Historia de la locura en la época clásica



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La una se toma como la limitación de la subjetividad: línea trazada en los confines de los poderes del individuo, y que determina las regiones de su irresponsabilidad; esta alienación designa un proceso por el cual el sujeto queda desposeído de su libertad por un doble movimiento: el de la locura, natural, y el de la interdicción, jurídico, que le hace caer bajo el poder de Otro: otro en general, representado, en el caso, por el curador. La otra forma de alienación designa, por el contrario, una toma de conciencia por la cual el loco es reconocido por su sociedad como extranjero en su propia patria; no se le libera de su responsabilidad, se le asigna, al menos bajo la forma de parentesco y de vecindad cómplices, una culpabilidad moral. Se les designa como el Otro, como el Extranjero, como el Excluido. El extraño concepto de "alienación psicológica", que se creerá fundado en la psicopatología, no sin que se beneficie, por cierto, de unos equívocos con que habría podido enriquecerse en otro dominio de la reflexión, ese concepto no es en el fondo más que la confusión antropológica de esas dos experiencias de la alienación, una que concierne al ser caído en el poder del Otro, y encadenado a su libertad, la segunda que concierne al individuo convertido en Otro, extraño a la similitud fraternal de los hombres entre sí. Una se acerca al determinismo de la enfermedad, la otra, antes bien, toma la apariencia de una condenación ética.

Cuando el siglo XIX decidirá internar en el hospital al hombre sin razón, y cuando, al mismo tiempo, hará del internamiento un acto terapéutico destinado a curar a un enfermo, lo hará por una medida de fuerza que reduce a una unidad confusa, pero difícil de desanudar, esos diversos temas de la alienación y esos múltiples rostros de la locura a los cuales el racionalismo clásico siempre había dejado la posibilidad de aparecer.

V. LOS INSENSATOS

Las dos grandes formas de experiencia de la locura que se yuxtaponen en el curso de la época clásica tienen, cada una, su índice cronológico. No en el sentido en que una sería una experiencia elaborada, y la otra una especie de conciencia burda y mal formulada; cada una está claramente articulada en una práctica coherente; pero la una ha sido heredada y fue, sin duda, uno de los datos más fundamentales de la sinrazón occidental; la otra —y es ésta la que debemos examinar ahora— es una creación propia del mundo clásico.



Pese al placer tranquilizador que puedan encontrar los historiadores de la medicina en reconocer en el gran libro del internamiento el rostro familiar, y para ellos eterno, de las psicosis alucinantes, de las deficiencias intelectuales y de las evoluciones orgánicas o de los estados paranoicos, no es posible repartir sobre una superficie nosográfica coherente las fórmulas en nombre de las cuales se ha encerrado a los insensatos. De hecho, las fórmulas de internamiento no presagian nuestras enfermedades; revelan una experiencia de la locura que nuestros análisis patológicos pueden atravesar, pero sin poder, jamás, comprender en su totalidad. Al acaso, he aquí algunos internados por "desorden del espíritu" de los que puede encontrarse mención en los registros: "alegador empedernido", "el hombre más pleitista", "hombre muy malvado y tramposo", "hombre que pasa noches y días aturdiendo a las otras personas con sus canciones y profiriendo las blasfemias más horribles", "calumniador", "gran mentiroso", "espíritu inquieto, depresivo y turbio". Es inútil preguntar si se trata de enfermos y hasta qué punto. Dejemos al psiquiatra el trabajo de reconocer que el "turbio" es un paranoico o de diagnosticar una neurosis obsesiva en este "espíritu desarreglado que se hace una devoción a su modo". Lo que está designado en esas fórmulas no son enfermedades, sino formas de locura percibidas como el caso extremo de defectos. Como si, en el internamiento, la sensibilidad a la locura no fuera autónoma, sino ligada a cierto orden moral en que sólo aparece como perturbación. Si se leen todas esas menciones, colocadas ante el nombre de insensato, se tiene la impresión de encontrarse aún en el mundo de Brant o de Erasmo, mundo en que la locura dirige toda una ronda de defectos, la danza insensata de las vidas inmorales. Y, sin embargo, la experiencia es distinta. En 1704 es internado en Saint-Lazare cierto abad Bargedé; tiene 70 años y ha sido encerrado para "ser tratado como los otros insensatos"; "su principal ocupación era prestar dinero con gran interés, y medrar con las usuras más odiosas y más denigrantes para el honor del sacerdocio y de la Iglesia. Fue imposible convencerlo de que se arrepintiera de sus excesos y de que creyera que la usura es un pecado. Él considera un honor ser avaro". 354Ha sido completamente imposible "descubrir en él algún sentimiento de caridad". Bargedé es insensato, pero no como los personajes embarcados en la Nave de ¡os locos, que lo son en la medida en que han sido arrastrados por la fuerza viva de la locura. Bargedé es insensato no porque haya perdido el uso de la razón sino porque, como hombre de iglesia, practica la usura, no demuestra ninguna caridad ni siente ningún remordimiento, porque ha caído al margen del orden moral que le es propio. En ese juicio, lo que se revela no es la impotencia a expedir finalmente un decreto de enfermedad; tampoco es una tendencia a condenar moralmente la locura, sino el hecho, sin duda esencial para comprender la época clásica, de que la locura se vuelve perceptible para él en la forma de la ética.

