Alejandro dumas



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-Monseñor -exclamó el duque de Guisa-, al dar las gracias a Vuestra Alteza por las palabras que acaba de pronunciar, creo deber ad­vertirle que todos los que le rodean son hombres adictos, no sólo a los principios que profesa, sino a su persona misma, de lo cual el final de esta sesión podrá convencer a Vuestra Alteza más profundamente de lo que piensa.

El duque de Anjou se inclinó y al recobrar su posición habitual di­rigió una mirada de inquietud a la asamblea.

-jOh, oh! -se dijo Chicot-, mucho me engaño o todo lo que hasta ahora he visto no era sino el preámbulo de otra cosa que va a pasar aquí, más importante que to­das las tonterías que se han hecho y dicho hasta ahora.

-Monseñor -dijo el cardenal, que había advertido la mirada in­vestigadora del príncipe-, si Vues­tra Alteza abriga algún temor, los nombres solos de los que le rodean, bastarán, así lo creo, para tranqui­lizarle. Aquí tiene Vuestra Alteza al gobernador de Aunis, a M. d'En­tragues, el joven M. de Ribeirac y M. de Libarot, gentileshombres, a quienes Vuestra Alteza conoce muy bien que son tan valientes como leales. Aquí están así mismo el vizconde de Castillón, el barón de Luisiñán, M. Crucé y M. Leclerc, todos penetrados de la sabiduría de Vuestra Alteza y satisfechos de mar­char bajo sus auspicios a la eman­cipación de la religión santa y del trono. Nosotros recibiremos, pues, con gratitud, las órdenes que Vues­tra Alteza tenga a bien darnos.

El duque de Anjou no pudo disi­mular un movimiento de vanidad, al ver que los Guisas, tan orgullosos que ante nadie ni por nada se hu­millaban, hablaban de obedecer.

El duque de Mayena añadió:

-Sois, monseñor, por vuestro na­cimiento y sabiduría el jefe natural de la santa Unión: Vuestra Alteza nos dirá cuál es la conducta que debemos observar respecto a esos falsos amigos del rey, de que ha­blamos en este momento.

-Nada más sencillo -respondió el príncipe, con esa especie de exal­tación febril que hace las veces de valor en los hombres débiles-; cuando crecen en un campo plantas parásitas y venenosas, que impiden recoger una buena cosecha, es nece­sario desarraigar esas malignas hier­bas. El rey está rodeado, no de ami­gos, sino de cortesanos que le pier­den y que excitan un escándalo con­tinuo en Francia y en la cristiandad.

-Es verdad -dijo el duque de Guisa con voz sombría.

-Y además, esos cortesanos -re­puso el cardenal-, nos impiden, a nosotros que somos verdaderos ami­gos de Su Majestad, el llegar hasta su persona, como a ello tenemos derecho por nuestros destinos y por nuestro nacimiento.

-Dejemos, pues -dijo de repen­te el duque de Mayena-, dejemos a los vulgares hermanos, a los de la primera Liga el cuidado de servir a Dios: ellos sirviendo a Dios servi­rán a los que de Dios les hablan. Hagamos nosotros nuestro negocio: hay hombres que son enemigos nues­tros, que nos desprecian, que nos insultan, que faltan constantemente al respeto al príncipe a quien más amamos y que es nuestro jefe.

La frente del duque de Anjou se cubrió de rubor.

-Destruyamos -prosiguió Maye­na- destruyamos hasta el último de esa raza maldita, a quien el rey enriquece con los despojos de nues­tra fortuna, y encárguese cada uno de nosotros de mandar a uno al otro mundo. Nosotros somos treinta: vea­mos cuántos son ellos.

-Eso es pensar sabiamente -re­puso el duque de Anjou-, y vos ya tenéis cumplida vuestra tarea, M. de Mayena.

-Lo hecho ya no entra en cuen­ta -dijo Mayena.

-Preciso es, no obstante, dejar­nos a nosotros algo que hacer -dijo d'Entragues-. Yo me encargo de Quelus.

-Yo de Maugiron -dijo Liva­rot.

-Yo de Schomberg -dijo Ribei­rac.

-Bien, bien -replicó el duque de Anjou-, y todavía nos queda a Bussy, a mi valiente Bussy, que se encargará de algunos.

-¿Y nosotros? ¿y nosotros? -gritaron todos los demás circuns­tantes.

Adelantóse entonces M. de Mon­soreau.

