La gran transformacióN



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Los años treinta han presenciado la relativización de los valores absolutos de los años veinte. Tras algunos años, durante los cuales las monedas se fortalecieron más o menos y se equilibraron los presupuestos, los dos países más poderosos, Gran Bretaña y Estados Unidos, se vieron en dificultades, abandonaron el patrón-oro y comenzaron


a gestionar sus monedas. Las deudas internacionales fue­ron devueltas en bloque, los más ricos y respetables deja­ron de mantener los dogmas del liberalismo económico. A partir de 1935, Francia y otros Estados, que conservaban el patrón-oro, se vieron obligados a abandonarlo por las presiones del Tesoro de Gran Bretaña y de los Estados Unidos que, en otras épocas, habían sido los garantes celo­sos del credo liberal.

En los años cuarenta, el liberalismo económico sufrió una derrota todavía más aplastante. Pese a que Gran Bre­taña y los Estados Unidos se hubiesen desviado de la orto­doxia monetaria, conservaban los principios y los méto­dos del liberalismo en la industria y el comercio, así como en la organización general de la vida económica. Fue éste, como vamos a ver, un factor que precipitó la guerra, pero también una desventaja en el desarrollo de la misma, Puesto que el liberalismo económico había creado y man­tenido la ilusión de que las dictaduras estaban predestina­das a una catástrofe económica. Esta convicción fue la causa de que los gobiernos democráticos hayan sido los úl­timos en comprender las consecuencias de las monedas in­tervenidas y del dirigismo comercial, a pesar de que ellos mismos, por la fuerza de la situación, emplearon estos mismos métodos; además, la herencia del liberalismo eco­nómico les impidió rearmarse en el buen momento en nombre del equilibrio presupuestario y de la libre empre­sa que se suponía serían los únicos asideros seguros de la fuerza económica en caso de guerra. La ortodoxia presu­puestaria y monetaria hizo que Gran Bretaña, que debía enfrentarse a una guerra total, se adhiriese al principio es­tratégico tradicional de los compromisos limitados; en los Estados Unidos, los intereses privados -como los del pe­tróleo y el aluminio- se parapetaron tras los tabúes del li­beralismo en los negocios y se resistieron con éxito, cuan­do fue preciso, a prepararse para una situación de emergencia en la industria. Si no hubiese sido por la per­severancia obstinada e interesada de los portavoces de la economía liberal en sus errores, los representantes de la raza humana, así como las masas de hombres libres, ha-


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brían estado mejor pertrechados para afrontar la ordalía de la época, e incluso habrían podido evitar esa espantosa guerra.

Los dogmas seculares de una organización social, que abarcaba al conjunto del mundo civilizado, no fueron eli­minados por los acontecimientos de un decenio. Tanto en Gran Bretaña como en los Estados Unidos, millones de ne­gocios y de empresas independientes debían su existencia al principio del laissez-faire. Su espectacular fracaso en de­terminados ámbitos no supuso la supresión de su recono­cimiento en otros. En realidad, su eclipse parcial ha podi­do muy bien servir de refuerzo, pues ha permitido a sus defensores sostener que sus dificultades, cualesquiera que fuesen, se debían a la aplicación incompleta de dicho prin­cipio. Este es en realidad el último argumento que le queda hoy al liberalismo económico. Sus defensores repi­ten con variaciones infinitas que, sin la intervención de las políticas preconizadas por quienes lo criticaban, el libera­lismo habría mantenido sus promesas, y que los responsa­bles de nuestros males no son el sistema concurrencial y el mercado autorregulador, sino las ingerencias en ese siste­ma y las intervenciones en el mercado. Este argumento no se apoya únicamente en innumerables ataques recientes a la libertad económica, sino también en el hecho indudable de que el movimiento de expansión del sistema de merca­dos autorreguladores chocó en la segunda mitad del siglo XIX con un persistente movimiento contrario que ha obs­taculizado el libre funcionamiento de esté tipo de econo­mía.