En sus límites, paradójicamente, el racionalismo podría concebir una locura donde la razón ya no estuviera perturbada, pero que se reconociera en que toda la vida moral estuviera falseada, en que la voluntad fuese mala. Es en la calidad de la voluntad y no en la integridad de la razón donde reside, finalmente, el secreto de la locura. Un siglo antes de que el caso de Sade ponga en duda la conciencia médica de Royer-Collard 355es curioso observar que también el teniente d'Argenson se ha interrogado sobre un caso un tanto análogo, cercano al genio: "Una mujer de 16 años cuyo marido se llama Beaudoin... publica abiertamente que jamás amará a su marido, que no hay ley que se lo ordene, que cada quien es libre de disponer de su corazón y de su cuerpo como le plazca, y que es una especie de crimen dar el uno sin el otro. " Y el teniente de policía añade: "Yo le he hablado dos veces, y aunque acostumbrado desde hace varios años a los discursos impúdicos y ridículos, no he podido dejar de sorprenderme de los razonamientos con que esta mujer apoya su sistema. El matrimonio no es, propiamente, más que un ensayo, de acuerdo con su idea356... ". A principios del siglo XIX, se dejará morir a Sade en Charenton; aún se vacila, en los primeros años del siglo XVIII, antes de encerrar a una mujer de quien hay que reconocer que tiene demasiado ingenio. El ministro Pontchartrain hasta se niega a que d'Argenson la haga internar por algunos meses en el Refugio: "Demasiado fuerte", observa, "hablarle severamente. " Y sin embargo, d'Argenson no está lejos de hacer que la traten como a los otros insensatos: "Por tantas impertinencias, me sentí movido a creerla loca. " Estamos sobre la vía de lo que el siglo XIX llamará "locura moral"; pero lo que es aún más importante es ver aparecer aquí el tema de una locura que, por completo, reposa sobre una mala voluntad, sobre un error ético. Durante toda la Edad Media, y durante largo tiempo en el curso del Renacimiento, la locura había estado ligada al Mal, pero en forma de trascendencia imaginaria; en adelante, se comunica con él por las vías más secretas de la elección individual y de la mala intención.

