Los niños y la muerte


El duelo, catalizador para el crecimiento y la comprensión



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El duelo, catalizador para el crecimiento y la comprensión


Una gema no se pule sin fricción, ni un hombre se perfecciona sin pruebas. Proverbio chino

Los niños que crecen en una familia en que el padre o la madre padecen una enfermedad terminal tienen diferentes reacciones. En general afecta más a los adolescentes que a los niños pequeños, aunque depende en gran manera de la actitud de los padres, de que hablen abierta y francamente a sus hijos sobre las tormentas de la vida. Los niños a los que se les ha permitido asistir con la familia a la muerte de un abuelo o un pariente, acostumbran estar mejor preparados en el caso de que el día de mañana, el padre, la madre o un hermano padezcan una enfermedad terminal.

Cuando los adolescentes reaccionan ante la enfermedad terminal del padre o de la madre con una actitud insolente o indisciplinada, necesitan una extraordinaria comprensión por parte de alguien que no los juzgue, que comprenda que actúan así como defensa ante el temor a una pérdida inevitable.

Éste es el testimonio de una mujer, a la que de niña sus padres habían tratado duramente al morir su hermanito, y se sentía dolida desde entonces:

«Le escribí hace algunos años, explicándole que me esforzaba por aceptar otra vez la vida, tras un intento de suicidio. Y luego dos o tres cartas más hablando sobre mi enfermedad...

»Ayer vi su último libro, Living with Death and Dying, y lo compré. He empezado a leerlo, pero ahora le escribo para contarle mi primera experiencia con la muerte.

»Yo tenía diez años cuando murió mi hermano Danny, a los trece meses de edad. Tuvo una infección vírica y se deshidrató. Mis padres lo llevaron al hospital y murió una hora después de ingresar.

»Yo estaba en el colegio y, cuando regresé a comer a casa, pregunté a mi madre cómo estaba Danny. Me dijo que ya no estaba enfermo. Para mí eso significaba que se pondría bien. Le pregunté cuándo regresaría a casa, y me dijo que había muerto. Di media vuelta y fui a la sala de estar y allí me quedé. Pensaba que no podía ser verdad, que Danny no podía estar muerto. Luego empecé a decirme que no debía llorar, que era una niña mayor y que las niñas mayores no lloran. Mi madre me dijo que me quedé de pie inmóvil más de diez minutos y luego volví a la cocina y me puse a llorar. No recuerdo haber llorado nunca más.

»Llevaron a Danny a casa. Me levanté temprano, antes de que lo hicieran los demás y me senté frente a su ataúd, mirándolo. Hubo momentos en que me parecía que respiraba de nuevo.

»El día del funeral mi madre me mandó a casa de una vecina. Cuando regresé, Danny ya no estaba. Nadie me había avisado que no estaría ya cuando yo regresara, y yo confiaba en que aún se encontraría en casa. Parecía como si hubiese una fiesta, y no entendía por qué todo el mundo parecía tan contento cuando mi hermanito había muerto. Cuatro meses más tarde nos trasladamos a una nueva casa. Tenía la impresión de que sólo habían pasado un par de semanas. No recuerdo nada de esos cuatro meses que siguieron a su muerte.

»Doy gracias a Dios por su libro. Creo que todo el mundo debería leerlo. Habría que preparar a los niños para la muerte mucho antes de experimentarla, tanto si se trata de su propia muerte, como de la de otra persona. La muerte de Danny fue una experiencia traumática que constituyó el origen de mi enfermedad mental.

»Mi madre me infundió esperanzas de que Danny se pondría bien y luego me las echó por tierra. Nunca pude entender por qué me dijo que Danny estaba bien. Una vez se lo pregunté, y me contestó que, para ella, Danny estaba bien. Ya no se hallaba enfermo ni sufría. Pero a mí, a los diez años, no me parecía que muerto estuviese bien; su frase no podía tener más que un sentido.

»No recuerdo que me diesen ninguna explicación. Nadie me dijo que después del funeral se llevarían a Danny, pues en ese caso le hubiese dicho adiós antes de irme a casa de los vecinos. Quería ir al funeral, pero no me dejaron porque les parecía demasiado pequeña. Era un secreto el lugar en que enterraron a Danny. Pasaron por lo menos quince años hasta que supe con certeza dónde estaba enterrado.»

Compartir con los hermanos

Hay que animar a los niños, especialmente a los hermanos, a compartir con el enfermo el fin de sus días. Una madre me escribió hablando de sus tres hijas, dos de las cuales tenían la misma enfermedad por la que hacía poco había muerto su hermano de veintiún meses. Una de las niñas, de siete años, ya había sido hospitalizada unas cincuenta veces, y la otra, de cinco años, cerca de cuatrocientas veces, a causa de esa enfermedad, que provoca una rápida deshidratación. La hermana mayor, de nueve años, hasta el momento no había presentado ningún síntoma.

La madre explica cómo, al morir su hijito, ayudó a las niñas a aceptar su muerte:

«Aconsejados por los pediatras, llevamos a las niñas a ver al bebé a solas a la casa funeraria. M. preguntaba por qué no se levantaba y les hablaba, y quería darle un beso. Al día siguiente las llevamos al funeral que se ofició en la iglesia, pero no fueron al cementerio. En el funeral, D. (9 años) se emocionó mucho; L. (7 años) no expresó ningún sentimiento de palabra ni de obra sobre la muerte de su hermanito. L. y M. saben que tienen la misma enfermedad, y creíamos que L. sería la más afectada por la muerte del bebé. Suponíamos que M. (5 años) no lo entendería y por ello nos sorprendió en extremo su reacción al ingresar en el hospital tres días después del funeral. No quería ir, porque tenía miedo de morirse. No quería que me fuese (cosa que nunca había ocurrido antes) porque "a él lo dejé y murió".

