Lo imposible



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Un sensacional hallazgo

—Usted viajó a Tassili en diversas ocasiones después de la muerte de Lothe y, según tengo entendido, descubrió nuevos hallazgos de gran importancia... aunque apenas nada se ha hecho público en torno a ellos.

—Está bien informado, joven. Efectivamente. Fui allí solo y encontré nuevas cosas de las que no se sabe nada, entre ellas seres extraños de aparentes divinidades inanimadas que surgen en las escenas, entre bestias salvajes o cazadores. Son escenas de luchas y supervivencia donde aparecen unos hombrecillos que yo llamo «diablillos», de una época muy remota y de características realmente sorprendentes. Habrá más de un millar de imágenes absolutamente desconocidas, pero la investigación hoy en el lugar de los hechos es absolutamente imposible.

 

Los diablillos. Creo que Colombel percibió mi silencio significativo. Esos personajes, lo sabemos él y yo, no encajan en las escenas de la vida cotidiana de hace diez mil años. Probablemente si los hombres del Sáhara los habían pintado... es porque algún día aparecieron allí.



Sin mediar palabra, Colombel se levanta y coloca un rollo de mediano tamaño sobre una de las paredes lisas. Lo extiende con delicadeza y aparece, con nitidez perfecta, una de esas pinturas descubiertas por él donde, junto a una figura humanoide blanquecina, aparecen varias de pequeño tamaño y tono rojizo, provistas de enorme cráneo y elevándose hacia las alturas. Otras permanecen arrodilladas, como implorando...

Noto un nudo en la garganta. Que yo sepa, jamás aquellos calcos se habían desenrollado ante un periodista.

 

—Esta es de hace unos siete mil años —me grita Colombel señalando con la mano izquierda a uno de esos intrusos de otro tiempo—. Anterior a casi todo. Están realizadas con una sustancia blanca llamada caolín y en tonos ocres el resto de personajes. Pudieran ser brujos lo aquí retratado, entidades de ese mundo trascendente que se repite constantemente en escenas de gran realismo... ¿Quién lo sabe?



—A una gran figura se la llamó «El Gran Dios Marciano». ¿Sabe por qué el equipo de científicos la bautizó de ese modo?

—Hay una explicación para esto —me responde, mostrándome aquella imagen fantasmal de un hombre de seis metros tocado con una especie de escafandra—. En la época en la que descubrimos estas imágenes era muy popular el tema de los presuntos visitantes de otro mundo. Se recibían, aquí mismo, muchas cartas de personas que opinaban que seres como estos, inmensos, provistos de aparentes cascos relucientes, habían llegado hasta aquí. Algunos pensaban que los propios marcianos, ya que entonces se suponía que pudiesen llegar de ese planeta, habían realizado esas imágenes. También se pensó que esos seres habían sido retratados más o menos fidedignamente por aquellas culturas que quizá los hubieran visto en tiempo remoto. En realidad, todo son hipótesis, pero en un primer momento Lothe y el equipo designaron ese nombre por la increíble dimensión de la «criatura», mayor que cualquier otra pintura rupestre conocida en el mundo... y por el innegable aspecto de astronauta o extraterrestre. Fue también un modo de clasificarla dentro del increíble yacimiento de Yabbaren, el más sorprendente del que hayamos tenido jamás noticia.

 

¡Dejaron algo escrito!

El tiempo transcurre veloz entre aquellos lienzos desplegados mostrando todo su insondable universo. Y prácticamente cuando voy a dar por finalizada nuestra charla, con los bártulos a medio recoger y mientras fotografío aquel «bestiario prehistórico» sobre el que señalaban las manos sabias de Colombel a la búsqueda de posibles explicaciones, recuerdo al periodista navarro Juan José Benítez y sus investigaciones que vinculaban el célebre aterrizaje ovni de Los Villares en la provincia de Jaén[1] con una serie de símbolos pertenecientes a los antiguos dialectos beréberes, y no me resisto a preguntar por simple curiosidad...




Desenrollando los calcos Colombel va explicando ante el objetivo de mi cámara cosas que no habían visto nunca la luz. En la imagen, señalando una especie de plataformas volantes que sobrevuelan escenas del llamado «periodo bovidiano»
—Estas culturas antiquísimas que dibujaron a los extraños dioses que descendían del cielo, ¿dejaron algún tipo de mensaje? ¿Reflejaron en la arenisca algún tipo de escritura?