No hay que asombrarse de la indiferencia que la época clásica parece mostrar ante la separación de la locura y la falta, la alienación y la maldad. Esta indiferencia no es la de un saber aún demasiado burdo, es de una equivalencia elegida de manera concertada y planteada con conocimiento de causa. Locura y crimen no se excluyen, pero no se confunden en su concepto indistinto; se implican una y otro en el interior de una conciencia que se tratará bastante razonablemente, y según lo que imponen las circunstancias, por la prisión o por el hospital. Durante la guerra de Sucesión de España se había mandado a la Bastilla a cierto conde de Albuterre, que en realidad se llamaba Doucelin. Él afirmaba ser heredero de la corona de Castilla "pero por exagerada que sea su locura, su habilidad y su maldad van aún más lejos; asegura bajo juramento que la Santísima Virgen le aparece cada ocho días; que Dios le habla, a menudo, frente a frente... Yo creo... que ese preso debe ser encerrado en el hospital por toda su vida, como un insensato de los más peligrosos, o que se le debe abandonar en la Bastilla como un canalla de primer orden; creo que esta última solución es la más segura y, en consecuencia, la más conveniente". 357No hay exclusión entre locura y crimen, sino una implicación que los anuda. El sujeto puede ser un poco más insensato, o un poco más criminal, pero, hasta el final, la locura más excesiva estará rodeada de maldad. También a propósito de Doucelin, d'Argenson observa después: "Cuanto más dócil parece, más lugar hay para creer que en sus extravagancias hay mucho de simulación o de malicia. " Y en 1709 "es mucho menos firme ante la refutación de sus quimeras, y un poco más imbécil". Ese juego de complementariedad aparece claramente en otro informe del teniente d'Argenson a propósito de Tadeo Cousini "mal monje"; se le había puesto en Charenton; en 1715 "sigue siendo impío cuando razona y absolutamente imbécil cuando deja de razonar. Así, aunque la paz general debe tender a dejarlo libre como espía, la situación de su espíritu y el honor de la religión no lo permiten". 358Nos encontramos en el extremo opuesto de la regla fundamental del derecho según la cual "la verdadera locura lo excusa todo". 359En el mundo del internamiento, la locura no explica ni excusa nada: entra en complicidad con el mal, para multiplicarlo, hacerle más insistente y peligroso, y prestarle rostros nuevos.

De un calumniador que está loco, nosotros diríamos que sus calumnias son un delirio: hasta allí hemos tomado el hábito de considerar a la locura como verdad a la vez última e inocente del hombre. En el siglo XVII, el desarreglo del espíritu viene a sumarse a la calumnia en la totalidad misma del mal. Se encierra en la Caridad de Senlis, por "calumnias y debilidad de espíritu", a un hombre que es "de un carácter violento, turbulento y supersticioso, además de gran mentiroso y calumniador". 360En el furor, mencionado tan a menudo en los registros del internado, la violencia no quita a la maldad lo que se deriva de la locura, sino que su conjunto forma como la unidad del mal entregado a sí mismo, en una libertad sin freno. D'Argenson exige el internamiento de una mujer en el Refugio "no sólo por el desarreglo de sus costumbres, sino por relación a su locura que a menudo llega hasta el furor, y que, según las apariencias, la llevará o a deshacerse de su marido, o a matarse ella misma a la primera ocasión". 361Ocurre como si la explicación psicológica duplicara la incriminación moral, siendo así que, desde hace bastante tiempo, nosotros hemos tomado el hábito de establecer entre ellas una relación de resta.