Los partidarios de la economía liberal han sido tam­bién capaces de formular un alegato que une el pasado y el presente en un tono coherente, ya que ¿quién podría negar que la intervención del gobierno en los negocios puede destruir la confianza? ¿Quién podría negar que algunas veces existiría menos paro si no existiesen los subsidios de desempleo previstos por la ley? ¿No perjudica la concu­rrencia de los trabajos públicos a los negocios privados? ¿Las finanzas deficitarias acaso no pueden hacer peligrar las inversiones privadas? ¿No debilita el paternalismo la


iniciativa en el campo de los negocios? Como todo esto su­cede en nuestros días, seguramente sucedía también en el pasado. Cuando, hacia 1870, comienza en Europa un mo­vimiento proteccionista general -social y nacional- ¿se puede dudar que dicho movimiento obstaculizó y limitó el comercio? ¿No es cierto que las leyes sobre las fábricas, los seguros sociales, la actividad municipal, los servicios mé­dicos, los servicios públicos, los derechos de aduana, las primas y los subsidios, los cartels y los trust, los embargos sobre la inmigración, sobre los movimientos de capitales y sobre las importaciones -sin mencionar las restricciones menos visibles de los movimientos de hombres, bienes y pagos-, han debido actuar también de frenos para el fun­cionamiento del sistema concurrencial, prolongando las depresiones en los negocios, agravando el desempleo, au­mentando el marasmo financiero, disminuyendo el co­mercio y perjudicando gravemente al mecanismo autorre­gulador del mercado? La raíz de todo el mal, afirman con insistencia los liberales, está precisamente en esta inge­rencia en la libertad de empleo, de mercado y de moneda practicada por las diferentes escuelas del proteccionismo social, nacional y monopolista a partir del último cuarto del siglo XIX. La impía alianza de los sindicatos y de los partidos obreros con los manufactureros monopolistas y los intereses de los propietarios agrícolas, que, en su codi­cia a corto plazo, han unido sus fuerzas para hacer fraca­sar la libertad económica, ha impedido que el mundo dis­frute hoy de los frutos de un sistema casi automático de creación de bienestar material. Los líderes liberales no han cesado de repetir constantemente que la tragedia del siglo XIX proviene de la incapacidad de los homres para seguir siendo fieles a la inspiración de los primeros libera­les; que la generosa iniciativa de sus antepasados ha sido contrarrestada por las pasiones del nacionalismo y del an­tagonismo de clases, por los intereses establecidos y, sobre todo, por la ceguera de los trabajadores que no han sabido ver que una libertad económica completa era en último término beneficiosa a todos los intereses humanos, com­prendidos los suyos. Un gran progreso intelectual y moral ha fracasado de este modo, a causa de las debilidades inte-

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lectuales y morales de la masa del pueblo; las realizacio­nes del espíritu de la Ilustración se han visto así reducidas a la nada por las fuerzas del egoísmo. He aquí, en pocas palabras, los argumentos de los representantes de la eco­nomía liberal. Dichos argumentos continuarán apropián­dose del terreno de la discusión, a no ser que sean clara­mente refutados.

Definamos con más precisión el objeto del debate. Por lo general, se admite que el movimiento liberal, decidido a gene-ralizar el sistema de mercado, ha chocado con un mo­vimiento contrario de defensa que tendía a restringirlo. Nuestra propia tesis del doble movimiento se apoya en una hipótesis pare-cida, pero, mientras que nosotros afirmarmos que lo que ha destruido la sociedad, en último término, es la absurdidad inherente a la idea de un siste­ma de mercado autorregulador, los liberales acusan a los factores más diversos de haber hecho fracasar una impor­tante iniciativa. Su incapacidad para aportar pruebas que demuestren que ha existido un esfuerzo concertado de este tipo para obstaculizar el movimiento liberal les conduce a dar por buena la hipótesis, como si se tratara de algo irre­futable, de la existencia de una acción subterránea. El mito de la conspiración antiliberal es, pues, común, bajo una u otra forma, a todas las interpretaciones liberales de los sucesos que acontecieron desde 1870 a 1890. Habituálmente se considera que el auge del nacionalismo y del socialismo ha sido la causa principal de las transformacio­nes sufridas por el escenario in-ternacional; las asocia­ciones de manufactureros, los mono-polistas, los grandes propietarios de tierras y los sindicatos desempeñan, en consecuencia, el papel de los malos de la pe-lícula. La doc­trina liberal, bajo su forma más espiritualizada, hipostasía el funcionamiento de una ley dialéctica de la socie-dad moderna que suprime todo valor a los esfuerzos de la razón ilustrada, y se reduce, en su forma más burda, a un ataque contra la democracia política a la que convierte en el resorte principal del intervencionismo.

