Sexta parte
Capítulo XL
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En uno de los últimos días del mes dijo a su marido:
––Haré lo que tú quieras si el hecho de que estemos aquí, de esta manera y en este tiempo, te parece absurdo, incómodo o imposible. Podemos despedirnos ahora, sin esperar más, o podemos volver tres días antes de que se vayan. Iré al extranjero contigo sólo con que tú lo digas: a Suiza, al Tirol, a los Alpes italianos, a cualquiera de los lugares en que estuviste anteriormente que tanto te gustaron; al que tú prefieras volver a ver, a cualquiera de esos sitios en que tan bien te encontraste al dejar Roma y de los que tan a menudo me has hablado.
El lugar en que se encontraban, en las circunstancias que motivaron esta propuesta, y el lugar en que hubiera verdaderamente parecido ridículo que se quedaran satisfechos, teniendo ya cerca el sórdido mes de septiembre londinense, era precisamente el lugar en que el desierto de Portland Place tenía un aspecto más desolado que nunca, y en que un adormilado cochero, escudriñando el horizonte para vislumbrar un posible cliente, podía olvidarse de los riesgos que la inmovilidad comporta. Pero Americo sostenía la extraña opinión, día tras día, de que su situación difícilmente se podía mejorar, e incluso no se mostraba remiso a replicar que, si la dura prueba que los dos estaban pasando le parecía a Maggie superar la capacidad de paciencia de los dos, toda decisión que tomaran lo harían para alivio de ella. Y se debía, en parte, a que Americo estaba firme y maravillosamente dispuesto a negarse a reconocer, hasta el fin, ni siquiera con una palabra dubitativa, que existiera o hubiera existido en su vida un solo elemento de los que convierten una situación en dura prueba; y que trampa circunstancial alguna, ni olvido en las «formas», ni accidente de irritación le habían conducido a semejante inconsecuencia. Su esposa hubiera podido insinuar que era consecuente con las admirables apariencias que desde un principio había revestido y había seguido revistiendo, de una manera excesivamente rígida, a costa de ella; sin embargo, resultaba que Maggie no era persona capaz de hacer semejante cosa, ni por asomo; el extraño y tácito pacto vigente en la actualidad entre los dos quizá estuviera basado en una inteligente comparación, en un claro ensamblaje de la clase de paciencia propia de cada uno de los dos. Maggie ayudaba a Americo, y éste se mostraba siempre dispuesto a hacer lo que se debía hacer, siempre y cuando Maggie le ayudara a ello. Este acuerdo, tácitamente renovado semana tras semana, había recibido la consagración del paso del tiempo, pero no hace falta decir que Maggie le ayudaba conforme a las condiciones pactadas por éste, y no las pactadas por ella o, dicho en otras palabras, que Maggie debía seguir los caminos no explicados, no señalados, elegidos por Americo. Si esta manera de actuar, resultante de una de las afortunadas características íntimas de Americo que aún no le habían abandonado completamente, daba el feliz resultado de hacer de él un hombre más propenso a aburrirse que a aburrir (con las ventajas de poder ceder libremente, aunque sin quedar convencido de que debía estar en deuda con el prójimo por haber cedido), ¿qué revelaba esta falsa faceta de la situación sino que Maggie vivía entregada a Americo? Si ella hubiera puesto en tela de juicio, o hubiera resistido, o hubiera interferido ––o si se hubiera reservado semejantes derechos––, no habría estado entregada a Americo; a pesar de lo cual todavía se daban, y evidentemente seguirían dándose durante un tiempo, largos y tensos períodos en los que la situación de la pareja, al parecer de todos los observadores, se hallaba pendiente de la posible, imposible, defección de Maggie. Ella estaba obligada a resistir a ultranza, no podía ausentarse de su puesto ni siquiera durante tres minutos, ya que sólo de esta manera podía demostrar que estaba al lado de su marido y no en contra de él.
