El derecho administrativo


Por su parte, el art~culo



Yüklə 3,07 Mb.
səhifə8/51
tarix30.01.2018
ölçüsü3,07 Mb.
#41777
1   ...   4   5   6   7   8   9   10   11   ...   51

Por su parte, el art~culo 2.b) de la Ley de la Jurisdicción Conten­ciosoAdministrativa, de 27 de diciembre de 1956, reduce el acto de gobierno a «las cuestiones que se susciten en relación con los actos pol~ticos del Gobierno, como son los que afecten a la defensa del territorio nacional, relaciones intemacionales, seguridad interior del lEstado y mando y orga­nización militar, sin perjuicio de las indemnizaciones que fueren pre­cedentes».
En la exégesis de este precepto, el Tribunal Supremo tiene establecido con carácter general—sobre todo después de que los art~culos 24 y 106 de la Constitución impusieran la plena justiciabilidad de los poderes públi­cos—que, subjetivamente, los actos politicos son únicamente los actos del Consejo de Ministros y no de otras Administraciones o autoridades inferiores y que, materialmente, los actos pohticos se refieren a las grandes decisiones que afectan al conjunto del Estado, pero no a simples asuntos administrativos, incluso en materias delicadas como el orden público (san­ciones) o militar (ascensos, cursos, traslados, etc.), que son plenamente recurribles; también excluyó definitivamente del concepto de acto político a los reglamentos aprobados por el Gobierno y que la anterior juris­prudencia hab~a considerado como concreciones o expresiones de una determinada pol~tica para afirmar su irrecurribilidad. No queda, pues, más espacio para el acto pol~tico que aquel que es expresión de la función gubernamental propiamente dicha, es decir, los actos de relación inter­nacional y los actos constitucionales de relación entre los poderes públicos, tal y como vimos se admite hoy en el Derecho francés (Sentencias de 8 de enero de 1979, 26 de abril de 1980 y 30 de marzo de 1980).
No obstante, el acto pohtico o de gobierno demuestra una fuerte resistencia a su extinción, reapareciendo de vez en vez como un nuevo Guadiana fuera de los supuestos antes mencionados. Así, el Tribunal Supremo, apartándose de los anteriores criterios más generales, ha cali­ficado como acto político exento del control judicial un acuerdo tácito del Consejo de Ministros desestimatorio de la pretensión de que pro­cediese de conformidad al aruculo 100.1 de la Ley de Arrendamientos Urbanos a la adaptación bianual de rentas (Sentencia de 6 de noviembre de 1986); asimismo, ha considerado acto pohtico el del órgano de gobierno de una Comunidad Autónoma, la Junta de Castilla y León, que fijaba la capitalidad de ésta, y que el Tribunal Supremo califica de ·(Sentencia de 30 de julio de 1987).
Ultimamente, sin embargo, el Tribunal Supremo admite en algunos casos la justiciabilidad de los actos pohticos o de gobierno que deno­
minar~amos juridifcados o administrativizados. As~, los actos pohticos o de gobierno son susceptibles de control judicial cuando contengan "ele­mentos reglados establecidos por el ordenamiento" (Sentencia de 22 de enero de 1993), cuando el legislador haya definido mediante conceptos jur~dicos asequibles los hmites o requisitos previos a que deban ajustarse dichos actos, o finalmente cuando el acto esté sometido a un régimen de reglamentación administrativa.
Finalmente la Ley de la Jurisdicción Contenciosoadministrativa de 1998 no recoge ya entre ias materias excluidas ia relativa a los llamados actos pohticos del Gobierno, a que se refería la Ley de 1956. Según la Exposición de Motivos se parte del principio de sometimiento pleno de los poderes públicos al ordenamiento jundico, principio incompatible con el reconomiento de cualquier categona genérica de actos de autoridad —llámense actos pohticos, de Gobierno o de dirección pohtica—excluida del control jurisdiccional. Ser~a—sigue diciendo la Exposición de Moti­vos—un contrasentido que una Ley que pretende adecuar el régimen legal de la Jurisdicción Contenciosoadministrativa a la letra y al espíritu de la Constitución, llevase a cabo la introducción de toda una esfera de actuación gubernamental inmune al Derecho. En realidad, el propio concepto del acto pohtico se halla hoy en franca retirada en el Derecho público europeo. Los intentos encaminados a mantenerlo, ya sea deli­mitando genéricamente un ámbito en la actuación del Poder ejecutivo regido sólo por el Derecho constitucional, y exento del control de la Jurisdicción Contenciosoadministrativa, ya sea estableciendo una lista de supuestos excluidos del control judicial, resultan inadmisibles en un Estado de Derecho. Por el contrario, y por si alguna duda pudiera caber al respecto, la ley señala—en términos positivos—una serie de aspectos sobre los que en todo caso siempre será posible el control judicial, por amplia que sea la discrecionalidad de la resolución gubernamental: los derechos fundamentales, los elementos reglados del acto y la determi­nación de las indemnizaciones procedentes.
4. ACTOS ADMINISTRATIVOS Y POTESTAD DISCRECIONAL.