El testimonio de los hechos contradice la tesis liberal de forma decisiva. La conspiración antiliberal es una pura



invención. La gran variedad de formas adoptadas por el contra-movimiento «colectivista» no se deben a una incli­nación por el socialismo o el nacionalismo, producto de intereses concertados, sino exclusivamente a intereses so­ciales vitales de carácter más amplio, que se vieron afecta­dos por el mecanismo del mercado en expansión. Esto ex­plica las reacciones, casi universales, y con frecuencia de orden exclusivamente prácti-co, provocadas en último tér­mino por la extensión del merca-do. Los talantes intelec­tuales no han desempeñado el menor papel en este proce­so por lo que resulta inconsecuente la idea preconcebida de los liberales en virtud de la cual afirman que existía una fuerza ideológica tras el movimiento antiliberal. Es cierto que, en los años 1870 y 1880, tuvo lugar la decaden­cia del liberalismo ortodoxo y que se pueden hacer remon­tar a esta época todos los problemas de hoy, pero es ine­xacto afirmar que el paso al proteccionismo social y nacional fue debido a cualquier otra causa que no fuese la manifestación de fragilidad y los peligros inherentes a un sistema de mercado autorregu-lador. Esto se puede demos­trar de varios modos.

En primer lugar, está la sorprendente diversidad de ámbi-tos en los que se adoptaron medidas. Este hecho sería suficiente para excluir la posibilidad de una acción con­certada. Citemos algunas intervenciones tomadas de una lista elaborada por Herbert Spencer en 1884, cuando acu­saba a los liberales de haber abandonado sus principios sustituyéndolos por una «legislación restrictiva» 4. La di­versidad de temas no podía ser mayor. En 1860 se con­cedió una autorización para que existiesen «analistas de alimentos y bebidas que deberán ser pagados con los im­puestos locales»; a la que siguió una ley que preveía la «inspección de las fábricas que funcionaban con gas»; una disposición legal sobre las minas, que establecía penas contra «quienes empleasen niños menores de doce años que no frecuentasen la escuela y no supiesen leer y escri­bir». En 1861, se concedió un poder «a los administrado­res de las leyes de pobres para imponer la vacuna»; se aprobaron juntas municipales «para fijar una tarifa para