Extraordinario era que Maggie hubiera invitado a su marido a dar tan pocos síntomas de estar, de haber verdaderamente estado en todo momento «al lado» de su esposa. Maggie no dejaba de hacerse esta reflexión ahora, en el estado de suspensión en que se hallaban, en el estado de suprema espera, reflexión que inducía a Maggie a reconocer que había estado obligada a «hacerlo todo», a seguir el camino íntegramente hasta el final, a avanzar infatigablemente, mientras él se quedaba quieto, como una estatua de uno de su antepasados. En sus horas de soledad Maggie consideraba que el significado de lo anterior radicaba en que Americo tenía un lugar, y que esto era un atributo indestructible, imborrable, que imponía en todos los demás ––desde el instante en que querían algo concreto de Americo–– la necesidad de dar más pasos que los que Americo podía dar, de dar vueltas alrededor de Americo y de recordar, en beneficio de éste, la famosa relación que se daba entre Mahoma y la montaña. A poco que se meditara sobre ello se vería que se daba el extraño caso de que el lugar de Americo era una realidad constituida para él por innumerables hechos: hechos básicamente de esa naturaleza que recibe el nombre de histórica; hechos realizados por antepasados, resultantes de ejemplos, de tradiciones, de costumbres, en tanto que el lugar de Maggie resultaba ser sencillamente aquel improvisado «puesto» ––uno de esos puestos que se califican de avanzados–– con el que se encontró vinculada a la manera que se encuentra vinculado un colonizador o un mercader a un nuevo país; incluso como una esposa india, con un hijo colgado a la espalda, ofreciendo en venta bárbaros abalorios. Dicho en pocas palabras: el lugar de ella difícilmente podía hallarse en el más rudimentario mapa de las relaciones sociales en cuanto tales. La única geografía en que hubiera podido encontrarse era la de las pasiones fundamentales. De todas maneras, el camino que el Príncipe había indicado tenía su origen en la previsión de la anunciada partida de su suegro a América en compañía de la señora Verver, de la misma manera que este próximo acontecimiento había aconsejado en un principio, en vista a la discreción, la salida de la joven pareja por no hablar ya de la retirada de todo género de presencias inoportunas, antes de que se produjera el gran desmantelamiento de Fawns. Durante un mes esta residencia quedaría atestada de carpinteros, mozos de carga y otros entregados al embalaje, operaciones que, como llegó a ser notablemente público y notorio ––en Portland Place, se entiende––, serían presididas por Charlotte, operaciones cuya escala y estilo no parecieron de tan magna envergadura a Maggie como en aquel día en que los buenos Assingham volvieron a visitarla en su casa marital, cubiertos de serrín y con la cara tan pálida como si hubieran visto a Sansón derribando el templo. Los Assingham habían visto lo que Maggie no había visto; habían visto siniestras y movidas escenas que les causaron tal impresión que se vieron obligados a retirarse; pero Maggie ahora sólo tenía ojos para el reloj con el que medía el tiempo de su marido, o por el espejo ––la imagen quizá sea más ajustada–– en el que veía reflejado a su marido mientras éste medía el tiempo de la pareja en la casa de campo. De todas maneras, el acceso de sus amigos de Cadogan Place confirió a las relaciones entre los dos cierta resonancia, efecto especialmente notable por las secuelas de un rápido intercambio de impresiones entre la señora Assingham y la Princesa. Con ocasión de interpelar la señora Assingham ansiosamente a su joven amiga, por última vez en Fawns, se advirtió que la amistad de aquélla había osado, después de larga y aceptada privación, ser de nuevo inquisitiva; jamás había cedido tanto a este impulso como ahora en lo referente a la presente y extraña decisión adoptada por los distinguidos excéntricos.
––¿Quiere usted decir que realmente se dispone a quedarse aquí?
Y antes de que Maggie pudiera contestar, la señora Assingham volvió a preguntar:
––¿Y qué hará por la tarde y por la noche?
