Por W H. Wilbur,
General De Brigada Del Ejército Norteamericano.
EL BOMBARDEO de Tokio dirigido por el general Doolittle el 18 de abril de 1942 lastimó vivamente el orgullo de los japoneses.
Ansiosos de encontrar un medio de ejercer represalias, concibieron la primera campaña transoceánica con globos de dirección automática que registra la historia. Invirtieron dos años en su preparación, pero en los seis meses que siguieron al 1 de noviembre de 1944 soltaron 9.000 globos de gas ingeniosamente construídos y arreglados para lanzar bombas incendiarias y de fragmentación en los bosques, granjas y ciudades de Norteamérica.
Estas nuevas armas tenían diez metros de diámetro y estaban destinadas a trasvolar el Pacífico a una altura de 9.000 a 11.000 metros, donde las corrientes de aire dominantes marchan hacia América a la velocidad de 150 a 300 kilómetros por hora. Aún cuando una vez puestos en libertad nadie ejercía acción sobre estos globos —ni siquiera por radio— se calcula moderadamente que de 900 a 1.000 llegaron a las costas del continente americano. Aparecieron a lo largo de todo el Oeste desde Alaska hasta Méjico; casi 200, más o menos completos, fueron hallados en el Noroeste del Pacífico y el Oeste del Canadá; fragmentos de 75 más fueron recogidos en otros lugares o pescados en aguas costeras del Pacífico, y los fogonazos advertidos en el cielo indicaron a los observadores que por lo menos otros 100 estallaron en el aire.
Se han hecho esfuerzos para quitar importancia a este ataque. Pero lo cierto es que señaló un progreso significativo en el arte de la guerra. Por primera vez se lanzaron a través del mar proyectiles desprovistos de dirección humana y realmente capaces de causar grandes daños. Afortunadamente las nieves del invierno eliminaron el riesgo de incendios forestales. Si el asalto de los globos hubiera continuado hasta la temporada veraniega en la cual los vastos bosques del Oeste estadounidense estuvieron como yesca; si los japoneses hubiesen mantenido un promedio de 100 lanzamientos por día, como hicieron en marzo de 1945, y si hubieran equipado los globos con centenares de bombas incendiarias pequeñas en vez de hacerlo con unas pocas de gran tamaño —o con agentes bacteriológicos—, tal vez habrían causado estragos.
Los japoneses hicieron los primeros ensayos de globos en cantidad durante la primavera de 1944 lanzando al aire 200. Ninguno llegó a las costas estadounidenses. Los globos que cruzaron con éxito el océano fueron soltados el 1 de noviembre de 1944, y el día 4 del mismo mes recibí el primer informe sobre ellos. Aquel día un barco patrulla de la Armada encontró flotando en el mar un gran trozo de tela desgarrada. Un marinero intentó subirlo a bordo, pero descubrió que tenía sujeta una masa pesada. Como no pudo subir el conjunto, cortó la tela, de modo que el mecanismo y los explosivos se hundieron. Sólo rescató la envoltura; pero como tenía marcas japonesas, nos bastó para hacemos sospechar que el enemigo había introducido en la lucha algún elemento misterioso.
Desde el principio nos dimos cuenta de las posibilidades de la nueva campaña. En consecuencia, requerimos inmediatamente la ayuda de todos los organismos gubernamentales. Avisamos a la Armada y llamamos a la Oficina Federal de Investigación. Advertimos a los guardas forestales que necesitábamos informes de los aterrizajes de globos y de toda fracción de globo o tren de aterrizaje que fuese hallada.
Después del encuentro de la primera envoltura tuvimos que esperar dos semanas antes de rescatar del océano los restos de un segundo globo. Poco después otro, quemado y parcialmente destruído, cayó tierra adentro en Montana. Para mediados de diciembre y a base de muchos datos fragmentarios los técnicos habían descubierto los principios fundamentales del arma, y los artistas la habían diseñado. Más tarde nos sentimos orgullosos al comprobar que nuestra “imitación imaginaria” resultó exacta en todo lo esencial.
Se enviaron fragmentos al Laboratorio Naval de Investigaciones de Washington y al Instituto de Tecnología de California. Se descubrió que la envoltura estaba fabricada con varias capas de papel pergamino grueso pegadas unas a otras con cola vegetal —y que era más eficaz para retener el hidrógeno que las mejores telas cauchutadas para globos hechas en Norteamérica.
Los expertos que examinaron la arena de los sacos de lastre dieron los nombres de cinco lugares del Japón de los cuales tenía que proceder la arena. Se encomendó a la Fuerza Aérea que averiguase lo que ocurría en aquellos lugares. Pronto tuvimos un informe, con fotografías, de uno de esos lugares. Las fotografías mostraban una fábrica en derredor de la cual había varias esferas de color gris perla —al parecer globos de gas que se estaban inflando para emprender el vuelo a América.
Poco después descubrimos uno de los globos grises en las proximidades de una ciudad del Oeste estadounidense. El piloto del aeroplano de la Fuerza Aérea que fue enviado para hacer que el globo descendiera intacto, lo hizo avanzar hacia campo abierto a impulso de ráfagas de aire producidas con la hélice de su avión. Estos golpes de aire ladearon el tren de aterrizaje de modo que se aflojó la llave del hidrógeno y se escapó el gas haciendo que el globo se posara blandamente en tierra. Afortunadamente el mecanismo automático de destrucción no funcionó. Todo se encontró en perfecto estado.
