La Copa Dorada



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Capítulo XXXVIII

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Después de lo dicho, Maggie se dio cuenta de que tanto ella como su padre habían contado con la ayuda de la influencia de haber sido vista, por casualidad, pocas noches antes, abrazando a la esposa de su padre. El regreso de éste al salón coincidió por azar con dicha demostración de afec­to, que tampoco se perdieron su marido y los Assingham, quienes, interrum­piendo la partida de bridge, habían abandonado la sala de billar juntamen­te con el primero. En aquella ocasión, Maggie tuvo clara conciencia de lo que la impresión causada en los otros podía, a la larga, coadyuvar en bene­ficio de su causa, más aún si tenemos en cuenta que, como sea que ningu­no parecía tener deseos de ser el primero en comentar el hecho, éste había adquirido, con carácter perceptible, el especial matiz de la consagración conferida por la unanimidad del silencio. Maggie bien hubiera podido considerar que el efecto fue un tanto embarazoso, por la prontitud con que se separó de Charlotte, como si hubieran sido descubiertas en un tran­ce absurdo, al darse cuenta de que tenían espectadores. Por otra parte, los espectadores ––según parecía–– no podían suponer, habida cuenta de las actuales relaciones, que las dos fueran propensas a recíprocas demostra­ciones de afecto; sin embargo, ante la duda entre la simpatía y la hilaridad, forzosamente tuvieron que estimar que la única manera de evitar que todo comentario hablado o reído resultara vulgar podía consistir en que fuera inteligente. Evidentemente contemplaron a las dos jóvenes esposas como si se tratara de un par de mujeres en el acto de hacer «las paces» efusiva­mente, tal como se supone hacen las mujeres, principalmente cuando se trata de reconocidas insensatas, después de haber andado a la greña; pero, al mismo tiempo, percatarse del acto de la reconciliación comportaba, por parte de su padre, por parte de Americo, por parte de Fanny Assingham, una aceptada visión de los motivos de la diferencia. El incidente significó algo, significó demasiado para cada uno de los testigos, a pesar de lo cual nadie hubiera podido decir algo sin causar la impresión de decir esencial­mente esto: «¡Mirad, mirad a esas dulces criaturas! ¡Las disenciones han terminado!». «¿Las disensiones? ¿Qué disensiones?», hubieran contestado las dulces criaturas inevitablemente, con lo cual el ingenio de los otros hubiera quedado obligado a efectuar ejercicios de acrobacia. Nadie había llegado a la altura de ser capaz de inventar, de improviso, una razón ficti­cia de distanciamiento entre las dos esposas, es decir, de inventar una razón que ocupara el lugar de la verdadera, la cual se respiraba en el ambiente desde hacía largo tiempo, como habían percibido las más afinadas sensibi­lidades, por lo que todos, a fin de evitar situaciones comprometidas, fin­gieron, inmediatamente después, que no habían visto cosa que cualquier otro hubiera podido ver.

De todas maneras, el panorama mental de Maggie quedó inundado por la luz reflejada por el total de las suposiciones, suposiciones que permitie­ron virtualmente a todos los presentes, y Charlotte no fue excepción ni mucho menos, exhalar un largo suspiro. El mensaje de la escenita fue dife­rente para cada uno de los presentes; pero de manera muy destacada pro­dujo el efecto de reforzar, e incluso reforzar inmensamente, el general esfuerzo llevado a cabo semana tras semana y, en los últimos tiempos, con marcado éxito, de hablar y actuar como si nada ocurriera. Sin embargo, con principalísimo interés la mente de Maggie, mientras tuvo ante sí aque­lla copa, se fijó en la naturaleza del éxito conseguido por Charlotte. Ante todo, si por un lado intuía el secreto sobresalto que su padre seguramente tuvo, la secreta curiosidad experimentada por su marido, y la manera en que Fanny, secretamente, había visto hacerse la luz ante sus ojos, por otro se daba cuenta del alto beneficio que lo ocurrido comportaba para Char­lotte. Maggie sentía en todo su ser que Charlotte lo sentía, y comprendía que la publicidad había sido absolutamente necesaria para coronar su humillación. Era el último toque, y ahora ya nada faltaba. Y dicho sea en honor de su madrastra, la señora Verver había causado la impresión de desear demostrar, desde aquella velada, que lo reconocía con suma vehe­mencia. Maggie revivió una y otra vez los minutos en cuestión, y se descu­brió a sí misma reiteradas veces en el trance de hacerlo. Hasta tal punto fue así que la velada entera formó una unidad, como si se tratase de algo regu­lado por unos poderes ocultos que la dominaron, unos poderes ocultos que, por ejemplo, dieron a los otros cuatro la precisa inquietud para que todo ocurriera como debía ocurrir, haciendo lo preciso para que su parti­da de bridge ––abstracción hecha de la abismal imagen que para Maggie representó–– se interrumpiera en el momento adecuado, obedeciendo al impulso jamás confesado, de descubrir la verdad, emulando, aunque más tarde, la inquietud de Charlotte. Esta última preocupación suscitada de forma claramente perceptible por aquel miembro del grupo que vagaba por el exterior de extraña manera y que no estaba vagando ignorado, a pesar de la simulada ceguera de los demás.