-¡Hola! -dijo Chicot, que al ver el giro que iban tomando las cosas había dejado de reír-; aquí viene el montero mayor a reclamar también su parte.

Pero Chicot se engañaba.

-Señores -dijo M. de Monso­reau extendiendo la mano-, recla­mo un momento de silencio. Todos somos hombres de resolución, y sin embargo, tenemos miedo de hablar­nos francamente; somos inteligen­tes y no sabemos abandonar cier­tos escrúpulos. Señores, tengamos un poco de valor, un poco de deci­sión, un poco de franqueza. No es de los favoritos del rey Enrique de quien se trata; no es esa la dificultad que es opone a que nos acer­quemos a su persona.

-¿Pues cuál es? vamos, despacha -dijo Chicot, abriendo cuanto pudo los ojos y poniéndose en la oreja la mano en forma de embudo, para no perder una palabra de lo que se decía.

-El pensamiento que a todos nos fatiga -continuó M. de Monsoreau-, es el de la imposibilidad, ante la cual retrocedemos. El rey que nos han dado no es aceptable para la nobleza francesa, porque no lo son las letanías, el despotismo, la impotencia y las orgías, la pro­digalidad para funciones que hacen reír de desdén a toda Europa, la economía para todo lo concerniente a la guerra y a las artes. Esto no es ignorancia, esto no es debilidad: una conducta semejante, señores, no procede sino de locura.

Un fúnebre silencio acogió estas palabras del montero mayor.

La impresión que produjeron fue tanto más profunda, cuanto que cada uno de los concurrentes se decía a sí mismo secretamente lo que M. de Monsoreau había dicho en alta voz, de suerte que todos se estremecieron como si hubieran oído el eco de su propio pensamiento, que de todo punto estaba conforme con el del orador.

M. de Monsoreau, comprendiendo que aquel silencio no procedía sino de un exceso de aprobación, conti­nuó de este modo:

-¿Habremos de vivir bajo el im­perio de un rey loco, inerte y en­tregado al ocio en los instantes en que España atiza las hogueras, en que Alemania despierta a los viejos herisiarcas, adormecidos en sus som­bríos claustros, en que Inglaterra con su inflexible política corta las ideas y las cabezas? Todas las naciones trabajan con gloria en algo; nosotros nos dormimos. Señores, perdonadme que lo diga delante de un gran prín­cipe a quien disgustará tal vez mi temeridad, porque es de la familia; señores, hace cuatro años que somos gobernados no por un rey, sino por un fraile.

Al concluir estas palabras, la ex­plosión hábilmente preparada y con­tenida hacía una hora por la circuns­pección de los jefes, estalló con tanta violencia, que nadie habría reconocido en aquellos energúmenos a los fríos y prudentes calculadores de la precedente escena.

-¡Muera Valois! -gritaron to­dos-, ¡muera Fr. Enrique! denos por jefe un príncipe de la nobleza, un caballero, un tirano si es preci­so, pero no un cogulla.

-Señores, señores -repuso hipó­criticamente el duque de Anjou-, perdonad, yo os lo suplico, perdo­nad a mi hermano, que se engaña, o por mejor decir, a quien engañan. Dejadme aguardar, señores, que nuestros prudentes consejos y la efi­caz intervención del poder de la Liga le hagan entrar por el buen camino.

-Silba, serpiente, silba -mur­muró Chicot.

-Monseñor -repuso el duque de Guisa-, Vuestra Alteza ha oído (tal vez algo más pronto de lo que debía, más al fin lo ha oído) la ex­presión sincera del pensamiento de la asociación. No, no se trata aquí de una liga contra el Bearnés, espan­tajo de necios; no se trata tampoco de una liga para sostener la Iglesia; pues la Iglesia se sostendrá muy bien por sí sola; se trata de sacar a la nobleza de Francia de la abyec­ción en que se halla. Demasiado tiempo nos ha contenido el respeto que Vuestra Alteza nos inspira; de­masiado tiempo el amor que sabe­mos profesa Vuestra Alteza a su familia ha encadenado nuestros vio­lentos deseos dentro de los límites del disimulo; ahora ya no existe secreto para vos, monseñor, y Vues­tra Alteza va a asistir a la verdadera sesión de la Liga, sesión de que sólo es el preámbulo todo lo que acaba de pasar.

