Capítulo XLII
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Luego, por la tarde, las características que tuvo la reunión de los dos fueron, dicho sea sin exagerar, notables. Parecía que allí, en el gran salón que miraba a oriente estuvieran consultando notas o templando los nervios aprensivamente, ante la perspectiva de una rígida visita oficial. Mentalmente, en su inquietud, Maggie incluso se burlaba un poco de la ocasión. La fresca estancia de alto techo, en la sombra de la tarde, con los antiguos tapices al descubierto, con el perfecto brillo del amplio suelo reflejando los jarrones con flores, la mesa del té preparada con la plata y los manteles, motivaron que Maggie hiciera una observación en la que quedó reflejado el efecto general que la estancia producía, así como algo que se daba en el modo en que el Príncipe se movía, yendo de un lado para otro:
––¡Somos inconfundiblemente bourgeois!
Dijo estas palabras con cierto matiz de tristeza, como si recordara su antiguo vivir en comunidad. Sin embargo, un espectador suficientemente imparcial les hubiera juzgado una pareja privilegiada, de lo cual tenían reputación, siempre y cuando se tuviera en cuenta que estaban esperando la visita de personas de la realeza. Parecían dispuestos, tan pronto les dieran aviso con antelación, a ir juntos al pie de la escalinata, el Príncipe un poco adelantado, avanzando incluso hasta la puerta, e incluso descendiendo algunos peldaños, a pesar de toda su principesca presencia. Era preciso reconocer que corrían momentos propicios para que acontecieran incidentes de magnitud. La quietud septembrina reinaba plenamente, al término del día insulso, y dos de las alargadas puertas vidrieras estaban abiertas, dando a los balcones que dominaban la desolación, a los balcones desde los que Maggie, en primavera, había visto a Americo y Charlotte juntos, mirando abajo, cuando ella regresaba del cercano Regent Park, en compañía de su padre, del Principino y de la señorita Bogle. Ahora, Americo de nuevo salió, llevado por su puntual impaciencia, un par de veces al balcón, y se quedó unos instantes en él. Después de lo cual, regresó a la estancia para comunicar que nada había avistado, y se quedó sin tener otra cosa que hacer. La Princesa fingía leer, el Príncipe la miraba al pasar ante ella, y en la conciencia de aquélla estaba permanentemente el vago recuerdo de otras ocasiones en que había disimulado las apariencias de la agitación, sirviéndose de un libro. Por fin, la Princesa se dio cuenta de que lo tenía de pie ante ella, y levantó la vista. El Príncipe dijo:
––¿Recuerdas que esta mañana, cuando me hablaste de esta visita, te he preguntado si deseabas que hiciera algo especial? Me has dicho que procurase estar en casa, pero esto se daba por supuesto.
Hizo una pausa, mientras la Princesa le miraba con el libro sobre una rodilla y la cabeza alzada. El Príncipe prosiguió:
––Me has hablado de otra cosa, de algo que casi me induce a desear que ocurra. Me has hablado de la posibilidad de quedar a solas con ella. Y si ocurre, ¿sabes para qué aprovecharé la oportunidad?
Maggie esperó en silencio y su esposo dijo:
––Lo veo con toda claridad.
––Es un asunto exclusivamente tuyo.
Pero las palabras del Príncipe la habían obligado a levantarse. Este dijo:
––Y así será. Le diré que la engañé con mentiras.
Maggie exclamó:
––¡Ah, no!
––Y le diré que lo mismo hiciste tú.
Maggie volvió a sacudir negativamente la cabeza:
––¡Menos aún!
Y de esta manera quedaron enfrentados, el Príncipe con la cabeza erguida, y con su feliz idea, rebosando vida. Luego preguntó:
––¿Y si no se lo digo, cómo lo sabrá?
––No debe saberlo.
––¿Debe seguir creyendo que tú nada sabes?
––¿Y, en consecuencia, quedar en el convencimiento de que soy tonta? Que crea lo que quiera.
––¿Que siga creyéndolo, sin que yo proteste?
La Princesa efectuó un leve movimiento y dijo:
––¿Ya ti qué te importa?
––¿No tengo derecho a corregirla en...?
