Henry james



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––¡No hace falta que me lo diga, no hace falta que me lo diga!

Tal deseaba que comprendiera, mientras echaban a andar. Lo que no hacía falta le dijera Strether no era nada que, al cabo, en aquella separación tan entusiasta, le interesase saber. Pues lo sabía hasta el delirio: de esto no había la menor duda; y comprendía, sabía, prometía; y siguieron demorándose como lo habían hecho durante el paseo hasta el hotel de Strether en la noche de su primer encuentro. Éste, a aquellas alturas, tomaba todo lo que podía; había dado todo lo que podía dar; estaba tan vacío como si hubiera gastado su último céntimo. No hubo sino una cosa respecto de la que, antes de que se separasen, Chad pareció dispuesto a negociar. Strether no tenía que decírselo, como él mismo afirmaba, pero él podía decirse a sí mismo que había recibido noticias del arte de la publicidad. Salió repentinamente con estas palabras mientras Strether se preguntaba si su remozado interés era el que le había llevado, con extraña inconsecuencia, a Londres. Pare­cía, en cualquier caso, haber meditado bien el asunto y había descubierto una revelación. La publicidad, enfocada científi­camente, representaba en sí misma un gran poder.

––Lo hace todo en realidad.

Estaban frente por frente, bajo el farol callejero, como habían estado la primera noche, y Strether, sin duda, parecía perplejo.

––¿Quieres decir que influye en la venta de los objetos anunciados?

––Sí, influye de manera extraordinaria; a decir verdad, hasta límites insospechados. Quiero decir que es lo lógico cuando uno se para a pensar todo lo que puede hacerse en esta época trepidante. He hecho mis pequeñas averiguaciones. Es un arte como cualquier otro, e infinito como los demás. ––Pro­siguió como si en ello se contuviera una buena broma... casi como si la cara del compañero le hiciese gracia––. En manos, naturalmente, de un maestro. Ha de estar al cuidado del hombre ideal. Con un individuo así, c'est un monde!

Strether le había mirado como si, allí mismo, en la acera, sin el menor aviso, se hubiera puesto a bailar.

––¿Piensas tal vez que, en el caso de que te lo propusieras, serías el hombre ideal?

Chad se había echado hacia atrás la chaqueta e introdujo ambos pulgares en sendos ojales del chaleco; posición en la que el resto de los dedos se movían con ligereza.

––¿No quería usted convertirme en uno cuando llegó aquí?

Strether sufrió un ligero vahído, pero se esforzó por es­cuchar.

––Oh, sí, y no cabe la menor duda de que, con tus dotes naturales, tendrías mucho en común con él. La publicidad es, por supuesto, en estos días, el secreto de los negocios. Y es posible que, si te pusieras en ello con lo más profundo que hay en ti, consiguieras grandes cosas. La voz de tu madre es lo más profundo que hay en ti y ello dice de su fortaleza.

Los dedos de Chad seguían bailoteando, pero sufrieron una ligera parálisis.

––Ah, ya hemos resuelto el caso de mi madre.

––Eso creía yo. ¿Por qué, entonces, hablas de ello?

––Sólo porque era parte de nuestra antigua conversación. Para volver al comienzo. Mi interés es exclusivamente plató­nico. En cualquier caso, el hecho está ahí: el hecho de la posibilidad. Me refiero al dinero que hay implicado.

––¡Oh, que el diablo se lleve al dinero! ––dijo Strether. Y luego, como la continua sonrisa del joven pareciera adoptar un rictus extraño––. ¿Renunciarías a ella por el dinero que hay en juego?

Chad mantuvo su gesto elegante, así como el resto de su actitud.

––No es usted muy amable. ¿Qué he hecho yo, qué hago sino estar con ella? Lo que ocurre ––explicó con buen humor­es que me gusta «calcular», siempre es agradable para los propios sentimientos, el soborno al que doy el puntapié.

––Si no quiere más que superficie para golpear, entonces el soborno es inmenso.

––Estupendo. ¡Al diablo con él! ––Dio su puntapié con fuerza imaginaria y lanzó por el aire el objeto no menos imaginario. Fue por tanto como si hubieran zanjado otra vez la cuestión y volvieran a lo que realmente les interesaba––. Nos veremos mañana, por supuesto.

