La gran transformacióN



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(1795-1798)».


y los precios descendían vertiginosamente. Una refriega con disparos en las calles de la metrópoli podía suponer la destrucción de una parte sustanciosa del capital nominal nacional. Las clases medias, sin embargo, no eran nada marciales: la democracia popular estaba orgullosa de dar la palabra a las masas y, en el Continente, la burguesía va­loraba los recuerdos de su juventud revolucionaria cuan­do se había enfrentado en las barricadas a una aristocra­cia tiránica. A fin de cuentas se contaba con que el campesinado, menos contaminado por el virus liberal, era la única capa social que defendería con su vida «la ley y el orden»: una de las funciones de la reacción consistía en mantener a las clases obreras en su lugar, de tal modo que los mercados no fuesen presa del pánico. Y, aunque no se recurrió a la ayuda del campesinado más que muy rara­mente, constituía una baza de los terratenientes el dispo­ner del campesinado para defender los derechos de la pro­piedad.

La historia de los años veinte de nuestro siglo no podría explicarse sin tener esto en cuenta. Cuando la tensión creada en Europa central por la guerra y la derrota hizo tambalearse el edificio de la sociedad, únicamente la clase obrera seguía estando disponible para hacer funcionar las cosas. Los sindicatos y los partidos demócratas se vieron obligados en todas partes a tomar el poder: Austria, Hun­gría, Alemania llegaron incluso a ser declaradas repúbli­cas, pese a que ninguno de estos países había conocido hasta entonces la existencia de un partido republicano ac­tivo. Pero, apenas desapareció el agudo peligro de la diso­lución, apenas los servicios de los sindicatos resultaron superfluos, las clases medias intentaron suprimir a la clase obrera el más mínimo peso en la vida pública. Tal era el panorama de la fase contrarrevolucionaria de la postguerra. De hecho, no ha existido nunca el menor peligro serio de régimen comunista, ya que los obreros estaban organi­zados en partidos y en sindicatos activamente hostiles a los comunistas (Hungría había tenido un episodio bolche­vique que le había sido literalmente impuesto cuando la defensa contra la invasión francesa no dejó otra elección





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al país). El peligro no estaba, pues, en el bolchevismo, sino en que las leyes de la economía de mercado no eran respe­tadas por los sindicatos y los partidos obreros en situacio­nes críticas. En efecto, desde la perspectiva de una econo­mía de mercado, las interrupciones del orden público y de los hábitos del comercio, que en otro sistema serían ino­fensivas, podían constituir una amenaza mortal 9, ya que podían provocar el derrumbamiento del régimen econó­mico del que dependía la sociedad para subsistir. Esto es lo que explica el paso sorprendente, ocurrido en algunos países, de una supuesta dictadura de los trabajadores, considerada inminente, a una efectiva dictadura del cam­pesinado. Durante los años veinte, el campesinado deter­minó la política económica en algunos Estados en los que, normalmente, jugaba sólo un papel modesto. Era enton­ces la única clase disponible para mantener la ley y el orden, en el sentido moderno, intenso, de la expresión.



El agrarismo brutal de Europa en la postguerra clarifi­ca indirectamente el tratamiento preferencial que se le ha concedido a la clase campesina por razones políticas. Desde el movimiento Lappo de Finlandia hasta la Heim-wehr de Austria los campesinos se han manifestado como los campeones de la economía de mercado, hecho que los ha convertido en fuerza indispensable para la política. La escasez de los primeros años de postguerra, a la que suele atribuirse su ascendiente, no tiene mucho que ver con esto. Por ejemplo, Austria, para favorecer financieramen­te a los campesinos, tuvo que hacer descender su nivel de vida alimenticio manteniendo al mismo tiempo los dere­chos arancelarios sobre los cereales, pese a que dependía en gran medida de las importaciones para sus necesidades alimenticias. Había que salvaguardar, al precio que fuera, los intereses de los campesinos, incluso cuando el protec­cionismo agrícola podía suponer la miseria para los habi­tantes de las ciudades, así como un coste de producción

9 C. Hayes, A Generation of Materialism, 1870-1890, señala que «la mayor parte de los Estados considerados individualmente, al menos en Europa occidental y central, poseían entonces en apariencia la mayor es­tabilidad interna».