El profesor permanece en pie. En silencio.

 

—Ya sé que oficialmente no —insisto—, pero en todos estos años, ¿se sabe algo nuevo?... ¿algo más?



 

La figura de Colombel se estremece. En apenas unas milésimas de segundo su rostro cambia. Con gesto de complicidad pide raudo mi ayuda para desenrollar uno de los gruesos lienzos que, cubierto de polvo, permanece justo enfrente del lugar donde estamos sentados.




Impresionantes imágenes tomadas por la expedición de 1978, encabezada por el gran investigador Rafael Brancas, del extraño ser de la «escafandra» atrayendo a un grupo de mujeres hacia un objeto esférico.
La exclamación «esto es lo que yo he descubierto» me deja petrificado y a la escucha...

 

—Efectivamente —dice sofocado y extendiendo la tela a lo ancho de la pared—, se tenía por seguro que estas culturas no nos dejaron nada escrito. Pero las pacientes investigaciones que he llevado a cabo en silencio en estas dependencias me han llevado a descubrir una especie de escritura muy primitiva que aparece en una serie de escenas como esta...



 

Sobre una pintura del llamado «periodo bovidiano», que nos remonta a más de seis mil años, mucho antes de la aparición de las escrituras egipcias o babilónicas [2], aparecen perfectamente nítidos una serie de signos compuestos por barras, círculos y puntos que reflejan un mensaje críptico y desafiante.

Esa era la noticia.

De color ocre y surgiendo desde la parte superior de la escena sobre unos cazadores espigados que las observan caer de las alturas, unas columnas de misteriosos caracteres surgen con todo su esplendor como llegadas del cielo...

Colombel, en cuclillas, se mesa los cabellos y me mira con tono serio mientras vuelvo a colocar la grabadora a su vera y a toda prisa:

 

—Amigo, esto es un tipo de escritura realmente sorprendente. Está conformado por círculos, barras y puntos dispuestos de tal modo que generan un mensaje, que expresan una acción. Ahí están perfectamente dibujados.



—¿Y qué sentido puede tener este antiquísimo mensaje?

—Eso no lo sabemos. Estamos estudiándolo profundamente con un equipo de lingüistas y no podemos aventurarnos. Pero es algo sensacional. Recuerda en parte a la escritura actual de los tuaregs, un pueblo sahariano de origen beréber... pero no hemos podido encontrar un sentido concreto lingüístico. Algunos de esos caracteres tienen un significado por separado, eso es lo que parecen indicar las investigaciones. Pero el conjunto en sí no podemos descifrarlo. Es algo que se puso allí, junto a las extrañas pinturas, con algún objetivo. Para decir algo que ocurrió.

—Algo que pasó allí hace seis mil años, cuando el mundo estaba en el Neolítico, algo que quisieron perpetuar de algún modo.

—No son textos —se reafirma al profesor—, sino que ideográficamente se puede estar conmemorando algún hecho o se hace una representación de algo...

—¿Pueden estar haciendo alusión a los gigantes y dioses que bajaron del cielo?

—Eso nadie lo sabe. Lo que sí hemos podido averiguar en este sistema de signos es que aparece el «yo» y posteriormente un modo de representar un hecho. Podríamos estar hablando, si es una escena de caza, de algo así como «yo he cazado este animal». O si aparecen otros personajes sería: «yo adoro a», o algo similar. Realmente es un mensaje que acabamos de descubrir, que puede ser de vital importancia, del que no se sabía nada... y del que seguimos sin saber realmente nada. Solo que está ahí.

El fogonazo del flas ilumina aquella superficie donde aparece la escritura «imposible». Me quedo mudo observando aquel secreto. Sin comprender bien por qué me lo están dejando «retratar». Algo no me encaja.

 

—El que un sistema de escritura anterior a los conocidos aparezca en el desolado desierto es algo realmente importante. ¿Algo que incluso puede dar un vuelco a lo que conocemos sobre las culturas de nuestro pasado más remoto?



—Yo creo que los pobladores de Tassili dejaron una escritura al uso. Creo que todo, absolutamente todo esto, transmite un mensaje.