La locura involuntaria, la que parece apoderarse del hombre a pesar de él, aunque conspire espontáneamente con la maldad, apenas es diferente, en su esencia secreta, de aquella fingida intencionalmente por sujetos lúcidos. Entre ellas, en todo caso, hay un parentesco fundamental. El derecho, por el contrario, trata de distinguir con el mayor rigor posible la alienación fingida de la auténtica, puesto que no se condena a la pena que su crimen habría merecido "a aquel que está verdaderamente tocado de locura". 362En el internamiento, la distinción no se hace. La locura real no es mejor que la locura fingida. En 1710 se había metido en Charenton a un muchacho de 25 años que se hacía llamar Don Pedro de Jesús y que pretendía ser hijo del rey de Marruecos. Hasta entonces, se le considera como simplemente loco. Pero se empieza a sospechar que finge serlo; no ha estado un mes en Charenton "sin testimoniar que estaba en su buen juicio; conviene en que no es hijo del rey de Marruecos; pero sostiene que su padre es un gobernador de provincia, y no puede resolverse a abandonar sus quimeras". Locura real y demencia imitada se yuxtaponen, como si las mentiras interesadas vinieran a completar las quimeras de la sinrazón. En todo caso "para castigarlo por su impostura y su afectada locura, creo yo", escribe d'Argenson a Pontchartrain, "que convendría llevarlo a la Bastilla". Finalmente, se le envía a Vincennes; cinco años después, las quimeras parecen ser más numerosas que las mentiras; pero será necesario que muera en Vincennes, entre los prisioneros: "Su razón está muy perturbada; habla sin ilación, y a menudo es víctima de accesos de furor, el último de los cuales estuvo a punto de costar la vida a uno de sus compañeros; así, todo parece concurrir para continuar su detención. " 363La locura sin intención de parecer loco o la simple intención sin locura merece el mismo tratamiento, quizá porque oscuramente tienen un mismo origen: el Mal, o al menos, una voluntad perversa. Del uno a la otra, en consecuencia, el paso será fácil, y se admite tranquilamente que uno se vuelve loco por el solo hecho de haber querido estarlo. A propósito de un hombre "que tenía la locura de querer hablar al rey sin haber querido jamás decir a un ministro lo que tenía que decir al rey", escribe d'Argenson, "tanto se fingió insensato, sea en la Bastilla, sea en Bicêtre, que se volvió loco en efecto; sigue queriendo hablar al rey en particular y cuando se le apremia a explicarse al respecto, se expresa en los términos de quien no tiene la menor apariencia de razón". 364

Puede verse cómo la experiencia de la locura que se expresa en la práctica del internamiento, y que sin duda se forma también a través de ella, es ajena a la que, desde el derecho romano de los juristas del siglo XIII, se encuentra formulada en la conciencia jurídica. Para los hombres del derecho, la locura atañe esencialmente a la razón, alterando así la voluntad, al hacerla inocente: "Locura o extravagancia, es alienación de espíritu, desarreglo de la razón que nos impide distinguir lo verdadero de lo falso y que, por una agitación continua del espíritu, pone a quien está afectado fuera de la capacidad de poder dar algún consentimiento. " 365Lo esencial es, por tanto, saber si la locura es real, y cuál es su grado; y cuanto más profunda sea, más será reputada inocente la voluntad del sujeto. Bouchet informa de varias detenciones "que han ordenado que gentes que en estado de furor habían dado muerte a sus parientes más próximos no sean castigadas". 366Por el contrario, en el mundo del internamiento, poco importa saber si la razón ha sido afectada en realidad; de ser así, y si su uso se encuentra encadenado, ello es, sobre todo, por una flexión de la voluntad, que no puede ser totalmente inocente, puesto que no es del orden de las consecuencias. Esta puesta en causa de la voluntad en la experiencia de la locura tal como es denunciada por el internamiento evidentemente no es explícita en los textos que se han podido conservar; pero se traiciona a través de las motivaciones y los modos del internamiento. De lo que se trata es de toda una relación oscura entre la locura y el mal, relación que ya no pasa, como en tiempos del Renacimiento, por todas las potencias sordas del mundo, sino por ese poder individual del hombre que es su voluntad. Así, la locura se enraiza en el mundo moral.

Pero la locura es otra cosa que el pandemonio de todos los defectos y de todas las ofensas hechas a la moral. En la experiencia que de ella tiene el clasicismo y en el rechazo que le opone, no sólo es cuestión de reglas morales, sino de toda una conciencia ética. Es ella, no una sensibilidad escrupulosa, la que vela sobre la locura. Si el hombre clásico percibe su tumulto, no es a partir de la ribera de una conciencia pura y simple, razonable, sino de lo alto de un acto de razón que inaugura una opción ética.