ACTOS REGLADOS Y ACTOS DISCRECIONALES


Otra categor~a de los actos administrativos con trascendencia a efectos de su exclusión total o parcial del control judicial es la de los actos discrecionales. Los actos discrecionales, frente a los reglados, son aquellos dictados en materias discrecionales o, si se prefiere, en ejercicio de potes­tades igualmente discrecionales.
El concepto de acto discrecional definido en forma material por refe­rencia a unas determinadas materias o competencias administrativas apa­rece en el Reglamento de lo ContenciosoAdministrativo de 29 de diciem­bre de 1890 que incluye «señaladamente» dentro de la potestad discre­cional, además de los actos poLticos o de gobierno, ya estudiados, «las resoluciones denegatorias de concesiones de toda especie que se solicitasen de la Admin¿stración y las que negasen o regulasen gratifiaociones o emo­lumentos, no fjudos por leyes o reglamentos, a los funcionar¿os públicos que presten servicios especiales». Asimismo, se consideraban irrecurribles y, por ello, asimilables prácticamente a la potestad discrecional ·raciones de la Administración sobre su competenc¿a o ¿ncompetenc¿a para el conocimiento de un asunto y las correcciones d¿sc¿pl¿nar¿as ¿mpuestas a los funcionarios públicos, civiles y militares, excepto las que ¿mpl¿casen separac¿ón del cargo de empleados inamovibles».
La Ley de la Jurisdicción Contenciosoadministrativa de 1956 erradica esta concepción material de la discrecionalidad, pues ya no menciona para excluirlas del control judicial determinadas materias o competencias como discrecionales, salvando, no obstante, la noción de discrecionalidad. «La razón estr¿ba—como dice la Exposición de Motivos de la Ley— en que, como la misma jurisprudencia ha proclamado, la discrecionalidad no puede refer¿rse a la totalidad de los elementos de un acto, a un acto en bloque, ni tiene su or¿gen en la inexistencia de normas aplicables al supuesto de hecho, ni es un prias respecto de la cuestión de fondo de la legitimidad o ilegitimidad del acto. La discrecionalidad, por el contrar¿o, ha de refer¿rse siempre a alguno o algunos de los elementos del acto, con lo que es evidente la admisibilidad de la impugnación jur¿sdiccional en cuanto a los demás elementos; la determinación de su ex¿stencia está v¿n­culada al examen de la cuestión de fondo, de tal modo que únicamente al juzgar acerca de la legitimidad del acto cabe concluir sobre su discre­cionalidad; y, en fin, ésta surge cuando el Ordenamiento jur¿dico atr¿buye a algún órgano competencia para apreciar, en un supuesto dado, lo que sea de interés público. La discrecionalidad, en suma, justifca la impro­cedencia, no la inadmisibilidad de las pretensiones de analación; y aquélla, no en tanto el acto es discrecional, sino en cuanto, por delegar el Orde­namiento jur¿dico en la Admin¿stración la confguración según el interés público del elemento del acto de que se trata y haber actuado el órgano con arreglo a Derecho, el acto impugnado es leg¿timo. »
De acuerdo con esta doctrina legal no hay, pues, ni competencias o potestades absolutamente discrecionales, ni éstas pueden invocarse para impedir el enjuiciamiento de fondo de los actos administrativos. No obs­tante, la Ley Jurisdiccional muestra que la potestad discrecional, como
opuesta a la potestad reglada (pouvair discrétionna¿re frente a competence liée, según la terminolog~a francesa), es una realidad, pues la Adminis­tración ante determinadas situaciones dispone de un margen de elección, que le permite hacer o no hacer y, en este segundo caso, puede disponer de varias soluciones. La legislación misma confirma en ocasiones la exis­tencia de esa potestad discrecional, cuando la norma dispone que la Administración «podrá» llevar a cabo determinada actividad y también cuando le abre la posibilidad de optar entre diversas soluciones en función de criterios de oportunidad. En otras, por el contrario, la norma expresa la vinculación de la potestad administrativa, su carácter reglado, utilizando el término «deberá», 0 configurando esa vinculación mediante el reco­nocimiento de un derecho del administrado.
El Tribunal Supremo, reconociendo esa realidad normativa, ha defi­nido la potestad discrecional como «la capacidad de opción, sin pos¿bilidad" de control jurisdiccional, entre varias soluciones, todas ellas igualmente váli­~s por permitidas por la Ley», 0 también como (Sentencias de 15 de junio de 1977, 27 de junio de 1979, 15 de octubre de 1983 y 15 de junio de 1984); otras veces ha aludido a la «libertad de aprecinción del interés general en cada caso concreto» (Sentencias de 16 de julio de 1982 y 12 de junio de 1985), declarando que es mayor en el ejercicio de potestades reglamentarias organizativas y de planeamiento que cuando se trata de la simple apli­cación de normas prcestablecidas (Sentencias de 24 de noviembre de 1981 y 6 de noviembre de 1984). En cualquier caso, se cuida de advertir que esa libertad de apreciación no es absoluta, sino que exige un proceso de razonamiento, un proceso intelectivo, y que nunca la discrecionalidad equivale a arLitrariedad (Sentencias de 15 de junio y 13 de julio de 1984 y 10 de abril de 1987).
Por todo ello, el debate sobre los actos discrecionales debe ser tras­ladado del plano radical de su exclusión, o sometimiento al control judi­cial, al más modesto de determinar cuándo estamos realmente en pre­sencia de potestades y actos discrecionales, qué elementos dentro de éstos son reglados y cuáles no, as' como al análisis de las técnicas de control judicial.
A) Discrecionalidad y conceptos jurídicos indeterminados
El control de la discrecionalidad requiere como presupuesto previo separar este concepto de otros cercanos en que la norma no reconoce un margen de libertad de decisión en la aplicación del Derecho, ni a
la Administración, ni al juez, porque dispone que la resolución a tomar ha de adecuarse a determinados «criterios de actuación». No son otra cosa los conceptos jurídicos indeterminados, que el Tribunal Supremo ha definido como ·de forma que ..su empleo excluye la ex¿stenc¿a de var¿as soluc¿ones ¿gualmente legit¿mas, ¿mpon¿endo como correcta una ún¿ca soluc¿ón en el caso concreto, resultando, pues, ¿ncompat¿ble con la técn¿ca de la d~screc¿onal¿dad» (Sentencias de 12 de diciembre de 1979 y 13 de julio de 1984).
Asimismo, el Tribunal Supromo tiene declarado que en los conceptos

