la gallina. Bien, eso sea dicho de paso, en realidad quería hablar de Bürgel. Ayer por la noche K había sido citado en la posada de los señores por su asunto y en la habitación del secretario Erlanger, con quien más trata. Siempre se alegra con ese tipo de citaciones. A ese respecto, las decepciones no le afectan, ¡si se pudiese aprender eso de él! Cada nueva citación le fortalece, no en las viejas decepciones, sino sólo en la vieja esperanza. Espoleado por esa citación, se apresuró a acudir a la posada de los señores. Él, sin embargo, no se encontraba en un buen estado, no había esperado la citación, por eso tenía diferentes cosas que hacer en el pueblo referentes a su asunto, aquí tiene más conexiones de las que una familia podría hacer en un siglo, todas esas conexiones sólo sirven a su actividad de agrimensor y, como han sido logradas tras una enconada lucha y tienen que recuperarse una y otra vez con esfuerzo, no puede perderlas de vista, os lo tenéis que imaginar correctamente, cómo todas esas conexiones amenazan con escurrírsele de las manos. Así que está continuamente ocupado con ellas. Y, sin embargo, encuentra tiempo para mantener conmigo largas conversaciones sobre cosas muy ajenas a esos temas, pero esto sólo porque no hay nada que sea lo suficientemente ajeno que no tenga algo que ver con su asunto. Así trabaja siempre, ni siquiera se me ha ocurrido que también pueda dormir. Pero ése es el caso, el sueño desempeña, incluso, el papel principal en la historia de Bürgel. Cuando corrió a la posada de los señores para ver a Erlanger, ya estaba infinitamente cansado, no había estado preparado para la citación y se había descuidado, la noche anterior no había dormido, y las dos noches anteriores sólo tres horas respectivamente. Por esta razón le alegró la citación de Erlanger, que era a medianoche, como cualquier otra citación semejante, pero al mismo tiempo le preocupó por su estado, que quizá le impediría afrontar las exigencias de la entrevista como debiera. Así que llegó a la posada, buscó el corredor donde viven los secretarios y, para su desgracia, se encontró allí con una criada conocida. No le faltan historias con mujeres, todas al servicio de su causa. Esa joven le contó algo sobre otra que también le es conocida, se lo llevó a su habitación, él la siguió, aún no era medianoche y su principio fundamental es no desperdiciar ninguna oportunidad en la que se pueda averiguar algo nuevo. No obstante, además de ventajas, eso trae a veces e, incluso, con frecuencia, grandes desventajas, por ejemplo, esa vez, pues cuando abandonó a la muchacha chismosa aturdido por el sueño y se encontró de nuevo en el corredor, ya eran las cuatro. Entonces no pensó en otra cosa que en no desatender la citación en la habitación de Erlanger. De una garrafa de ron que encontró en una bandeja olvidada en una esquina obtuvo un poco de fuerza, quizá demasiada, se deslizó por el largo corredor, anteriormente muy concurrido, pero entonces silencioso como un cementerio, hasta una puerta que él tomó por la puerta de Erlanger; no llamó para no despertar a Erlanger en caso de que estuviera durmiendo, sino que abrió con sumo cuidado la puerta. Y ahora quiero contaros la historia de la forma más literal posible, de la misma forma minuciosa en que K me la contó ayer, con todos los signos de una desesperación letal. Ojalá que le haya consolado una nueva citación. La historia misma es muy extraña, escuchad: lo realmente extraño es lo minucioso y de ello se os escapará mucho en mi relato. Si lo lograse, en ella tendríais a todo K, pero ni una huella de Bürgel. Si lo lograse, ésa es la condición previa, pues la historia también puede ser muy aburrida, también alberga ese elemento. Pero afrontemos el riesgo: en la habitación K fue recibido con un ligero grito».
Variante:
«Soy secretario de enlace.
—¿Secretario de enlace? —repitió K con la expresión de una completa incom-prensión, sólo impulsado a repetir mecánicamente las palabras por el énfasis con las que el señor las había pronunciado.