Dejó que la pregunta del Príncipe siguiera vibrando en el aire, que vibrara el tiempo suficiente para que él mismo la oyera. Y, luego, Maggie repitió:
––«¿Corregirla?»
Y, ahora, la palabra vibró realmente en la voz de Maggie, que preguntó:
––¿Has olvidado quién es?
Después, mientras el Príncipe seguía pasmado, ya que era la primera vez en su vida que había visto a su esposa comportarse de forma tan mayestática, Maggie dejó precipitadamente el libro y levantó una mano, en movimiento de alerta:
––El coche. ¡Vamos!
La lúcida firmeza de este «¡Vamos!» estuvo a la misma altura que la de sus anteriores palabras, y, cuando se hallaron abajo, en el vestíbulo, Maggie dirigió al Príncipe un «¡Ve!», a través de las puertas abiertas y por entre las filas de criados, que incluso estuvo a la altura de estas circunstancias. En consecuencia, el Príncipe, descubierta la cabeza, recibió a la realeza, encarnada en las personas del señor y la señora Verver, en el momento en que se apeaban, en tanto que Maggie se quedaba en el umbral para darles la bienvenida a la casa. Más tarde, cuando de nuevo se hallaban en la planta superior, la propia Maggie sintió todavía con más fuerza el límite que anteriormente había señalado a su marido, y, durante el té, en presencia de Charlotte, Maggie dio un largo suspiro de profundo alivio. Una vez más, era la impresión más extraña que cupiera imaginar, pero la sensación dominante que ella experimentó, durante aquella media hora, era que el señor y la señora Verver hacían todo lo preciso para que la reunión se desarrollara felizmente. Los dos actuaban de acuerdo, de común acuerdo para producir un mismo efecto, que Maggie jamás había observado en ellos, y poco tardó en llegar el momento en que la mirada de Americo se cruzó con la de Maggie, expresando un reconocimiento que no podía reprimir. La cuestión del grado de corrección en los modales que Charlotte se había impuesto se planteó y sólo quedó planteada un instante, ya que enseguida dicha cuestión desapareció, cual hundiéndose, palmariamente, por su propio peso, tal era el grado de espontaneidad del comportamiento de Charlotte, tales fueron las muestras que de serenidad consiguió dar. Pero el matiz oficial, en su belleza y en su seguridad, jamás desapareció. Era como un fresco y alto refugio, como la profunda y arqueada hornacina en que se encuentra una imagen polícroma y dorada, en la que Charlotte estaba aposentada sonriente, esperando, mientras tomaba el té, y recordaba su misión, de acuerdo con su marido. Su misión había tomado una forma definida, y la palabra misión no era más que otro nombre con que denominar el interés de la gran oportunidad que a Charlotte se le ofrecía y que consistía en ofrecer arte y cultura a un lejano pueblo que languidecía en la ignorancia. Diez minutos antes, Maggie había comunicado con suficiente claridad al Príncipe que ella no necesitaba que le dijeran en modo alguno qué era aquello por lo que Charlotte no consentiría la tomaran, pero ahora la dificultad radicaba en elegir, a modo de explícito tributo de admiración, entre las diversas facetas más nobles de Charlotte. Aunque la expresión sea burda, podemos decir que actuaba con un buen gusto y una discreción tales que, durante el primer cuarto de hora, atrajo de tal modo la atención de nuestra joven amiga que quedó apartada de la actitud del oscurecido, casi superado, marido de aquélla. Pero, en esta ocasión, Adam Verver realmente se benefició, incluso ante su hija, de esa tan marcada peculiaridad suya consistente en carecer de actitud en todo momento, y mientras estuvieron reunidos, Maggie siguió teniendo la sensación de que su padre se limitaba a ir tejiendo su telaraña y a sostener su largo y delgado cordón, y tuvo conciencia de que se hallaba en presencia de este tácito proceso, tal como había tenido conciencia de ello en Fawns. Aquel hombre, aquel ser tan querido, tenía una muy peculiar manera de moverse, estuviera donde estuviera, en todas partes, silenciosamente, para averiguar lo que en ellas había, y el hecho de que ahora recurriera a esa costumbre, a pesar de conocer ya los objetos que tenía ante la vista, expresaba claramente su intención de dejar que su esposa se valiera por sí misma y, más aún, significaba, al entender de la Princesa, desde que pensó de una manera más directa en su padre, casi una especial conceptuación de dichos valores, tal como ahora quedaban de relieve en su rareza, juntamente con una independiente y firme apreciación de su justa y bella pertinencia, por lo que no necesitaban el acompañamiento del leve y contemplativo murmullo que, a veces, emitía el señor Verver.