jurídicos indeterminados—como es el caso evidente del justiprecio expro­

piatorio, cuya determinación aboca a un único precio (Sentencia de 27

de junio de 1979)—puede distinguirse a la hora de su aplicación o del

control judicial entre un círculo de certeza positiva (supuestos que cla­

ramente encajan en el concepto), un halo de incertidumbre (supuestos

de dudoso encaje) y un círculo de certeza negativa (supuestos que cla­

ramente no encajan en el concepto). No obstante, y precisamente dentro

de esa zona de incertidumbre, surge en cierto modo un margen de apre­

ciación, no de discrecionalidad, que la Administración ha de resolver

mediante la reunión de cuantos elementos probatorios y de juicio sean

precisos para justificar la legalidad y el acierto de la decisión (Sentencias

de 22 de junio de 1982, 13 de julio de 1984 y 9 de diciembre de 1986).
En los conceptos jur~dicos indeterminados—como refieren GARcíA

DE ENTERRíA y FERNANDEZ RoDRíGuEz—, a diferencia de los determinados,

que delimitan el ámbito de la realidad de forma concreta (por ejemplo:

la mayor~a de edad a los dieciocho años, la jubilación a los sesenta y

cinco, el plazo del recurso de alzada quince días), la ley se refiere a una

realidad cuyos límites no aparecen bien precisados en su enunciado, no

obstante lo cual es claro que intentan delimitar un supuesto concreto,

como cuando la ley se refiere a la jubilación por incapacidad, a la buena

fe, a la falta de probidad como infracción del funcionario, etc., en todo

caso, es evidente que esas realidades no admiten más que una solución:

o se da o no se da la incapacidad, la buena fe o la falta de probidad.