Tiempo después supimos que la construcción de una de esas armas costaba cerca de 800 dólares. Cada globo llevaba aproximadamente 30 sacos de arena de tres kilogramos, los cuales iba dejando caer uno a uno por medio de un dispositivo de trinquete conectado con un barómetro que lo hacía funcionar cada vez que el globo descendía más abajo de 9.300 metros. Otro control automático abría una válvula para dejar escapar hidrógeno cuando el globo de gas se elevaba a más de 11.000 metros. Cada globo llevaba tres o cuatro bombas, una de las cuales por lo menos era incendiaria. Las otras eran bombas de fragmentación de 15 kilogramos y estaban destinadas a causar daños a las personas. Ambos tipos eran gobernados por un mecanismo de lanzamiento dispuesto para funcionar después que todos los sacos de lastre habían caído —porque según la teoría japonesa ya entonces el globo debería estar volando sobre el continente americano. Tenían además otro mecanismo para hacer estallar el globo después de haber sido lanzadas todas las bombas. La circunstancia de que este último mecanismo no funcionó cuando menos en un 10 por 100 de los globos hizo posible que varios fuesen rescatados casi indemnes.
Con cada grupo de globos portadores de bombas los japoneses mandaban uno que daba señales de radio y servía para ir indicando los progresos de la flota a través del océano. Como querían asegurarse de su feliz llegada a América emplearon seda engomada en vez de papel pergamino para la envoltura de estos globos, pues al parecer creían que la seda engomada era mejor material para envases de hidrógeno. Pero ocurrió exactamente lo contrario. Sólo tres globos de seda llegaron a los Estados Unidos.
Después de haber rescatado unos cuantos globos llegamos a la conclusión de que el riesgo de las bombas explosivas no era grande, pero que las incendiarias constituirían grave amenaza durante la temporada de incendios forestales (de julio a fines de septiembre) en la costa del Oeste. Necesitábamos la madera de aquellos bosques, y por consiguiente organizamos tropas especiales de paracaidistas que cooperasen con los guardabosques y los servicios civiles de incendios forestales. En el mejor caso, sin embargo, estas defensas hubieran sido muy débiles.
Entretanto, y para hacer frente a la posibilidad de que los globos fuesen utilizados para sembrar plagas por medio de esporas de enfermedades de las plantas, bacterias de pestes de los animales o tal vez gérmenes de dolencias humanas, alistamos en el programa de defensa a funcionarios de sanidad, veterinarios y autoridades universitarias en agricultura. Se adiestraron escuadras de descontaminación; se establecieron depósitos de desinfectantes, ropas y máscaras en lugares estratégicos. Se pidió con insistencia a agricultores y ganaderos que diesen cuenta de las primeras señales de cualquier enfermedad extraña que atacara su ganado vacuno, lanar o de cerda.
Para impedir que los japoneses conociesen el grado de éxito alcanzado por su campaña, la prensa y la radio de los Estados Unidos y del Canadá aceptaron una censura voluntaria que resultó una de las maravillas de la guerra. Pero al mismo tiempo esta censura nos dificultaba el prevenir al pueblo. En Oregón un grupo de niños que iban en jira campestre encontraron un globo y parece que lo remolcaron e hicieron estallar las bombas. Cinco niños y una mujer murieron.
¿Cómo podíamos prevenir a millones de niños contra un azar semejante y hacer saber a los agricultores y leñadores del Oeste que necesitábamos recibir información y evitar que llegase a conocimiento de los japoneses que la esperaban ansiosamente? Conseguimos ambas cosas por la soberbia cooperación de las autoridades docentes, los maestros, los jefes de policía y los guardas forestales.
Súbitamente, a fines de abril, cesó la invasión de los globos. ¿Habían los japoneses suspendido el ataque por creerlo un fracaso? ¿O se trataba de una calma engañosa antes de un asalto mayor? Pasaron semanas y meses sin que el ataque se repitiera.
Aclaré el misterio tres años después cuando visité el Japón y tuve ocasión de conferenciar con el general Kusaba, a cuyo cargo había corrido la campaña de los globos.
Me dijo que en total se habían soltado 9.000 globos, y que los japoneses calculaban que por lo menos el 10 por 100 llegarían a los Estados Unidos y el Canadá. En el Japón se tuvo noticia del aterrizaje inicial en Montana. Pero desde entonces el silencio de la prensa y la radio norteamericanas fue absoluto. Como solamente tenía conocimiento de un aterrizaje en el continente americano, el Estado Mayor japonés empezó a amonestar a Kusaba. Le dijeron muchas veces que su campaña era un fracaso y que estaba derrochando los recursos, cada vez más reducidos, del país.
Por fin, en los últimos días de abril, el general Kusaba recibió orden de suspender totalmente las operaciones. Las palabras del Estado Mayor fueron: “Sus globos no llegaron a América. Si hubiesen llegado, los periódicos hablarían de ello. Los norteamericanos no podrían estarse callados tanto tiempo”
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