—Sí, secretario de enlace —dijo Bürgel—, ¿no sabe lo que es? Soy el secreta-rio de enlace, esto es, yo represento el enlace más fuerte —y aquí se frotó las manos con alegría espontánea— entre Friedrich y el pueblo. No soy secretario del pueblo, sino precisamente secretario de enlace, paso la mayor parte del tiempo en el pueblo, pero no siempre, cada día (también por la noche) puede darse la necesidad de que tenga que subir. Ahí puede ver mi maletín, es una vi-da inquieta, no todos sirven. Habrá notado cómo me he ocultado bajo la manta cuando usted entró, es ridículo, pero para mí también triste, tan nervioso me he vuelto, tan miedoso. Es algo peculiar que aquí las puertas no se puedan cerrar con llave. La mayoría de los señores consienten en ello, al parecer esa disposi-ción procede, incluso, de ellos, pero yo lo tengo por una indigna fanfarronería; mientras no ocurra nada, uno es un héroe, pero cuando ocurra algo, uno querrá amurallarse. Sobre esto se podrían decir muchas cosas más. Por ejemplo, mire ahí arriba, en la fisura, la he tapado algo con mi abrigo. Pero, ¿qué quería de mí, señor agrimensor?»
Variante:
«Uno se sienta frente al interesado, pero en realidad se le sostiene en los bra-zos o se es mantenido por él o se está unido a él de forma aún más profunda».
Variante:
«¿Cómo se lo puedo explicar? Cuando en el día más espléndido irrumpe re-pentinamente un rayo de sol y en ese rayo se refleja que ese día espléndido también había sido lluvioso y nublado, ¿podría usted, si pertenece completa-mente, y en virtud de una profunda convicción, al viejo mundo, mostrarse insen-sible al nuevo rayo? Seguro que no, aunque sólo sea porque ya no hay nada ex-cepto ese rayo».
Variante:
«Como si se hubiese dado cuenta ahora con toda seguridad de que K dormía, Bürgel encendió un cigarrillo, se reclinó en la almohada y contempló el techo de la habitación hacia el que también expulsaba el humo».
Variante:
«Probablemente también le hubiera resultado indiferente haberse pasado la habitación de Erlanger, si Erlanger no hubiese estado en la puerta abierta y le hubiese hecho una seña: una única y pequeña seña con el dedo índice. Luego Erlanger entró en la habitación sin mirar si K le seguía. Era el doble de grande que la habitación de Bürgel, en la esquina izquierda estaba la cama, a su lado un lavabo y un armario, todo tan apretado que apenas parecía utilizable en esa disposición. La mayor parte de la habitación, sin embargo, estaba vacía, sólo en el centro había una mesa con un sillón y en la pared del fondo de la habitación se sucedían varias sillas hasta alcanzar el número de diez. Incluso había una pequeña ventana, arriba, cerca del techo, y no muy lejos de ella, un ventilador funcionando que ronroneaba como un gato.
—Siéntese donde pueda—dijo Erlanger. Él mismo se sentó en la mesa y colo-có varios expedientes en un maletín, parecido al de Bürgel, después de haberlos ordenado echando un vistazo fugaz a las carpetas que los contenían, pero el maletín resultó ser demasiado pequeño para los expedientes; Erlanger tuvo que sacar los que ya había guardado e intentó ponerlos de otra manera.
—Tendría que haber venido hace tiempo —dijo. Ya al principio había sido des-agradable, pero ahora transmitió su rencor, provocado por los obstinados expe-dientes, a K. Éste, con el sueño espantado por el nuevo entorno y el lacónico estilo de Erlanger, que a él, con las distancias correspondientes de dignidad, le recordaba un poco al del maestro —también en el aspecto exterior se daban pe-queñas similitudes y él mismo estaba allí sentado como un alumno en un día en que sus compañeros a derecha e izquierda habían faltado—, respondió cuida-dosamente, comenzó con la mención del sueño de Erlanger, le explicó que se había ido para no molestarle, silenció, sin embargo, su ocupación en el periodo de tiempo intermedio, retomó el hilo, a continuación, con la confusión de las puertas y terminó indicando su terrible cansancio, que él pidió se tomara en con-sideración. Erlanger encontró inmediatamente el punto débil de la respuesta:
—Extraño —dijo—, yo duermo para estar descansado durante mi trabajo, us-ted, sin embargo, anda vagando por ahí en ese mismo tiempo para luego, cuan-do debe empezar el interrogatorio, justificarse con su cansancio.
K quiso responder, pero Erlanger se lo impidió con un movimiento de la mano.
—Su cansancio no parece menguar su charlatanería —dijo—, el continuo murmullo en la habitación vecina tampoco era lo más indicado para respetar mi sueño, al que usted al parecer atribuye tanta importancia.
Una vez más K quiso contestar, pero Erlanger volvió a impedirlo.
