Por John Hereward Allix
TRAS LA actividad febril de la invasión de Normandía en 1944, vino el anticlímax con el traslado de nuestra escuadrilla de bombarderos, de Inglaterra a las orillas del Lough Foyle, en el norte de Irlanda. Nuestra misión (excursiones nocturnas de largo radio a caza de submarinos) prometía ser monótona; las probabilidades de encontrar un submarino que hubiera salido a la superficie eran mínimas.
A poco de llegar al nuevo aeródromo se nos puso en guardia, lo cual significaba dormir en traje de vuelo y estar preparados para despegar con media hora de aviso. Una noche, a eso de las tres, el ordenanza de la sala de maniobras me despertó. El enemigo nos había atacado, como quien dice, en nuestras propias barbas. A los cinco minutos mi tripulación y yo (seis hombres bostezando), nos hallábamos reunidos en la sala de mando. A los 20 minutos íbamos de vuelo. Rumbeaba yo a alta mar con mi Wellington, al compás de su marcha sostenida y ruidosa, cuando percibí un resplandor hacia el Oeste, seguido del rojo fulgor característico de un buque incendiado por un torpedo. En rápida sucesión fueron torpedeados tres buques. Mi único pensamiento era destruir aquel submarino. Desgraciadamente, ni por un instante se le vio en la superficie. Un buque de la Armada inglesa percibió su eco en Asdic y lo persiguió hasta que se internó en aguas neutrales de la república de Irlanda, cerca de la embocadura del Lough Swilly, largo brazo de mar que se adentra profundamente por el condado de Donegal. Después de aquello, con todo y el patrulleo incesante de la zona, el submarino atacó una vez y otra, y siempre lograba perderse en su refugio neutral.
Unas semanas después mi dotación se dispersó, habiendo cumplido algunos de sus miembros su turno de operaciones, y yo quedé temporalmente franco de servicios de vuelo. Conseguí dos días de licencia y, pasando la frontera, entré en la República y me dirigí a Buncrana, pueblo a orillas del Lough Swilly.
No era sin duda lo indicado, para un oficial de las fuerzas de Su Majestad Británica, entrar en Irlanda, pero lo veníamos haciendo (vestidos de paisano) casi todos los soldados ingleses acampados cerca de la frontera, con el tácito consentimiento de los guardias de ambos lados. En Irlanda la comida era abundante, no había racionamiento y la bebida era bien barata. Resultaba muy agradable el cambio.
Ya en Buncrana me fui al bar de la hostería para echarme un trago antes de la cena. El local estaba vacío, con la excepción de un hombre rubio que fumaba su pipa ante una botella de cerveza doble. Pedí para mí otra cerveza y trabamos conversación. Debía uno en Buncrana tener cuidado con lo que decía, pues nos podían internar si nuestro estado legal se ponía en duda. El rubio se mostraba cauteloso también, y así evadíamos toda mención de nuestras respectivas unidades, de las operaciones de guerra, de temas que pudieran mover a controversia.
Era fácil, instructivo y grato charlar con aquel sujeto. Mas había en su persona alguna cosa indefiniblemente singular. Percibía yo instintivamente que el rubio no tenía nada que ver con la Real Fuerza Aérea; ni me era posible figurármelo como un oficial de la Armada o del Ejército ingleses. Bebimos en buena compañía unas cervezas y jugamos a tirar dados. Entretanto, el problema de la identificación de aquel hombre latía en el fondo de mi pensamiento.
Su inglés era el que se estila en Oxford y en Cambridge, y sus modales los de un caballero. Me fijé en su indumentaria. La chaqueta deportiva de lana y los pantalones de franela eran de buen corte. Ahora bien, yo no podía imaginarme a nadie que en Inglaterra llevase prendas semejantes. Mas ¿qué importaba? Era buena compañía. Le invité a cenar conmigo. Aceptó.
—A propósito —le advertí—, no nos hemos presentado. Me llamo John.
Vaciló un segundo antes de tenderme la mano. Dijo que se llamaba Charles. Durante la comida le dirigí varias preguntas capciosas, que contestó con bastante naturalidad. Desde luego, parecía conocer bien el Londres central, y aún mejor la ciudad de Oxford. Su conocimiento de Inglaterra no parecía, sin embargo, ser reciente, y las referencias a los cambios de tiempo de guerra le ponían un tanto nervioso.
A estas alturas, ya estaba yo convencido de que había algo de raro en este tipo.
De pronto, mi sospecha cristalizó. Podía ser... ¡sí, debía ser alemán!
Una vez saltada por mi pensamiento esta barrera, las deducciones consiguientes eran fáciles. Podía pertenecer al personal de la embajada alemana en Dublín. Mas en tal supuesto, ¿qué hacía en Buncrana? Pensé en el submarino. ¡Desde luego! ¡Aquí estaba el busilis!