Maggie esperó unos instantes con una leve sonrisa, ya que podía aún sonreír, y repuso:
––Cuando la gente sepa que estamos aquí, todos los periódicos lo dirán sobradamente, acudirán a centenares desde donde estén, sea donde sea, para vernos. El coronel y usted así lo han hecho. Me atrevo a decir que nuestras veladas en nada se diferenciarán de todo lo nuestro. No serán diferentes a nuestras mañanas y nuestras tardes, con la salvedad de que quizá ustedes dos, queridos amigos, nos ayuden a veces a soportarlas.
Hizo una pausa y añadió:
––Le he ofrecido ir a cualquier sitio, alquilar una casa si es preciso. Pero esto, esto y nada más, es idea de Americo. Ayer le dio un nombre que, según dijo él mismo, era el más expresivo y adecuado.
La Princesa se permitió de nuevo una sonrisa que no expresaba alegría. Pero que aún era posible, y terminó diciendo:
––Como puede usted ver, nuestra locura viene regida por un método.
Estas palabras intrigaron a la señora Assingham:
––¿Y cuál es el nombre?
––Reducción. La reducción de lo que estamos haciendo a su más simple expresión. Así lo dijo Americo. En consecuencia, nada hacemos, y lo hacemos de la forma más extrema, que es la forma que él desea.
Después de lo cual, Maggie añadió:
––Y lo comprendo.
Al cabo de un instante, la visitante de Maggie dijo en un susurro:
––¡También yo! Tuvieron que salir de casa, era inevitable. Pero, por lo menos, aquí el Príncipe no está acobardado.
Nuestra joven amiga aceptó esta expresión:
––No está acobardado.
Sin embargo, tal aceptación sólo satisfizo a medias a Fanny, que alzó pensativa las cejas y dijo:
––El Príncipe es prodigioso, pero ¿qué hay allí que, como usted ha dicho, le acobarda? A menos que sea la proximidad de ella, y si me perdona la vulgaridad, el que ella le vaya detrás.
Fanny calló unos instantes; luego aventuró:
––Sí, esto puede tener importancia para él.
Pero la Princesa estaba preparada para dar contestación a estas palabras:
––Puede irle detrás aquí. Puede venir siempre que quiera.
––¿Realmente puede? ––preguntó Fanny Assingham.
––¿Por qué no? ––repuso Maggie.
Por un instante sus miradas se encontraron íntimamente. Después la mayor de las dos mujeres dijo:
––Quería decir verle a solas.
––Eso mismo quería decir yo ––observó la Princesa.
Fanny Assingham, por razones que ella sabría, no pudo reprimir una sonrisa:
––¡Claro! ¡Por esto se queda el Príncipe!
––Se queda, según he podido averiguar, para aceptar cuanto le ocurra. Para aceptar incluso esto.
Después la Princesa expresó estas palabras como lo había expresado en su fuero interno, sólo para ella:
––Se queda por un alto concepto de la decencia.
Grave la voz, la señora Assingham preguntó:
––¿Decencia?
––Decencia. Por si ella intenta...
––¿Qué? ––apremió la señora Assingham.
––En fin, tengo esperanzas...
––¿Esperanzas de que él la vea?
Maggie dudó, pero no dio una respuesta directa. Dijo:
––Es inútil tener esperanzas. No lo intentará. Pero él estaría obligado.