—Por lo demás, no abusaré mucho de su tiempo —dijo Erlanger—, sólo quiero pedirle un favor.
Sin embargo, de repente recordó algo, resultó que durante todo ese tiempo había pensado en algo que le distraía; la severidad con que había tratado a K tal vez sólo había sido una formalidad, en realidad producto de su falta de atención. Presionó el botón de un timbre eléctrico sobre la mesa. En una puerta —así pues, Erlanger habitaba varias habitaciones con su servidumbre— apareció en seguida un sirviente. Se trataba con toda seguridad de un ordenanza, uno de los que le había hablado Olga, él mismo no había visto ninguno hasta ese momento. Era un hombre bastante pequeño, pero muy ancho, también el rostro era ancho y franco, por lo que sus ojos, que nunca abría completamente, parecían más pequeños de lo que eran. Su traje recordaba al de Klamm, pero éste estaba gastado, le sentaba mal, especialmente resultaban llamativas sus mangas demasiado cortas, era evidente que el traje tenía como destinatario a una persona aún más pequeña, probablemente los sirvientes llevaran los trajes viejos de los funcionarios. Eso podía contribuir al proverbial orgullo de los sirvientes, también éste parecía creer que al haber obedecido la llamada del timbre ya había realizado todo el trabajo que se podía reclamar de él y miró a K con una expresión tan severa como si hubiese sido llamado para impartirle órdenes. Erlanger, en cambio, esperaba en silencio a que el sirviente realizase algún trabajo que, según la costumbre, sin necesidad de ninguna orden concreta, debía realizar. Pero como no ocurrió así, y el sirviente seguía mirando a K lleno de enojo y de reproches, Erlanger, visiblemente enfadado, dio un pisotón en el suelo y empujó a K hasta sacarlo casi de la habitación (una vez más K tuvo que soportar las consecuencias de un enojo del que no era culpable). Le dijo que esperase fuera un instante, que le volvería a llamar en seguida. Cuando le volvió a llamar, esta vez con más amabilidad, el sirviente ya había desaparecido, la única alteración que K notó en la habitación consistía en que una cortina corrediza ocultaba el lavabo y el armario.
—Es muy enojoso el trato con los sirvientes —dijo Erlanger, lo que de su boca era una asombrosa confidencia, a no ser que se tratase de un simple monólogo consigo mismo—. Enojo y preocupaciones hay de sobra —continuó. Estaba sen-tado reclinado en el sillón; las manos, crispadas en puños, las mantenía sobre la mesa, lejos de él.
—Klamm, mi señor, está muy intranquilo desde hace varios días, al menos eso nos parece a los que vivimos en su proximidad e intentamos interpretar y reflexionar todas sus manifestaciones. En realidad, sólo nos parece, esto es, no es él quien está intranquilo —¿cómo podría llegar la intranquilidad hasta él?—, sino que nosotros estamos intranquilos y apenas lo podemos ocultar ante él. Así pues, nos encontramos en una situación que puede traer consigo los mayores males —para todos, también para usted—, y si es posible no debe durar ni un instante más. Hemos buscado los motivos y hemos encontrado diversos factores que podrían ser los culpables. Entre ellos hay las cosas más ridículas, lo cual no sorprende, pues la extrema ridiculez y la extrema seriedad pueden llegar a tocarse. El trabajo de oficina es tan agotador que sólo puede realizarse si se observan los más pequeños pormenores y no se permite ninguna modificación a ese respecto. La circunstancia, por ejemplo, de que un tintero se halle a cinco centímetros de su lugar habitual puede poner en peligro el trabajo más importante. Vigilar todo eso debería ser el trabajo de los sirvientes, pero por desgracia se puede confiar tan poco en ellos que parte de ese trabajo lo tenemos que realizar nosotros, y no en menor parte por mí, que tengo fama de poseer una atención especial hacia ello. Pero se trata de un trabajo muy sensible e íntimo, que podría ser echado a perder en un instante por las manos torpes de un sirviente, una labor que acaba conmigo y que está muy lejos de mis ocupaciones, con ese ir y venir; unos nervios delicados como los míos terminan completamente destrozados. ¿Me comprende? K creyó comprenderle.
—Bien —dijo Erlanger—, entonces también comprenderá...»
Variante:
«... por la mañana, cuando apenas son personas oficiales —en realidad siem-pre son personas oficiales, sólo que no pueden soportar continuamente la carga de las partes nocturnas—, ...»