Y si bien la señora Verver, entre tanto, causó a Maggie la impresión de emprender un rumbo claramente determinado, por la última y fausta ocu­rrencia en que aquella noche había fructificado, nuestra joven amiga no por ello dejaba de observar que, en verdad, la señora Verver no había recu­perado la tranquilidad con carácter de permanencia absoluta. De modo indudable, había visto que Charlotte deseaba ponerse a la altura de las cir­cunstancias y comportarse con magnificencia; había comprendido que Charlotte había decidido que la mejor manera de conseguirlo era demos­trar que las seguridades por ella arrancadas allí, bajo el alto y frío esplen­dor del salón, con destellos de cristal y de plata, no sólo habían arrojado aceite sobre las turbulentas aguas de la diferencia que mediaba entre las dos, sino que el mecanismo de las relaciones entre una y otra había que­dado sumido en un baño de dicho lubricante. Charlotte había excedido con mucho los límites de la discreción al insistir, en su capacidad de pagar en la debida proporción un servicio que estimaba generoso. Maggie bien hubiera podido preguntar: «¿Generoso? ¿por qué?», ya que si Maggie hu­biera sido veraz, tal servicio no habría sido de importancia. En este caso, tanto la una como la otra hubiesen tenido ocasión de comprobar vívida­mente que los labios de la Princesa no tropezaban con dificultades a la hora de ser veraces. Aunque en realidad debemos decir que si el humor de ésta hubiera sido capaz de entregarse a las alegrías internas, dificilmente habría podido resistir la tentación de contemplar cómo un ser tan inteli­gente como Charlotte podía estar tan engañado. La teoría del comporta­miento generoso formulada por Charlotte iba manifiestamente encaminada a expresar que la palabra de su hijastra, al hacer borrón y cuenta nueva, como suele decirse, había devuelto la serenidad a la relación entre las dos, en la que ni una sola nube se veía. En resumen, y contemplada desde este punto de vista, su teoría había sido idealmente concluyente, de tal manera que jamás podría volver a aparecer el fantasma de cualquiera de los asun­tos de que habían tratado. Sin embargo, ¿acaso la esencia de lo ocurrido no era la propia de una transacción un tanto pasajera? Verdaderamente, al cabo de una semana Maggie tuvo ocasión de sospechar que su amiga comenzaba, un tanto abruptamente, a recordarlo. Maggie estaba conven­cida de cuál había sido el ejemplo que con su actitud su marido había dado a su amante, ejemplo con el cual la profesión de fe de Maggie hacia ésta había sido un acto de adecuación exquisitamente calculado, pero no por ello su imaginación dejaba de buscar en el oculto juego de la influencia de su marido la explicación de todo cambio que se produjera en la superficie, de toda diferencia en la expresión o en la intención. Tal como sabemos, a lo largo de su vida, la Princesa en pocos terrenos había permitido que su fantasía se desatara, pero dicha facultad se liberaba de todo freno cuando penetraba en el vacío de la relación entre el Príncipe y Charlotte. La fan­tasía de la Princesa podía atestar de imágenes aquel territorio, imágenes siempre constantemente renovadas, que allí bullían como las extrañas combinaciones que se ocultan en el bosque al atardecer, se acrecientan y adoptan formas definidas, y luego regresan a la vaguedad; para Maggie se distinguían por el hecho de ser siempre imágenes oscuramente agitadas. Ella se había despedido de aquella anterior visión del estado de dicha, visión poco segura por la intensidad de la dicha. Desorientada, había deja­do de ver aquella pareja de wagnerianos enamorados de ópera (en lo más hondo de su espíritu, Maggie hacía comparaciones de este género) prieta­mente entrelazados en su bosque encantado, en un verde lugar tan román­tico como un soñado viejo bosque germánico. Contrariamente, ahora el cuadro era velado, cubierto por la oscuridad de la inquietud, detrás de la cual Maggie percibía confusamente una procesión de formas que lamen­tablemente habían perdido su preciosa confianza.