irracionalmente elevado para las industrias exportadoras. La clase campesina, que hasta entonces no había tenido casi influencia, obtuvo así un ascendiente totalmente des­proporcionado, si se tiene en cuenta su importancia eco­nómica. La fuerza que confirió al campesinado una po­sición política inexpugnable ha sido el miedo al bolchevis­mo. Este miedo, como ya hemos visto, no era sin embargo el miedo a una dictadura del proletariado-no existía nada en el horizonte que se pareciese, ni de lejos, a esto-, sino más bien el temor a que se viese paralizada la economía de mercado si no se eliminaban de la escena política todas las fuerzas que, defendiendo sus intereses, hubiesen podido rechazar las reglas de juego del mercado. Mientras los campesinos constituyesen la única clase capaz de hacer frente a estas fuerzas, su prestigio continuaría siendo grande y podrían de este modo arrinconar a la clase media urbana. El Estado apenas había consolidado su poder -remontémonos más acá: los fascistas habían transforma­do apenas en tropas de choque a la pequeña burguesía de las ciudades- cuando la burguesía dejó de depender del campesinado, cuyo prestigio decayó rápidamente. Una vez neutralizado y subyugado «el enemigo interior» en la ciudad y en la fábrica, el campesinado ha sido relegado a su antigua y modesta posición en la sociedad industrial. La influencia de los grandes propietarios agrícolas no ha sufrido el mismo eclipse, ya que contaron con un factor más constante que jugaba en su favor: la creciente impor­tancia militar de la autarquía agrícola. La Gran Guerra había hecho comprender a todo el mundo claramente cuá­les eran los datos estratégicos fundamentales: se había confiado irreflexivamente en el mercado mundial; y ahora, bajo el efecto del pánico, se empezaron a acumular las capacidades de producción de los alimentos. La «rea-grarización» de Europa central, esbozada bajo el miedo a los bolcheviques, se protegía bajo el signo de la autarquía. Y, al lado del argumento del «enemigo interior», existía ahora el del «enemigo exerior». Los representantes de la economía liberal, como de costumbre, veían en esto sim­plemente una aberración romántica provocada por doc-





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trinas económicas malsanas, mientras que, en realidad, sucesos políticos de envergadura aparecían, incluso para las personas que carecían de grandes luces, como una falta de adecuación de las consideraciones económicas frente a la disolución inminente del sistema internacional. En Gi­nebra, la Sociedad de Naciones se obstinaba en sus fútiles tentativas para convencer a los pueblos de que estaban acumulando en función de peligros imaginarios, y que bastaría con que todos actuasen de forma concertada para que el librecambio se viese restaurado en beneficio de todos. En la atmósfera curiosamente crédula de la época, muchos pensaban que era evidente que la solución del problema económico -cualquiera que fuese el sentido de la expresión- no solamente aminoraba la amenaza de gue­rra, sino que de hecho la alejaba para siempre. Una paz de Cien Años había construido un muro insalvable de ilusión que impedía ver los hechos. Aquellos autores que escribie­ron durante este período han sobresalido por su falta de realismo: A.J. Toynbee consideraba que el Estado-nación era un estrecho prejuicio, Ludwig von Mises que la sobera­nía era una ilusión ridicula y Norman Angelí que la guerra era un falso cálculo de negocios. La conciencia de que los problemas políticos son esenciales se había debilitado más que en ningún otro momento.

La lucha contra el librecambio se había planteado en 1846 a propósito de las Corn Laws, y éste salió victorioso; se batalló de nuevo ochenta años más tarde y esta vez el li­brecambio salió perdiendo. El problema de la autarquía se cernía sobre la economía de mercado desde sus comien­zos. Los representantes de la economía liberal exorciza­ban, en consecuencia, el espectro de la guerra y sostenían ingenuamente su tesis basándose en la hipótesis de una economía de mercado indestructible. No se consideró sufi­cientemente que sus demostraciones probaban simple y puramente la enormidad del peligro al que se sometía a un pueblo que confiaba su seguridad a una institución tan frágil como el mercado autorregulador. El movimiento en favor de la autarquía de los años veinte fue esencialmente profético: mostraba que era preciso adaptarse a la desapa-


rición de un sistema. La Gran Guerra puso de manifiesto el peligro y los hombres actuaron en consecuencia, pero, como reaccionaban con diez años de retraso, la relación causa-efecto adquiría tintes irracionales. «¿Por que prote­gerse contra peligros pasados?»: tal era el comentario de mucha gente. Esta lógica equivocada no oscurecía simple­mente la comprensión de la autarquía sino, y lo que es aún más grave, también la del fascismo. A decir verdad, se ex­plicaban ambos apelando a las reacciones del espíritu hu­mano cuando es consciente de un peligro, pues el miedo permanece latente hasta que sus causas han desaparecido.