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el alquier de medios de transporte»; algunos comités loca­les «recibieron el poder de imponer la localización de los desagües, regular el riego de los campos y construir abre­vaderos para el ganado». En 1872, se promulgó una ley que prohibía «las minas de carbón con un solo pozo»; otra ley concedía al comité de instrucción médica el derecho exclusivo «a hacer pública una farmacopea, cuyos precios serían fijados por la administración de finanzas». Spencer, horrorizado, recopiló en diversas páginas la enumera­ción de estas medidas y de otras similares. En 1863, se pro­dujo la extensión de la «vacunación obligatoria a Escocia e Irlanda». Se aprobó también una ley que nombraba ins­pectores para verificar si «un alimento es nocivo o no para la salud»; otra sobre los deshollinadores, con el fin de evi­tar la muerte de los niños empleados en deshollinar chi­meneas demasiado estrechas; otra sobre las enfermedades contagiosas; otra, en fin, sobre bibliotecas públicas, con­cediendo poderes locales «en virtud de los cuales una ma­yoría podía imponer a la minoría sus libros». Spencer presenta todo esto como prueba irrefutable de una conspi­ración antiliberal. Estas disposiciones, sin embargo, se re­fieren a algún problema producido por las condiciones industriales modernas y su objetivo es salvaguardar el in­terés público contra los peligros inherentes a las condicio­nes, o en todo caso a los métodos, de los que se sirve el mer­cado. Para una mentalidad libre de prejuicios, estas medidas prueban la naturaleza práctica y pragmática del contra-movimiento «cole-ctivista». La mayoría de quienes promovieron y votaron esas medidas eran convencidos partidarios del laissez-faire y no pretendían, en modo algu­no, que su acuerdo para instaurar una brigada de bomberos en Londres implicase una protesta contra los principios del liberalismo económico. Al contrario, quie-nes propo­nían estas medidas legislativas eran, por regla gene-ral, in­transigentes adversarios del socialismo o de cualquier forma de colectivismo.

En segundo lugar, el paso de soluciones liberales a so­luciones «colectivistas» se produjo en ocasiones de un modo repentino, sin que aquellos que estaban compróme-

tidos en el proceso de elaboración de las leyes fuesen cons­cientes en absoluto de ello. Dicey invoca el ejemplo clásico de la Ley de accidentes de trabajo, que trata de la respon­sabilidad de los patronos en los daños sufridos por los obreros durante el tiempo de trabajo. La historia de las di­ferentes leyes que han puesto esta idea en práctica desde 1880 prueba que se ha mantenido constantemente el prin­cipio individualista, según el cual la responsabilidad del patrono respecto a sus empleados debe ser reglamentada de un modo estrictamente idéntido a la que regula las res­ponsabilidades de unos para con otros. En 1897, sin que la opinión haya cambiado en absoluto, se convierte al patro­no de repente en el asegurador de sus obreros contra cual­quier daño que sufran durante el trabajo: se trata de una «legislación totalmente colectivista», como señala concre­tamente Dicey. Nada podría probar mejor que no se trata de un cambio -por intereses en juego o por tendencias de la opinión- lo que ha provocado la sustitución de un prin­cipio liberal por un principio antiliberal, sino exclusiva­mente la evolución de las condiciones en las que se había planteado el problema y se habían buscado soluciones.



En tercer lugar, existe una prueba indirecta, aunque bas-tante llamativa, proporcionada por la comparación de la evolu-ción de la situación en los diferentes países con configura-ciones políticas e ideológicas enormemente di­vergentes. La Inglaterra victoriana y la Prusia de Bismarck eran diame-tralmente opuestas y ambas se diferen­ciaban notablemente de la Francia de la III República o del Imperio de los Habsburgo. Cada uno de estos países pasó, sin embargo, por un período de librecambio y de laissez-faire, seguido de otro de legislación antiliberal en lo que se refiere a la salud pública, las condiciones de trabajo en las fábricas, el comercio municipal, los seguros socia­les, las subvenciones a los transportes, los servicios públi­cos, las asociaciones comerciales, etc. Resultaría fácil ela­borar un verdadero cuadro sinóptico en el que se incluyesen las fechas en las que se produjeron cambios análogos en los diferentes países. Las leyes sobre los acci­dentes de trabajo se votaron en 1880 y 1897 en Inglaterra,