Charlotte estaba sentada como en un trono, entre su anfitrión y la esposa de éste, y la escena en su integridad había quedado cristalizada, tan pronto Charlotte ocupó su lugar, con el debido porte. La armonía no era menos sostenida por ser superficial, y el único momento en que pudo quebrantarse esta armonía se produjo cuando Americo quedó en pie el tiempo suficiente para que su suegro, vagamente intrigado, le dirigiera una invitación, una llamada, y, entonces, él, a falta de palabras con que responder, seleccionó, para ofrecerle a su visitante, una fuente de petits fours. Maggie observó ––si es que ahora cabe emplear el verbo «observar»–– cómo su marido ofrecía la fuente; advirtió la consumada manera ––«consumado» era el término que Maggie empleaba en su fuero interno–– con que Charlotte eliminaba de su afectación y de su impersonal sonrisa todo signo que delatara la más leve observación y, después, sintió como si algo se formara lentamente, algo que, al cabo de un minuto, le llegó flotando desde el otro extremo de la estancia, en donde su padre se hallaba de pie contemplando un cuadro de la primera época de la escuela florentina, y con tema sacro, que le había regalado en ocasión de contraer, Maggie, matrimonio. Parecía que su padre diera en silencio su último adiós al cuadro. A ella le constaba que era una obra que su padre tenía en excepcional estima. La ternura que le provocó el que su padre renunciara a semejante tesoro se había transformado, a su parecer en parte de la total efusión, de la inmortal expresión. La bondad de los sentimientos de su padre la contemplaba siempre con benevolencia sobre todo lo restante, cual si el marco fuera realmente la ventana del rostro espiritual de su padre. Ahora, en los presentes momentos, bien hubiera podido decirse Maggie que su padre, al dejar aquel objeto tras de él, para que ella lo conservara, hacía lo que más se parecía a dejarle una parte palpable de su propio ser. Puso una mano sobre el hombro de su padre, y sus miradas volvieron a encontrarse, y quedaron fijas así, en su inalterable felicidad; sonreían emulándose, vagamente, como si el habla no les bastara, por haber llegado los dos demasiado lejos. Y Maggie hubiera comenzado a preguntarse, al instante, si acaso, en estos últimos momentos, no les estaba reservado, como les ocurre a los viejos amigos que se reúnen demasiado a menudo, el que en su relación se produjeran lagunas de timidez.
––¿Está bien, verdad?
––Pues sí, muy bien.
El señor Verver había formulado su pregunta con referencia al cuadro, y Maggie había contestado refiriéndose también a lo mismo, pero después, durante un instante, fue como si sus palabras simbolizaran otra verdad, por lo que los dos dirigieron la vista a cuanto les rodeaba para darles esa extensión. Maggie había pasado un brazo por debajo del de su padre, y los restantes objetos que había en la estancia, los otros cuadros, los sofás, las sillas, las mesas, las arcas, las piezas «importantes», supremas cada cual en su estilo, destacaban a su alrededor, conscientemente, para ser reconocidas y alabadas. Los ojos de padre e hija se fijaban juntos, a la par, en las diversas piezas, una tras otra, apreciando su nobleza, y el señor Verver lo hacía como si de esta manera midiera la sabiduría de antiguas ideas. Las dos nobles personas conversaban sentadas ante la mesa del té, quedando así incluidas en el espléndido efecto y en la general armonía, ya que la señora Verver y el Príncipe habían quedado, aunque fuera involuntariamente, como altas expresiones de aquella clase de muebles humanos que, estéticamente, el escenario exigía. La fusión de su presencia con los elementos decorativos, su contribución al triunfo de la selección, eran completas y admirables, aunque ante una mirada más detenida, ante una mirada mas penetrante de lo que la ocasión requería, también hubieran podido figurar como concretos ejemplos de un insólito poder de adquisición. En parte, esto quedó expresado en el tono en que Adam Verver volvió a hablar, sin que se pueda saber a qué punto llegaron sus pensamientos:
––Le compte y est. Tienes unas cuantas cosas buenas.
