Lo imposible



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El Egipto imposible (I):
La ruta hacia Sudán
 

 


 
21 de agosto; dirección Sudán.—Bajo la Gran Pirámide.—El día que rompimos el cerrojo.—Luz Verde.—¡No foto, no flash!—Los otros dioses: Ovnis y humanoides junto al Nilo.—Escafandras, tubos y manoplas.—Un Sputnik en Luxor.—La luz resplandeciente. ¡GUERRA SANTA! La copa de Karkadde —el dulce y rojo licor egipcio— se me resbaló entre las manos.

Nabbil Habbkar, un historiador musulmán de cien kilos en canal, me aproximó su cara redonda. La situación era de lo más confusa.

 

—¡Es la Guerra Santa anunciada!



 

No supe si su grito era de alegría o miedo. Y mejor no saberlo. Los camareros y la tripulación, todos árabes, subieron en apenas un minuto. Aquello era un tenso hervidero.

A mi lado, casi tumbado en los mullidos sofás del salón central del barco, Francisco Contreras —reportero de pura raza— me miraba con cara de no creer lo que estaba sucediendo. Alargó el brazo y subió el volumen del televisor. Aunque no entendiésemos el idioma atropellado y nervioso del locutor, las imágenes eran diáfanas. Hasta un niño comprendería el lenguaje internacional de las bombas.

Estados Unidos estaba atacando la capital de Sudán y algunos de sus pueblos, descargando sus cazabombarderos sobre diversos «objetivos». Las gentes sudanesas, pobres de solemnidad pero armadas hasta los dientes, salían empuñando los fusiles a las calles. Revueltas, tiros, explosiones… algunos se acercaban a la cámara, envueltos en túnicas y protegidos por el anonimato de la oscuridad y gritaban consignas y quemaban en la plaza la bandera americana.

 

—¿Qué dicen? —pregunté a un silencioso Aziz, el guía que hasta hacía unos instantes seguía como un hincha más el derbi Cairo-Alejandría, suspendido por el «avance informativo».



Gritan maldiciones contra los occidentales. Mal asunto.

Los dirigentes de Gran Bretaña y Francia —continuaba la televisión—muestran su apoyo unánime a Clinton en caso de un conflicto armado inmediato...

 

Las noticias parecían irreales. Allí estábamos un puñado de personas pegadas a la pantalla, sin hacer caso de los templos silenciosos que surgían a las orillas del río. Y tuve la impresión de que aquella iba a ser una noche demasiado larga.

 

—Rusia, sin embargo, ha realizado un comunicado oficial de urgencia en el que se muestra totalmente indignada y contraria a la intervención estadounidense...

 

Lo que estaba emitiendo la televisión era la viva imagen de una guerra a punto de comenzar. Un nuevo y temido conflicto entre dos mundos antagónicos.



Escuché el sonido de otra copa cayendo sobre la mesa. El gran amigo Enrique de Vicente —director de la revista Año Cero— se mesaba las barbas realmente preocupado.

Lo comprendí perfectamente.

Bajábamos por el trecho sur del Nilo, era de noche y a unos pocos kilómetros se encontraba Sudán.

 

21 de agosto. 0:45 horas

El barco detuvo su marcha. Salí a cubierta y abrí el cuaderno. Apoyé las piernas en la barandilla y observé a las gentes que se arremolinaban en el poblado egipcio donde habíamos parado repentinamente. Un grupo escuchaba apiñado en torno a un viejo transistor. Un coche de policía vigilaba. En la tienda de frutos secos, con los sacos en plena calle, discutían tres personas como si no estuviesen de acuerdo con lo que se avecinaba, y en el pequeño muelle un anciano de barba y pelo cano, como si estuviese ya cansado de la misma historia, bebía té hirviente con las babuchas colgando un palmo por encima del agua negra. De fondo, entre un palmeral que se detenía en el río más largo del mundo, aparecía un coloso. Una estatua de Ramsés que miraba al cielo.

Era un buen momento para hacer recuento de tantas aventuras y misterios vividos en el país de los faraones. El calor aún de madrugada asfixiaba, y tenía la completa seguridad de que aquel puñado de periodistas españoles nos encontrábamos en el peor de los sitios si el conflicto estallaba.