La expresión empleada por la amiga de Maggie unos instantes antes, de la que se disculpó por considerarla vulgar, sonaba todavía en los oídos de Maggie prolongada en su estridencia, como el sonido de un timbre eléctrica cuyo botón se oprime sin interrupción. Expresado en sencillas palabras, ¿no era verdaderamente terrible que la posibilidad de que Charlotte anduviera detrás del hombre que durante tanto tiempo la había amado a ella, a Maggie, hubiera de ser tenida ahora en cuenta? Lo más extraño de todo era, sin duda, que Maggie se preocupara de lo que podía favorecer esta posibilidad y de lo que podía ir en contra de ella, y más extraño todavía era que se entregara en ciertos momentos a vagos cálculos sobre si era concebible que ella sondeara directamente a su marido acerca de aquel problema. Sería monstruoso que de repente, después de varias semanas, preguntara a su marido, como impulsada por una alarma: «¿Consideras que el honor te obliga a hacer algo por ella en privado antes de que se vayan?». Maggie era capaz de medir el riesgo que semejante aventura comportaba para su espíritu; era capaz de sumirse en breves ensimismamientos mientras conversaba, como ocurría ahora con la persona en quien más confianza tenía, aventurando posibilidades. También era cierto que la señora Assingham tenía la virtud, en semejantes momentos, de restablecer el equilibrio al no dejar de adivinar del todo los pensamientos de Maggie. Sin embargo, su pensamiento tenía varias facetas, una serie de facetas que se presentaban sucesivamente. Estaban las posibilidades anejas a la aventura de preocuparse de la cantidad de compensación que la señora Verver todavía pudiera esperar. También se daba la posibilidad de que ésta tuviera el poder suficiente para conseguir de Americo lo que quería, pues no cabía olvidar que lo había conseguido una y otra vez. Contra esto se alzaba la evidente creencia de Fanny Assingham, de que Charlotte se encontraba en una situación de impotencia, despiadadamente impuesta, o despiadadamente sentida, dada la actual relación entre las partes interesadas, además de todo lo que, desde hacía más de tres meses, había elevado a la Princesa a una convicción parecida. Era cierto que estas presunciones podían carecer de base: sobre todo si se tenía en cuenta que en la vida de Americo había horas y horas de las que, por costumbre, no daba cuenta ni mostraba la más leve intención de hacerlo; sobre todo, si se tenía en cuenta que Charlotte había tenido que ir más de una vez, con el manifiesto conocimiento de la pareja de Portland Place, a Eaton Square, de donde tantos objetos de su posesión estaban en trance de sacarse. Charlotte no fue a Portland Place, ni fue a almorzar en dos ocasiones en que la pareja que vivía en dicha casa tuvo conocimiento de que pasó el día entero en Londres. A Maggie le repelía comparar horas y apariencias, dar vueltas a la idea de si había habido momentos oportunos o fáciles circunstancias en el curso de los últimos días para un encuentro; si en un ambiente que la estación veraniega había limpiado de miradas curiosas, había sido posible una entrevista improvisada. Pero la razón radicaba, parcialmente, en que Maggie, atormentada por la visión de aquella pobre mujer comportándose con tanta valentía por haber hallado el secreto de no dejarse apaciguar, se daba cuenta de que en su mente quedaba poco espacio para alojar una imagen alternativa. La imagen hubiera sido aquélla en que el secreto tan bien guardado era el secreto de un apaciguamiento en cierta manera conseguido, en cierta manera obtenido con coacciones, y luego íntimamente amado. La diferencia entre las dos clases de ocultación era tan grande que no permitía la confusión o el error. Charlotte no ocultaba orgullo ni alegría, sino que ocultaba humillación; y éste era el punto en que la pasión de la Princesa, tan incapaz de vengativos vuelos, arañaba su ternura con más tesón contra el duro vidrio de su pregunta.