en 1879 en Alemania, en 1887 en Austria, en 1899 en Francia; la inspección de las fábricas se instauró en Inglaterra en 1883, en Prusia en 1853, en Austria en 1883, en Francia en 1874 y 18834. El comercio municipal, comprendida la gestión de los servicios públicos, fue introducido en Birmingham en los años 1870 por Joseph Chamberlaine que era un disidente religioso y un capitalista; en la Viena imperial de 1890 por Karl Lueger, que era un socialista católico y un perseguidor de judíos; asociaciones locales lo adoptaron en los municipios alemanes y franceses. Las fuerzas que apoyaban estas propuestas eran en algunos casos fuertemente reaccionarias y antisocialistas, como por ejemplo en Viena; en otros casos eran «imperialistas» y liberales, como en Birmingham; e, incluso, de la más pura cepa liberal, como el alcalde de Lyon Edouard Herriot. En la Inglaterra protestante, gabinetes conservadores y liberales trabajaron intermitentemente para promover la legislación sobre el trabajo. En Alemania, católicos romanos y socialdemócratas participaron en su realización; en Austria participó la Iglesia y sus partidarios más militantes; en Francia lo hicieron los enemigos de la Igle­sia, así como fervientes anticlericales. Todos ellos fueron responsables de la votación y aprobación de leyes casi idénticas. Fue así como, bajo las consignas más variadas y los más diferentes móviles, una multitud de partidos de capas sociales propusieron casi exactamente las mismas medidas en una serie de países para enfrentarse a un gran número de problemas complejos. A primera vista nada sería más absurdo deducir de ello que estuvieron animados secretamente de los mismos presupuestos ideologicos o de los mismos alicortos intereses de grupo, como proclama la leyenda de una conspiración antiliberal. Todo pare­ce concurrir, por el contrario, a reforzar la hipótesis de que fueron razones objetivas de naturaleza material las que forzaron la mano de los legisladores.

En cuarto lugar, está el hecho significativo de que en diferentes épocas los propios partidarios de la economia

H. Spencer, The Man vs. the State, 1884.
liberal fueron los abogados defensores de hacer restriccio­nes a la libertad de contrato y al laissez-faire en un deter­minado número de casos de gran importancia teórica y práctica. Y, evidentemente, su móvil no ha podido ser un prejuicio antiliberal. Recordemos, por ejemplo, la cues­tión de las asociaciones obreras o también la Ley sobre las sociedades comerciales. La primera se refiere a los dere­chos de los trabajadores para ponerse de acuerdo con el fin de obtener alzas salariales; la segunda, al derecho de los trusts, de los cartels y de otras formas capitalistas de conni­vencia para hacer subir los precios. Se ha dicho, con razón, que en ambos casos la libertad de contrato o el lais­sez-faire eran utilizados para restringir la libertad de co­mercio. Trátese de asociaciones obreras para hacer subir los salarios, o de asociaciones comerciales para hacer subir los precios, los interesados podían evidentemente emplear el principio del laissez-faire para restringir el mercado de trabajo o de otros bienes. Lo que resulta ex­traordinariamente significativo es que, en ambos casos, liberales consecuentes con sus ideas, tales como Lloyd George, Theodor Roosevelt, Thurman Arnold o Walter Lippmann, subordinaron el laissez-faire a la exigencia de un mercado concurrencial libre. Todos ellos insistieron para obtener reglamentaciones y restricciones, leyes y coacciones penales, sosteniendo, como lo haría cualquier «colectivista», que los sindicatos o las corporaciones, según el caso, «abusaban de la libertad de contrato». Teó­ricamente el laissez-faire, o la libertad de contrato, implica para los trabajadores la libertad de rechazar el trabajo, ya sea individualmente o de forma solidaria si así lo deciden; implica asimismo la libertad para los hombres de nego­cios de ponerse de acuerdo sobre los precios de venta, sin ocuparse de los deseos de los consumidores. En la prácti­ca, sin embargo, esta libertad entra en conflicto con la ins­titución de un mercado autorregulado y, en este tipo de conflicto, el mercado autorregulado tiene invariablemente la prioridad. Dicho de otro modo, cuando las necesidades de un mercado autorregulador se manifiestan incompatibles con las exigencias del laissez-faire, el defensor de la econo-