Variante:
«Que no comprende que hay que dejar a los señores, al menos en las prime-ras horas de la mañana —por eso se despiertan tan temprano— que respiren con libertad en la feliz ilusión de que finalmente ya no hay más citaciones con las partes, que, sin ser molestados, entre ellos mismos y de habitación en habita-ción ...»
Variante:
«El posadero se mostró conforme con que K pusiese una tabla sobre los barri-les y durmiese allí un poco, pero la posadera le contradijo, únicamente el aleja-miento de K le parecía un método seguro para evitar más escándalos. Sólo cuando el posadero le indicó la posibilidad de que K fuese citado de nuevo y que lo mejor sería que se le dejase allí para terminar de una vez y del modo más rá-pido posible todo el asunto y así quedar liberados definitivamente de él, la posa-dera consintió lentamente».
Variantes:
(1) «El posadero temía esa situación y con una severidad inesperada le mostró la puerta a K. Éste se levantó emitiendo un suspiro, le entraron ganas de ven-garse de la posadera y el cansancio le hizo ceder a la tentación:
—Te creerás que vas bien vestida, deja los botones tranquilos, no lo vas a mejorar si lo abotonas bien. Estás vestida de tal modo que hasta a mí, a quien no quieres dejar dormir aquí un rato, me das pena. Si tienes una modista, te engaña. Esos vestidos no están hechos para ti, son viejos y usados, sólo te los pones porque son de seda y poseen un aspecto noble. Avergüénzate. Tendrás una habitación llena de esos trajes y creerás que tienes un tesoro. Y, sin embargo, aún eres joven y delgada, no te sería difícil ir bien vestida, como corresponde a la posadera de la posada de los señores.
Las palabras de K no enojaron a la posadera, la atemorizaron, se apretó contra el posadero y se ciñó el vestido. El posadero rió, pero a pesar de que la broma de K era evidente y, por el efecto que había ejercido en la posadera, la risa es-taba justificada, a K le pareció grosera y desconsiderada. Entendió como un cas-tigo al posadero que su esposa de repente cambiase de opinión y permitiese que K durmiese sobre los barriles. En el fondo le resultaba completamente indi-ferente por qué se lo permitía, el permiso era lo principal, cogió una tabla de una esquina, en la que ya se había fijado con anterioridad para ese propósito, notan-do que alguien le ayudaba y que probablemente se trataba de Pepi; se quitó la chaqueta, se la puso como almohada, se estiró, sin prestar atención a si el po-sadero y su esposa seguían allí, hizo una seña con la mano a alguien que se in-clinó sobre él, parecía ser Gerstäcker, y se durmió en seguida».
(2) «Ella miró a K con enojo y el posadero era evidente que tenía miedo de él. Por su parte, K miró a la posadera de abajo arriba con actitud displicente, no tendría que haber sido tan cruel, no le estaba prohibido permanecer allí, sólo se lo impedía su capricho. Con la abúlica sensación de que tenía que distraerla pa-ra que así comprendiera la pequeñez que suponía dejar dormir allí a K, intervino en la conversación del matrimonio.
—No vas (usted no va) muy bien vestida.
El posadero miró asombrado a su alrededor, no creía haber comprendido bien y quiso preguntar a K qué es lo que había dicho. Pero la posadera gritó:
—¡Cállate!
Lo que podía valer tanto para su esposo como para K.
—¿Entiendes algo de vestidos? —preguntó a K con una sonrisa desfigurada.
—No —dijo K, y pensó que ya casi se había asegurado el permiso para dormir allí.
—Entonces cierra la boca—dijo la posadera.
—Uno no tiene por qué entender de vestidos —e inclinó la cabeza hacia cada uno de los lados—para enjuiciar los tuyos.
—¿Cómo puedes enjuiciar los vestidos? —dijo la posadera, que ya había olvi-dado que se había sumido en una conversación seria y rechazaba al posadero, que quería recordarle lo inconveniente de esa conversación—. ¿Has visto en el pueblo vestidos similares? Para estos vestidos ni siquiera se te han abierto los ojos. Son los únicos vestidos de este estilo en todo el pueblo.
—No puede ser de otra manera—dijo K—, pues si se los hubieras visto a otra, los habrías reconocido y ya no los llevarías más.
—¿Qué tendría que haber visto? —gritó la posadera y retiró la mano del posadero que quería acariciarla y tranquilizarla—. Y ¿cómo te atreves a hablarme de mirar y de mis vestidos, conociendo sólo éste, que me he echado por encima casualmente porque, por tu culpa, alborotador, he tenido que salir a toda prisa hacia el corredor de los señores?