-¿Qué queréis decir, señor du­que? -interrogó el príncipe agitado, al mismo tiempo por el temor y por la ambición.

-Monseñor -continuó el duque de Guisa-, nos hemos reunido, como ha dicho juiciosamente el se­ñor montero mayor, no para discutir cuestiones ya bastante ventiladas en teoría, sino para ejecutar nuestros designios y poner en práctica nues­tros pensamientos. Hoy escogemos un jefe capaz de honrar y enriquecer a la nobleza de Francia; y como era costumbre entre los antiguos fran­cos, en circunstancias semejantes, hacer al príncipe a quien elegían un presente digno de él, nosotros ofre­cemos por presente al príncipe a quien hemos escogido...

Aquí todos los corazones palpi­taron, pero con menos fuerza que el del duque de Anjou.

Sin embargo, continuó mudo e inmóvil y sólo su palidez mostraba la emoción que lo agitaba.

-Señores -prosiguió el duque de Guisa, tomando de la silla de coro situada detrás de él un objeto bastante pesado, que levantó con las dos manos-, señores, éste es el presente que en nombre de todos ofrezco a los pies del príncipe.

-¡Una corona! -murmuró el du­que de Anjou, sin poder apenas sostenerse-, ¡una corona a mí, se­ñores!

-¡Viva Francisco III! -gritó aquella multitud compacta sacando las espadas, y con una voz que hizo retemblar los bóvedas.

-¡Yo, yo! -balbuceó el duque de Anjou, temblando a la vez de alegría y de miedo-. Pero si es imposible; mi hermano vive toda­vía; mi hermano es el ungido del Señor.

-Le destituimos -repuso el du­que de Guisa-, mientras llega la hora de que con su muerte sancione el Señor la elección que acabamos de hacer, o más bien, mientras llega la hora de que alguno de sus vasa­llos, cansado de un reinado tan sin gloria, mediante el puñal o el vene­no, anticipe la justicia de Dios.

-¡Señores -exclamó con voz muy débil el duque de Anjou-, señores!

-Monseñor -repuso entonces el cardenal-, fácil nos es dar res­puesta al escrúpulo tan noble que Vuestra Alteza acaba de manifestar; Enrique III era el ungido del Señor, pero nosotros le hemos depuesto; ya no es el elegido de Dios y en su puesto vais a serlo vos, monseñor. Este es un templo tan venerable como el de Reims, pues aquí han reposado las reliquias de Santa Ge­noveva, patrona de París, y aquí ha estado también enterrado el cuerpo de Clodoveo, primer rey cristiano. Pues bien, monseñor, en este templo santo, frente a la estatua del verda­dero fundador de la monarquía fran­cesa, yo, uno de los príncipes de la Iglesia y que sin loca ambición pue­do aspirar a ser un día el jefe, os digo: monseñor, aquí tenemos para suplir a la santa crisma un óleo san­to enviado por el Papa Gregorio XIII: monseñor, nombrad vuestro futuro arzobispo de Reims, nombrad vuestro Condestable y en un mo­mento seréis consagrado rey y vues­tro hermano Enrique, si no os en­trega el trono, será el usurpador. ¡Niño! enciende las luces del altar.

En el mismo instante, el monaci­llo que sin duda estaba aguardando esta orden, salió de la sacristía con una cerilla en la mano y poco des­pués veinte luces iluminaron el altar y el coro.

Viéronse entonces sobre el altar una mitra refulgente de pedrería y una ancha espada esmaltada de flo­res de lis: la una era la mitra ar­zobispal, la otra la espada del con­destable.

Entonces, en medio de las tinie­blas que apenas habían podido disi­par la iluminación del coro, vibra­ron los acentos del coro, vibraron los acentos del órgano entonando el Veni Creator.

Esta especie de peripecia, combi­nada por los tres príncipes de Lore­na, y para la cual el mismo duque de Anjou no estaba preparado, cau­só una impresión profunda en los concurrentes. Los animosos se exal­taron y los débiles se sintieron fuertes.

El duque de Anjou irguió la ca­beza y con paso más seguro y más firme brazo de lo que hubiera podi­do esperarse marchó directamente al altar, tomó con la mano izquierda la mitra y con la derecha la espada y volviéndose hacia el duque y el cardenal, que sin duda aguardaban este honor, ciñó la espada al prime­ro y puso la mitra en la cabeza del segundo.