A lo que Maggie repuso sin vacilar:
––¿Muy bellas, verdad?
Los otros dos, al oír estas palabras, centraron en ellos, durante un buen rato, su lenta conversación, una atención toda gravedad, que fue como una mayor sumisión a la general magnificencia, sentados tan quietos, para ser admirados, como dos efigies de los grandes contemporáneos en una de las plataformas del Museo de Madame Tussaud.
––No sabes cuánto me alegra que hayas venido a echar una última ojeada.
Maggie, al decir, de forma totalmente espontánea, estas palabras, había dado una nota, había dado la nota, la nota de aquel carácter extrañamente aceptado de manera definitiva, entre una y otra pareja, que casi sólo se hurtaba de ser embarazosa por no intentar ser brillante. Sí, en esto radicaba lo maravilloso, en que la ocasión rechazaba la insistencia debido a los vastos valores que la formaban, por lo que la separación se hallaba en una categoría que se hurtaba a las medidas de lejanía. Comportarse de acuerdo con lo que aquellos momentos significaban hubiera equivalido a poner en tela de juicio aquello que constituía su propia base, y ésta fue la razón por la que los cuatro permanecieron suspendidos en lo alto, en el aire, unidos por la más firme decisión de no presionar. Evidentemente, en momento alguno, hallándose cara a cara, Americo o Charlotte habían ejercido presión alguna, y Maggie, por su parte, no necesitaba recordar cuán poco era el peligro de que ella la ejerciera. Ella estaba igualmente segura de que su padre tampoco la ejercería ni siquiera con un dedo del pie. El único problema radicaba en que, como sea que su padre no coaccionaba, Maggie contenía el aliento en espera de ver qué haría.
Al término de tres minutos más, su padre, con cierta brusquedad, dijo:
––Bueno, Mag, ¿y el Principino?
Y, por contraste, estas fueron las palabras de voz dura y verdadera. Maggie miró el reloj:
––He dicho que lo traigan a las cinco y media, y todavía no lo son. Papá, confa en el Principino, que éste no te defraudará.
La respuesta fue:
––¡Éste sí que no quiero que me defraude!
Pero el señor Verver pronunció estas palabras colocándolas en una relación tan explícitamente jocosa con las posibilidades de ser defraudado que incluso cuando, después, llevado por la impaciencia, salió al balcón, Maggie se preguntó durante breves segundos, si la realidad, en el caso de que acudiera al lado de su padre, en el balcón, la alcanzaría o se enfrentaría con ella, allí. Siguió a su padre en cumplimiento de una obligación ya que su padre casi la había invitado, al salir a aquel lugar de temporal aislamiento, a dar a los otros dos aquella oportunidad que Maggie y su marido habían comentado en tan fantásticos términos. Entonces, estando Maggie al lado de su padre, contemplando desde lo alto la gran plaza silenciosa, despejada y, ahora, casi pintoresca, con el extraño, triste, «antiguo», aspecto que adquieren las desérticas calles de Londres en los atardeceres a fines de verano, comprendió una vez más cuán imposible era que aquellos dos sostuvieran semejante conversación, ya que quedarían despedazados, sólo con que tolerasen que sus reprimidas relaciones se manifestaran en una expresión de los ojos. Hubiera sido preciso tener más en cuenta este peligro si el instinto de cada uno de los cuatro ––y Maggie podía confiar en el suyo, por lo menos–– no hubiera actuado de tan eficaz manera para realzar otras evidentes relaciones entre ellos, relaciones que les permitían comportarse con franqueza.
A consecuencia de la visión del claro panorama que ante sí tenía, Adam Verver dijo:
––Oye, no debes quedarte en esta casa. Desde luego, tienes Fawns a tu disposición, hasta el final de mi contrato.
Con leve desagrado, añadió:
––Sin embargo, Fawns desmantelado, con sólo la mitad de sus muebles y cosas, mucho me temo que no te parecerá un sitio especialmente alegre.
