La gran transformacióN


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COMENTARIOS SOBRE LAS FUENTES

Capítulo 1

EL EQUILIBRIO ENTRE LAS POTENCIAS


1. La política de equilibrio entre las potencias.

La política de equilibrio entre las potencias es una institución nacio­nal inglesa. Tiene un carácter puramente pragmático que no hay que confundir ni con el fundamento, ni con el sistema de equilibrio entre las potencias. Esta política fue la consecuencia de la situación insular de In­glaterra frente a un litoral continental ocupado por comunidades dota­das de una organización política. «Su naciente escuela de diplomacia, desde Wolsey a Cecil, pretendió conseguir el equilibrio entre las potencias como la única opción posible de seguridad para Inglaterra frente a los grandes Estados continentales en fase de formación», afirma Trevelyan. Esta política se instituyó, sin duda, con los Tudor, pero fue practicada tanto por sir William Temple, como por Canning, Palmerston o sir Ed-ward Grey, y se anticipó, en un siglo al menos, a la aparición del sistema de equilibrio entre las potencias en el Continente europeo. Se puso en práctica de un modo completamente independiente a las doctrinas con­tinentales propuestas por Fenelón o Vattel, que la elevaron a categoría de principio. El desarrollo de este sistema favoreció enormemente la po­lítica nacional inglesa, ya que le permitió organizar con mucha más faci­lidad sus alianzas alternativas frente a las potencias dominantes en el Continente. Los hombres de Estado británicos tuvieron tendencia, por tanto, a favorecer la idea de que la política inglesa de equilibrio entre las potencias no era en realidad más que una expresión del principio general del equilibrio y que Inglaterra, al seguir esta vía política, no hacía más que desempeñar la función que le correspondía en un sistema fundado sobre esas bases. La especificidad inglesa, basada en su política de auto­defensa, muy diferente de cualquier principio general, no era desdibuja­da por estos hombres deliberadamente. En su libro Twenty-five Years, 1892-1916, sir Edward Grey escribía: «Gran Bretaña no se opuso, en teo­ría, al predominio de un grupo poderoso en Europa, cuando éste parecía actuar en favor de la estabilidad y de la paz. Más bien, por el contrario, sostuvo casi siempre este tipo de estrategia. Únicamente cuando la po-



tencia dominante pasó a ser agresiva, y cuando Gran Bretaña tuvo la im­presión de que sus propios intereses estaban amenazados, hizo gravitar su política, más por instinto de conservación que de modo deliberado, sobre lo que puede denominarse el equilibrio entre las potencias».

Inglaterra mantendría en consecuencia el desarrollo de un sistema de equilibrio entre las potencias por su propio interés legítimo. Dos citas nos muestran la confusión que implica esta manera de enfocar las cosas, confundiendo dos referencias esencialmente diferentes sobre el equili­brio entre las naciones poderosas. En 1787, Fox preguntaba indignado al Gobierno: «¿No puede Inglaterra seguir manteniendo el equilibrio entre las potencias en Europa y al mismo tiempo ser considerada como la pro­tectora de sus libertades?». Reclamaba para Inglaterra el título de pala­dín defensor del sistema de equilibrio entre las potencias en Europa. Cuatro años más tarde Burke describía este mismo sistema como «el de­recho público de Europa» considerándolo como algo en vigor durante dos siglos. Este tipo de identificaciones retóricas de la política nacional inglesa con el sistema europeo de equilibrio dificultaba a los americanos distinguir entre dos concepciones que resultaban tan nocivas para ellos la una como la otra.