A pesar de que Maggie, en la actualidad, tenía con Americo pocas rela­ciones personales sin trabas, ni siquiera su imitación de ellas, y que de día en día estas relaciones eran menos, tal como ella misma había previsto desde el principio, su activa concepción de la accesibilidad de Americo al privado y no extinguido derecho de su amiga a proseguir sus actividades no era menos activa que antes. A pesar de todo, imaginaba a Americo toda­vía ocupado en oprimir resortes y dominar corrientes o, mejor dicho, poniendo sordina a todas las posibilidades, manteniéndolas más y más aca­lladas, y llevando constantemente a su cómplice a un nuevo recodo del camino. En cuanto a lo que hacía referencia a ella, Maggie adquiría clara conciencia, con el paso de las semanas, de los ingeniosos recursos que Americo empleaba para compensarla de la falta de franqueza, en lamenta­ble medida, privación que quizá había dejado en los labios de Americo un poco de aquella misma sed que Maggie sentía que le secaba los suyos, del tormento del peregrino extraviado que aguza el oído en las arenas del desierto para percibir el posible, imposible, murmullo del manar del agua. Sin embargo, ella pensaba en esta inhibida conducta de Americo cuando mayores deseos sentía de encontrar una base que diera dignidad a aquella dura pasión que sentía y que nada entre cuanto él había hecho pudo apa­gar. No faltaban las horas, horas de soledad, en las que Maggie abandona­ba la dignidad, pero también había otras horas en las que, pegada con su alada concentración a una profunda celdilla de su corazón, acumulaba en ella la ternura como si la hubiese libado todo ella en las flores. Americo caminaba ostensiblemente al lado de Maggie, pero en realidad vivía si inte­rrupción en el mundo gris en el que se movía irremediablemente a tien­tas. Darse cuenta de ello era, por parte de Maggie, un continuo dolor de duración indefinida ––quizá durante siempre––, que sólo podía desaparecer por un acto de Americo. Maggie nada más podía hacer a este fin, ya que había hecho cuanto había podido. Entre tanto, no era fácil tolerar la acti­tud que Charlotte había tomado, como persona que se guiaba por Americo, aceptando la guía de éste incluso en dosis de amargura; sin embargo, con él perdida se hallaba en traidoras profundidades. Con toda claridad se percibía que Americo había advertido a Charlotte, al comuni­carle ésta la inapreciable seguridad que había recibido de su esposa, que debía tener buen cuidado de evitar que su satisfacción revelara, en parte, el peligro en que se hallaba. Maggie esperó inactiva durante un día, des­pués dio tiempo a Americo de enterarse sin reserva de cómo había menti­do por él; esperó la luz de un leve reflejo de tal conocimiento, que apenas sabía en qué podía consistir, en la actitud de Americo. Durante estas horas de espera, se preguntó qué evolución retardada podía haber precipitado la pobre Charlotte involuntariamente. Y así vemos que Charlotte volvía a ser para Maggie la pobre Charlotte, incluso mientras ésta vivía humillada; la razón que explicaba todo acudía reiteradamente a la mente de nuestra joven amiga, envuelta en el concepto de lo que había ocurrido en secreto. Maggie veía a Charlotte frente al Príncipe, en el acto de aceptar de éste las más frías y severas prevenciones, a las que iban anejas más profundas dificultades para los dos. Maggie la oía preguntar, irritada y sombría, en nom­bre de Dios ––su valentía no agradaba al Príncipe––, qué tono tenía que adoptar, y oía a Americo contestar con voz en la que todas la sutiles notas conocidas y admirables sonaban vívidamente en los oídos de Maggie, que esas pequeñas prudencias deben ser por uno mismo arbitradas. La Prin­cesa comprendía con claridad que, a este respecto, respiraba el frío aire que Charlotte respiraba, se alejaba del Príncipe en compañía de Charlotte; se alejaba con ella, animada de creciente compasión, de acá para allá reza­gada tras Charlotte, mientras oía su propia voz preguntándose a sí misma dónde podría reposar. Maravillosa era la manera en que envuelta en estas imaginaciones Maggie trazaba círculos y se demoraba, como si estuviera materialmente invisible, siguiendo a Charlotte, contando todos los pasos que ésta malgastaba irremediablemente, reparando en todos los obstácu­los que podían obligarla a detenerse.