Detrás de este vidrio se escondía toda la historia de la relación que la Princesa había intentado ver, pegando la nariz al vidrio; el vidrio que quizá ahora la señora Verver estuviera golpeando frenéticamente, desde el otro lado, a modo de suprema e irreprimible petición. Complacida, Maggie se había dicho a sí misma, después de la última conversación con su madrastra en los jardines de Fawns, que no le quedaba nada más por hacer, y, en consecuencia, podía quedarse con las manos cruzadas. Pero ¿no le era posible avanzar más, y en satisfacción del orgullo personal, descender más bajo en su hostigamiento? ¿No le era posible atribuirle la función de portadora de un mensaje dirigido a Americo, en el que se expresara la angustia de su amiga, y se le convenciera de la necesidad a que estaba sometida? Maggie hubiera podido traducir los golpes de la señora Verver contra el vidrio, como antes he dicho, de cincuenta maneras diferentes, y quizá hubiera podido traducirlos en forma de un recordatorio que podía penetrar muy hondamente: «Tú ignoras lo que es haber sido amado y rechazado después. Nada se ha roto en tu caso, pues en ti ¿qué hay de valioso que pueda romperse? Nuestra relación fue todo lo que puede llegar a ser una relación llena hasta los bordes con el vino de la percepción consciente, y si esta relación estaba destinada a carecer de sentido, a no tener más sentido que el que un ser como tú podía insuflarle para tu dicha, ¿por qué tuviste que esgrimir conmigo el engaño? ¿Por qué tuviste que condenarme, al cabo de un par de años, a ver que la dorada llama ––¡sí, la dorada llama!–– se había transformado en negras cenizas?». En ciertos momentos, nuestra joven amiga se entregaba a cuanto de insidioso había en estas sutilezas de su piedad, condenadas de antemano, de manera que, a veces, durante minutos enteros parecía sentir el peso de un nuevo deber: el deber antes de que la separación formara el abismo; el deber de abogar por un beneficio que pudiera ser transportado al exilio, como el último objeto de valor conservado por el emigrante, como la joya envuelta en seda antigua, negociable algún día en el mercado de la miseria.
Este imaginario servicio a la mujer que ya no podía defenderse por sí misma era una de las trampas dispuestas contra el espíritu de Maggie en todas las vueltas y revueltas de su camino. El ruido de esta trampa al dispararse, atrapando y reteniendo firmemente la divina facultad, era inevitablemente seguido en un aleteo, de una lucha de alas, e incluso, podemos decir, por el desprendimiento de unas cuantas delicadas plumas. Yasí era, pues estas ansias del pensamiento y estos avances de la comprensión muy pronto sentían un golpe que no bastaba para producir su derrumbamiento; sentían el alto que les daba aquella figura tan notablemente delineada que durante las semanas anteriores estuvo en Fawns constantemente cruzando, en las vueltas incesantes que daba, el último término de cuantas perspectivas cabía contemplar. Si Charlotte, con lógicos quehaceres en Eaton Square, había escondido otras oportunidades bajo semejante pretexto, y, caso de hacerlo, hasta qué punto lo había hecho, era tema para la clase de serena ponderación que parecía exclusiva del hombrecillo que seguía avanzando por su sinuoso camino. Era cosa que formaba parte de la misma perseverancia que el sombrero de paja, su blanco chaleco, el vicio de llevar las manos en los bolsillos, y la frialdad de la atención con que contemplaba sus propios pasos lentos, a través de las gafas firmemente asentadas en el puente de la nariz. Lo que ahora no faltaba nunca como elemento esencial del cuadro era el brillo del lazo de seda con que llevaba atada a su esposa; el inmaterial cordón que Maggie percibió tan claramente durante el último mes pasado en el campo. Ciertamente, el esbelto cuello de la señora Verver no se había liberado del lazo; tampoco el otro extremo del largo cordón ––largo en la debida medida, desde luego–– se había soltado del pulgar en flexión, oprimido por los restantes dedos, que el marido de la señora Verver mantenía oculto. Percatarse de la función de este cordón, a pesar de lo tenue que era, comportaba ineludiblemente preguntarse gracias a qué mágico arte había sido atado, a qué tensión había sido sometido; pero jamás cabía dudar de la eficacia de su función ni de su capacidad de perdurar. Estos recuerdos eran, para la Princesa, renovados pasmos. Eran muchas las cosas que su padre conocía y que ella todavía ignoraba.
Todo esto pasó por la mente de la Princesa, en rápidas vibraciones, mientras se hallaba en compañía de la señora Assingham. Mientras la revolución de su pensamiento no había terminado todavía, Maggie expresó la idea de lo que Americo, tal como estaban las cosas, debía ser capaz; a continuación sintió la mirada de respuesta de su amiga. Pero Maggie insistió en su idea:
––Debiera desear verla; quiero decir verla como de tapadillo, y en circunstancias de aislamiento, como solía verla, en el caso de que ella pueda arreglárselas para ello.