––Así es. Echaríamos en falta las cosas mejores. Sí, las mejores cosas ya no están allí. Volver a Fawns, volver a Fawns...
Hizo una pausa, obligada por la fuerza de sus pensamientos. Dijo: ––¡Volver allá, sin que quede nada bueno...!
Pero, ahora, Maggie no dudó, y expresó su idea: ––No podría soportar volver allá, sin Charlotte.
Al decir estas palabras Maggie dirigió una sonrisa a su padre, y, al instante, vio que éste se fijaba en la sonrisa, lo que le permitió hacer pasar su sonrisa por una alusión a aquello de que no había hablado, ni podía hablar. Y esta alusión era muy clara. En aquel momento, Maggie no podía ni siquiera intentar decir a su padre lo que significaría estar en Fawns, o en cualquier otra parte, echándole, a él, en falta. Ahora, esto se hallaba, y de una forma sublime y exaltada, fuera de lo posible, para ellos. Sin embargo, ¿qué estaba haciendo ahora Maggie, mientras esperaban que trajeran al Principino, mientras dejaban solos a los otros dos, y mientras su tensión crecía y les amenazaba, qué estaba haciendo, decíamos, sino ofrecer un audaz e importante mensaje que subsistía a aquel otro que era imposible? Además, lo más extraño, habida cuenta del perceptible efecto de la presencia de Charlotte, era la consciente sinceridad de las palabras de Maggie. Maggie tenía clara conciencia de la sinceridad de sus palabras, y las dijo atribuyéndoles todo su valor:
––Papá, Charlotte, y tú lo sabes, es incomparable.
Tuvieron que transcurrir treinta segundos para que Maggie comprendiera que acababa de pronunciar una de las más felices frases de su vida. Ahora los dos daban la espalda a la calle, se apoyaban en la balaustrada, y desde donde se encontraban podían ver gran parte del salón, aunque no el lugar en que se hallaban Charlotte y el Príncipe. Maggie vio inmediatamente que su padre, por mucho que lo intentara, no podría evitar que se le iluminaran los ojos. Ni siquiera lo evitó disimulando al sacar la pitillera y decir, antes que nada:
––¿Puedo fumar?
Maggie le infundió confianza diciéndole:
––¡Papá, querido!
Y, mientras su padre encendía una cerilla, ella pasó otro momento de nerviosismo que, sin embargo, en modo alguno permitió la indujera a las dudas y vacilaciones, sino que aprovechó para reiterar en voz más alta, en voz que bien podía llegar a los oídos de la pareja que se encontraba dentro:
––¡Papá, papá, Charlotte es grande!
Después de haber comenzado a fumar, el señor Verver miró a Maggie y dijo:
––Charlotte es grande.
Habían llegado a una conclusión, conclusión que, se daban cuenta, constituía una base, y sobre esta base quedaron los dos juntos, agradecidos, cada uno de ellos comunicando a los ojos del otro que sus pies se hallaban sobre una base que era firme. Esperaron un poco más, para demostrar mayormente aquella firmeza. Y en gran parte parecía que, de esta manera, el señor Verver quisiera poner de relieve ante su hija mientras pasaban los minutos de oculta conversación entre los otros dos, que, por fin, allí estaba la razón, el porqué. El señor Verver, añadió:
––Ahora puedes ver que estaba en lo cierto. Que estaba en lo cierto, cuando lo hice por ti.
Sin dejar de sonreír, Maggie repuso:
––Desde luego.
Y, después, para demostrar que también ella estuvo en lo cierto, añadió:
––No sé qué hubiera sido de ti sin ella.
Tranquilamente, el señor Verver observó:
––Lo importante era que yo no sabía qué iba a ser de ti. Corrimos un riesgo.
Sonriendo, añadió:
––Por lo menos en cuanto a mí hacía referencia.
Sin dejar de fumar, el señor Verver dijo:
––Bueno, pues ahora vemos el resultado.
––Es cierto.
––La conozco mejor.
––La conoces mejor que nadie.
––Bueno, es natural...