En consecuencia, el paso de unos cuantos días como el anterior produ­jo un cambio en la percepción de la inmediata beatitud del triunfo, de un triunfo magnánimo y sereno, con que las consecuencias de la escena noc­turna en la terraza habían condenado a nuestra joven amiga a pactar. Co­mo sabemos, Maggie había tenido la visión de las doradas rejas retorcidas, de la puerta de la jaula violentamente abierta desde dentro, del ser aprisiona­do vagando en libertad, cuyos movimientos no dejaron de tener durante aquel breve momento impresionante belleza; pero su límite, aunque en otra dirección, se había hecho patente a la vista de la última conversación de Maggie con su padre bajo los grandes árboles. Entonces fue cuando Maggie vio el rostro de su madrastra amargamente situado en el lugar hacia el que, en el curso de la sesión, de tan significativa manera su padre había orientado el suyo; entonces fue cuando comprendió que podía lle­gar el momento en que lo viera palidecer; entonces fue cuando tuvo la impresión de saber el significado de sus propios pensamientos, bajo la som­bra de la más temible referencia de su padre, cuando ella calificó a Charlotte de «condenada». Ysi es cierto, como digo, que ahora la atención de Charlotte trazaba círculos lentamente, tampoco cabe negar que de vez en cuando se detenía durante ciertos trances en los que Maggie miraba, de forma absoluta, con los graves ojos de Charlotte. Y lo que con ellos siem­pre veía era la imagen de un menudo y silencioso caballero que llevaba, mientras se movía por el campo visual, un sombrero de paja, un chaleco blanco, una corbata azul, un cigarro entre los dientes, y las manos en los bolsillos. Él, a menudo, presentaba la espalda encorvada, medía despacio la perspectiva del parque y contaba ensimismado (así parecía) sus pasos. Durante una o dos semanas, hubo horas intensas en las que realmente parecía que Maggie siguiera cautelosamente los pasos de su madrastra por la gran casa, de estancia, de ventana a ventana, sólo para verla, de aquí para allá en todas partes, en trance de poner a prueba su inquieta visión, de in­dagar su destino, de examinar su problema. Sin duda, Charlotte se encon­traba ante algo con lo que nunca se había encontrado, algo que represen­taba una nueva complicación y que había engendrado una nueva ansiedad; algo que Charlotte llevaba consigo envuelto en la servilleta de la aceptada reprensión de su amante, buscando en vano un rincón en donde dejarlo sin riesgos. La disimulada solemnidad y la prolongada inutilidad de su bús­queda hubieran parecido grotescas a cualquier observador un poco más irónico, pero la capacidad de ironía de Maggie, que hemos estimado natu­ralmente escasa, jamás lo había sido tanto como ahora; había momentos en los que Maggie, invisible, veía con los ojos de Charlotte, momentos en los que el simple efecto de estar junto a ella, le ponían el corazón en la gar­ganta, y poco faltaba para que le dijera: «Domínate cuanto puedas, procu­ra no sentir demasiado terror, querida, y verás cómo todo se arregla».

Maggie se daba cuenta de que Charlotte podía contestar a estas palabras diciendo que era fácil decirlas, incluso que poco significado podían tener mientras el meditativo hombrecillo con el sombrero de paja siguiera ha­ciendo acto de presencia, con su indescriptible aire de estar tejiendo una mágica telaraña, de tejerla él solo. En cualquier lugar del panorama en que se produjeran las apariciones del hombrecillo se le veía absorto en esta ocupación, y en dos o tres extraordinarias ocasiones, Maggie pudo darse cuenta de que este hombre le insinuaba que estaba al tanto de la impre­sión que producía. Hasta después de la larga conversación recientemente sostenida en el parque, no se percató de lo profunda y exhaustivamente que los dos se habían comunicado; en consecuencia, los dos iban a per­manecer juntos, por el momento, de manera muy parecida a la que dos bebedores dados a la conversación apartan un poco las sillas de la mesa en la que hasta el momento han apoyado los codos, y en la que han vaciado sus rebosantes copas boca abajo, y a los compañeros de bebida nada más les queda por hacer o decir, salvo confirmar con sus plácidos silencios que el vino ha sido bueno. Se habían separado preparados por el vino, prepa­rados para cualquier cosa, y todo lo que entre los dos pasó, a medida que el mes se consumía, confirmó la verdad de esta comparación. Nada había actualmente entre los dos salvo que se contemplaban el uno al otro con infinita confianza; no necesitaban más palabras, y cuando se reunían en los profundos días veraniegos, incluso cuando se reunían sin testigos, cuando se besaban al saludarse por la mañana, al despedirse por la noche o en cualquiera de las ocasiones de contacto que tan libremente siempre habían celebrado, ni siquiera un par de pájaros volando en lo alto hubieran cau­sado menor impresión de albergar el deseo de proponer el uno al otro sen­tarse y volver a hablar preocupadamente. Hasta tal punto era así que, cuando se hallaban en la casa, en donde el número de tesoros del señor Verver, en espera de ser trasladados, era mayor que en cualquier tiempo pasado, Maggie se limitaba a mirar a su padre desde el otro extremo de la gran galería, orgullo de la mansión, como si se hallara en una sala de un museo y fuera una joven entusiasta armada con un Baedeker y su padre un vago caballero que incluso desconociera los Baedekers. Desde luego, el señor Verver siempre había tenido la costumbre de pasear pasando revista a sus posesiones e inspeccionando el estado en que se encontraban, pero ahora a Maggie le parecía que su padre se dedicaba casi con exageración a este pasatiempo; cuando Maggie pasaba junto a su padre y éste se volvía para dirigirle una sonrisa, ésta advertía, o imaginaba advertir, una mayor pro­fundidad en el leve y perpetuo zumbido de la contemplación de su padre. Parecía que canturreara para sí, sotto voce, mientras paseaba; también en ciertas ocasiones se dio el inefable caso de que Charlotte, al lado de Ma­ggie, vigilando, escuchando, siempre presente, se esforzó en quedar lo bas­tante cerca del señor Verver para poder discernir la canción oculta en aquel sonido, pero por razones derivadas del propio modo en que el soni­do era emitido, se alejó como si no se atreviera a hacerlo.