Unánimes aplausos saludaron esta acción decisiva y tanto menos espe­rada, cuanto que todos conocían el carácter irresoluto del príncipe.

-Señores -dijo el duque de An­jou a los circunstantes-, dad vues­tros nombres al señor duque de Ma­yena, Gran Maestre de Francia: el día 'que me siente en el trono seréis todos caballeros de la Orden.

Redobláronse los aplausos y todos los concurrentes fueron dando sus nombres a M. de Mayena.

-¡Pardiez! -murmuró Chi­cot-: ¡buena ocasión para conse­guir el cordón azul! No encontraré otra semejante: ¡cuánto siento no poder aprovecharla!

-Ahora vamos al altar, señor -exclamó el cardenal de Guisa.

-M. de Monsoreau, coronel de mi guardia -dijo el duque de An­jou-, M. de Ribeirac y d'Entran­gues, mis capitanes, M. de Livarot, mi teniente, ocupad en el coro los puestos a que os da derecho el tes­timonio que a cada uno he encomen­dado.

Cada uno de los nombrados se dirigió al sitio que en una verdade­ra ceremonia de consagración la eti­queta le habría señalado.

-Señores -añadió el duque de Aujou dirigiéndose al resto de la asamblea-, me haréis cada uno una petición y yo procuraré que nadie quede descontento.

Entretanto el cardenal había pa­sado a la sacristía y vestídose los ornamentos pontificales. Acto segui­do salió con el óleo santo y le puso sobre la mesa.

Entonces hizo una seña al mona­cillo, el cual llevó el libro de los Evangelios y la cruz. El cardenal tomó el uno y la otra, puso la cruz sobre el libro y extendió la mano hacia el duque de Anjou.

El duque de Anjou, poniendo la mano sobre el libro, dijo:

-En presencia de Dios prometo a mi pueblo sostener y honrar nues­tra santa religión, como corresponde al rey cristianísimo y al hijo mayor de la Iglesia. ¡Así Dios me ayude y los santos Evangelios!

-Amén -respondieron a una voz todos los circunstantes.

-Amén -repitió el eco en las bóvedas de la iglesia.

El duque de Guisa, que como hemos dicho ejercía las funciones de condestable, subió los tres esca­lones del altar y depositó su espa­da en el tabernáculo. El cardenal la bendijo; luego la sacó de la vaina, y tomándola por la hoja se la pre­sentó al rey, el cual la asió por el puño.

-Señor -dijo el cardenal-, to­mad esta espada que se os da con la bendición del Señor, a fin de que con ella y auxiliado por el Espíritu Santo, podáis resistir a todos vues­tros enemigos, proteger y defender la santa Iglesia y el reino que os ha sido confiado. Tomad esta espa­da para que con ella hagáis jus­ticia, protejáis a las viudas y a los huérfanos, y reparéis los desórde­nes; a fin de que cubriéndoos de gloria mediante el ejercicio de to­das las virtudes, merezcáis reinar con aquél de quien sois imagen en la tierra, y que vive y reina con Dios Padre en unidad del Espíritu Santo, por todos los siglos de los siglos.

El duque de Anjou bajó la espa­da de manera que la punta tocase en el suelo, y después de haberla ofrecido a Dios, la devolvió al du­que de Guisa.

El monaguillo llevó un almoha­dón y le puso delante del duque de Anjou, el cual se arrodilló.

Después el cardenal abrió el co­frecillo de plata sobredorada, y con la punta de una aguja de oro sacó una partícula de óleo santo y la extendió sobre la patena.

Cogiendo luego la patena con la mano izquierda y levantando ambas manos sobre la cabeza del duque, dijo dos oraciones.

Concluidas éstas, tomó la santa crisma con el dedo pulgar y trazó una cruz en la cabeza del príncipe, diciendo:

-Ungo te in Regem de oleo sanc­tificato, in nomine Patris et Filii et Spiritus-Sancti.

Casi simultáneamente el mona­cillo limpió la unción con un pa­ñuelo bordado de oro.

Entonces el cardenal tomó con ambas manos la corona y la bajó sobre la cabeza del duque de Anjou, pero sin soltarla. El duque de Guisa y el de Mayena se llegaron uno a cada lado del príncipe y sostuvieron la corona.

El cardenal, teniéndola solamen­te asida con la mano izquierda, dijo bendiciendo al duque de Anjou con la derecha:

-"Dios te corone con la corona de gloria y justicia."