Tomado en su formulación más sencilla, y bajo sus aspectos más exteriores, el internamiento parece indicar que la razón clásica ha conjurado todas las potencias de la locura, y que ha llegado a establecer una línea de separación decisiva al nivel mismo de las instituciones sociales. En un sentido, el internamiento parece un exorcismo bien logrado. Sin embargo, esta perspectiva moral de la locura, sensible hasta en las formas del internamiento, traiciona sin duda una separación aún poco firme. Demuestra que la sinrazón, en la época clásica, no ha sido rechazada hasta los confines de una conciencia razonable sólidamente cerrada sobre sí misma, sino que su oposición a la razón se mantiene siempre en el espacio abierto de una opción y de una libertad. La indiferencia a toda forma de distinción rigurosa entre la falta y la locura indica una región más profunda, en la conciencia clásica, en que la separación razón-sinrazón se realiza como una opción decisiva donde se trata de la voluntad más esencial, y quizá la más responsable del sujeto. Es evidente que esta conciencia no se encuentra enunciada explícitamente en las prácticas del internamiento ni en sus justificaciones. Pero no ha permanecido silenciosa en el siglo XVII. La reflexión filosófica le ha dado una formulación que nos permite comprenderla por otro camino.

Hemos visto por qué decisión rodeaba Descartes, en la marcha de la duda, la posibilidad de ser insensato; en tanto que todas las otras formas de error y de ilusión rodeaban una región de la certidumbre, pero liberaban por otra parte una forma de la verdad, la locura quedaba excluida, no dejando ningún rastro, ninguna cicatriz en la superficie del pensamiento. En el régimen de la duda, y en su movimiento hacia la verdad, la locura era de una eficacia nula. Ya es tiempo, ahora, de preguntar por qué, y si Descartes ha evadido el problema en la medida en que era insuperable, o si ese rechazo de la locura como instrumento de la duda no tiene sentido al nivel del sentido de la historia de la cultura, traicionando un nuevo estatuto de la sinrazón en el mundo clásico. Diríase que si la locura no interviene en la economía de la duda, es porque, al mismo tiempo, está siempre presente y siempre excluida en el propósito de dudar y en la voluntad que lo anima desde la partida. Todo el camino que va del proyecto inicial de la razón hasta los primeros fundamentos de la ciencia sigue los límites de una locura de la que se salva sin cesar por un parti pris ético que no es otra cosa que la voluntad resuelta a mantenerse en guardia, el propósito de dedicarse "solamente a la búsqueda de la verdad". 367Hay una tentación perpetua de sueño y de abandono a las quimeras, que amenaza la razón y que es conjurada por la decisión siempre renovada de abrir los ojos ante la verdad: "Cierta pereza me arrastra insensiblemente en el tren de la vida ordinaria. Y así como un esclavo que gozaba en sueños de una libertad imaginaria, cuando empieza a sospechar que su libertad no es más que un sueño, teme despertar... yo temo despertarme de este sopor. " 368En el camino de la duda inicialmente se puede apartar la locura, puesto que la duda, en la medida misma en que es metódica, está rodeada de esta voluntad de vigilia que es, a cada instante, arranque voluntario de las complacencias de la locura. Así como el pensamiento que duda implica al pensamiento y al que piensa, la voluntad de dudar ha excluido ya los encantos involuntarios de la sinrazón, y la posibilidad nietzscheana del filósofo loco. Mucho antes del Cogito, hay una implicación muy arcaica de la voluntad y de la opción entre razón y sinrazón. La razón clásica no se encuentra con la ética en el extremo de su verdad y en la forma de las leyes morales; la ética, como elección contra la sinrazón, está presente en el origen de todo pensamiento concertado; y su superficie, prolongada indefinidamente a todo lo largo de la reflexión, indica la trayectoria de una libertad que es obviamente la iniciativa misma de la razón.