2. El equilibrio entre las potencias, ley histórica.

Otro significado del equilibrio entre las potencias se basa directa­mente en la naturaleza de las unidades de poder. Fue Hume el primero en formularlo en el pensamiento moderno, pero lo que él había consegui­do expresar se volatilizó durante el eclipse casi total del pensamiento po­lítico que siguió a la Revolución industrial. Hume reconocía que el fenó­meno era de naturaleza política y subrayaba que era independiente de los hechos psicológicos o morales, ya que, cualesquiera que fuesen los móviles de los actores, se verían obligados a actuar así siempre y cuando se comportasen como personificaciones del poder. La experiencia mues­tra, escribe Hume, que «los efectos son siempre los mismos, aunque el móvil sea una política prudente o la competitividad envidiosa». F. Schuman, por su parte, dijo: «Si se supone un sistema de Estados compuesto por tres unidades, A, B y C, es evidente que el crecimiento del poder de uno cualquiera de ellos implica una disminución del poder de los otros dos». De donde infiere que el equilibrio entre las potencias « bajo su forma elemental está destinado a mantener la independencia de cada una de las unidades del sistema de los Estados». Habría muy bien podido generalizar el postulado para hacerlo aplicable a cualquier tipo de unidad de poder, fuesen o no sistemas políticos organizados. Tal es en efecto la forma bajo la que aparece el equilibrio entre las potencias en la sociología de la historia. Toynbee, en su libro La historia. Un ensayo de interpretación, señala que las unidades de poder se ven avocadas a expan­dirse en la periferia de los grupos de poder más que en el centro, en donde las presiones son mayores. Estados Unidos, Rusia y Japón, así como los dominios británicos, se extendieron prodigiosamente en una época en la que cambios territoriales, incluso mínimos, resultaban prácticamente




Comentarios sobre las fuentes 411

imposibles en Europa central y occidental. Pirenne formula una ley his­tórica similar, cuando subraya que, en comunidades relativamente poco organizadas, se forma con frecuencia un núcleo de resistencia frente a la presión exterior, en las regiones más alejadas de las zonas de poder. Y así, por ejemplo, cita el caso de la formación del Reino de los francos por Pipino, que tuvo lugar lejos, en el norte, o también la emergencia de la Prusia oriental como centro organizador alemán. Se puede considerar en esta misma órbita la ley del belga De Greef sobre el Estado-tapón, que parece haber influido en la escuela de Frederick Turner y contribuido a que se formase en el Oeste americano el concepto de la «Bélgica nóma­da». Estos conceptos de equilibrio y de desequilibrio entre las potencias son independientes de leyes morales o psicológicas; se refieren única­mente al poder, lo que revela su naturaleza política.

3. El equilibrio entre las potencias en tanto que principio y sistema.

Una vez que se reconoce que un interés humano es legítimo, se deriva de él una norma de conducta. Se reconoció desde 1648 el interés que los Estados europeos tienen en conservar el statu quo establecido por los tra­tados de Münster y Wesfalia, como lo había impuesto la solidaridad de los dignatarios. El tratado de 1648 fue firmado prácticamente por todas las potencias europeas que se comprometieron a defenderlo. El estatuto internacional de Estados soberanos, como el de los Países Bajos y Suiza, datan de este Tratado. A partir de entonces, los Estados podían suponer acertadamente que cualquier modificación importante del statu quo ten­dría repercusiones en todos los otros Estados. Tal es la forma rudimenta­ria del equilibrio entre las potencias, en tanto que principio fundacional de la familia de naciones. Por esta razón, no se pensaba que un Estado que actuaba siguiendo este principio se comportaba de un modo hostil hacia una potencia que sospechaba, con razón o sin ella, que pretendía modificar el statu quo. Por supuesto, este estado de cosas iba a facilitar enormemente la formación de coaliciones opuestas a los cambios. Este principio fundacional tardó en ser reconocido setenta y cinco años, hasta que, en el Tratado de Utrech «ad conservandum in Europa equilibrium», los territorios españoles fueron repartidos entre Borbones y Habsburgos. Mediante este reconocimiento formal del principio, Europa fue progresi­vamente organizada en un sistema que lo aceptaba como base. Como la absorción o el dominio de pequeñas naciones por potencias más fuertes y poderosas podía alterar el equilibrio entre las potencias, la independen­cia de dichas naciones fue indirectamente garantizada por este sistema. La organización de Europa a partir de 1648, e incluso después de 1713, podía ser imprecisa, pero debe atribuirse al sistema de equilibrio entre las potencias el mantenimiento de todos los Estados, grandes y peque­ños, a lo largo de un período de casi doscientos años. Innumerables gue­rras se llevaron a cabo en su nombre, y aunque haya que considerarlas, sin excepción, como inspiradas por estrategias de poder, en numerosos casos el resultado fue el mismo que si esos países hubiesen actuado si­guiendo el principio de la garantía colectiva contra actos gratuitos de