Pero Strether apenas había pensado en esto; estaba toda­vía bajo la impresión de haber asistido, no a un puntapié simulado, sino a una irrelevante tarantela o a una jiga.

––Estás inquieto.

––Ah ––replicó Chad al separarse––, usted es emocionante.


IV
Tenía, sin embargo, al cabo de dos días, otro informe que hacer. Había enviado a la señorita Gostrey un mensaje tem­prano para preguntarle si podía verla para desayunar; en con­secuencia, al mediodía, ya le esperaba ella a la fresca sombra de su pequeño comedor de aire holandés. Este aposento esta­ba al fondo de la casa y gozaba de un paisaje que no era sino la parte del antiguo jardín que se había salvado de la destrucción moderna; y aunque había colocado las piernas en más de una ocasión bajo la hospitalaria mesa, pequeña y notablemente brillante, el lugar nunca le había parecido tan consagrado a la charla amena, al encanto íntimo, al orden antiguo, a una pul­critud que casi era augusta. Sentarse allí era, como le había dicho él en otra ocasión, ver la vida reflejada por el tiempo en el peltre idealmente conservado; que en cierto modo revivía, mejoraba la existencia, de tal manera que la mirada quedaba prendada y sosegada. La de Strether sufría este efecto, en cualquier caso, en aquel momento ––y más que la última vez––, con el encanto consiguiente, gracias al tablero despro­visto de mantel y orgulloso de su perfecta superficie, gracias a la pequeña y antigua vajilla y cubertería de plata, que conju­gaba con las más sustanciales piezas felizmente repartidas por la habitación. Los utensilios de vívida porcelana de Delft, en particular, poseían la dignidad de los retratos de familia; y fue en medio de ellos donde nuestro amigo dijo lo que pen­saba con resignación. Habló incluso con cierto humor filosó­fico.

––Ya no hay nada que esperar; tengo la sensación de haber trabajado sin descanso. He visto a Chad, que ha estado en Lon­dres y ha vuelto. Dice que soy «emocionante» y a mí, la verdad, me parece que he trastornado a todo el mundo. En cualquier ca­so a él le puse nervioso: Salta a la vista que está inquieto.

––A mí también me pone usted nerviosa ––dijo la señorita Gostrey sonriendo––. Salta a la vista que estoy inquieta.

––Oh, eso fue cuando la conocí. Pero me parece que he podido quitárselo. ¿Qué es esto ––preguntó lanzando una mirada a su alrededor––, sino la paz perfecta?

––Desearía de todo corazón ––replicó la mujer–– hacer lo posible porque sea así. ––Y se quedaron mirando, uno a cada lado de la mesa, como si vibraran en el aire cosas que no se dijeran.

Strether, cuando tomó la palabra otra vez, pareció captar algunas.

––No me produciría, éste sería el problema, lo que sin duda produce a usted. No estoy ––explicó, echándose atrás en la silla, pero con los ojos puestos en un melón redondo y madu­ro–– en total armonía con lo que me rodea. Usted sí. Para mí es demasiado violento. Para usted no. Me hace sentirme, pues de esto se trata en definitiva, en ridículo. ––Luego, saliéndose por la tangente––: ¿Qué ha hecho él en Londres? ––preguntó.

––Ah, cualquiera puede ir a Londres ––dijo María rien­do––. Ya sabe usted que yo lo hice.

Sí... lo recordaba.

––Y me trajo consigo. ––El hombre seguía meditando, pe­ro sin pesimismos––. ¿A quién ha traído Chad? Está lleno de ideas. Lo primero que hice esta mañana ––añadió–– fue escri­bir a Sarah. Ya estoy en paz. Estoy preparado para lo que quieran.

La mujer daba de lado algunos fragmentos de la conversa­ción en beneficio de otros.

––Cierta persona me dijo el otro día que tiene lo que hace falta para ser un gran hombre de negocios. ––Es lógico. De tal palo, tal astilla.

––¡Pero vaya palo!

––Desde ese punto de vista, el más apropiado. Pero lo que me preocupa de él ––añadió Strether–– no es su padre.