Hemos dicho que las naciones europeas no se repusie­ron nunca de la conmoción sufrida con la experiencia de la guerra, que las obligó a afrontar peligros imprevistos oca­sionados por la interdependencia. En vano se rehizo el co­mercio, en vano enjambres de conferencias internaciona­les exhibieron los idilios de la paz y en vano, por último, decenas de gobiernos se declararon favorables a la liber­tad de cambios, pues ningún pueblo podía olvidar que, a menos de poseer sus propios recursos en alimentación y en materias primas, o de conseguirlos por vía militar, se vería condenado irremediablemente a la impotencia, sin que nada pudiesen hacer una moneda saneada ni un crédi­to inatacable. Era, pues, lógico que la constancia de esta consideración fundamental imprimiese una determinada dirección a la política de las colectividades. El origen de los peligros no había sido eliminado. ¿Por qué confiar en­tonces en que desapareciese el miedo?

Una ilusión semejante indujo a error a los críticos del fascismo -la gran mayoría-, que lo han descrito como un monstruo sin ninguna ratio política. Se decía que Mussolini se pavoneaba de haberle ahorrado a Italia el bolchevis­mo, mientras que las estadísticas prueban que la ola de huelgas había cesado un año antes de la marcha sobre Roma. Es cierto que obreros armados ocupaban las fábri­cas en 1921, pero ¿era ésta una razón para desarmarlos en 1923, cuando desde hacía tiempo habían dado pruebas de cordura a la hora de reiniciar el trabajo? Hitler pretendía haber salvado a Alemania del bolchevismo, pero se puede




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demostrar que la marea de desempleo que se había produ­cido antes de que fuese Canciller se había retirado ya antes de que tomase el poder. Pretender, como se ha hecho, que fue él quien evitó lo que no existía en el momento de su en­tronización política, contradice la ley causa-efecto que también debe ser válida en política.

En realidad, tanto en Alemania como en Italia la histo­ria de la inmediata postguerra ha mostrado que el bolche­vismo no tenía la menor posibilidad de éxito, pero ha probado también de forma concluyente que, en circuns­tancias críticas, la clase obrera, sus sindicatos y sus parti­dos, pueden no respetar las leyes del mercado que han convertido en algo absoluto la libertad de contrato y santi­ficado asimismo la propiedad privada. Esta posibilidad podía producir los efectos más mortíferos sobre la socie­dad, desmovilizando a los inversores, impidiendo la acu­mulación de capital, manteniendo los salarios a un nivel poco remunerador, poniendo en peligro la moneda, mi­nando el crédito extranjero, debilitando la confianza y pa­ralizando la empresa. El origen de este miedo latente no ha sido el peligro ilusorio de una revolución comunista, sino el hecho innegable de que las clases obreras estaban en situación de poder promover intervenciones de conse­cuencias posiblemente desastrosas para el sistema de mercado, y es esto lo que en un momento crucial se ha condensado, dando lugar al pánico fascista.

No se pueden separar claramente los peligros que ame­nazan al hombre de los peligros que amenazan a la natu­raleza. La reacción de la clase obrera y la del campesinado han conducido, ambas, al proteccionismo; la primera principalmente bajo la forma de la legislación social y de las leyes sobre el trabajo de fábrica; la segunda bajo la forma de los derechos arancelarios para los productos agrícolas y las leyes sobre el suelo. Existe, sin embargo, una diferencia importante entre ellas: en situa-ciones críti­cas los granjeros y los campesinos europeos defen-dieron el sistema de mercado que la política de la clase obrera hacía peligrar. Mientras que la crisis del sistema, originaria­mente inestable, estuvo provocada por las dos corrientes


del movimiento proteccionista, las capas sociales ligadas a la tierra estaban inclinadas a establecer compromisos con el sistema de mercado, mientras que, por su parte, la numerosa clase obrera no dudaba en romper sus reglas y en desafiarlo abiertamente.



Capítulo 16


EL MERCADO Y LA ORGANIZACIÓN DE LA PRODUCCIÓN

El propio mundo de los negocios capitalistas tenía ne­cesidad de ser protegido contra el funcionamiento sin res­tricciones del mecanismo del mercado, hecho que debería servir para evitar las sospechas que a veces despiertan tér­minos como «hombre» y «naturaleza» en espíritus dema­siado intelectualizados que tienen tendencia a denunciar cualquier idea de la protección del trabajo y de la tierra, asociándola a doctrinas anticuadas o considerándola una forma de camuflaje de intereses adquiri-dos.