Ante lo cual, mientras la verdad garantizada de estas palabras pendía en el aire ––la verdad garantizada por aquél que debía decirla, exactamente en esa oportunidad creada y aceptada––, Maggie se sintió sumamente desorientada, aun cuando con una emoción más sutil de lo que jamás había experimentado, en la visión de lo que esa verdad podía significar. Esta sensación aumentó más y más, aumentó el ritmo en que ella invitaba a su padre a guardar silencio. Ycuando, al cabo de unos momentos más, el señor Verver, volviendo a fumar, y con la vista fija en lo alto, echada la cabeza hacia atrás, y las manos abiertas apoyadas en la balaustrada, en la gris y esbelta fachada de la calle, dijo: «Es hermosa, es hermosa». La sensibilidad de Maggie registró una nueva nota, el matiz de una nueva nota. Aquello era más de lo que ella hubiera podido desear, porque era, como decir con las palabras justas, la nota de la posesión del dominio, y a pesar de ello le comunicó cual nada le había comunicado hasta el presente, la realidad de la inminente separación. Se separaban, a la luz de lo últimamente hablado, de una forma absoluta, en méritos del valor de Charlotte, aquel valor que llenaba la estancia de la que los dos habían salido, como para darle amplia palestra, y en la que quizá el Príncipe, por su parte, estaba ampliando conocimientos. Si Maggie, en tan tardío momento, hubiera deseado una cómoda categoría en la que clasificar al Príncipe, a fin de desembarazarse de él, la habría encontrado allí, en su regreso a la capacidad de reposar en altos valores. Sin embargo, por razones ignoradas, y recordando todas sus dotes, sus diversos talentos, su poderío... ¡Cuánto atesoraba Charlotte! ¿Qué otra cosa había querido decir Maggie al calificar de grande a Charlotte? Era grande ante el mundo que se hallaba ante ella. Y esto era lo que el señor Verver afirmaba debía ser. Charlotte no podía ser inútil en la aplicación del plan de su marido. Maggie era fiel a esta idea, sí, Charlotte no podía ser inútil. Y el señor Verver, para que su hija se enterase, había buscado de propósito esos momentos de intimidad con ella. En consecuencia, en todo momento, el rostro de Adam Verver estaba mirando a su hija, y, cuando sus miradas se encontraron una vez más, la alegría de Maggie se expresó con las siguientes palabras:
––Papá, es un gran éxito.
Y el señor Verver, en el instante en que el Principino, apareció solo, muy serio y con voz de pajarito saludó, al momento, dijo:
––Es un éxito, y esto, esto tampoco es un fracaso, ni mucho menos.
Pasaron al interior para recibir al muchachito, quien motivó que, al ser introducido en el cuarto por la señorita Bogle, en pie se pusieran Charlotte y el Príncipe, de forma que dicha señorita quitara toda importancia a su propia entrada. La señorita Bogle se retiró, pero la presencia del Principino, por sí sola bastó para aliviar todas las tensiones, y la secuela de esto, en la grandiosa estancia, dio al aire, diez minutos después, algo de la calidad que produce el cese de un constante rumor. La silenciosa paz, cuando la Princesa y el Príncipe regresaron de acompañar a sus visitantes hasta su coche, bien podía decirse que no había sido reinstaurada, sino creada, por lo que cuanto sucedió a continuación estaba destinado a suceder en notable silencio. Y éste fue el caso de un acto tan natural y, al mismo tiempo, tan inútil como el de Maggie al salir al balcón para seguir con la vista la partida de su padre. El coche ya no estaba al alcance de la vista, por cuanto Maggie se había tomado mucho tiempo para subir lentamente la escalinata, por lo que, durante un cierto tiempo, sólo contempló el gris espacio, sobre el cual, aunque todavía más en la estancia a sus espaldas, las sombras del ocaso se habían cernido. Allí, en un principio, su marido no se había reunido con ella, ya que, en compañía de su hijo, cogido de su mano, había subido al piso superior, mientras el niño, como de costumbre, manifestaba pródigamente observaciones dignas de los archivos de la familia. Pero los dos consiguieron presentarse protocolariamente ante la señorita Bogle. Para la Princesa no dejó de tener importancia el que su marido hubiera quitado de en medio a su hijo, sin devolverlo al lado de su