agresión. No existe otra explicación que dé cuenta de la permanencia de entidades políticas desprovistas de poder como Dinamarca, Holanda, Bélgica y Suiza durante largos períodos de tiempo y a pesar de las fuer­zas aplastantes que amenazaban sus fronteras. Lógicamente, la distin­ción entre un principio y una organización fundada en él, un sistema, es evidente. Pero no convendría, sin embargo, subestimar la eficacia de los principios, incluso en una etapa de débil organización, es decir, cuando aún no han alcanzado un nivel de institucionalización y se contentan simplemente con proporcionar directrices a las prácticas cotidianas o a la costumbre admitida. Europa se convirtió en un sistema sin poseer si­quiera un centro fijo, reuniones periódicas, funcionarios comunes o un código obligado de conducta, simplemente porque las diversas cancille­rías y los miembros de los cuerpos diplomáticos se mantuvieron siempre en estrecha relación unos con otros. Su estricta tradición en lo que se re­fiere a la regulación de informes, démarches, memorias -realizadas con­junta o separadamente, en términos idénticos o no- eran todos ellos me­dios para expresar situaciones de fuerza sin necesidad de convertirlas en crisis, a la vez que se abrían nuevos cauces para establecer compromisos o, a fin de cuentas, para actuar conjuntamente en el caso de que fracasa­sen las negociaciones. En realidad, el derecho a intervenir conjuntamen­te en los asuntos de los pequeños Estados, cuando los intereses legítimos de las potencias se veían amenazados, no era otra cosa que la existencia de un directorio europeo poco estructurado.

Muy posiblemente el pilar más sólido de este sistema informal era el ingente número de negocios privados que se llevaban a cabo, muchas veces bajo la forma de tratados comerciales o de cualquier otro medio internacional dotado de eficacia por costumbre o tradición. Los gobier­nos y sus ciudadanos influyentes estaban atados de innumerables modos a los diversos hilos financieros, económicos y jurídicos, a través de los cuales se producían los intercambios internacionales. Una guerra local significaba pura y llanamente una breve interrupción de algunas de esas transacciones, mientras que los intereses enraizados en otras transaccio­nes -que permanecían definitivamente o al menos temporalmente in­demnes- se imponían de un modo aplastante a los que buscaban en los azares de la guerra los puntos débiles de sus enemigos. Esta presión si­lenciosa del interés privado, que impregnaba toda la vida de las comuni­dades civilizadas y que trascendía las barreras nacionales, era la invisi­ble y activa clavija de la reciprocidad internacional que proporcionaba al principio del equilibrio entre las potencias sanciones eficaces, incluso cuando éste no había adquirido aún la forma organizada de un Concierto europeo o de una Sociedad de Naciones.

El equilibrio entre las potencias, ley histórica.

D. Hume, «On the Balance of Power», Works, vol. III, 1854, p. 364. F. Schuman, International Polines, 1933, p. 55. A.J. Toynbee, Study of History, vol. III, p. 302.




Comentarios sobre las fuentes 413

H. Pirenne, Histoire de l'Europe des invasions au 16" siécle, París, 1936.



Barnes-Becker-Becker, sobre De Greef, vol. II, p. 871.

A. Hofmann, Das deutsche Land un die deutsche Geschichte, 1920. Véase también la escuela geopolítica de Haushofer. En el otro polo: B. Russell, Power; Lasswell, Psychopathology and Poliíics; World Polines and Personal Insecurity, y otras obras. Véase también Rostovtzeff, Social and Economic History ofthe Hellenistic World, cap. 4, Primera parte.



El equilibrio entre las potencias en tanto que principio y sistema.

J. P. Mayer, Political Thought, p. 464.



Vattel, Le Droit des gens, 1758.