––¿Qué es entonces? ––El hombre volvió a su desayuno; probó el suculento melón, que la mujer le había partido gene­rosamente; sólo tras haber hecho esto consideró la pregunta femenina. No fue, además, sino para realzar que respondería en seguida. La mujer esperaba, le miraba, le servía y desper­taba su buen humor y fue quizás a rastras de esta última idea como recordaría al hombre que nunca le había dicho lo que se producía en Woollett . ¿Recuerda que hablamos de ello en Londres... aquella noche en el teatro? ––Antes de que él pu­diera decir que sí, sin embargo, ya había cambiado ella de tema. ¿Recordaba tal cosa y cual otra de aquellos primeros días? El se acordaba de todo, comentando con humor incluso cosas que ella afirmaba no recordar, cosas que ella negaba con vehemencia; y centrándose sobre todo en el gran interés de aquella primera época en que ambos sentían la misma curiosi­dad por la resolución del hombre. Habían supuesto que sería una resolución terrible y maravillosa: pues hay que decir que habían pensado continuamente en ello. Bueno, era indudable que no había sido de otra forma, puesto que le había condu­cido a la situación presente. Se había decidido, a decir verdad, hasta donde le había sido posible, y ahora tenía que pensar en cómo dar marcha atrás. Descubrió entonces la imagen de su historia reciente; él era como una de las figuras del viejo reloj de Berna. Salían por un lado a la hora que les tocaba, bailaban mientras seguían su curso a los ojos del público, y entraban por el otro lado. También él había bailado durante su. breve tra­yecto y también a él le aguardaba un modesto habitáculo. Se ofreció entonces, si ella quería saberlo, a decir cuál era el gran producto de Woollett. Constituiría un grandioso comentario a todo. Pero entonces la mujer le detuvo; ella no sólo no tenía el menor deseo de saberlo, sino que no lo sabría de ninguna de las maneras. Había renunciado a los productos de Woollett... a pesar de todo el bien que había obtenido de ellos. No de­seaba saber más de ellos y dijo que Mme. de Vionnet, por lo que ella sabía, había vivido sin la información que él quería suministrarle. Ella nunca había consentido en recibirla, aun­que la hubiera aceptado, bajo la tensión, de labios de la señora Pocock. Pero era un asunto del que la señora Pocock no había parecido muy dispuesta a hablar y en aquel momento carecía de importancia. A decir verdad no había nada que tuviese importancia para María Gostrey en aquel momento... salvo un punto delicado que sacó a relucir en su momento––. No sé si considera usted una posibilidad que el señor Chad, a fin de cuentas, pueda volver. A mí me parece que para usted existe, más o menos, a juzgar por lo que acaba de decir de él.

Su invitado la había mirado, con amabilidad pero con atención, como si previera lo que iba a seguir a aquello.

––No creo que fuera por el dinero. ––Y como ella no pa­reciera entender––: Quiero decir que romperá con ella..

––¿Romperá con ella?

Strether esperó un momento, con mayor lentitud y delibe­ración en aquella circunstancia, procurando perfilar aquella última y dulce etapa, rogando a la mujer con sugestivos medios innecesitados de palabras, que tuviera paciencia y compren­sión.

––¿Qué iba a preguntarme?

––¿Puede contribuir él a que usted haga las paces?

––¿Con la señora Newsome?

El asentimiento, como si la mujer sintiera algún escrúpulo ante aquel nombre, se reflejó únicamente en su expresión; aunque añadió en seguida:

––¿O es en ella en quien puede influir?

––¿Para que haga las paces conmigo? ––La respuesta del hombre llegó al final con un concluyente cabeceo––. Nadie puede hacer nada. Es asunto terminado. Para los dos.

––¿Está usted seguro por lo que a ella respecta? ––pregun­tó María, que dudaba al parecer.

––Oh, sí: ahora sí. Ha ocurrido demasiado. He cambiado para ella.

La mujer comprendió, tomando una profunda bocanada de aire.

––Entiendo. Al igual que ella ha cambiado para usted...

––Bueno ––interrumpió el hombre––, ella no. ––Y como la señorita Gostrey pareciera otra vez sorprendida––: Es la misma. Es la misma más que nunca. Pero me sucede ahora lo que no me sucedía antes: la comprendo.

El hombre hablaba con seriedad, como si tuviera que responder por ello; puesto que tenía que pronunciarse. El efecto de ello fue un tanto solemne, de modo que la mujer se limitó a lanzar un «¡Oh!» Satisfecha y complacida, sin em­bargo, dio a entender con las siguientes palabras que creía la afirmación del hombre.

––¿Por qué se va entonces?