Con la valentía que su propia convicción le daba, Maggie añadió:
––Debiera estar plenamente dispuesto, estar contento de poderlo hacer, sentirse obligado a aceptar cuanto ella haga, ya que es muy poco, teniendo en cuenta cuál es el final de esta historia. Parece que ahora desee él quedar liberado sin dar nada.
Deferente, la señora Assingham preguntó:
––Pero ¿con qué fin estima usted que deben reunirse en tan íntimas circunstancias?
––Con el fin que ellos quieran. Esto es asunto suyo.
Fanny Assingham soltó una seca carcajada; luego volvió, sin poderlo evitar, a su constante actitud:
––Es usted espléndida, absolutamente espléndida.
La Princesa sacudió impacientemente la cabeza, como si se negara a aceptar una vez más aquel cumplido, lo que motivó que Fanny Assingham añadiera:
––Y si no lo es, sólo puede deberse a la seguridad que tiene usted. La seguridad en él.
A lo que Maggie contestó, sin mirar a Fanny:
––Lo que ocurre exactamente es que no estoy segura de él. Si estuviera segura, no dudaría.
Fanny la acosó:
––¿Segura de qué?
Y se dispuso a esperar. Maggie repuso:
––Pues de que se dé cuenta que siente mucho menos de lo que ella paga, y que esto debiera ser la causa de que la tuviera presente mucho más.
Al cabo de unos instantes, Fanny pudo hacer frente a estas palabras con una sonrisa y dijo:
––¡Puede tener la seguridad, querida, de que la tiene presente! Pero también puede tener la seguridad de que él seguirá estando ausente. Déjele que se porte a su manera.
A lo que Maggie contestó:
––Dejo que haga lo que quiera, pero ya sabe usted cómo soy: pienso. No sin cierta rudeza, Fanny se arriesgó a decir:
––Pensar demasiado es muy propio de su manera de ser.
Sin embargo, esto sólo sirvió para que Maggie incurriera en el acto que Fanny había reprobado:
––Quizá. Pero si no hubiera pensado...
––¿Quiere decir que no se encontraría en la situación en que se encuentra?
––Efectivamente, porque ellos, por su parte, pensaron en todo menos en esto. Pensaron en todo menos en que yo pensara.
Con excesiva superficialidad, Fanny se mostró de acuerdo: ––Y ni siquiera en que su padre pensara.
En este punto, Maggie efectuó una distinción:
––No, esto no hubiera sido un obstáculo para ellos, sabían que la principal preocupación de mi padre era evitar que yo pensara. Después de meditar un poco, añadió:
––En realidad esto es lo que menos desea.
Fanny Assingham quedó profundamente impresionada por estas palabras, lo que la indujo a expresarse con voz más sonora: ––Es un hombre verdaderamente espléndido.
Lo dijo con acento casi agresivo. Fanny Assingham había quedado reducida a eso. Yno le quedó más remedio que manifestarlo. Maggie dijo:
––Eso, sí, lo es.
Después de decir esas palabras, guardó silencio, pero el tono en que las pronunció motivó en su amiga una nueva reacción:
––Ustedes dos piensan con profundidad abismal y, al mismo tiempo, serenamente. Y esto es lo que les ha salvado.
A estas palabras, Maggie repuso:
––Esto es, desde el momento en que descubrieron que podíamos pensar, lo que les ha salvado a ellos. Sí, porque son quienes se han salvado; nosotros somos quienes nos hemos perdido.
––¿Perdido?
––Perdido el uno al otro, mi padre y yo.
A continuación, al ver que su amiga se resistía a aceptar lo que acababa
de decirle, lúcidamente declaró:
––Sí, nos hemos perdido el uno al otro mucho más de lo que Americo y Charlotte se han perdido para sí; para ellos esto es lo justo, lo adecuado, lo merecido, en tanto que, en nuestro caso, sólo es triste, extraño y en modo alguno resultado de nuestra culpa.
Maggie guardó silencio unos instantes y prosiguió:
––Pero no sé por qué hablo de mí, es mi padre la persona que paga las consecuencias. Le dejo irse.