 

La voz de Colombel está acompañada ahora de una peculiar angustia. La de la emoción...



 

—El conjunto de los hallazgos de Tassili —prosigue— es un mensaje que quizá no lleguemos nunca a comprender. Pero esto nos demuestra que hay muchas cosas que desconocemos completamente del pasado de esa extensión que es el Sáhara. Allí ocurrieron cosas...

El científico me sonríe de nuevo como si ya no pudiese contarme más y prosigue la labor de enrollar aquel lienzo desestabilizador que por unos instantes ha estado abierto a nuestra mirada.

El tiempo había finalizado y Colombel, como cada jornada, debía volver a su labor de encerrarse en aquel departamento para el estudio de una de las más incoherentes y desafiantes huellas de nuestro pasado.

 

—Espero que algún día usted sí descubra este mensaje —digo y deseo a mi afable interlocutor mientras vuelvo a estrechar su mano con firmeza.



—Se lo agradezco, aunque, para serle sincero..., no creo que lo consigamos nunca.

 

Volví a calarme con la lluvia de París, con su noche plagada de luces y anchas avenidas. Las investigaciones que inicialmente tenía previstas en la Ciudad de la Luz habrían de esperar. Ya solo tenía sitio en mi alma para este misterio. Y una sola pregunta me taladraba lentamente el cerebro. Estaba seguro de que Colombel y los estudiosos de esos calcos algo sabían del mensaje que había tenido ante mis ojos. Algo que quizá era demasiado grave para confesar a un simple periodista. Y prometí que la investigación no quedaría varada en ese punto. A unos dos mil kilómetros al sur, en Granada, me esperaban nuevas revelaciones.



 

Madre, Orión, Miedo...

Respiré al comprobar que aquellas letras rojas aparecían en las diapositivas.

Juan Vallejo y J. J. Benítez se entusiasmaron. Las primeras copias, nada más comprobar que a pesar de las deficientes condiciones de luz del sótano habían resultado legibles, se las remití a mi maestro en esto del periodismo.

Y a Juanjo le pareció aquello algo sensacional.

Por otra parte, otro envío fue a parar a Vallejo, amigo y compañero en las labores informativas que en aquel momento, además de vérselas con crímenes satánicos ocurridos en las intrincadas callejas del Albaicín, o con el siniestro poltergeist que acechaba en el conservatorio granadino, era uno de los estudiosos que mejor conocía todo lo relacionado con el antiguo mundo beréber. Y a él fue a parar el segundo envío con aquel misterioso descubrimiento hallado por «casualidad» en las entrañas del Museo de París.

Cuando me pude entrevistar con él, tras haber realizado el primero de los exhaustivos análisis, mi colega no pudo reprimir su preocupación...

 

—¿Iker, esto tienen que saberlo? Te han engañado. Seguro que saben el significado de lo que aquí se escribió...



 

Me sentí confundido.

 

—Mira —prosiguió embalado y algo nervioso—, yo he realizado todos los estudios con un prestigioso antropólogo marroquí y no nos cabe duda de que algo deben ocultar. Hay un mensaje claro en esas imágenes. Y ellos son los primeros que tienen que saberlo. No te lo han querido decir... pero aquí está.



Y era cierto lo que sentenciaba mi colega. Para los especialistas no cabían mayores dudas. Lo que nadie sabía, lógicamente, es qué demonios pintaba aquello dos mil años antes de que los sumerios comenzaran a escribir en cuña por vez primera en la Historia.

Los análisis fueron llevados bajo la batuta del antropólogo y fundador del Centro de Estudios Mediterráneos, Rachid Raha, posiblemente la persona que mejor conoce las raíces y evolución de las escrituras de los hombres del desierto. Y aquello, según sus resultados, era algo completamente fuera de lo normal.

Vallejo me extendió el informe una tarde de invierno entre el bullicio de la redacción de Enigmas. El resto del equipo, sumido en el tecleo y en los teléfonos, permanecía ajeno.

Unas cuantas hojas se deslizaron por la mesa hasta llegar a mis manos.

Según rezaba el dossier, aquello era tifinagh, una antiquísima escritura beréber. Y en ella aparecían, sin lugar a dudas, las palabras «Madre», «Orión» y «Miedo».

Di un salto sobre la silla.