—Del alboroto soy culpable —dijo K—, perdóname por ello, pero del vestido no soy culpable. También conozco otro, el marrón claro, casi amarillo, el vestido de paño que llevabas hace unos días, la primera vez que vine aquí.
Y repentinamente le asaltó, por encima de toda broma y astucia, algo como una aversión apasionada contra ese vestido y, a pesar de que creía saber que todo lo que hacía y decía desde hacía horas se debía a su cansancio, añadió:
—¿Por qué tendría que ver los distintos vestidos? ¿Acaso no leo en tu mirada que tienes toda una habitación llena de esos vestidos y que los consideras tu mayor tesoro?»
Variante:
«Durante todo ese relato, Pepi apenas había permanecido quieta en su silla, su vivacidad era más grande que su tristeza, por muy grande que fuese ésta. Tal vez no fuese vivacidad, sino sólo la intranquilidad de la despedida. Mientras hablaba abrió la puerta que daba al pasillo y miró a través de ella para ver si venía alguien, luego se acercó al mostrador y, sirviendo en un plato lo que allí se encontraba por casualidad, le llevó algo de comer a K, lo que éste aceptó encantado —comió prácticamente durante todo el tiempo—, a continuación revolvió en un pequeño cajón, cogió distintos objetos, un cepillo, un peine, unas tenazas, un frasco de perfume, etc., lo empaquetó para llevárselo, pero entonces, llegada a un desesperado pasaje de su narración, cambió de opinión, lo desempaquetó todo y lo guardó en el cajón, pero para regresar al poco tiempo, intentar de nuevo empaquetarlo y, en medio del trabajo, dejarlo finalmente abierto en el mostrador. Entonces llegó un joven delgado y tímido, con las manos sobre el estómago, mirando a su alrededor con los ojos muy abiertos, con el cuello moviéndose continuamente hacia abajo y hacia arriba, lo que expresaba un continuo afán de mostrarse complaciente, y se sentó sobre un barril lo más lejos posible de K. Pepi, sin interrumpir su relato, se limitó a hacerle una señal de asentimiento con la cabeza, pero no como saludo, sino como si ella quisiera mostrarle así que se había percatado de él y como si él, sin ese signo, no hubiera osado creerlo. Allí estaba sentado, con el codo apoyado en un barril, la mano derecha en la boca, la izquierda sobre la rodilla, y escuchando con seriedad. Pepi siguió contando durante largo tiempo antes de llevarle una jarra de cerveza sin ni siquiera preguntarle qué deseaba, aunque esto lo hizo más para ceder a su intranquilidad que para servir al huésped. Luego se subió sobre un barril en su proximidad y, sentada sobre él a horcajadas, siguió hablando desde allí, esta vez más detalladamente, con comodidad, como acariciada por la mirada del joven. Cuando describió su efecto sobre los clientes y mencionó, sonriendo (como si captase casualmente y, sin embargo, con una intención superior, lo más ínfimo) al escribiente Bratmeier, el huésped —era Bratmeier— se tapó rápidamente los ojos con la mano como si le deslumbrase una luz; pudo ser una broma poco hábil o también vergüenza real. Cuando Pepi estaba terminando su relato y, para su enojo, entró lentamente y con pesadez Gerstäcker, alzando alternativamente los hombros, y llegó a molestar tanto con su tos que Pepi tuvo que interrumpirse un instante hasta que dejó de toser. Además, se sentó al lado de K y rozó frecuentemente su brazo con su mano, como si tuviera algo que decirle y apenas percibiese que por el momento la para él indiferente Pepi estaba contando algo. Pepi no pudo soportarlo, se acercó a K y se lo llevó al mostrador, allí le siguió hablando, pero siempre en voz alta, sin ningún secreteo, como si se tratase de cosas públicas, que todos sabían salvo K. Para finalizar se limpió, suspirando, algunas lágrimas de los ojos y de las mejillas y miró a K asintiendo con la cabeza, como si quisiese decir que en el fondo no se trataba de su desgracia, que ella la soportaría y para ello no necesitaría ni ayuda ni consuelo de nadie, y menos de K; ella, a pesar de su juventud, conocía la vida y su desgracia sólo era una confirmación de sus conocimientos, en realidad se trataba de la desgracia de K, había querido presentarle su propia imagen; después de la destrucción de todas sus esperanzas, ella había considerado necesario hacerlo así.
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