La técnica de los conceptos jur~dicos indeterminados es común a todas

las esferas del Derecho. Así, en el Derecho civil (buena fe, diligencia

del buen padre de familia, negligencia, etc.), o en el penal (nocturnidad,

alevos~a, abusos deshonestos, etc.), o en el procesal (dividir la continencia

de la causa, conexión directa, pertinencia de los interrogatorios, medidas

adecuadas para promover la ejecución, pcrjuicio irreparable, etc.) o en

el mercantil (interés social, sobreseimiento general en los pagos, etc.).



Es, sencillamente, una técnica general e inexcusable en toda normación.
A diferencia de «la discrecionalidad—siguen diciendo los citados auto­res—, que es esencialmente una libertad de elección entre alternativas igualmente justas, o, si se prefiere, entre indiferentes jurídicos, porque la decisión se fundamenta en criterios extrajurídicos (de oportunidad, eco­nómicos, etc.) no incluidos en la ley y remitidos al juicio subjetivo de la Administración. Por el contrario, la aplicación de los conceptos jundicos indeterminados es un caso de aplicación de la ley, puesto que se trata de subsumir en una categona legal unas circunstancias reales determinadas. Por ello, el juez puede fiscalizar sin esfuerzo alguno tal aplicación, valo­rando si la solución a que con ella se ha llegado es la única solución justa que la ley permite. En cambio, el juez no puede fiscalizar la entraña de la decisión discrecional, puesto que, sea ésta del sentido que sea, si se ha producido dentro de los hmites de la remisión legal a la apreciación administrativa (y con respecto de los demás hmites generales) es nece­sariamente justa (como lo ser~a igualmente la solución contraria).
) Las técnicas de control de la discrecionalidad
Separada la discrecionalidad de ese concepto afín pero sustancial­
ente diverso que son los conceptos juridicos indeterminados, la pro­blemática del acto discrecional se centra en conciliar la libertad de apre­ciación de la Administración con un control judicial que pretende penetrar en el corazón de aquélla y enjuiciarla, sin negarla por ello.
De la jurisprudencia francesa se desprende que el acto discrecional controla indagando, en primer lugar, si ha existido una indebida aplicación del Derecho o una desviación de poder, es decir, una utilización subjetiva y por ello inmoral de la potestad administrativa. El control de la dis­crecionalidad se lleva también a cabo investigando si ha existido o no error manifiesto en la apreciación de los hechos y circunstancias que condicionan su ejercicio. Esta técnica supone en el plano de la lógica lo que la desviación de poder implica en el campo de la moral, ·
power to err, no puede justifcarse un errar que se caracteriza a la vez por su gravedad y evidenc¿a, pues la Administración no tiene el derecho | de hacer cosas absurdas» (BRA1BANT).
| Más recientemente, el Consejo de Estado francés ha recurrido a la I técnica de las directivas y al principio de proporcionalidad. Por la primera se permite y obliga a la Administración a dictar unas normas conformes a las cuales debe hacer aplicación de sus potestades discrecionales, enjui­ciándose entonces el uso de la potestad discrecional en dos niveles: el del establecimiento de las directivas y el de su aplicación. A su vez, con la invocación del principio de proporcionalidad se trata de investigar
si la actividad de la Administración está justificada en los logros o resultados previstos. Fundamentalmente se aplica en materia de expropiación forzosa para valorar si los beneficios derivados de la construcción de una obra y su emplazamiento justifica los deterioros ambientales y otros perjuicios directos que ha de sufrir la población (CE, 18 de mayo de 1971, Ville nouvelle Est).
Nuestro Tribunal Supremo, no obstante advertir sobre la improcedencia de que la Administración sea sustituida totalmente por los Tribunales en la valoración de las circunstancias que motivan la aplicación de la potestad discrecional, pues ello trasciende de la función espec'fica de los Tribunales (Sentencias de 1 de octubre de 1979 y 21 de febrero de 1984), precisa que, cuando ese 1'mite debe ser traspasado, la investigación judicial sobre el buen uso de la potestad discrecional—además, obviamente, de la fiscalización de los elementos reglados de la competencia, el procedimiento y el fin público del acto (Sentencias de 7 de noviembre de 1977 y 12 de marzo de 1982)—debe referirse a los hechos determinantes y al respeto de los principios generales del Derecho (Sentencias de 28 de junio de 1978, 30 de noviembre de 1980, 6 de noviembre de 1981, 22 de febrero de 1984, 12 de junio de 1985, 1 y 15 de diciembre de 1986).
A propósito de estos últimos, el Tribunal Supromo invoca como especialmente operativos para el control de la discrecionalidad los de proporcionalidad y buena fe. El primero, al afirmar con carácter general que la discrecionalidad debe utilizarse de forma proporcionada y racional (Sentencia de 28 de mayo de 1979), especialmente en materia sancionadora para ajustar la sanción a la gravedad de las infracciones (Sentencias de 11 de octubre y 28 de mayo de 1978). El principio de buena fe ha sido invocado para el control de la discrecionalidad en el otorgamiento de licencias de importación, negándose que los cambios de criterio en la política de comercio exterior y el bloqueo de aquellas pueda efectuarse de forma sorpresiva sin el conocimiento de los importadores y exportadores, que de manera periódica y regular vienen participando con la Administración en la referida poLtica (Sentencia de 5 de octubre de 1985).
Sin embargo, el control de la proporcionalidad, racionalidad o razonabilidad del criterio de actuación discrecional de la Administración sólo es posible si dicho criterio se explícita y justifica razonadamente. De ahí la relevancia material (y no sólo formal) que la motivación de las decisiones administrativas discrecionales posee en orden a su control judicial. Esta concepción material de la motivación de los actos discrecionales ha sido recogida expresamente por el legislador en el art~culo 54.1.f)
~:
Ide la L~y 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jur~dico de las
Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común,