El hombre apartó su plato, preocupado por otro aspecto de la cuestión; refugiándose, en realidad, en este otro aspecto y sintiéndose tan conmovido que no tardó en ponerse en pie. Pensaba anticipadamente en lo que suponía iba a escuchar de los labios de ella y le habría gustado impedirlo y enfocarlo con toda ternura; sin embargo, ante ello, deseaba más aún ser, aunque con la mayor dulzura, disuasivo y concluyente. Sos­layó por el momento la pregunta femenina; le habló un poco más de Chad.

––Me habría sido imposible ser más insistente que él ano­che en lo tocante a la infamia que representaría no seguir con ella.

Bueno, también en esto podía estar de acuerdo con María.

––¿Es la palabra que usted utilizó? ¿«Infamia»?

––¡Oh, sí! Le describí con detalle lo vil que sería y él estuvo de acuerdo conmigo.

––¿No es entonces como si usted lo hubiera puesto entre la espada y la pared?

––Más o menos... Le dije que le maldeciría.

––Oh ––exclamó sonriendo––, ha hecho usted eso. ––Y tras haber pensado un momento––: Después de eso no puede usted declararse... ––Sin embargo, observó atentamente la cara del hombre.

––¿Declararme otra vez a la señora Newsome?

La mujer volvió a titubear, pero se repuso.

––Nunca he creído que usted se declarase. Siempre supuse que fue ella y, en este sentido, lo entiendo. Lo que quiero decir ––explicó–– es que con un espíritu así, ¡el espíritu de las maldiciones!, su infracción está más que reparada. Ella sólo tiene que saber lo que usted ha hecho para que no le deje mo­ver ni un dedo nunca más.

––He hecho ––dijo Strether–– lo que he podido: no se pue­de hacer más. El jura su devoción y su horror. Pero no estoy seguro de haberle salvado. Él jura demasiado. Me preguntó que cómo se podía pensar siquiera que él estuviera cansado. Pero tiene toda una vida por delante.

María comprendió lo que el hombre quería decir.

––Está hecho para agradar.

––Y es nuestra amiga quien lo ha hecho así. ––Strether se percató de la extraña ironía.

––¡Entonces casi no es culpa suya!

––En cualquier caso es su peligro. Quiero decir ––dijo Strether–– el de ella. Pero ella lo sabe.

––Sí, lo sabe. ¿Y no pensaba usted ––preguntó María Gostrey–– –– que había otra mujer en Londres?

––Sí. No. Es decir, yo no pienso nada. Me da miedo pensar. He terminado con todo. ––Y le tendió la mano––. Adiós.

Lo que hizo que la mujer volviese a una pregunta no con­testada.

––¿Por qué se va?

––No lo sé. Siempre saldrá alguna cosa.

––Será muy distinto ––dijo la mujer, mientras le estre­chaba la mano.

––Muy distinto, sin duda. Pero ya veré qué puedo hacer.

––¿Hará quizá algo tan extraordinario...?––como si recor­dase lo que la señora Newsome había hecho, fue lo único que pudo decir la mujer.

Pero él había comprendido.

––¿Tan extraordinario como este lugar en este momento? ¿Tan extraordinario como todo lo que usted sabe hacer? ––El hombre había tardado un poco en responder, pues, a decir ver­dad, lo que veía en la oferta femenina, oferta de exquisitos servicios, de agradables cuidados, durante el resto de sus días, bien podía haberle tentado. Se sintió rodeado por ello, cobi­jado cálidamente por ello, y allí quedó, con toda su entereza, con su variado sentido de la selección. Y lo que regía la se­lección era la belleza y el conocimiento. Era inquietante, casi estúpido, no saber apreciar, al parecer, tales cosas; sin em­bargo, aunque constituían la oportunidad del hombre, la cons­tituyeron sólo durante un momento. Ella, además, lo com­prendería: ella siempre lo comprendía.

Es posible que fuera así, pero, mientras tanto, ella iba a continuar.

––Ya sabe usted que no hay nada que yo no hiciera por usted.

––Sí... lo sé.

––Nada ––repitió ella–– en el mundo.

––Lo sé. Lo sé. Pero debo irme de todos modos. ––Se había decidido al final––. Para ser justo.

––¿Para ser justo?

La mujer lo había repetido con vaga desaprobación, pero él se dio cuenta de que la mujer comprendía ya.