madre, pero, ahora, mientras ella se movía indecisa de un lado para otro, todo le causaba la impresión de tener tanto significado que no oía cómo el volumen del coro aumentaba más y más. Sin embargo, esto sobre todas las cosas ––el hecho de estar allí, tal como estaba, esperando que el Príncipe viniera y la libertad de estar siempre juntos–– era lo que tenía un significado más propio. Maggie se hallaba en el fresco crepúsculo, y lo aceptaba todo, todo cuanto tenía a su alrededor, allí donde cada cosa acechaba, como la razón que justificaba lo que había hecho. Por fin sabía, realmente, por qué, y cómo, había recibido la inspiración y la guía, por qué había sido constantemente capaz, por qué, en todo instante, su alma había estado al servicio de este fin. Allí tenía por fin el momento, el fruto dorado que había resplandecido desde lejos. Sin embargo, ¿qué eran esas cosas, en realidad, para la mano y para los labios, cuando se tocaban, cuando se cataban? ¿Qué representaban, en cuanto a recompensa? Al encontrarse más cerca de lo que jamás había estado de la justa medida de su rumbo, y ante la vista de sus actos, ella sufrió un instante de terror, de ese terror que, cuando ha habido el precedente de la incertidumbre, siempre anuncia al ser que ha de pagar la exactitud de la cuantía. Americo lo sabía. Sí, sabía la cuantía. Seguía teniéndola en su mano, y la demora de su retorno obligaba al corazón de Maggie a latir con excesiva premura, y era como una súbita luz cegadora, en una especulación enloquecida. Maggie había arrojado los dados, pero Americo los cubría con su mano.
Sin embargo, Americo abrió la puerta al fin. No había estado ausente ni siquiera diez minutos. Y en este instante, renovada la intensidad de su visión, Maggie tuvo la impresión de ver el número de los dados. Sólo su presencia, en el momento en que se detuvo para contemplar a su esposa, bastó para elevar la intensidad a su más alto punto, e incluso antes de que él empezara a hablar, Maggie empezó a ser plenamente recompensada. Y teniendo conciencia de ello ocurrió algo extraordinario. Su seguridad en sí misma había hecho menguar de tal manera su terror que, al cabo de un instante, éste se había transformado en preocupación por la ansiedad del Príncipe, una ansiedad por cuanto era profundo en su ser y por cuanto era honesto en su rostro. En cuanto hacía referencia al problema de «pagar» a Maggie, el Príncipe parecía ofrecerle íntegramente la bolsa de su dinero, para que ella tomara cuanto quisiera. Pero lo que al instante surgió en su mente en la disyuntiva entre el acto del ofrecimiento del Príncipe y su aceptación, fue la conciencia de que debía de acusar a su esposo la impresión de estar esperando una confesión. Esto, a su vez, le produjo un nuevo terror. Si esto era su justo pago, tendría que quedarse sin dinero. El conocimiento del Príncipe estaba allí, cernido, inaceptablemente monstruoso, sabiendo que sería a costa de Charlotte, ante cuya maestría de gran estilo Maggie se había inclinado deslumbrada. En consecuencia, lo único que sabía ahora era que debía estar avergonzada, avergonzada de que se pronunciaran las palabras que se pronunciaron. En resumen, que debía renunciar a ello, allí, y de una vez para siempre.
Con la intención de explicar y de dar fin a la historia, Maggie dijo:
––¿Verdad que es espléndida?
––Realmente espléndida.
Después de cuyas palabras, el Príncipe se acercó a Maggie, quien añadió, para dar mayor solidez a su moraleja:
––Esto es lo que nos ayuda, ¿ves?
El Príncipe estaba ante ella, aceptando, o intentando aceptar, lo que Maggie tan maravillosamente le estaba dando. De insólito y patente modo, intentó complacerla, intentó adoptar la misma actitud que ella, aunque sólo consiguió, estando juntos como estaban con la cara de Maggie ante él, con sus manos en los hombros de ella, toda su actitud envolviendo a Maggie, repetir como un eco:
––«¿Ves?» Lo único que veo eres tú.
Y la verdad de estas palabras, con la fuerza que en ellas había, iluminó, al cabo de unos instantes, de tan extraña forma los ojos del Príncipe que, como impulsada por el temor y por la lástima que le inspiraban, la Princesa se tapó los suyos con el pecho de Americo.
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