que exige la motivación de los actos que se dicten en el ejercicio de

potestades discrecionales. No obstante, existen todav~a normas, incluso

posteriores a la mencionada Ley 30/1992, que incomprensiblemente limi­

tan el alcance de la motivación de determinadas decisiones administrativas

discrecionales, ciñéndola a los aspectos puramente formales de las mis­

mas. Tal es lo que ocurre, por ejemplo, con la motivación de los actos

por los que se proveen puestos de trabajo en la Administración General

del Estado por el sistema de «libre designación». En efecto, el art~culo 56.2

del Reglamento General de Provisión de Puestos de Trabajo (Real

Decreto 364/1995, de 10 de marzo) exige sólo una mera motivación formal

de las resoluciones de nombramiento reca~das en procedimientos de libre

designación (que «se motivarán con referencia al cumplimiento por parte

del candidato de los requisitos y especificaciones exigidos en la convo­

catoria, y la competencia para proceder al mismo»), y no también una

motivación sustantiva de las mismas en la que se indiquen los criterios

materiales en que se haya fundado la decisión proveedora.
~C) La polémica en torno al control judicial de la discrecionalidad administrativa. La configuración por el legislador de poderes arLitrarios o exentos del control judicial
Un prestigioso sector doctrinal (PAREJO,SÁNCHEZ MORÓN) ha introducido la tesis de que la interpretación de las relaciones entre la Administración y el juez contencioso no pueden considerarse, después de la Constitución de 1978, en línea de continuidad con el sistema anterior, demandando un nuevo entendimiento que respete un cierto ámbito de actuación administrativa libre, de suerte que la Jurisdicción no pueda sustituir la decisión administrativa.
Según PAREJO, el punto de partida de la posición que defiende el máximo control judicial está mal fundada en el principio de interdicción de arbitrariedad de los poderes públicos, principio demasiado abstracto y general, y de otro lado, aplicable a todos ellos y, consiguientemente, al poder judicial, no exento de tomar decisiones tan arbitrarias como aquellas con las que pretende sustituir la decisión administrativa. También juzga criticable considerar la motivación como primer criterio de distinción entre lo discrecional y lo arbitrario, criterio que no resuelve la determinación de los hmites del control jurídico; tampoco sería procedente la necesidad de justificación objetiva de la decisión administrativa, pues la discrecionalidad supone libertad de elección para la Adminis