Agarré una Stella local helada —la cerveza nacional— y comencé a escribir. Estabamos en el país de todos los enigmas. Y, por fortuna, los habíamos exprimido a fondo. Quizá demasiado.

 

 



Bajo la Gran Pirámide

Ciento cuarenta y seis metros de altura —como el mayor rascacielos de Europa—, 230 de lado —tres veces un campo de fútbol—, 2.300.000 bloques de granito rojo y caliza y 2,5 millones de metros cúbicos de piedra.

Así de sencilla es la carta de presentación de la Gran Pirámide de Gizeh.

Y juro que, bajo su sombra, todo lo que hemos leído o visto en fotografías y documentales se queda en minucia. En pura insignificancia.

Me la imagino hace miles de años aquí mismo, en medio de la nada, con sus caras pintadas de rojo, resplandeciendo ante el asombro de los primeros egipcios que la miraban como ahora lo hago yo.

Parece una obra alzada por los mismos dioses.

La arqueología ortodoxa la ha amarrado para siempre —haya pruebas de ello o no— a la figura del faraón Kéops. Pero no hay una sola evidencia para pensar que esta séptima maravilla del mundo antiguo, la única que se conserva en pie, fuera siquiera una tumba. No hay jeroglíficos, restos humanos, funerarios, ni sarcófagos por ninguna parte. A ciencia cierta, nadie sabe absolutamente nada de ella, ni quién la construyó, ni cuándo ni cómo.


La Gran Pirámide de Gizhe, majestuosa, colosal, era nuestro objetivo. Llevaba demasiados meses cerrada en su propio secreto y no íbamos a marchar de allí sin descubrir lo que se cocía en su angosto interior.
Bajo su estructura, mirando de abajo hacia arriba hasta que duele el cuello, compruebo cómo los bloques oscuros, perfectamente cortados y situados en hileras —en un proceso que la ciencia actual ha sido incapaz de reconstruir con tecnología moderna— tapan el cielo.

Comprendo entonces una frase remota —quizá tanto como estas piedras— que de vez en cuando exclama algún viejo camellero de piel quemada: El hombre teme al tiempo, pero el tiempo teme a las pirámides. Y es que para muchos de estos hombres, las construcciones están aquí antes que nada, antes que nadie. Antes del mismísimo inicio de los días.

Propietaria de insólitos poderes, son cada vez más lo arqueólogos que afirman la posibilidad de que fuese un gigantesco centro ceremonial donde se produjesen todo tipo de experiencias psíquicas y espirituales al más alto nivel. Incluso, según me confirmaban en El Cairo, la compañía Swissair era la primera en realizar un cambio en la ruta de los aviones, ya que al pasar por las inmediaciones de la meseta de Gizeh —donde se encuentran las pirámides de ¿Kéops, Kefrén y Micerinos?— los aparatos en vuelo tenían constantes anomalías, como si estuviesen siendo afectadas por un potente campo electromagnético.

Diversas experiencias con víveres y objetos orgánicos, en palabras de reconocidos especialistas, habían demostrado un curioso proceso de «rejuvenecimiento», con lo que se daba rienda suelta a la teoría —muy en boga en los setenta— de que los faraones las utilizaban para ponerse a prueba, preparar su viaje a la muerte, o, incluso, para intentar retrasarla bajo los efectos del poder «piramidal».

Sea como fuere, lo cierto es que las polémicas en torno a la datación y función de las tres construcciones colosales de la IV dinastía, que no fueron superadas técnicamente por sus sucesores —dato que es realmente extraño por la lógica evolución del saber—, dan que pensar a un sinfín de arqueólogos y egiptólogos que las pirámides ya estaban allí cuando se asentó la primera gran civilización. Y sus hombres, asombrados ante aquella precisión magistral alzada en lo más seco del desierto, se dispusieron a imitarlas en honor a sus faraones. Pero no pudieron conseguirlo. De las más de ciento treinta pirámides que se levantan en territorio egipcio, curiosamente estas, las más antiguas, son las que se mantienen casi como el primer día. Otras dos, en Dashur, atribuidas a Snefru —padre de Kéops— se suman al misterio.