En realidad, tanto en lo que se refiere a la empresa pro­ducti-va como al hombre y a la naturaleza, el peligro era algo real y objetivo. La necesidad de protección provenía de la forma es-pecífica en que estaba organizada la oferta de la moneda en un sistema de mercado. El banco central moderno ha sido, en e-fecto, un dispositivo destinado a proporcionar la protección sin la cual el mercado habría destruido lo que engendró, las empresas comerciales de todo tipo. A fin de cuentas, fue, no obstante, esta forma de protección la que contribuyó de un modo más inmediato al derrumbamiento del sistema interna-cional.

La dominancia del mercado hizo recaer peligros bas­tante evidentes sobre la tierra y el trabajo, pero los riesgos que ame-nazaban a los negocios no resultaron tan fácil-




mente perceptibles. Ahora bien, si los beneficios dependen de los precios, las disposiciones monetarias de las que de­penden los precios deben tener una importancia vital para el funciona-miento de todo el sistema, cuyo móvil son las ganancias. Mientras que a largo plazo las variaciones de los precios de venta no deben afectar a los beneficios, puesto que los costes se elevarán y descenderán proporcionalmente, no ocurre así a corto plazo, ya que debe pasar un cierto tiempo antes de que cambien los precios fijados contractualmente. El coste del tra-bajo es uno de ellos que, junto con otros precios, será evi-dentemente establecido por contrato. Así pues, si por razones monetarias el nivel de precios descendiese durante un período de tiempo con­siderable, los negocios correrían el riesgo de de-rrumbarse, lo que supondría la disolución de la organización de la producción así como una masiva destrucción del capital. El peligro no estaba, pues, en los precios bajos sino en una caída de los precios. Hume elaboró la teoría cuantitativa de la mo-neda al descubrir que los negocios no se ven afec­tados cuando la masa monetaria se divide por dos, puesto que los precios se ajustarán simplemente a la mitad de su nivel anterior. Olvidaba que esta operación podía resultar fatal para los negocios.

Esta es la razón, fácilmente comprensible, por la que un sistema de moneda-mercancía, tal como el mecanismo de mer-cado tiende a producirlo, a no ser que medie una in­tervención exterior, es incompatible con la producción industrial. La mo-neda-mercancía es simplemente una mercancía que se pone a funcionar como moneda; en prin­cipio, no se puede aumentar su masa bajo pena de restrin­gir la masa de las mercancías que no funcionan como mo­neda. En la práctica corriente la moneda-mercancía es de oro o de plata, por lo que se puede aumentar su masa en un corto lapso de tiempo, pero a pequeña escala. Ahora bien, una expansión de la producción y del comercio que no esté acompañada de un aumento de la masa monetaria causa­rá una caída de los precios; ese es precisamente el tipo de deflación desastrosa -1929- que aún no hemos olvidado. La escasez de dinero constituía un grave problema del que



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se lamentaban permanentemente las comunidades co­mer-ciantes del siglo XVII. La utilización de moneda fidu­ciaria se desarrolló bastante pronto, para colocar al co­mercio al abrigo de las deflaciones forzadas que se derivaban de la utilización del dinero en metálico cuando el volumen de los negocios cre-cía rápidamente. Ninguna economía de mercado era posible sin esta moneda arti­ficial.

La verdadera dificultad comenzó cuando, al tener ne­cesidad de tasas exteriores, de cambios estables, se intro­dujo, en la época de las guerras napoleónicas, el patrón-oro. Los inter-cambios estables fueron indispensables para la propia existencia de la economía inglesa. Londres había pasado a convertirse en el centro financiero de un comer­cio mundial cada día más im-portante. Pero únicamente la moneda-mercancía podía cumplir este objetivo, por la simple razón evidente de que la moneda fiduciaria, ya se tratase de billetes de banco o de efectos des-contables, no podía circular en suelo extranjero. Fue así como el patrón-oro -nombre dado a un sistema de moneda-mercancía in­ternacional- se impuso.

Ahora bien, como ya sabemos, el dinero en metálico constituye una moneda poco adecuada para las necesida­des interiores, justamente porque es una mercancía cuya masa no se puede aumentar a voluntad. La cantidad de oro disponible puede aumentar en un determinado tanto por 100 en el espa-cio de un año, pero no puede tener un crecimiento desmesu-rado en un corto espacio de tiempo, lo que podría ser necesa-rio para realizar una súbita ex­pansión de las transacciones. En ausencia de moneda fidu­ciaria los negocios tendrían, pues, que paralizarse en parte, ya que tendrían que realizarse a precios mucho más bajos, lo que supondría una fuerte caída y la creación de paro.