A.S.Hershey, Essentials of International Public Law and Organiza-tion,1927, pp. 567-569.

D. P. Heatley, Diplomacy and the Study of International Relations, 1919. L. Oppenheim, International Law.

La paz de los cien años

Leathes, Modern Europe, Cambridge Modern History, vol. XII, chap. I.

Toynbee, A. J., Study of History, vol. IV (C), pp. 142-153.

Schuman, F., International Politics, Bk. I, chap. 2.

Clapham, J. H. Economic Development of Franee and Germany, 1815-1914, p. 3.

Robbins, L., The Great Depression (1934), p. 1.

Lippmann, W., The Good Society.

Cunningham, W., Growth of English Industry and Commerce in Modem Times.

Knowles, L. C. A., Industrial and CommercialRevolutions in Great Britainduring the 19lh Century (1927).

Carr, E. H., The 20 Years' Crisis 1919-1939 (1940).

Crossman, R. H. S., Government and the Govemed (1939), p. 225.

Hawtrey, R. G., The Economic Problem (1925), p. 265.

El ferrocarril de Bagdad

Sobre el conflicto solventado por el acuerdo anglo-alemán del 15 de junio de 1914 véase:



Buell, R. L., International Relations (1929). Hawtrey, R. G., The Economic Problem (1925). Mowat, R. B., The Concert of Europe (1930), p. 313. Stolper, G., This Age ofFable (1942).

Para conocer la opinión contraria:



Fay, S. B., Origins ofthe World War, p. 312.

Feis, H., Europe, The World's Banker, 1870-1914(1930), pp. 355 y siguien­tes.

El concierto europeo

Langer, W. L., European Alliances and Alignments (1871-1890) (1931).

Sontag, R. J., European Diplomarte History (1871-1932) (1933).

Onken, H., The Germán Empire, Cambridge Modern History, vol. XII.

Mayer, J. P., Political Thought (1939), p. 464.

Mowat, R. B., The Concert of Europe (1930), p. 23.

Phillips, W. A., The Confederation of Europe 1914 (2.a ed, 1920).

Lasswell, H. D., Politics, p. 53.

Muir, R., Nationalism and lntemationalism (1917), p. 176.

Buell, R. L., InternationalRelation (1929), p. 512.

II. LA PAZ DE LOS CIEN AÑOS

1. Los hechos.

Durante el siglo que va desde 1815a 1914 las grandes potencias euro­peas no estuvieron en guerra entre ellas más que durante muy breves pe­ríodos: seis meses en 1859, seis semanas en 1866 y nueve meses entre 1870-1871. La guerra de Crimea, que duró exactamente dos años, tuvo un carácter periférico y semicolonial, como reconocen de común acuerdo historiadores como Clapham, Trevelyan, Toynbee y Binkley. Además, durante esta guerra los bonos rusos que estaban en manos de los potenta­dos ingleses fueron muy estimados en Londres. La diferencia fundamen­tal entre el siglo XIX y los siglos precedentes es la que existe entre gue­rras generales ocasionales y la ausencia completa de una guerra general. La afirmación del mayor Fuller de que no existió un año sin guerra du­rante el siglo XIX, nos parece por tanto sin ningún fundamento. Y cuan­do Quincy Wright compara el número de años de guerra de los diferentes siglos, sin tener en cuenta la diferencia existente entre guerras generales y guerras locales, nos parece que deja de lado una cuestión importante.

2. El problema.

El cese de las guerras comerciales, casi continuas entre Inglate-rra y Francia, que desembocaban con frecuencia en guerras genera-les, exige especialmente alguna explicación. Esta está ligada a dos hechos que per­tenecen al terreno de la economía política: a) la desaparición del viejo imperio colonial y b) el paso de la era del librecambio a la del patrón-oro