––Se trata de mi propia lógica. No haber conseguido abso­lutamente nada de todo este asunto.

La mujer meditaba.

––Pero, con su maravillosa experiencia, podrá conseguir mucho.

––Mucho ––convino él––. Pero nada como usted. Es usted quien me hace sentirme equivocado.

Honradamente, la mujer no podía fingir que no se daba cuenta. Sin embargo, fingió un poco.

––Pero ¿por qué tiene que ser usted tan espantosamente justo?

El hombre meditó y lo manifestó llanamente.

––Si debo irme, así es como usted tendría que ser la prime­ra en querer que yo fuera. Y no puedo hacer otra cosa.

Así, pues, es como tenía que aceptarlo, aunque todavía con una débil protesta.

––No es tanto que usted sea «justo» como su terrible pers­picacia para lo que le hace ser así.

––Oh, pero usted no carece de picardía. Y usted no puede resistírseme cuando se lo saco a relucir.

La mujer suspiró por fin con aire tragicómico.

––Es cierto: no puedo resistirme a usted.

––¡Pues así es todo! ––dijo Strether.





* «Pasamos por Urruña, en cuya iglesia hay un reloj en la fachada, que tiene a su alrededor, escrita con letras negras, esta fúnebre inscripción: Vulnerant omnes, ultima necat. Es verdad, melancólica leyenda: todas las horas nos hieren con la punta de una aguja parecida a la tuya y cada vuelta en la esfera nos lleva a lo desconocido», Teófilo Gautier, Viaje por España, cap. II (N. del T.)

* Juego de palabras: tooth significa tanto púa como diente. (Nota del Traductor.)

* La edición que seguimos en esta traducción, preparada por R. W. Stallman, sitúa una nota a pie de página en este pasaje, informando que otras ediciones dicen his remarks en lugar de her remarks, esto es, «observa­ciones del hombre» en lugar de «observaciones de la mujer». La edición Penguin, que cotejamos en los fragmentos de sintaxis confusa (y no son escasos), dice asimismo her. Juzgue el lector la conveniencia de uno u otro posesivo. (N. del T.)

* Sensations; pero flowers en la ed. Penguin. Aceptada la inexistencia de errata, la elección de Penguin permite suponer, en virtud de acepciones ya desusadas o simplemente familiares, que las sensations en cuestión se refieren a las mujeres. (N. del T.)

* Plummet en la Ed. Penguin, esto es, «plomada». Adviértase que, al igual que en la variante observada más arriba, James corrigió las galeradas de 1903 con tendencia a eliminar las alusiones a objetos concretos. (N. del T.)

* Portuguese en la ed. que seguimos; la ed. Penguin, que reproduce un texto con ligeras variantes, dice Portugee. Según el Dictionary of historical slang, de Eric Partridge, este segundo vocablo alude, en la jerga marinera, a cualquier extranjero que no sea francés. (N. del T.)


* «They covered our friend...» en la ed. de Stallman; «his sense of the thing in question covered our friend...» en la ed. Penguin. Es evidente que se refiere a los atributos de Chad recién mencionados. (N. del T. )

* * La ed. Penguin añade:

«––¿Con ella?

«––Con ella.

«––¿Y qué es lo que las hace tan buenas?» (N. del T.)



* Tanto esta frase como la anterior tienen en el original una sintaxis extraña que aquí se adapta a la legibilidad. (N. del T.)

* Victoria en el original; se refiere al coche de caballos de dos asientos que puso de moda la reina inglesa del mismo nombre. (N. del T.)

* En la edición de Stallman falta, después de esta frase, la presumible réplica de Mme. de Vionnet. La ed. Penguin añade, en efecto:

«––Y tanto que lo comprende.»



La «exclamación de triunfo» se convertiría, en tal caso, sencillamente en su «triunfo» a secas. (N. del T.)

* Añade la ed. Penguin: «de manera indirecta, sin duda, pero no menos tranquilizadora» (N. del T.)

* Varieties en el original. (N. del T.)

* To struggle along en la ed. que seguimos; en la ed. Penguin, sin em­bargo, to struggle alone, esto es, a nuestros efectos, «que... peleara sola». (N. del T.)

* En la ed. Penguin, el pasaje encerrado entre los dos asteriscos aparece sustituido por la frase: «Shakespeare and the musical glasses; but». (N. del T.)


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