Las cinco desafían a todas las preguntas de todos los imperios que las han examinado. Desde Heródoto a Napoleón —quien salió temblando, pálido y ordenando que ningún biógrafo comentase su terrorífica experiencia en la llamada «cámara del Caos» en el interior de la Gran Pirámide— han intentado comprender aquella grandeza inexplicable.

Era comprensible que nosotros también lo hiciésemos. Y a pesar de que llevaba cerrada un año a cal y canto, suscitando misterio y polémica en medio mundo, decidimos poner en marcha una arriesgada operación. Teníamos que saber qué ocurría en las entrañas del monumento más enigmático de este planeta. Para eso estábamos allí.

 


El día que rompimos el cerrojo

Absolutamente prohibido. Esa fue la frase que inspectores, guías y policías nos repitieron hasta la saciedad. Las puertas se habían cerrado a cal y canto motivando mil y una preguntas que se vieron reflejadas en las portadas de publicaciones especializadas. Nadie sabía a ciencia cierta qué estaba pasando, pero las más variadas hipótesis habían estado revoloteando sobre la inmensa mole pétrea tejiéndola del halo de la incógnita. ¿Acaso se había descubierto algo de vital importancia que no debía ser conocido por el pueblo?

El 10 de marzo de 1998 fue la fecha elegida por el ministro de Cultura, Farouk Hosni, y el director de las Pirámides de El Cairo, Zahi Hawass, para anunciar al mundo entero que el cierre se haría efectivo entre los meses de abril y noviembre, aludiendo a la imperiosa necesidad de restaurar el interior de la construcción.

Envuelta desde entonces en una gran polémica por el secretismo con el que todas las operaciones se estaban llevando a cabo, comenzaron las supuestas reformas de alumbrado y canales de ventilación degradados por el paso del tiempo y la continua visita de millones de turistas. Así, un grupo seleccionado de obreros viajaban cada noche hasta las arenas de Gizeh con el instrumental preciso y bajo estricta vigilancia militar.

Las autoridades, desde el mismo día del inicio de las obras, fueron rotundas y tajantes. Se impidió el paso a cualquier persona exterior, a pesar de que reporteros de prestigiosas publicaciones como The Times o Newsweek intentaron entrar en el recinto sospechando que la realidad era muy distinta.

No en vano, desde 1993, momento en que el ingeniero alemán Rudolf Gantembrink introdujo por un canal de ventilación de la Cámara del Rey un pequeño robot provisto de cámaras llamado Upuaut —«el que abre las puertas», en egipcio— para descubrir lo que bien pudieran ser unas pequeñas entradas con pomos de cobre que cerraban el paso a estancias aún inexploradas, la idea generalizada de que la Gran Pirámide guardaba innumerables secretos se había hecho popular.

Pero la curiosidad, para nuestra desgracia, fue aplastada sistemáticamente por el férreo control que los guardias de seguridad, bien pertrechados con sus fusiles, ejercían sobre cualquiera que se acercase más de lo normal a las rejas de la entrada.

Durante varias jornadas nos «paseamos» discretamente por Gizeh para comprobar en nuestras carnes que «el búnker» en el que se había convertido la Gran Pirámide no era un hueso fácil de roer. Y la tensión subió enteros en nuestro pequeño «equipo.

Manuel Delgado inició en ese mismo instante el que bautizó como «plan A», es decir, intentar convencer a las principales autoridades para que dieran «luz verde» en nuestro camino. Pero, como era de esperar, no pudo ser. Tras un duro tira y afloja a casi cincuenta grados de temperatura, mostrando las más variadas acreditaciones y regalos, volvimos a oír la misma frase que acabó por derrumbar nuestra moral.

«Absolutamente prohibido.»

Habría que recurrir a otras fórmulas menos ortodoxas.

El Cairo. 0:05 horas

—¡My name is Crazy Taxi!

 

Taxi Loco. Y a buena fe que hacía gala de su apodo. Chilaba blanca hasta las chanclas y sonrisa que, de no ser por la estricta ley coránica, uno diría que se corresponde con los síntomas de la ingestión masiva de anís.