Una de las atenciones con que Charlotte liberalmente obsequiaba a su marido, casi desde el instante de su matrimonio, fue la de interesarse en sus rarezas y valorar debidamente sus gustos, ya que la innata pasión de Charlotte por los objetos bellos y su agradecido deseo le inducían a no per­der oportunidad alguna de que el señor Verver le diera lecciones al res­pecto. A su debido tiempo, Maggie tuvo ocasión de ver cómo Charlo­tte comenzaba a «utilizar» cuanto podía esta desdichada fuente natural de comprensión entre los dos. Ella tomó posesión íntegramente de aquel terreno y dio a entender con extraño exceso, bien cabía estimarlo así, la presunción de que aquel terreno era para ella y su marido, todo el terre­no, el medio común dotado del aire más puro, más claro y más respira­ble. Yllegó el momento en que Maggie se preguntó si Charlotte, con esas intensidades de aprobación, no encerraba excesivamente al señor Verver en su provincia; pero ésta era una queja que el señor Verver jamás había formulado a su hija. Por su parte, Charlotte debía considerar, por lo menos, que gracias a su admirable instinto y a su amplitud de percepción, parejos a los del señor Verver y en ningún momento rezagados con res­pecto a los de éste, nunca había cometido ante él una discordante equi­vocación o le había dicho una estupidez reveladora. Durante aquellos días veraniegos, Maggie tuvo que reconocer maravillada que, a fin de cuentas, ésta era una de las maneras de ser una esposa afable; nunca lo reconoció más paladinamente que en aquellos extraños momentos en que encontraba a los sposi, como Americo los llamaba, bajo los aboveda­dos techos de Fawns, tan juntos y tan separados al mismo tiempo, mien­tras efectuaban su cotidiana inspección. Charlotte iba un poco rezagada, enfáticamente atenta, se detenía cuando su marido se detenía, pero lo hacía a una distancia de dos o tres vitrinas, o de otros tantos objetos suce­sivos, y no hubiera sido erróneamente representada la imagen de su vin­culación si se habría dicho que parecía que el señor Verver llevaba en una de sus embolsilladas manos el extremo de un largo cordón de seda cuyo otro extremo enlazaba el hermoso cuello de Charlotte. El señor Verver no tiraba del cordón, pero el cordón estaba allí; no arrastraba a Char­lotte, pero ésta le seguía, y los indicios que, según he dicho, le parecían a la Princesa extraordinarios eran dos o tres insinuadas expresiones facia­les que la presencia de su esposa no impedía que dirigiera a su hija. Esta presencia tampoco impedía que Maggie, al pasar, debemos añadir, con toda seguridad, se sonrojara un poco al percibir aquellas expresiones. Qui­zá quedaran reducidas a una sonrisa sin palabras, absolutamente sin pala­bras, pero esta sonrisa era el suave tirón dado al trenzado cordón de seda, y la interpretación que ella le daba, conservada en su seno hasta que se había alejado, sólo quedaba formulada como si hubiera el riesgo de que fuera subrepticiamente escuchada cuando tenía una puerta cerrada a su espalda. «¿Lo ves? Ahora la llevo atada por el cuello, así la llevo a su condena; ella ignora cuál es su condena, tiene el miedo en el corazón. Si tuvie­ras las oportunidades que yo tengo, en calidad de marido, de aplicar el oído allí, lo oirías latir sordamente. Charlotte piensa que su condena sea un horrible lugar al otro lado del océano, lugar horrible para ella, pero no osa preguntarlo, ¿comprendes? Así como preguntarlo le da miedo, de la misma manera que tiene miedo de tantas cosas que ahora ve multiplicarse a su alrededor como portentos y traiciones. Sin embargo, cuando lo sepa lo sabrá.»