Las consultas a la obra Dialecte de L’Ahggar, de Jean Marie Cortade, demostraban a las claras que estos símbolos expresaban de por sí esos términos como en un ideograma o jeroglífico. Cada signo una idea, una acción.

Y los tres aparecían en mi fotografía.

Concretamente «Orión» era la única referencia estelar que nos dejaron los antiguos beréberes a lo largo de su historia. Las tres estrellas de la resplandeciente espada del firmamento fueron sintetizadas por estos nómadas en su lenguaje como Amanar. Y Amanar era el símbolo que allí aparecía.

Otra cosa bien distinta era analizar el sentido de aquel mensaje. Escrito en dos hileras, no había forma de saber en qué dirección debía ser interpretado. Podía hacerse de arriba abajo o de derecha a izquierda. Y se desconoce si tendría una continuación o eran fragmentos de otro texto más largo.

Siguiendo las técnicas del filólogo francés G. Mary, Raha y Vallejo no tuvieron dudas de que aquello era un dialecto tamazigh. El problema es que en la Antigüedad había trescientos distintos, con sus complejas simbologías.

A pesar de todo, las conclusiones del estudio eran rotundas: era escritura líbicatuareg, excepto dos signos que pertenecían al sahariano antiguo.

—La datación oficial de esta primitiva escritura —me dice Juan, llevándose un pitillo a la boca e interrumpiendo mi lectura— es del 2000 antes de Cristo. Esto es un hecho que ya de por sí debía de ser rectificado ante la aparición de estas fotografías.

 

Sentí vértigo.



El texto de la columna número uno decía exactamente:

Tu miedo Orión. Tú enseñas a prever.

En la columna número dos, de la que probablemente faltaba algún carácter, aparecían las siguientes letras-símbolo:



Quienes continúan se les da el nombre de Madre. Miedo piensan irse.

No pude dormir. En la soledad de mi despacho miré hacia la noche estrellada y fría. ¿A quién llamaban Madre? Y, sobre todo, ¿qué papel jugaba la constelación de Orión en las primeras letras plasmadas por la humanidad?

Aquella aventura había frenado en seco. Colombel, como en un juego, me había enseñado tan solo la punta de un misterioso iceberg. Una «golosina» informativa surgida tras medio siglo de estudios en silencio. De Tassili al Museo de París, y viceversa. Me dio la impresión de que al mostrarme el descubrimiento había llegado al límite. A partir de entonces, profundo silencio.

Las investigaciones posteriores, refrendadas por unas recientes filmaciones australianas, confirmaba que debía de haber más escrituras en Yabbaren. Exactamente junto al Gran Dios Marciano.

Abrí la ventana y saqué medio cuerpo. Allí estaba el cinturón de Orión.

Una sensación extraña, pero vieja conocida, me invadió de los pies a cabeza.

Oficialmente, aquello que había fotografiado en París no existía.


Madre, Orión, miedo..., dos ristras de símbolos escritos son el último descubrimiento del emplazamiento de Tassili. Aquellos hombres dejaron cosas escritas. Palabras que hacían referencia a estrellas lejanas y a sentimientos de pavor. Es probablemente una de las crónicas más antiguas de la humanidad.
 

1 La investigación de este incidente, en Enigmas sin resolver I, Editorial Edaf.

 

2 La escritura es la representación gráfica del lenguaje por medio de símbolos (ideogramas) o signos (letras). No se sabe a ciencia cierta cuándo surge y cuál es la primera escritura totalmente estructurada. Actualmente se supone que las primeras referencias de la escuela ideográfica aparecen hacia el 3000 a. de C. mediante la pictografía sumeria, una lengua muerta, probablemente la primera de tipo escrito realizada de modo cuneiforme (cuñas) sobre tablillas de barro. En el continente africano es de vital importancia la escuela del Bajo Egipto, activa también en ese milenio. En Tassili, en las pinturas más «modernas», existe una influencia de Egipto, sin embargo el descubrimiento de este código escrito de signos muchos miles de años antes puede dar un vuelco a lo que sabemos del pasado africano. Y es que ¿pudieron ser en realidad los egipcios seguidores de una corriente que se gestó inicialmente en las arenas del Sáhara? Esas barras y círculos descubiertos por el director del departamento de Prehistoria, Pierre Colombel, tienen la respuesta.