»Diez días más tarde la llevaron en ambulancia a otro hospital... Luego la volvieron a trasladar. Tenía pánico de morir y no quería ir a la "tierra" con el hermanito, aunque lo quería. Regresó a casa un domingo por la noche. Dio vueltas por la casa y apenas durmió en toda la noche. El lunes estuvo muy callada y por la noche no quiso irse a la cama. Después de hablar mucho rato con ella, dijo que iba a ver a sus hermanas para saber si estaban bien, pues no habíamos ido a vigilar a su hermano y él había muerto. Durmió con nosotros, despertándose a cada hora... Además de la muerte de su hermanito creemos que concurren muchas causas, como su hospitalización de seis semanas justo después del funeral, que le hayan retirado todos los medicamentos que había estado tomando durante tres años, y que esta semana haya empezado a ir a un centro de preescolar, aunque siempre había ido a la guardería.

»Como usted me sugirió, hablé con ella sobre el deseo de alejarse de la gente. Al cabo de un rato me dijo que a veces lo sentía, y le recalqué que no tenía nada que ver con la muerte de su hermanito. Ahora parece estar un poco mejor, más abierta, menos apocada; hoy ha dormido casi toda la noche y creo que se irá a su habitación pronto.

»Como dije antes, las dos niñas saben que tienen lo mismo que tenía el bebé. L. no manifiesta ningún tipo de emoción; me pregunto si eso es normal. Es evidente que en los últimos cuatro años nuestro hogar no ha sido normal, pues siempre ha habido una u otra cría hospitalizada...»

Al responder a esta valerosa mujer, le expresé ante todo mi admiración por mantener su familia unida en semejante trance, tan prolongado. Y agregué: «[Sus hijas] se comportan normalmente teniendo en cuenta las circunstancias en que viven. Los niños perciben la ansiedad de los padres, pero también perciben cuándo pueden hablar con tranquilidad de esas cosas». Ayudó sobremanera a sus hijas, no sólo llevándolas a solas a la casa funeraria para ver al bebé que acababa de morir, sino también permaneciendo con su hija hospitalizada y asegurándole que no la dejaría, un temor natural sobre todo cuando se está enfermo. También habló con sus hijas sobre una posible vida más allá, utilizando la metáfora de la crisálida del capullo de seda y la mariposa, para que no asociasen la idea de la muerte con estar bajo tierra, sino arriba, en el cielo.

Cuando los niños enferman o deben ser hospitalizados, lo que les preocupa sobremanera es que los separen de sus padres. Se debería permitir que los padres visitasen a sus hijos enfermos cuanto quisieran.

A la edad de tres o cuatro años, además de temer la separación, los niños empiezan a temer una mutilación. Es cuando empiezan a ver la muerte a su alrededor. Quizá ven que un coche arrolla a un gato o un perro, o que un gato despedaza un pájaro, y asocian la muerte con un cuerpo mutilado y horrible. También es el momento en que adquieren conciencia de sus cuerpos y se sienten muy orgullosos de ellos. Los niños descubren que tienen algo que las niñas no tienen; quieren ser grandes y fuertes como Supermán, o como papá. Cuando se les va a sacar sangre, chillan como si los fuesen a mutilar. A menudo los padres sobornan a sus hijos, prometiéndoles todo tipo de juguetes si no gritan y sentando un precedente especialmente perjudicial para los niños con leucemia o enfermedades similares, que remiten y recaen. Los niños perciben en seguida que cuanto más lloran, mayor es el juguete.

Somos de la opinión de que hay que tratar a los niños abierta y francamente, sin prometerles juguetes si se portan bien y avisándoles cuando les van a hacer algo doloroso. No sólo les deberían explicar lo que les van a hacer, sino también enseñárselo gráficamente. Para ello solemos utilizar una muñeca o un oso de peluche, y así los niños saben exactamente lo que les espera. Eso no significa que luego no lloren cuando les ponen una inyección o cuando hay que hacerles pruebas de médula ósea, pero saben que se ha sido franco con ellos y aceptan el tratamiento mucho mejor que si se les ha mentido al principio de una seria enfermedad.

Después de experimentar ese miedo a la separación y la mutilación, los niños empiezan a hablar sobre la muerte como algo temporal. Es un concepto esencial, que los adultos deberían comprender mejor. Ese miedo a la muerte como suceso temporal se da a la misma edad en que los niños suelen sentirse indefensos ante una mamá que siempre dice no. Sienten enojo, rabia, impotencia, y la única arma de que dispone un niño de cuatro o cinco años es desear que su mamá se muera. Esto significa básicamente: «Ahora muérete porque eres una mamá mala, pero dentro de dos o tres horas, cuando tenga hambre, te dejaré levantar para que me prepares mi merienda preferida». Eso es lo que quiere decir «creer en la muerte como algo temporal». Mi hija, cuando tenía cuatro años, reaccionó de modo similar cuando enterramos un perro, en otoño. Me miró y me dijo:

—No es tan triste. En primavera, cuando tus tulipanes salgan de la tierra, él también se levantará y vendrá a jugar conmigo.

Creo que es importante que los niños crean esto, aunque desde el punto de vista científico no es correcto. Es como decirle a un niño que no existen los Reyes Magos cuando aún necesita creer en ellos.

Una madre de California comparte con nosotros la reacción de su hija de cinco años ante la muerte de su hermano. A la madre le parece muy curioso que desde entonces la niña se haya interesado obsesivamente por la magia; quizá buscaba una manera de que «todo fuera mejor». Nueve meses después de la muerte de su hijo, esta mujer expresó con este poema la reacción de su hija:




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