tración y, en fin, considera como un falso dilema la diferenciación entre legalidad y oportunidad. Ese entendimiento de la discrecionalidad, que PAREJO combate, estar~a llevando a un control constitucionalmente exce­sivo de la Administración, pues si, en principio, la Jurisprudencia man­tiene en los juicios técnicos la improcedencia de la sustitución por el Juez del criterio administrativo, viene desarrollándose una nueva ten­dencia a tenor de lo cual es posible la comprobación judicial de la correc­ción material de dicho criterio (STS de 27 de junio de 1986) e incluso, la sustitución de éste por otro judicial (SSTS de 15 de octubre de 1981, 17 de abril de 1986 y 10 de febrero de 1987), control de aspectos técnicos de las decisiones administrativas que habría tenido su desarrollo más notable en el campo de la planificación y ordenación urbanística (SSTS de 1 y 15 de diciembre de 1986, 4 de abril de 1988 y 20 de marzo de 1990) para culminar en materia de adjudicación de contratos con la STS de 11 de junio de 1991 en que claramente se afirma, en virtud del principio de efectividad de la tutela judicial, que el juez administrativo puede sus­tituir a la Administración en sus pronunciamientos cuando existe base para ello en los autos. PAREJO se opone a esta doctrina por entender que es contraria a la división de la competencia entre los poderes, adu­ciendo que el juez administrativo es un administrador negativo, lo mismo que el Tribunal Constitucional con relación al legislativo, pues la com­petencia judicial de control se agota en los supuestos en que la decisión administrativa no está en sintonía con el Derecho, siendo éste al propio tiempo el presupuesto y el límite de la competencia judicial. La dis­crecionalidad vendría a estar caracterizada por una debilitación de la programación o vinculación positivas efectivas de la acción administrativa o en la atribución a la Administración por el legislador de un ámbito de elección y decisión bajo la propia responsabilidad. De esta suerte dentro de este ámbito o espacio pueden darse diversas soluciones como igualmente válidas y conformes con el Derecho aplicable.