TURQUÍA:
EN LA BARRIADA DE LOS MUERTOS VIVOS
No tenemos ni idea de cómo pueden conciliarse los datos de ese mapa con el supuesto nivel de conocimientos geográficos en 1513.

 

Teniente coronel Harold Z. Ohlmeyer, Octavo Escuadrón Técnico de las Fuerzas Aéreas Estadounidenses, refiriéndose al plano del Almirante turco Piri Reis.
9
Eyup: La barriada
de los muertos vivos
 

 


 
Café Loti.—Caminando por el Kosmidion.—El resucitar de los decapitados.—Un mapa en Estambul.—En un pellejo de gacela.—El turco que se adelantó a la Historia. DESDE ESTA MESA se ve todo el Cuerno de Oro, las estancadas aguas que dividen Europa y Asia. Un barco herrumbroso se para bajo un puente igual de oxidado que su casco. Hasta el mar, miles de tumbas blancas y antiguas se deslizan en hileras por el inmenso precipicio.

El aromático té de manzana turco baja con dificultad por la garganta cuando uno se encuentra en Eyup, un barrio donde gran parte de la «vecindad» lleva siglos bajo tierra y donde los difuntos forman parte de la vida cotidiana.

Para un occidental resulta chocante. Y mi rostro incrédulo, aunque intente disimular, no pasa desapercibido para los que me rodean. Un viejo Dacia amarillo me ha dejado en las faldas de este lugar racial y profundo, donde el espíritu del inmortal imperio otomano aún flota en el aire.

Mi estratégico rincón, junto al barranco que se despeña hasta la misma orilla del Bósforo, es una desvencijada tabla del Café Pierre Loti, el hombre de letras convertido en mito y que se enamoró del lugar considerándolo en una de sus obras «el más bello del mundo».

Yo creo que exageraba. O quizá no había visto demasiado mundo.

Apuro de un trago el hirviente líquido y pongo varios miles de liras turcas en el tapete. Una de las cosas que tiene este país, dada la fracción monetaria —los billetes de seis ceros no son extraños— es que uno se siente repentinamente multimillonario.

Me dispongo a caminar, a bajar por la montaña para infiltrarme en la rutina de un lugar surrealista donde las gentes conviven, día a día, con la muerte...

A mi paso se alzan lápidas de todas las épocas y clases. Las de los pachás y los sirvientes, las de los guerreros y los ajusticiados. Y son ellas, como espigadas lascas de piedra que emergen de la tierra portando extrañas letras y mensajes, las que han ido formando con el paso de los siglos la estructura, el esqueleto en espiral de un lugar diferente a todos.

Aquí, en los confines de Estambul, en la metrópolis turca que por tres veces fue epicentro de la humanidad, huele fuerte a especias, cae el manto de la tarde y late el lento pulso de un barrio encaramado entre dos mundos, entre dos continentes... entre dos formas, en definitiva, de plantearse la existencia.


Cae la noche en Eyup. Las calles quedan desiertas. Solo se oye un rezo continuo. La gente se esconde entre las tumbas.
Al descender por Karyagdi Sokagi, la principal calleja que divide el barrio, compruebo cómo la vida ha irrumpido en un estallido que en Occidente tildaríamos de macabro, a lo largo y ancho del gigantesco cementerio. En los últimos siglos han ido surgiendo aquí y allá las viviendas humildes, los comercios, los puestos ambulantes donde encontrar un amplio surtido de amuletos y enseres contra el mal de ojo. Es francamente asombrosa la comunión entre las risas de los niños, que corren y se esconden entre las losas mortuorias, y los largos lamentos de aquellos que rezan, arrodillados ante los sepulcros de sus antepasados. Una amalgama que llega a ser fantasmal cuando la noche, tan negra como las galas que embozan completamente a las mujeres, van cubriendo el cielo y los candiles mortecinos comienzan a encenderse en las riberas de cada camino.


Dos niños juegan en su barrio lleno de tumbas de más de mil años.
Unas notas fúnebres, que salen de lo más hondo de la garganta, van apoderándose de la atmósfera.