Tal era el problema, considerado desde el ángulo más sen-cillo: la moneda-mercancía era de vital importancia para la existencia del comercio exterior; la moneda fidu­ciaria para la existencia del comercio interior. ¿Hasta qué punto eran ambas compatibles?



En las condiciones del siglo XIX, el comercio exterior y el patrón-oro tenían una indiscutible primacía sobre los negocios interiores. El funcionamiento del patrón-oro obligaba al descenso de los precios en el país cada vez que las tasas de cambio estaban amenazadas por la depreciación. Puesto que la deflación se produce por restricciones del crédito, el funcio-namiento de la moneda-mercancía afectaba directamente al crédito, lo que constituía una permanente peligro para los negocios. De todos modos, re­sultaba impensable prescindir de la moneda fiduciaria y poner únicamente en circulación la moneda-mercancía, puesto que esta solución habría empeo-rado aún más las cosas.

La creación de los bancos centrales atenuó en gran me­dida es-ta deficiencia de la moneda de crédito. Al centrali­zar la oferta del crédito, se podía evitar en un determinado país la disoloca-ción general de los negocios y del empleo, producto de la defla-ción, e intervenir de tal modo que se frenase el golpe y se repartiese su incidencia sobre todo el país. La banca tenía por función normal amortiguar los efectos inmediatos de la dismi-nución del oro sobre la cir­culación de billetes, así como los de la disminución de la circulación de billetes sobre los negocios.

La banca podía utilizar diferentes métodos. Podía pa­liar el vacío creado por pérdidas de oro a corto plazo me­diante prés-tamos también a corto plazo, y sustraerse así a los problemas creados por las restricciones generales del crédito. Pero, inclus-o cuando dichas restricciones resulta­ban inevitables, cosa que se producía con cierta frecuen­cia, la acción de la banca tenía un efecto amortiguador: la elevación de la tasa de descuento repar-tía los efectos de las restricciones en el conjunto de la colec-tividad haciendo re­caer el mayor peso de las mismas sobre las espaldas más sólidas.

Consideremos un caso extremo: la transferencia de pagos unilaterales de un país a otro. Esto podía plantearse cuando el primer país consumía un tipo de alimentos que no eran producidos en su propio suelo sino en el extranje­ro. El oro, que debía entonces ser enviado al extranjero a




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cambio de los alimentos importados, habría servido de


otro modo para realizar pagos internos en el país y su sali-­
da debía provocar una caída de las ventas y consiguiente­
mente de los precios. Denominaremos a este tipo de de­-
flación «transacional», puesto que se produce entre em-
presas específicas según los negocios en los que tratan conjuntamente. La deflación alcanzará finalmente a las em-presas exportadoras y éstas obtendrán así la plusvalía
de exportación que representa una «verdadera» transfe-
rencia; pero el daño causado a la comunidad en su conjunto será mucho más grande que el que era estrictamente necesario para obtener esas plusvalías de exportación, puesto que siempre existen empresas que les falta muy poco para poder exportar, el incentivo que necesitan para «pasar la barrera» es una ligera reducción de los costes y esta reducción se puede efectuar mucho más económica­mente repartiendo una fina capa de deflación sobre la to­talidad del mundo de los negocios.

Esta era una de las funciones que realizaba el banco central. La fuerte presión, ejercida por su política de des­cuento y de open market, obligaba a bajar los precios inte­riores de modo más o menos repartido y permitía a las em­presas «dispuestas a exportar» reemprender o aumentar sus exportaciones, de tal forma que únicamente las menos eficaces se viesen obligadas a liquidar. Una «verdadera» transferencia se realizaba así con un gasto menor, en tér­minos de inestabilidad, que la que habría sido necesaria para conseguir una plusvalía similar de exportación por el método irracional de los choques aleatorios, frecuente­mente catastróficos, transmitidos por los estrechos cana­les de una «deflación transacional».

A pesar de estos dispositivos destinados a atenuar los efectos de la deflación, el resultado ha sido sin embargo, con demasiada frecuencia, una completa desorganización de los negocios y, por consiguiente, un paro masivo; esta es la más grave de las acusaciones que se pueden hacer al patrón-oro.

El caso de la moneda presenta una real analogía con el del trabajo y la tierra. Cuando, sirviéndose de una ficción,




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