Entretanto, la oportunidad de Charlotte, la única oportunidad para mantener aquel aire de confianza que tan bien había revestido anterior­mente y que tanto armonizaba con la firmeza y el encanto de su persona, fue la presencia de los visitantes que, a medida que avanzaba la tempora­da, nunca quedaba totalmente interrumpida, sino al contrario. Gracias a las personas que acudían invitadas a almorzar o a tomar el té y a ver la casa, ahora atestada, ahora famosa, Maggie llegó a considerar que este numero­so elemento de «compañía» era como una especie de renovado suministro de agua al tanque en el que nadaban como un grupo de jadeantes carpas. Sin duda esa presencia y el trato de unos y otros era una ayuda para ellos que debilitaba el peso de los muchos silencios que hubieran formado su relación íntima. Hermoso e incluso maravilloso era para Maggie el efecto de estas intervenciones, sobre todo lo era el efecto de hacer comprender a cada uno de ellos el heroísmo que cabe concurra en lo superficial. Porque aprendieron a vivir en lo superficial, permanecían en lo superficial cuan­tas horas podían y, por fin, lo superficial adquirió la forma de espaciosa estancia central en una casa encantada, con gran rotonda abovedada y acristalada en la que cabía la posibilidad de que la alegría imperase, pero cuyas puertas daban a siniestros pasillos tortuosos. Allí iban los unos en busca de los otros, con rostros inexpresivos que desmentían la existencia de todo género de inquietud ante el encuentro, pero cerraban cuidadosa­mente las puertas a sus espaldas; las cerraban todas salvo la que comunica­ba el lugar, a lo largo de un recto pasillo cubierto, con el mundo exterior. Con ello provocaban la irrupción de la sociedad, imitando la entrada por la que los disfrazados artistas de circo penetran en la pista. Maggie se dio cuenta de que la intensa vida social que la señora Verver había llevado acu­día ahora en su ayuda afortunadamente, al tener «amigos personales». Los amigos personales de Charlotte habían estado en Londres, en las dos casas; esto constituía uno de los más útiles placeres, y ahora, en la actual crisis, atenuaba la imagen de aislamiento que Charlotte presentaba. Fácilmente se adivinaba que los mejores momentos de Charlotte eran aquellos en que no tenía miedo a comportarse como una persona aburrida, con el fin de refrenar la curiosidad de sus amigos. Esta curiosidad quizá fuera vaga, pero la inteligente dueña de la casa era concreta y clara: les hacía ir de un lado para otro, sin ahorrarles nada, como si contara todos los días con una nueva cosecha de cosas que hacer. Maggie volvió a coincidir con Charlotte en la galería, a las horas más extrañas, y la vio allí sacando la aleccionado­ra consecuencia de esto, insistiendo en el interés de aquello, burlándose de determinada pretensión, sonriendo para dejarlos a todos desorientados ––características inevitables en casi todas las ocasiones últimamente––, de manera que nuestra joven amiga, incurablemente propensa a las sorpresas, se maravillaba del misterio por el que un ser que, en ciertos aspectos, era capaz de estar tan apasionadamente acertado, podía en otros estar tan lamentablemente equivocado. Cuando el padre de Maggie paseaba por la galería con aire distraído, en compañía de su esposa, era ésta siempre la que iba en retaguardia; pero el señor Verver se rezagaba cuando Charlotte hacía de cicerone. Quizá en estos casos, yendo de un lado para otro, bené­vola y modestamente, por los aledaños de la exposición, era cuando menos podía resistir su aire de quien parece tener una mágica telaraña. Brillantes mujeres se dirigían a él vagamente emocionadas, pero el trato del señor Verver le comprometía poco más que si fuera el empleado encargado de comprobar, cuando la oleada invasora se había ido, que las vitrinas se­guían cerradas y de recomponer el orden y la simetría.