 

Caminando por el Kosmidion

Lo que hoy se conoce como Eyup fue, ni más ni menos, que el Kosmidion —pequeño universo— de los bizantinos hasta 1453. Así designaron un lugar donde para el gran imperio de Oriente confluía la magia desde tiempo inmemorial.

Un enclave único en todo el imperio, que quedaba a un lado de Constantinopla y donde, designadas por brujos y visionarios de diversas regiones, se condensaban fuerzas malignas y positivas en permanente lucha.

Quizá por ello, considerado en las más antiguas crónicas como una verdadera puerta al más allá, fue su suelo el elegido para ser depositario de las mayores glorias. Los muertos más venerados, los héroes de cruentas batallas, fueron trasladados hasta el escabroso emplazamiento, generándose con el tiempo una inmensa necrópolis que jamás dejó de crecer, ya que tras la conquista otomana también se le consideró enclave sagrado.

Algo ocurría aquí, algo lo suficientemente significativo como para que uno a uno todos los «dueños» de la ciudad viesen esta «esquina de Estambul» como un punto de encuentro con la oración y lo sobrenatural. Un lugar donde, según las palabras de sus cronistas, «podían verse con asiduidad las efigies de los espectros y otras extrañas maravillas».

 

Ejemplo destacado de ello es la Eyup Sultan Camii, la mezquita y tumba de Eyup. Este recinto funerario, el más venerado de toda Turquía, es un auténtico santuario para todo el Islam, uno de sus emblemas más importantes, después de La Meca y Jerusalén, y donde aún perviven, como en una aislante burbuja, las esencias de un mundo remoto y violento.




Las gigantescas cabezas de las medusas fueron halladas sumergidas en el subsuelo del Kosmidion, siniestras guardianas del enclave sagrado.
Fue Mohamed II el que ordenó construirla en memoria de Eyup-ul-Ensari, portaestandarte del ejército omeya que asedió la ciudad y compañero del profeta Mahoma. Según cuentan los polvorientos legajos, Eyup cayó en las murallas de Constantinopla —antigua Estambul— entre el año 674 y 678. Durante casi ocho siglos la tumba sagrada, que según la tradición despedía ciertos destellos inexplicables, desapareció misteriosamente y fue encontrada de nuevo en circunstancias extrañísimas.


En lugares destartalados duermen piezas de infinito valor arqueológico. Enterradas bajo Eyup surgen día a día infinidad de esculturas funerarias de difícil catalogación.
Fue el historiador Evliya Çelebi el que aseguró en sus escritos que el sepulcro apareció de modo sobrenatural, envuelto en un halo de luz y siendo encontrado, flotando sobre el suelo, por los aterrados generales del sultán Fatih Mehmet. El impacto en la sociedad turca de la época fue tal que se consideró recinto santo el lugar y se crearon viviendas y mercados anexos para que algunos privilegiados se asentaran junto a los restos del soldado milagro.

La tierra, hoy yerma y ocupada en su mayor parte por los nichos, fue fértil hace siglos. Y respetada y adorada por todas las culturas que aquí se asentaron, como en esos «puntos calientes» repartidos por enclaves muy concretos del mundo que, por una actitud antropológica difícilmente explicable, el hombre consideró «diferentes» porque en ellos no cesaban de producirse prodigios únicos

Por referencias de viajeros árabes anteriores sabemos que en este mismo lugar los propios bizantinos imploraban lluvias a las fuerzas que en el Kosmidion se concentraban... y de épocas más antiguas nos quedan diversos restos funerarios que diversas civilizaciones han ido depositando en el lugar. Piezas de siniestro aspecto, cabezas extrañas e inconexas con el entorno, que han sido llevadas a museos y otros lugares de la populosa Estambul.

No es extraño, por lo tanto, que precisamente aquí, en este epicentro de culto, se haya mantenido viva desde el siglo XV la hostil llama del integrismo más radical. El barrio de los muertos se convierte hoy, por derecho propio, en un reducto no «contaminado» por las costumbres occidentales que, para la fe islámica, asolan el resto de Turquía. Es la pura y limpia reserva espiritual de este enclave entre dos mundos. Aquel donde a los muchachos se les enseña a dar la sangre para defender la afilada media luna de su bandera y creencias.

Por eso, tal y como están las cosas, no es el lugar más adecuado para las caminatas de un reportero foráneo.

Acelero el paso.

 


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