Sin embargo, para FERNÁNDEZ RODRIGUEZ la Constitución de 1978 no ha modificado en absoluto la configuración del poder discrecional de la Administración, ni le ha aportado una legitimación que no tuviera cuando LAFERRIERE afirmaba en el pasado siglo que «hay actos que ema­nan de su Derecho general y constitucional de proveer a las necesidades de la sociedad, de la policía, de las diversas ramas de la organización administrativa» y que tales actos «corresponden a un poder discrecional confiado a la Administración en vista del interés colectivo de la agri­cultura, de la industria o del comercio, por lo que, al ser de pura facultad, no caen bajo la jurisdicción». La verdadera innovación de la Constitución, consistiría, por el contrario, en haber erigido al juez, al invocar como parámetros de su actuación no sólo la ley sino también el Derecho, como
sistema de valores sustantivos, en guardián del legislativo y del ejecutivo, on la consiguiente disminución del Poder legislativo y ejecutivo que icho opción supone, lo que habría llevado a nuestra Constitución a asig­ar a los jueces un papel central en el sistema (GARC;A DE ENTERR;A). n definitiva, si la Administración ha de actuar «con sometimiento pleno la Ley y al Derecho», amén de «a los fines que la justifiquen» (art. 103.1
106.1) el juez puede llegar en su crítica y en su decisión sobre los ctos discrecionales de la Administración tan lejos como el Derecho le ermita. La última palabra la tiene siempre el Derecho porque, además, o es el artículo 24 de la Constitución que proclama la garantía judicial fectiva el que debe interpretarse en función del artículo 106, sino al ontrario, éste es el que debe ser interpretado en función de aquél. Y llo en razón de la posición preferente que en nuestra Constitución gozan os derechos fundamentales.
«El notable esfuerzo argumental de PAREJO Y SÁNCHEZ MORÓN, no disculpa que se aborde una cuestión tan central del Derecho público pres­cindiendo de toda la evolución de la Justicia administrativa en nuestro ordenamiento y en los países aledaños, desdén por la historia de las ins­tituciones que conduce a sostener con error, a nuestro juicio, que el "prin­cipio democrático" en la Constitución de 1978 supone un reforzamiento del poder legislativo y del ejecutivo, de la burocracia pohtica frente al poder judicial, que es, por el contrario, la que controla a aquellos otros poderes y no al revés. No es eso, ciertamente, lo que dice la historia en la que se inscribe la Constitución de 1978 y en base a la cual es necesario interpretarla. Como se explica en el cap~tulo primero y otras partes de esta obra, todos los bastiones defensivos con que contaba el poder ejecutivo frente al judicial ya fueron eliminados antes y durante el franquismo (au­torizaciones previas para procesar a autoridades y funcionarios, justicia administrativa fuera del orden judicial) o han fenecido con motivo de la Constitución de 1978 (sistema de conflictos a cargo del Consejo de Estado, sustituido por Tribunal de Conflictos con predominio judicial; pre­judicialidad administrativa y cuestiones previas administrativas en el pro­ceso penal, el pase de la "Administración de Justicia" gobernada desde un departamento ministerial al Consejo General del Poder Judicial; eli­minación de las limitaciones a la recurribilidad de los actos administrativos previstas en el art~culo 40 de la Ley Jurisdiccional, ampliación de la legi­timidad para recurrir, etc., todo ello en aplicación del art. 24 CE) y, en fin, el sometimiento a control del poder legislativo y del ejecutivo por el Tribunal Constitucional. El judicialismo de la Constitución de 1978 es no sólo evidente sino, incluso, extremoso. Con esta solución se podrá o no estar de acuerdo, pero ante ella no es correcta la tesis de que el control judicial querido y establecido por el constituyente pueda resultar inferior al ya muy avanzado sistema de control judicial de la Administración que consagró la Icgislación franquista, cuyas leyes, todavía vigentes, han servido
perfectamente al sistema democrático con las ampliaciones que se han hecho notar. De otra parte, no tiene sentido asustarse con los posibles excesos de la justicia administrativa cuando la burocracia política está iner­me ante el juez penal: al juez penal le basta con calificar cualquier reso­lución administrativa de prevaricación—lo que supone que hay otra solu­ción que le parece más ajustada a Derecho por razones de Derecho o de hecho, sin ninguna limitación en cl enjuiciamiento por cuestiones previas administrativas (art. 10 de la Ley Orgánica del Poder Judicial)—para anularla, en cuanto la calificación delictiva del acto lleva consigo la invalidez de pleno derecho, y, además, condenar a su autor, como podio haber ocurrido en el caso contemplado por la STS de 11 de junio de 1991, citada por PAREJO, que anula la adjudicación de un contrato por haberse adjudicado, en igualdad de otras condiciones, en favor de quien no es el mejor postor, o en muchas calificaciones de suelo anuladas por el Tri­bunal Supremo y tantas veces precedidas de convenios urbanísticos con precios anticipados por los beneficiados de la medida. El problema no es, pues, el exceso del control contenciosoadministrativo en los términos expuestos por PAREJO, sino que la propia Justicia administrativa pueda ser desbordada por la Justicia penal, y todo ello dentro de la más impecable lógica constitucional.