¿Un empleado subalterno de la embajada, enviado a cambiar señales con el sumergible? ¿Acaso un miembro de la dotación del sumergible, o su propio comandante?
De pronto me di cuenta de que Charles me miraba de un modo extraño. La verdad era que yo había dejado de escucharle.
—Perdóneme —exclamé—; ¿qué decía usted, Karl?
No tuve intención de hacer nada tan chapucero, mas el efecto de la versión alemana del nombre de Charles fue eléctrico. Perdió el color, se le demudó el semblante. Yo mismo me quedé tan sorprendido que mi pensamiento momentáneamente rehusaba aceptar esta loca conjetura como una realidad, y debía de aparecer tan alarmado como mi interlocutor. Me di cuenta de que me había quedado mirándole con una sonrisa estúpida... Fue, de seguro, lo mejor que pude hacer, porque recobró el color y logró sonreír.
Con la voz más natural que pude murmuré:
—Me he permitido una broma completamente tonta. ¡Lo siento mucho!
—Está bien; usted gana —replicó—. Y ¿qué piensa hacer ahora?
En verdad, no se me ocurría solución alguna; me mantuve en silencio. Mi compañero recobró la compostura más pronto que yo, y sin darme tiempo a ordenar mis enredadas ideas, me estaba mirando con una expresión amable.
—Empiezo a comprender —afirmó despacio—. ¡Usted también!
—Sí —repuse—; mi posición no es mejor que la de usted. Nos pueden internar a ambos.
La situación parecía tan ridícula que me eché a reír.
—Supongo que será usted el comandante del submarino escondido ahí, en el Lough.
Como si le chocasen mis palabras, replicó:
—¿De qué está usted hablando?
—La cosa es obvia. Yo soy miembro de una escuadrilla antisubmarina. Hace ya semanas venimos buscando la manera de enviarlos a ustedes al infierno.
—Tiene toda la razón —dijo tranquilizado de nuevo—. Voy a echarme otro trago, amigo. ¿Y usted?
Me hacía falta pensar lo que debía hacer, y así, mientras los tragos venían, di unos pasos hacia la chimenea y aparenté contemplar el cuadro que colgaba sobre ella mientras cargaba la pipa.
¿Debía llamar a la policía y hacer que arrestaran a Karl? En tal caso, me pedirían mis papeles de identidad y probablemente nos meterían a los dos en la cárcel por la duración de la guerra, con lo que ambos dejaríamos de servir a nuestras respectivas patrias. ¿Debía, en cambio, aceptar la tesis de que este territorio neutral nos daba a ambos inmunidad temporal, tal como la daban las iglesias en los antiguos tiempos?
Me decidí por lo segundo, es decir, respetar este asilo neutral que se nos otorgaba.
Volviéndome a Karl, le dije que no veía ninguna necesidad de adoptar una actitud beligerante sólo por el hecho de que a pocos kilómetros de distancia, en circunstancias diferentes, tuviéramos que intentar matamos el uno al otro.
Se manifestó de acuerdo.
Tomamos nuestros vasos de cerveza en el jardín y nos sentamos en un banquillo, bajo el ramaje de un castaño. Allí supe de qué manera Karl aprendió a hablar tan buen inglés. Su padre había sido jefe de la oficina de una compañía alemana que comerciaba en Londres, y Karl se había educado en un colegio particular inglés y en la Universidad de Oxford. Había regresado a su país sólo un año antes del comienzo de las hostilidades.
Le pregunté cómo había venido a tierra. Me explicó que el submarino había salido a la superficie la noche anterior, y dos miembros de la tripulación le trajeron a tierra en un bote de caucho, remando desde una distancia de dos millas de la costa. Los marineros volverían por él después de la medianoche.
—He aprovechado la mañana —me dijo— comprando huevos por las granjas con una libra esterlina que guardaba como recuerdo, la comida se vuelve bien insulsa en el submarino, y los tripulantes no han comido huevos frescos desde hace meses. Tengo unas buenas provisiones escondidas en un helechal camino abajo.
Cuando ya anochecía, Karl me dijo que debía irse. Caminé con él hasta la salida del pueblo. Pasada la última casa, me detuve.
—Confío en que escape usted con vida de esta guerra, Karl.
—Yo también... y le deseo lo mismo.
—Lo mejor que puede hacer es quitarse de mi camino. Sentiría tener que reventarle con una de mis bombas.
—No se preocupe; no le daré ocasión.
Y se fue alejando lentamente.
Yo me quedé allí, movido por una mezcla de sentimientos dispares, mientras oía cómo las pisadas crujientes de Karl se iban extinguiendo en el arenoso camino irlandés.
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