Un descuajeringado Peugeot 504 —el coche por excelencia de los cairotas—, el pie alegre para pisar el acelerador y una ciudad en penumbra con 13 millones de habitantes que bullen aún más cuando llegan las sombras. Ese es su territorio.

¡Ah!, y un dato clave: ni un solo semáforo.

Atravesar El Cairo —la ciudad más populosa de África— de noche es una de las experiencias más trepidantes que se pueden tener en esta vida.

Camellos, coches sin luces en dirección contraria, burros echados, giros en seco de autobuses que van sobrecargados y perdiendo las piezas, mujeres de negro que cruzan justo cuando hay más tráfico, la policía de espaldas jugando al backgammon —el juego nacional— o tomando un té de menta... el panorama es como el de un videojuego delirante. Y bien que lo disfruta nuestro particular Caronte mientras nos lleva a 110 por la Avenida de las Pirámides con destino a uno de nuestros refugios preferidos, el Tika, la moderna pollería donde el pan frito de torta árabe alcanza cotas sublimes.

Nuestro amigo, dando dos volantazos seguidos, está a punto de estamparse con un burro montado por un niño sin camiseta. Le hace gracia, ve que nosotros nos quedamos con la risa congelada y piensa que hacer ese tipo de peripecias le dará más bakshis —propina— al final de trayecto. Dicho y hecho, a partir de entonces se dedica a tocar la bocina —del Peugeot— y a perseguir infantes y mujeres que se remangan las túnicas para saltar de un brinco a la acera. Nos quedamos alucinados al comprobar que no frenaba ni un solo metro. Si la gente no se apartaba, él los atropellaba. Esa era la gracia. ¡Todo sea por el bote!, parecía gritar a carcajadas, girando la cabeza hacia atrás ante la inexistencia de espejo retrovisor.

El tráfico en El Cairo es el más alucinante del mundo. Es la ciudad del continente con más coches en circulación… y con menos permisos expedidos. Eso sí, jamás hemos visto un accidente.

Al final llegamos a nuestro destino con la sonrisa mellada de nuestro amigo como telón de fondo. Y por hacernos «la última» —los egipcios son serviciales por naturaleza— gira en una calle de ocho carriles haciendo una «u» perfecta a punto de estamparse contra un autobús y un camión con maderos. Quería demostrarnos que taxistas enloquecidos en El Cairo hay muchos, pero Crazy Taxi solo es él.

Con el vértigo en el cuerpo, sentados en las mesas blancas del Tika, preparamos nuestro definitivo plan de ataque.

 

Luz verde

Todo ocurrió muy rápido. El «Plan B» se había puesto en marcha.

El viernes, día de descanso para los musulmanes, era el único en el que la vigilancia flojeaba. Tan solo un inspector con cara de pocos amigos pululaba por las oficinas. Y los soldados montados en camellos parecían más preocupados en comentar las últimas noticias sobre una situación internacional que parecía suavizarse que en nuestro sospechoso caminar hacia la Gran Pirámide a la «hora prohibida». O sea, cuando no hay nadie por lo que abrasa el sol.

Nuestro «contacto» nos esperaba junto a la antigua entrada dinamitada de la pirámide. Allí donde la gruesa cancela preservaba el secreto.

Tras varios minutos de forcejeo verbal y alguna astucia que es mejor no narrar, escuchamos un «click» que nos dejó con la mirada fija al frente. El jefe de seguridad de la meseta, envuelto todavía en recelo y confusión, con cara de no saber ni qué le estábamos diciendo ni qué estaba él haciendo, había abierto el candado y una ristra de mortecinas bombillas flotando en la oscuridad nos mostraban el camino tortuoso.

En aquel momento, lo reconozco, quise plantarle un beso en la frente a Manolo. No sé cómo lo había hecho, aunque cuarenta viajes a la tierra de los faraones daban para conocer absolutamente todo de la mentalidad egipcia.

Y por un resquicio de esa conducta pudimos entrar.

El trato era claro. Quince minutos, no atravesar el primer pasillo y ni una sola foto. Pero no pudimos cumplirlo.