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mía liberal se vuelve contra el laissez-faire y prefiere -como cualquier antiliberal- los métodos denominados colectivistas de reglamentación y de restricción. La Ley de las Trade Unions y la legislación anti-truts tienen su ori­gen en esta actitud. Los propios defensores de la economía liberal han utilizado regularmente métodos de este tipo, de importancia decisiva en el campo de la organización industrial; no cabe más prueba concluyente de que los mé­todos antiliberales o «colectivistas» son inevitables en las condiciones existentes en la moderna sociedad industrial. He aquí, por tanto, algunas pruebas que nos ayudan a aclarar el verdadero sentido del término «intervencionis­mo» con el que los liberales suelen designar las políticas que se oponen a las suyas, que muestran simplemen-te el estado de confusión que sufren. Lo contrario del inter-vencionsimo es el laissez-faire, y acabamos de ver que no se puede identificar el liberalismo económico y el laissez-faire -aunque en el lenguaje corriente se utilicen indistin­tamente-. El liberalismo económico, hablando con pro­piedad, es el principio director de una sociedad en la cual la industria está fundada sobre la institución de un merca­do "autorregulador. Es cierto que, una vez que este sistema está casi desarrollado, se necesitan menos intervenciones de un determinado tipo; sin embargo, esto no quiere decir, ni mucho menos, que sistema de mercado e intervención sean términos que se excluyan mutuamente ya que, du­rante el tiempo que este sistema no está en funcionamien­to, los representantes de la economía liberal deben pedir —y no dudarán en hacerlo- que intervenga el Estado para establecerlo y, una vez establecido, para mantener-lo. Los representantes de la economía liberal pueden, pues, sin in­coherencia por su parte, pedir al Estado que utilice la fuer­za de la ley e incluso reclamar el uso de la violencia, de la guerra civil, para instaurar las condiciones previas a un mercado autorregulador. En Norteamérica, el Sur echó mano de los argumentos del laissez-faire para justificar la esclavitud; el Norte recurrió a la intervención de las armas para establecer la libertad del mercado de trabajo. La acusación de intervencionismo en boca de autores libe-



rales no es, por tanto, más que una consigna huera que im­plica la renuncia o la aprobación de una única y misma serie de acciones según lo que piensan de ellas. El único principio que pueden mantener sin incoherencia los re­presentantes de la economía liberal es el del mercado au­torregulador, les lleve o no a intervenir.

En resumen, el contramovimiento opuesto al liberalis­mo económico y al laissez-faire poseía todas las caracterís­ticas indudables de una reacción espontánea. Surgió en numerosos lugares sin relación entre sí y sin qué se pueda encontrar un lazo de unión entre los intereses en juego ni un sistema ideológico común. Incluso en la forma de resol­ver un solo y único problema, como en el caso de los acci­dentes de trabajo, las soluciones pasaron bruscamente de formas individualistas a «colectivistas», de formas libera­les a antiliberales, del laissez-faire a formas intervencio­nistas, sin que cambiasen en absoluto los intereses econó­micos, las influencias ideológicas o las fuerzas políticas en juego, debido simplemente a que se comprendió cada vez mejor en qué consistía el fondo del problema en cuestión. Se podría así mostrar cómo el salto del laissez-faire al «co­lectivismo», similar en diferentes países, se produjo en una etapa concreta de su desarrollo industrial, poniendo en evidencia la profundidad y la independencia de las cau­sas subyacentes a este proceso, causas que los partidarios de la economía liberal han atribuido un tanto superficial­mente a cambiantes estados de espíritu o a intereses di­versos. A fin de cuentas, el análisis revela que, incluso los defensores más radicales del liberalismo económico, no han podido evitar la regla que hace del laissez-faire algo inaplicable en las condiciones existentes en una industria desarrollada, ya que, en el caso crítico de la ley sindical y de las reglamentaciones anti-trusts, los liberales extremis­tas tuvieron que solicitar del Estado todo tipo de interven­ciones, con el fin de asegurar las condiciones necesarias para el funcionamiento de un mercado autorregulador, enfrentándose a los convenios monopolistas. El librecam­bio y la concurrencia, para poder funcionar, exigie-ron ellos mismos la intervención. El mito liberal de la conspi-


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