––Le deja irse, pero no le obliga.
––Acepto que se vaya.
––¿Y qué otra cosa puede usted hacer? La Princesa repitió:
––Acepto que se vaya. Después añadió:
––Hago lo que desde el principio sabía que haría inevitablemente. Me libero, renunciando a él.
La señora Assingham osó objetar:
––¿Y si es él quien renuncia a usted? ¿Acaso ello no corona el propósito con que se casó, el propósito de transformarla a usted en un ser más libre, y dejarla así?
Maggie le dirigió una larga mirada y repuso:
––Sí, y yo le ayudo a hacerlo.
La señora Assingham dudó pero, al fin, su valentía salió a relucir:
––¿Por qué no llamarlo francamente la coronación de su éxito?
––Bueno, esto es lo único que puedo hacer.
La señora Assingham ingeniosamente observó:
––Es un éxito al que usted, sencillamente, no ha puesto obstáculos.
Y como si quisiera demostrar que no había hablado a la ligera, Fanny Assingham añadió:
––¡Y él lo ha convertido en un éxito para ellos!
Maggie se mostró de acuerdo:
––Así es.
Y enseguida añadió:
––Sí, y ésta es la razón por la que Americo se queda.
––Sin olvidar que también es la razón por la que Charlotte se va. La señora Assingham, envalentonada, sonrió y preguntó:
––¿De modo que él está al tanto?
Desorientada, Maggie dijo:
––¿Americo?
Sin embargo, al instante Maggie se sonrojó al comprender el significado de las palabras de Fanny Assingham, quien dijo:
––Su padre. ¿Sabe lo que usted sabe?
Fanny vaciló antes de añadir:
––Quiero decir, ¿hasta qué punto está enterado?
El silencio de Maggie y sus ojos quitaron filo a la pregunta a la que, para ser decentemente consecuente, Fanny no podía renunciar totalmente:
––Lo que quería decir es ¿cuánto sabe?
Pareciéndole todavía embarazosa, Fanny matizó la pregunta:
––¿Cuánto sabe de lo que ellos hicieron? ¿Del punto a que llegaron? Maggie esperó, pero sólo hasta esta pregunta:
––¿Cree que está enterado?
––¿Que está enterado de algo, por lo menos? Tratándose de él, no lo sé. Está por encima de mí.
––¿Y usted, sí está enterada?
––¿De lo que hicieron?
––De lo que hicieron.
––¿De a qué punto llegaron?
––De a qué punto llegaron.
Fanny causó la impresión de desear averiguar con certeza lo que sabía, pero recordó algo, lo recordó a tiempo, e incluso con una sonrisa:
––Ya le he dicho antes que nada sé, absolutamente nada.
La Princesa dijo:
––En ese caso, ¿nadie lo sabe?
Acto seguido, Fanny aclaró su pregunta:
––¿Nadie sabe cuánto sabe su padre?
Dando muestras de haber comprendido a Fanny, Maggie repuso:
––Nadie.
––¿Ni siquiera Charlotte lo sabe, aunque sólo sea un poco?
––¿Un poco? En el caso de Charlotte, saber algo significaría saber lo suficiente.
––¿Y sabe algo? Maggie repuso:
––Si algo supiera Charlotte, también lo sabría Americo.
––Es exactamente así, ¿y nada sabe?
Con profunda convicción, Maggie contestó:
––Nada sabe.
A continuación de esta afirmación, la señora Assingham preguntó:
––¿Y cómo es que Charlotte está ahora tan dominada?
––Precisamente por eso.
––¿Por su ignorancia?
––Por su ignorancia.
Fanny, dubitativa, preguntó:
––¿Una tortura?
Con lágrimas en los ojos, Maggie repuso:
––Una tortura.
Durante unos instantes Fanny contempló cómo lloraba, y luego preguntó:
––En ese caso, ¿el Príncipe...?
Maggie preguntó:
––¿Por qué está tan dominado?
––¿Por qué?
––¡Esto no lo sé!
Y después de decir estas palabras, Maggie volvió a llorar.
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