Mientras Manuel Delgado proseguía su discusión junto al túnel, entré a la carrera con Francisco Contreras como un galgo tras de mí, intentando captar a golpe de flas todo aquel desorden que se extendía a lo largo de la arteria de entrada.


Y se encendió una hilera de bombillas y nuestros corazones temblaron al unísono. Luz verde. Echamos a correr pirámide adentro. Éramos los tres únicos periodistas en el mundo en saber qué pasaba allí dentro.
(Foto Francisco Contreras.)
El túnel, realizado por Al Mohamad en 1860 y que hoy hace las veces de acceso principal, aparecía flanqueado por grandes sacos de cemento expansivo, centenares de metros de cableado y varias espuertas repletas de fragmentos rocosos. Daba la impresión de que estaban levantando parte de la pirámide. Y las primeras preguntas nos atraparon de inmediato mientras nos adentrábamos más y más en la oscuridad de aquel misterio vetado durante un año a todas las miradas del mundo. ¿Dónde y por qué se estaba excavando?

El tiempo transcurría veloz y nuestro paso a lo largo de la Gran Galería más bien parecía una carrera de obstáculos en la que había que sortear cascotes, cuerdas y diversas herramientas eléctricas. ¿Sería verdad el rumor extendido a nivel mundial de que un grupo japonés de arqueólogos estaban sondeando un nuevo pasadizo en el más absoluto secreto a la búsqueda de las pruebas definitivas sobre la autoría de la pirámide?

En ese momento Manuel Delgado, que ya se había unido a la escapada, no pudo evitar mostrar su asombro total. Allí había algo que no encajaba.


Manuel Delgado, Francisco Contreras, Enrique de Vicente y el autor en una vieja faluca en dirección a Sudán. Cuatro periodistas en el corazón del Nilo.
Junto al pasaje que conecta con la llamada Cámara del Rey se alzaba una gran escalera metálica que se internaba en una de las cámaras de descarga; un recinto por el que jamás pasan los turistas.

Y nuestras sospechas se acrecentaron, ¿qué clase de reformas se estaban efectuando en un lugar que no es visitado? ¿Acaso buscaban algo concreto en ese punto exacto?...

En la Cámara del Rey, corazón de la pirámide, aparecían dos andamios de grandes dimensiones ocupando una de las paredes laterales. Estábamos viendo algo que, excepto el equipo que allí trabajaba en secreto, nadie había podido contemplar.

En el interior del célebre tanque de granito, construido en una sola pieza con técnica prodigiosa, eran visibles varios envases de productos químicos que sin ningún orden aparecían esparcidos junto a fundas de plástico y cajas de cartón vacías. El espectáculo, sinceramente, deprimiría a cualquier amante de la arqueología.

Hurgando entre aquel batiburrillo de desechos fijamos nuestra mirada en lo que parecía un agujero de un metro y medio de ancho que se abría paso a unos palmos del supuesto «ataúd» vacío del faraón Kéops. Una gran piedra aparecía levantada y apoyada en una de las paredes mostrando un oscuro conducto que se perdía quién sabe si conectando con inexploradas galerías. Delgado, con los ojos desorbitados, buscaba la reja que siempre había taponado ese rincón. Pero esta no aparecía por ninguna parte. Era la demostración de que alguien se había internado por allí con algún motivo concreto, ¿acaso la comprobación de que todo el laberinto de subterráneos tenía un sentido y una finalidad? ¿Que aquello conducía al soñado lugar jamás encontrado hasta ahora?

De pie, observando a mis compañeros actuar rápido y sin hablar, recordé en un resplandor al prestigioso ingeniero germano Gantembrink y su descubrimiento. Y también cómo «lo «invitaron» a marcharse de Egipto, obligándole a callar su hallazgo. Allí, bajo la presión de dos millones de bloques sobre nuestras cabezas, me prometí saber qué pasó con aquel hombre desterrado y con el estrangulamiento de lo que podía ser uno de los descubrimientos del siglo.