Comentarios sobre las fuentes 415

internacional. Mientras que los partidarios de la guerra perdían poder rápidamente debido a las nuevas formas de comercio, los partidarios de la paz hacían su aparición con fuerza, como consecuencia de la nueva moneda internacional y de la estructura del crédito asociada al patrón-oro. El interés de todas las economías nacionales consistía entonces en mantener monedas estables y hacer funcionar los mercados mundiales de los que dependían ingresos y empleos. Al expansionismo tradicional sucedió, pues, una tendencia anti-imperialista casi general en las gran­des potencias hasta 1880. (Nos hemos referido a ello en el capítulo 18). Parece, pues, que existió un hiato de más de medio siglo (1815-1880) entre el período de las guerras comerciales, cuando se pensaba que el de­sarrollo del comercio rentable afectaba a la política extranjera, y un pe­ríodo más reciente, durante el cual los intereses de los propietarios de bonos extranjeros y de los inversores directos no fueron considerados como algo que legítimamente concernía a los ministros de asuntos exte­riores. Fue durante este medio siglo cuando se estableció la doctrina según la cual los negocios privados no tenían por qué influir en los asun­tos exteriores; y únicamente al final de este período las cancillerías vol­vieron a considerar que estas reivindicaciones eran admisibles, no sin fuertes reservas provocadas por la nueva disposición de la opinión públi­ca. Nuestra tesis es que este cambio se debió al carácter del comercio, cuya amplitud y éxito, dadas las condiciones del siglo XIX, ya no depen­dían de la política directa seguida por las potencias; y que el retorno pro­gresivo de la influencia de los negocios sobre la política exterior se debía a un nuevo tipo de negocios cuyos intereses iban más allá de las fronteras nacionales. Pero, mientras estos intereses fueron pura y simplemente los de los corredores de bonos extranjeros, los gobiernos dudaban mucho a la hora de dejarse influenciar por ellos ya que, durante mucho tiempo, se consideraban los empréstitos extranjeros como meramente especulati­vos en el sentido más estricto del término; las rentas se invertían en bonos nacionales del Estado; ningún Estado pensaba que merecía la pena ayudar a los naturales del país que estaban comprometidos en la arriesgada empresa de prestar dinero a Estados ultramarinos de dudosa reputación. Canning rechazaba con firmeza las reclamaciones de los in­versores que esperaban que el gobierno británico se interesase por sus pérdidas en el extranjero y rechazaba categóricamente que por el hecho de que Gran Bretaña reconociese a las repúblicas latinoamericanas, éstas reconociesen sus deudas extranjeras. La célebre circular de Pal-merston de 1848 es el primer signo de un cambio de actitud que, sin em­bargo, no fue nunca muy lejos, ya que los intereses de los negocios de la comunidad comercial estaban tan enormemente diseminados que el go­bierno no podía permitir que un pequeño capital invertido complicase el desarrollo de los negocios de todo un imperio mundial. La política exte­rior se interesó de nuevo por las empresas especulativas en el extranjero: y ello se debió esencialmente a la desaparición del librecambio y del re­torno a los métodos del siglo XVIII. Pero, como el comercio había co­menzado entonces a estar estrechamente imbricado con inversiones ex­tranjeras, cuyo carácter no era especulativo sino normal, la política



Kan Polanyi

exterior volvió de nuevo a su línea tradicional, que consistía en servir a los intereses comerciales de la comunidad. No es tanto este proceso el que necesita una explicación, cuanto la desaparición de intereses de este tipo mientras duró el mencionado hiato.

I.Capítulo 2 LA RUPTURA DEL HILO DE ORO

La estabilización forzada de las monedas precipitó el derrumbamien­to del patrón-oro. La punta de lanza del movimiento de estabilización fue Ginebra, quien transmitió a los Estados más débiles desde el punto de vista financiero las presiones ejercidas por la City de Londres y por Wall Street.