De otra parte, el principio democrático en que tanto insisten PARrJo Y SÁNCHEZ MORÓN, no quiere decir otra cosa que aplicación de la regla de la mayoría para la elección de los titulares de aquellos órganos que la Constitución reserva al sistema electivo, pero, en modo alguno, supone prevalencia del poder legislativo y ejecutivo sobre el judicial o de la buro­cracia electiva o política sobre la burocracia judicial que, por tener asig­nadas funciones diversas—como también ocurre con el titular de la Coro­na, que no es elegido precisamente—, lleva consigo un sistema de desig­nación de los jucces a través de la competición profesional entre juristas. Este sistema es tan constitucional como el sistema electivo que recluta a la clase política y está justificado en la necesidad de observar de forma conjunta los principios constitucionales de mérito y capacidad, igualdad de acceso a las funciones públicas, participación, objetividad, inamovilidad e independencia judicial (arts. 14, 23.2 y 117 de la CE). Por ello hay que guardarse muy mucho de invocar el "principio democrático" para limitar el pleno control judicial del ejecutivo, como tampoco es ya obstáculo la división de poderes que, en dos siglos, ha pasado de entenderse como sometimiento del poder judicial al poder ejecutivo y exención de éste de todo control judicial a articularse como superioridad neta del sistema judi­cial sobre los otros poderes a los que juzga con entera normalidad y que, en casos límite, como el acaccido en Italia con la "operación manos lim­pias", ha demostrado su adecuación al Estado de Derecho y su virtualidad para la defensa del sistema constitucional, sin que haya constituido obs­táculo alguno la invocación de1 principio democrático.»
Al margen de esta polémica sobre la mayor o menor extensión del control por la Justicia Administrativa de las potestades discrecionales de la Administración, hay que insistir, como se hace en otros lugares de esta obra, que el pleno control judicial de las Administraciones Públicas se está poniendo en riesgo, en mayor medida que a través de una con­cepciónproamnistrazione de la discrecionalidad, con la huida de los Entes públicos al Derecho privado, o mediante leyes singulares que encubren actos administrativos, y por estar configurándose un nuevo agujero negro de descontrol judicial mediante la atribución a la Administración de pode­res, no ya discrecionales, sino «libres» o «arbitrarios», pues se presume que cuando el legislador atribuye a la Administración un margen de «libre decisión» ésta se libera de adecuar sus actos a principios cons­titucionales tales como el del mérito y la capacidad o de objetividad, exonerándola de la carga de motivación, como viene ocurriendo en mate­ria de adjudicación de contratos (ampliando los supuestos de conciertos directos 0 facilitando las adjudicaciones restringidas), 0 en la asignación de puestos funcionariales en la función pública (libre designación) 0 en materia de ascensos militares y, en general, en todas aquellas materias en que las leyes atribuyen a la Administración una facultad, no ya dis­crecional, insistimos, sino de «libre decisión», concepto mágico ante el que el juez contenciosoadministrativo se rinde de ordinario, renunciando a controlar la decisión que se toma al amparo de aquellas normas. De esta forma, se configuran por el legislador estatal y autonómico una serie de materias exentas del control judicial, lo que es una reinvención, una vuelta al artículo 40 de la Ley de la Jurisdicción ContenciosoAdmi­nistrativa, definiéndose espacios no recurribles, que creíamos eliminados con la entrada en vigor de la Constitución de 1978. Para evitar este nuevo agujero negro en la recurribilidad de los actos administrativos —que se empareja a los actos administrativos revestidos en forma de ley singular y a los que origina el sometimiento de los Entes públicos al Derecho privado—, sería preciso, según BACiGALUPO, «establecer las reglas jurídicoconstitucionales de las que dependa que la actividad admi­nistrativa esté normativamente predeterminada con la densidad material suficiente para que el juez contenciosoadministrativo pueda, sin rebasar los límites intrínsecos de un control jurídico, controlarla con la intensidad que estime en cada caso adecuada a las necesidades de tutela jurisdic­cional material de los ciudadanos», y ello porque «la cuestión decisiva no estriba tanto en cuáles sean los límites del control judicial de la actua­ción administrativa, que no son otros que los límites intrínsecos de un control jurídico, cuanto en si la discrecionalidad (o ausencia de prede­terminación normativa de dicha actuación) es, en cada caso, constitu­cionalmente admisible, y ello en atención, precisamente, a los límites
del control jurídico (y, por consiguiente, de la tutela judicial) que aquélla lógicamente comporta».
5. ACTOS QUE NO CAUSAN ESTADO, ACTOS FIRMES

O CONSENTIDOS Y ACTOS CONFIRMATORIOS


Desde el punto de vista procesal es de interés la distinción entre actos que no causan estado, actos firmes o consentidos y actos confir­matorios, así como sus contrarios (que causan estado, no firmes y actos originarios).

Yüklə 3,07 Mb.

Dostları ilə paylaş:
1   ...   4   5   6   7   8   9   10   11   ...   51




Verilənlər bazası müəlliflik hüququ ilə müdafiə olunur ©muhaz.org 2024
rəhbərliyinə müraciət

gir | qeydiyyatdan keç
    Ana səhifə


yükləyin