Luego, dejándola sobre la cabeza del príncipe, añadió:

-“Recibe esta corona en el nom­bre del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo."

El duque de Anjou, pálido y tem­bloroso sintió el peso de la corona en la cabeza e instintivamente llevó a ella la mano.

Resonó entonces la campanilla agitada por el frailecito, y todos in­clinaron la frente al suelo.

Pero en breve se levantaron blan­diendo las espadas y gritando:

-¡Viva el rey Francisco III!

-Señor -dijo el cardenal al du­que de Anjou-, desde hoy reináis en Francia porque estáis consagrado por el mismo Papa Gregorio XIII, a quien represento.

-Señores -dijo el duque de Anjou levantándose con aire de or­gullo y majestad-, no olvidaré ja­más los nombres de los treinta no­bles que han sido los primeros en considerarme digno de reinar en Francia, y ahora adiós, señores, Dios os tenga en su santa guarda.

El cardenal y el duque de Guisa se inclinaron; pero Chicot, que les veía de perfil, observó que ínterin el duque de Mayena acompañaba al nuevo rey hasta la puerta, los dos príncipes de Lorena se miraron uno a otro y se sonrieron con ironía.

-¡Qué diablo! -murmuró el gas­cón-, ¿qué significa esto? ¿De qué sirve el juego si todo el mundo hace trampas?

Entretanto el duque de Anjou lle­gó a la escalera de la cripta y des­apareció al instante en las tinieblas de la iglesia subterránea, adonde uno después de otro todos los con­currentes le siguieron, a excepción de los tres hermanos, que volvieron a la sacristía, mientras el portero apagaba las luces del altar.

El monaguillo cerró la puerta de la cripta y la iglesia quedó ilumi­nada por aquella lámpara, que sola, inextingible, parecía un símbolo des­conocido del vulgo y que quería dar a entender a los elegidos la celebra­ción de alguna iniciación secreta.

XXI. CHICOT, CREYENDO TOMAR UNA LECCIÓN DE HISTORIA, TOMO UNA LECCIÓN DE GENEALOGIA

Chicot se puso de pie en su con­fesonario para extender un poco las piernas, que tenía entumecidas. Pen­sando que la sesión a que acababa de asistir era la última, y siendo ya las dos de la mañana deseaba poder adoptar cuanto antes sus dispo­siciones para pasar el resto de la noche.

Grande fue, pues, su admiración, cuando vio que los tres príncipes de Lorena, apenas oyeron el chirrido de la llave en la puerta de la crip­ta, salieron de la sacristía, no ya con hábitos de frailes, sino con sus trajes de costumbre.

Al mismo tiempo el monacillo, al verles, soltó una carcajada tan franca y estrepitosa, que Chicot no pudo menos de reírse también, aun­que no sabía la causa.

El duque de Mayena se acercó precipitadamente a la escalera y dijo:

-Moderad vuestra risa, herma­na, no sea que os oigan, pues hace tan poco que han salido.

-¡Su hermana! -dijo Chicot que iba de sorpresa en sorpresa-: ¿lue­go es mujer ese frailecillo?

En efecto, el novicio se echó atrás la capucha y descubrió una cabeza de mujer, más hermosa y expresiva que ninguna de las que haya podi­do pintar nunca Leonardo de Vinci.

Tenía unos ojos negros, brillan­tes y alegres, pero que cuando di­lataban sus pupilas, ensanchaban su disco de azabache y tomaban una expresión casi terrible a fuerza de ser grave.

A esta perfección uníanse las de una boca pequeña con labios rojos y finos, una nariz de forma riguro­samente correcta, y en fin, una bar­ba redonda que terminaba el óvalo perfecto del semblante, un poco pá­lido, en el cual resaltaban como dos arcos de ébano dos cejas perfecta­mente trazadas.

Era esta mujer la hermana de los Guisas, madame de Monpensier, pe­ligrosa sirena, diestra en disimular, bajo el amplio hábito de fraile, la imperfección tan decantada de un hombro que tenía algo más alto que el otro, y la curva poco elegante de la pierna derecha que la hacía co­jear un tanto.

Debido a estas imperfecciones, ha­bíase alojado el alma de un demo­nio en aquél cuerpo, al cual había dado Dios una cabeza de ángel.

Chicot la conoció por haberla vis­to veinte veces en la corte de la reina Luisa de Vaudemont, su pri­ma: la presencia de aquella mujer y la de sus tres hermanos obstinados en permanecer allí cuando todos se habían ya retirado, anunciaban un gran misterio.