Una mañana, una hora antes del almuerzo, y cuando ya había llegado un contingente de vecinos ––vecinos con diez millas de por medio––, de quienes la señora Verver se había encargado, Maggie se detuvo en el umbral de la galería por la que se disponía a pasar. Se paró vacilante, por la impresión que le causó la cara de su padre, que aparecía por la puerta frontera. Charlotte se encontraba en la parte central de la galería, a mitad de sus explicaciones, manteniendo la atención del apretado grupo de visi­tantes mediante la austera gracia de su autoridad, en tanto los visitantes, casi atemorizados (¡ahora que se encontraban allí!), por haber anunciado por telegrama que ansiaba ver y admirar, se hallaban limitados a esta con­gruencia. La voz de Charlotte, alta, clara y un poco seca, llegaba a los oídos de su marido y de su hijastra, mientras dejaba fuera de toda duda su alegre sumisión a los imperativos del deber. Sus palabras, dirigidas a su amplio auditorio, resonaron durante varios minutos en el lugar, mientras todos la escuchaban con un silencio que parecía se hallaran en una iglesia resplan­deciente a la luz de los cirios, y que Charlotte cantara un himno de ala­banzas. Fanny Assingham parecía transida de devoción. Fanny, cuya fidelidad a esta amiga había menguado tan poco como su fidelidad a su anfitrión, a la Princesa, al Príncipe o al Principino, siempre coadyuvaba con Charlotte mediante lentas evoluciones y murmullos que daban testimonio de su pre­sencia. Maggie reemprendió el avance y, después de la primera vacilación, no pudo dejar de advertir la actitud solemne e inexcrutable que Fanny a­doptaba a fin de evitar que la provocaran a delatar lo que sentía. Sin embargo, Fanny se delató revelando un pensamiento en el momento en que Maggie estuvo cerca de ella; bajó la vista hasta el nivel de la Princesa el tiempo suficiente para causar la impresión de aventurarse a dirigirle una muda argumentación: «Supongo que se da usted cuenta de que si Char­lotte no hiciera lo que ahora está haciendo no habría modo de saber qué podría estar haciendo». Ésta fue la luminosa verdad que Fanny Assingham arrojó a su joven amiga. Ésta, irresistiblemente conmovida, volvió a expe­rimentar sus dudas y, a continuación, para no revelarlo excesivamente a las claras o, mejor dicho, para ocultarlo y también para ocultar algo más, dio media vuelta, se acercó a una ventana y se quedó allí, esperando inhibida sin causa aparente que lo justificara.



––La pieza más grande de las tres tiene la rara peculiaridad de que las guirnaldas que la rodean, como pueden ver, son del más depurado vieux Saxe y no tienen el mismo origen que la pieza ni son del mismo período, incluso cabe decir que, a pesar de ser maravillosas, no son de tan acabada perfección. Se incorporaron en un período posterior mediante un proce­dimiento del que quedan muy pocos ejemplos y ninguno de ellos tan importante como el presente; en realidad, éste es un ejemplar único, por lo que, aunque la pieza íntegra es un poco baroque, su valor es, a mi pare­cer, inestimable.

De esta manera vibraba la voz de alto tono, animada por la intención de causar una impresión que estaba fuera del alcance de la sensibilidad de los boquiabiertos vecinos; de esta manera la oradora, diciéndolo todo, sin ponerse pesada en nada, como hubieran reconocido jueces menos intere­sados, parecía justificar la fe en ella honrosamente depositada. Entretanto, a Maggie le había ocurrido una cosa rarísima estando junto a la ventana: de repente se echó a llorar, o estuvo a punto de hacerlo, pues el ilumina­do rectángulo se nubló ante su vista. La voz seguía sonando, sus vibracio­nes, iban solamente dirigidas a oídos atentos; pero verdaderamente hubo treinta segundos durante los cuales la voz sonó, para nuestra joven amiga, como el grito de un alma en pena. Si seguía sonando un minuto más, la voz se quebraría y moriría; por esta razón Maggie tuvo la impresión de que, en brusco movimiento, se volvía hacia su padre: «¿No podemos pararla? ¿Es que no lo ha hecho ya bastante?». Una pregunta como ésta fue la que pensó que su padre supuso en los labios de Maggie. Entonces separados por la mitad de la longitud de la galería, ya que el señor Verver no se había movido del lugar en que ésta le sorprendió, él causó la impresión a su hija de confesar, con lágrimas en los ojos, que experimentaba una emoción idéntica a la suya. Claramente llegaron a los oídos de Maggie estas pala­bras: «Pobrecilla, pobrecilla, hay que ver lo que es capaz de hacer en bene­ficio de mi prestigio...». Después de esto, mientras padre e hija se hallaban de esta manera unidos, tuvieron otro instante de tensión. La vergüenza, la lástima, el profundo conocimiento, la protesta ahogada, e incluso la adivi­nada angustia, dominaron al señor Verver que sonrojándose intensamente dio media vuelta y se fue bruscamente. Este ocasional momento de comu­nión, que fue sólo cuestión de segundos en que sonaron voces ahogadas, tuvo la virtud de causar a Maggie la impresión de elevarse en el aire, hasta tal punto las profundas intuiciones que sentía le dieron que pensar. Honradamente, todo era muy confuso; la consideración posterior que Maggie hacía de situaciones como ésta no dejaba de revelar ––ya hemos visto que así era–– que la última sensación, como un castigo, quizá consis­tiera en que alguna de las tristezas y congojas que sentía eran un tanto ridí­culas. Por ejemplo, aquella mañana Americo había estado tan ausente como de un tiempo a esta parte parecía desear se advirtiera que lo estaba. Se había ido a Londres para pasar allí el día y la noche, era una necesidad que ahora experimentaba a menudo, y que se había resignado a obedecer durante la estancia de invitados y la presencia de bellas mujeres, por las que Americo sentía vivo interés, según teoría públicamente cultivada. A la esposa de Americo jamás se le había ocurrido calificarle de ingenuo, pero por fin llegó el momento de hacerlo. Al alba de un día de agosto, en que Maggie no podía dormir, mientras inquieta y lentamente paseaba de un lado a otro y se detenía ante la ventana para respirar el fresco aire del bos­que, descubrió que la leve brisa del Este le llegaba juntamente con otra rea­lidad casi igualmente prodigiosa. A la rosada luz del alba vio que Americo, a pesar de todo, era capaz en ocasiones de pecar por excesivo candor. Si no fuera así, no hubiera dicho que la razón de ir a la casa de Portland Place, en pleno agosto, consistía en ordenar libros. En verdad que últimamente Americo había estado comprando muchos libros, y que le habían manda­do desde Roma verdaderas maravillas del arte de la impresión, en el que su padre siempre estuvo interesado. Pero cuando la imaginación de Ma­ggie siguió a Americo hasta la polvorienta ciudad, hasta la casa de persia­nas cerradas y de interiores empalidecidos por las fundas, donde sólo viví­an un criado y una ayudante de cocina, no le vio dedicado, en mangas de camisa, a abrir maltratadas cajas de embalaje.