El sarcófago o tanque de granito de la Cámara del Rey tal y como lo encontramos aquel día.
(Foto: Contreras.)
Disparé la cámara una vez más y, al diluirse el flas, un grito agudo me sacó del ensimismamiento. Era el inspector de guardia que ascendía sudoroso por la Gran Galería maldiciendo a todos nuestros antepasados. El tiempo se acababa. Y fue preciso entretener al perseguidor para que Delgado se internara raudo en la llamada Cámara de la Reina, donde unos más que curiosos conductos de ventilación llamaron poderosamente su atención. Según nos confesaría en el exterior, aquello tampoco era normal.

¡No foto, no flas!

Me cabían pocas dudas. Amparados en el secreto, estaban horadando la pirámide en busca de algo prohibido.

Intentando fotografiar todos los detalles que los enigmáticos obreros que acudían cada anochecer habían dejado como particular rastro de su presencia, llegamos de nuevo hasta la cancela por la que penetraba la tenue luz del exterior.

Parecía que la aventura había concluido, pero me equivocaba. Aún quedaba el último acto.

Los blancos uniformes de la policía egipcia iban a prolongar nuestra tensión más de lo deseado. Un bullicioso grupo compuesto por varios guías y funcionarios con cargo desconocido había logrado convencer a las fuerzas de seguridad de lo extraño de nuestra fugaz visita. «Hay tres occidentales dentro de Kéops» gritaban indignados desde abajo.

Uno de los policías militares, sin cortarse un pelo —tal y como es costumbre en este país— nos apuntó con el Kalashnikov desde la salida. En aquel momento, sabiendo que las imágenes que llevábamos eran únicas, en un movimiento casi instantáneo, cambiamos los carretes por otros no usados. Los «buenos» desaparecieron por un lugar poco decoroso.

Habíamos sido descubiertos, y la nada amable petición de nuestras cámaras generó una nueva trifulca. Estaban dispuestos a llevarnos al calabozo inmediatamente, al tiempo que un grupo de unos veinte árabes asistía jaleante a la inusual escena.

Hacía unas horas que Oriente y Occidente se habían enredado en los prolegómenos de una batalla y habíamos elegido mal momento para ser el blanco de las miradas egipcias en la Meseta de Gizeh.

Tras varios minutos de tira y afloja, mostrando como posesos las acreditaciones de enviados especiales como ultima defensa para nuestros carretes —y pidiendo perdón en todos los idiomas y dialectos posibles—, logramos apaciguar los ánimos. Nadie se entendía con nadie y nosotros solo veíamos los cañones de manufactura rusa y disparo certero apuntándonos cada dos por tres. Nadie parecía tener nada claro, y aprovechando la coyuntura, comenzamos a bajar los peldaños como si la historia no fuera con nosotros.

Al final, los hombres que coreaban nuestra detención se liaron en una gresca con los policías. Decían que ellos también querían entrar. Que tenían más derecho. Y quizá fuese cierto, pero gracias a la escandalera montada sobre la hilera de piedras de la pirámide logramos huir. Egipto es así. Imprevisible. Tragicómico.

Fieles a nuestra concepción del periodismo, habíamos logrado el objetivo, y camino del mítico hotel Mena House —escenario de películas de suspense como Muerte en el Nilo— respiramos por fin. No sabíamos qué ocurría dentro de la Gran Pirámide, pero allí habíamos estado para contarlo a nuestros lectores.

Lo más probable —pensaba caminando cuesta abajo por la hilera de asfalto que conecta con Gizeh— es que, aprovechando las obras de acondicionamiento se estuviesen «persiguiendo» las evidencias que empezaron a surgir tras la exploración de Gantembrink. Evidencias de lugares secretos quizá demostrativos de que la pirámide ni la construyó Kéops ni ningún otro faraón. Que era mucho más antigua.

Los fusiles enojados no nos permitieron descubrirlo, pero mientras las portadas de las revistas se preguntaban: ¿Qué ocurre en el interior de la Gran Pirámide?, nosotros teníamos dos carretes con este testimonio gráfico. Con todo lo que de verdad estaba pasando. Éramos los tres únicos periodistas en haber burlado el veto de la policía en el polémico año de clausura. Y, sinceramente, nos sentimos felices por haber sido consecuentes con nuestra concepción del reporterismo.

Los apuros, sin duda alguna, habían merecido la pena.

 


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