-¡Ah, hermano cardenal! -de­cía la duquesa de Montpensier en un arrebato de risa-, ¡qué santo varón parecéis! ¡y cuán bien habláis de Dios! Me habéis dado miedo, porque al principio creí que tomá­bais el asunto por lo serio.. . ¡Y el buen duque que se ha dejado untar y coronar! ¡Qué horrible estaba con la corona!

-No importa -repuso el duque de Guisa-, hemos conseguido lo que queríamos, y Francisco no pue­de ya desdecirse: Monsoreau, que sin duda tiene en esto algún oculto interés, ha llevado las cosas tan le­jos, que ahora nos hallamos seguros de que no nos abandonará, como abandonó a la Mole y Cotonnas, en mitad del camino del cadalso.

-¡Oh! -dijo Mayena-, ese es un camino que no se obliga a em­prender con facilidad a príncipes de nuestra estirpe: para nosotros siem­pre habrá menos que andar desde el convento de Santa Genoveva al Louvre, que desde la Casa de la Villa a la plaza de Gréve.

Chicot comprendió que se habían burlado del duque de Anjou, y como detestaba al príncipe, de buena gana, en pago de esta burla, habría abra­zado a los Guisas, exceptuando no obstante a M. de Mayena, y com­pensando esta falta con un abrazo más a Mme. de Montpensier.

-Trataremos de nuestro negocio, señores -exclamó el cardenal-, ¿está todo bien cerrado?

-¡Oh! yo respondo de ello -dijo la duquesa-; sin embargo, lo veré otra vez.

-No -observó el duque-, de­béis estar fatigado, precioso mona­guillo.

-No tal; mi destino era demasia­do divertido para que me cansara.

-¿Decís, Mayena, que está aquí? -interrogó el duque de Guisa.

-Sí.

-Yo no 1o he visto.



-Ya lo creo; está escondido.

-¿Y en dónde?

-En un confesionario.

Estas palabras vibraron en los oídos de Chicot como las cien mil trompetas del Apocalipsis.

-¿Quién está escondido en un confesionario? -decía-, ¡diablo! que yo sepa no hay nadie más que yo.

-Entonces, lo habrá visto y oído todo -prosiguió el duque de Guisa.

-No importa; ¿no es nuestro?

-Traédmele, Mayena -dijo el duque de Guisa.

Mayena bajó la escalera del coro, titubeó un momento a cuál confe­sionario se dirigía y después se en­caminó en línea recta al que por Chicot se hallaba ocupado.

Chicot, con todo su valor, no pudo impedir el castañeteo de sus dientes mientras Mayena se le aproximaba, ni el sudor frío que de la frente empezó a caerle sobre las manos.

-¿Qué es esto? -dijo entre sí procurando desenredar la espada de entre los pliegues del hábito-. ¡Dia­blo! no quiero morir como un bella­co metido en este cofre. Salgamos a recibir la muerte, y pues que la oca­sión se nos presenta, matémosle antes.

Y habiendo encontrado el puño de la espada, se disponía a realizar este valeroso proyecto, y tenía ya la mano en el cerrojo del confesio­nario, cuando oyó la voz de la du­quesa, que decía:

-No es en ese, Mayena, sino en el otro, a la izquierda, el de en medio.

-¡Ah, es verdad! -dijo M. de Mayena, y bajando la mano que ya tenía extendida para abrir el confe­sionario de Chicot, dio media vuelta y se encaminó al de enfrente.

-¡Uff! -dijo el gascón dando un suspiro que le habría envidiado Gorenflot-; ya era tiempo: ¿mas quién diablos está en el otro?

-Salid, maese Nicolás David -dijo Mayena-, ya estamos solos.

-Aquí estoy, monseñor -dijo un hombre saliendo del confesio­nario.

-¡Hola! -exclamó el gascón-, tú faltabas a la fiesta, maese Nico­lás; te he buscado por todas partes sin encontrarte, y al fin te hallo cuando no te buscaba.

-Lo habéis visto y oído todo, ¿no es así? -preguntó el duque de Gui­sa a Nicolás David.

-No he perdido una palabra, monseñor -rsepondió maese Nico­lás-; Vuestra Señoría puede estar seguro de que no olvidaré la más pequeña particularidad de lo que ha ocurrido.


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