En la época clásica, la razón nace en el espacio de la ética. Y es esto, sin duda, lo que da al reconocimiento de la locura en esta época —o como se quiere, a su no-reconocimiento— su estilo particular. Toda locura oculta una opción, como toda razón una opción libremente efectuada. Esto puede adivinarse en el imperativo insistente de la duda cartesiana; pero la elección misma, ese movimiento constitutivo de la razón, en que la sinrazón queda libremente excluida, se revela a lo largo de la reflexión de Spinoza y los esfuerzos inconclusos de la Reforma del entendimiento. La razón se afirma allí, inicialmente, como decisión contra toda la sinrazón del mundo, con la clara conciencia de que "todas las ocurrencias más frecuentes de la vida ordinaria son vanas y fútiles"; se trata, pues, de partir en busca de un bien "cuyo descubrimiento y posesión tuviesen por fruto una eternidad de alegría continua y soberana": especie de apuesta ética, que se ganará cuando se descubra que el ejercicio de la libertad se realiza en la plenitud concreta de la razón que, por su unión con la naturaleza en su totalidad, es el acceso a una naturaleza superior. "¿Cuál es, pues, esta naturaleza? Mostraremos que es el conocimiento de la unión que tiene el alma pensante con la naturaleza entera. " La libertad de la apuesta se logra entonces en una unidad en que desaparece como elección y se realiza como necesidad de la razón. Pero esta realización sólo ha sido posible sobre el fondo de la locura conjurada, y hasta el final manifiesta su peligro incesante. En el siglo XIX, la razón tratará de situarse, por relación con la sinrazón, en el suelo de una necesidad positiva, y no en el espacio libre de una elección. Desde entonces, el rechazo de la locura ya no será exclusión ética, sino distancia ya acordada; la razón no tendrá que separarse de la locura, sino reconocerse como siempre anterior a ella, aun si le ocurre alienarse de ella. Pero en tanto que el clasicismo mantenga esa elección fundamental como condición del ejercicio de la razón, la locura surgirá a la luz en el brillo de la libertad.

En el momento en que el siglo XVIII interna como insensata a una mujer que "tenía una devoción a su modo" o a un sacerdote porque no se encuentra en él ninguno de los signos de la caridad, el juicio que condena a la locura bajo esta forma no oculta una presuposición moral; manifiesta tan sólo la separación ética de la razón y de la locura. Sólo una conciencia "moral" en el sentido en que la entenderá el siglo XIX podrá indignarse del trato inhumano que la época precedente ha dado a los locos, o asombrarse de que no se les haya atendido en los hospitales en una época en que tantos médicos escribían obras sabias sobre la naturaleza y el tratamiento del furor, de la melancolía o de la histeria. De hecho, la medicina como ciencia positiva no podía afectar la separación ética de la que nacía toda razón posible. El peligro de la locura, para el pensamiento clásico, no designa jamás el temblor, el pathos humano de la razón encarnada, sino que remite a esta región donde el desgarramiento de la libertad debe hacer nacer, con la razón, al rostro mismo del hombre. En la época de Pinel, cuando la relación fundamental de la ética y la razón se habrá invertido en un segundo nexo de la razón con la moral, y cuando la locura ya no será más que un avatar involuntario llegado del exterior a la razón, se descubrirá con horror la situación de los locos en los calabozos de los hospicios. Habrá indignación al ver que los "inocentes" hayan sido tratados como "culpables". Lo que no quiere decir que la locura haya recibido finalmente su estatuto humano o que la evolución de la patología mental salga, por vez primera, de su bárbara prehistoria; sino que el hombre ha modificado su relación original con la locura, y que sólo lo percibe reflejado en la superficie de sí mismo, en el accidente humano de la enfermedad. Entonces considerará humano dejar morirse a los locos en el fondo de las casas correccionales, no comprendiendo ya que, para el hombre clásico, la posibilidad de la locura es contemporánea de una opción constitutiva de la razón y, por consiguiente, del hombre mismo. Hasta tal punto que, hasta el siglo XVII o el XVIII, no puede hablarse de tratar "humanamente" la locura, pues ésta, por derecho propio, es inhumana, y forma por así decir el otro lado de una elección que abre al hombre el libre ejercicio de su naturaleza racional. Los locos entre los correccionarios: no hay ni ceguera ni confusión ni prejuicios, sino el propósito deliberado de dejar hablar a la locura el idioma que le es propio.


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