En realidad, menos propensa a ser fácilmente engañada, Maggie le vio vagar por las oscuras estancias cerradas, ir de un lado para otro de la casa, profundamente hundido en los sofás, durante largos ratos, fija la vista al frente, a través del humo de encadenados cigarrillos. Estimó que ahora a Americo lo que más le gustaba en el mundo era quedarse a solas con sus pensamientos. Y como Maggie seguía creyendo que estaba más relacionada con los pensamientos de Americo que en cualquier instante del pasado, bien podía decirse que era lo mismo que si estuviera a solas con ella. Maggie imaginaba a Americo descansando de la constante tensión de la superfi­cialidad a que estaba sometido en Fawns, y se sentía vulnerable a las im­presiones derivadas de la ineludible alternativa antes mencionada. Parecía que hiciera penitencia de una manera sórdida; estar encerrado en una cár­cel o ser privado de dinero, y muy poco hubiera costado a Maggie imagi­nárselo privado de comida. Americo hubiera podido irse, hubiera podido dedicarse a viajar. Tenía derecho, pensaba ahora la maravillosa Maggie, a muchas más libertades de las que se tomaba. El secreto de Americo con­sistía, desde luego, en que en Fawns no hacía más que retraerse, allí estaba siempre ante la presencia de gentes que le inducían a retroceder como empujado por una fuerte presión, para refugiarse en cuantos misterios del orgullo, en cuantos recursos interiores de hombre de mundo, había podi­do conservar. Por razones ignoradas, en aquella aurora, mientras contem­plaba la salida del sol, Maggie había medido de manera extraordinaria las realidades que Americo tenía a su disposición para sacar de ellas pretextos justificativos de su ausencia. En aquel momento, Maggie concluyó que Americo había huido de un sonido. Este sonido todavía resonaba en los oídos de Maggie, era el de las altas y coaccionadas vibraciones de la voz de Charlotte ante las vitrinas en la silenciosa galería, la voz que había herido, atravesándola, a la propia Maggie el día anterior, como si fuera la voz de un ser atenazado por la angustia; la voz que, mientras Maggie buscaba refugio en la borrosa ventana, hizo asomar las lágrimas a sus ojos. Su comprensión llegó a tal altura que la indujo a maravillarse de que Americo no sintiera la necesidad de más ausencia o de más gruesos muros. Maggie también medi­tó acerca de esta admiración; en sus consideraciones presentes no veía menos en las omisiones de Americo que en aquello que hacía, animado por intenciones de una belleza tal que la conmovían tanto por ser oscuras. Era como estar suspendida sobre un jardín en la oscuridad. No veía nada de las cosas confusas en trance de crecimiento, pero se daba cuenta de que había flores aún cerradas, y su vaga dulzura transformaba el aire en su medio natural. Americo se había alejado, no en un acto de cobardía, y esperaría en el lugar de los hechos las consecuencia que en este mismo lugar había realizado. Maggie cayó de rodillas, quedando con un brazo apoyado en el asiento de la silla que tenía junto a la ventana; en esta posi­ción quedó cegada por el resplandor de la percepción de que el propósito de él sólo podía ser el de esperar a su lado, fuera lo que fuese lo que lle­gara. De esta manera, durante largo rato sintió que el punto al que Ame­rico se acercaba era su cara oculta, y al cabo de un rato, cuando los extra­ños gemidos escuchados en la galería volvieron a sonar inevitablemente en los oídos de Maggie, ésta vio la pálida y dura mueca que aquel sonido pro­vocaba en Americo.

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