Los países vencidos formaron el primer grupo que estabilizó sus mo­nedas, que habían sufrido tras la Primera Guerra mundial la quiebra. El segundo estaba constituido por los países vencedores europeos quienes, por lo general, estabilizaron sus monedas más tarde que el primer grupo. El tercer grupo, los Estados Unidos, fue quien más se benefició del retor­no al patrón-oro.
Países vencidos

Estabilizan sus monedas en las siguientes fechas:

Rusia 1923

Austria 1923

Hungría 1924

Alemania 1924

Bulgaria 1925

Finlandia 1925

Estonia 1926

Grecia 1926

Polonia 1926

Países vencedores de Europa

Abandona el Estabiliza

el patron-oro en

Gran Bretaña 1925 1931

Francia 1926 1936

Bélgica 1926 1936

Italia 1926 1933



Comentarios sobre las fuentes 417

Prestamista universal

Abandona el patrón-oro en

Estados Unidos 1933

El desequilibrio del primer grupo recayó durante un cierto tiempo en el segundo. Y, a partir del momento en que este segundo grupo estabilizó su moneda, sus miembros necesitaron también apoyo, que les fue pro­porcionado por el tercer grupo. Este grupo estaba formado por los Esta­dos Unidos, quienes sufrieron con mayor dureza el desequilibrio acumu­lativo de la estabilización europea.

II. GOLPE PENDULAR TRAS LA PRIMERA GUERRA

MUNDIAL

El cambio en el movimiento del péndulo tras la Primera Guerra mun­dial fue rápido y general, pero de débil intensidad. En la mayoría de los países de Europa central se produjo, en el período 1918-1923, pura y sim­plemente una restauración conservadora a continuación de una repúbli­ca democrática (o socialista), como consecuencia de la derrota; algunos años más tarde gobiernos de partido único se habían instalado casi en todas partes. Y una vez más el movimiento era bastante general.








(Cuadro comparativo)






Comentarios sobre las fuentes 419

III. LAS FINANZAS Y LA PAZ

No existen prácticamente materiales disponibles sobre el papel polí­tico jugado por las finanzas internacionales a lo largo de la primera mitad del siglo XX. El libro de Corti sobre los Rothschild no cubre más que el período anterior al Concierto europeo. Su participación en el mer­cado de las acciones del Canal de Suez, la oferta realizada por los Bleichroeder para financiar los emolumentos de guerra contraídos por Fran­cia en 1871 mediante la emisión de un préstamo internacional, y las am­plias transacciones de la época del ferrocarril oriental no figuran en esta obra. Trabajos históricos, como los de Langer y Sontag, no prestan más que una mínima atención a las finanzas internacionales (el segundo no las incluye cuando enumera los factores de paz); las anotaciones de Leathes en la Cambridge Modern History constituyen casi una excepción. La crítica liberal independiente se dirigió a mostrar, por una parte, la falta de patriotismo de los financieros y, por otra, su tendencia a apoyar las tendencias proteccionistas e imperialistas en detrimento del librecam­bio: entre estos autores figuran Lysis en Francia o J. A. Hobson en Ingla­terra. Dos obras marxistas, los estudios de Hilferding o Lenin, pusieron de relieve las fuerzas imperialistas procedentes de los bancos nacionales y su relación orgánica con la industria pesada. Sus argumentos, además de limitarse estrictamente a Alemania, no son aplicables a la Banca in­ternacional.

La influencia de Wall Street sobre los sucesos que tuvieron lugar en los años veinte parece ser demasiado reciente para que pueda ser estu­diada con objetividad. No existen casi dudas acerca de que su peso jugó en la balanza, predominantemente del lado de la moderación y de la me­diación internacionales, desde la época de los tratados de paz hasta el plan Dawes, el plan Young y la liquidación de las reparaciones en Lausana e incluso más tarde. Publicaciones recientes tienden a conferir un es­pacio especial al problema de las inversiones privadas, tal como sucede en la obra de Stanley que excluye explícitamente los préstamos a los Es­tados, emitidos por otros Estados o por inversores privados; esta restric­ción excluye de su interesante estudio una apreciación general de las fi­nanzas internacionales. El excelente trabajo de Feis, en el que nos hemos inspirado abundantemen-te, abarca esta cuestión prácticamente en su conjunto, pero se resiente también de la inevitable penuria de materiales auténticos, ya que los archi-vos de las altas finanzas no son todavía acce­sibles. El magnífico trabajo de Earle, Remer y Viner presenta también las mismas limitaciones.





Capítulo 4

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