El paraiso en la otra esquina



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La diferencia, Florita, era que, en 1839, pese a tener ya esta bala en el pecho, con unas pocas horas de sueño te recuperabas y estabas lista para otra apasionante jorna­da londinense, aventurándote por aquellos antros donde no ponía los pies ningún turista e invisibles en las cróni­cas de los viajeros, quienes se deleitaban describiendo las bellezas de los salones y los clubs, el aseo de los parques, el alumbrado público con gas del West End y los sortile­gios de los bailes, banquetes, cenas, con que distraían su ociosidad los parásitos de la nobleza. Ahora, te levantabas tan cansada como te habías acostado, y, durante el día, debías recurrir a esa terquedad ciclópea que por fortuna conservabas intacta para cumplir con el programa que te habías impuesto. No era la bala lo más mortificante; eran los cólicos y el dolor en la matriz, contra los que los cal­mantes ya no te hacían efecto.

Con todo el odio que llegaste a sentir por Lon­dres e Inglaterra desde que viviste allá, en tu juventud, tra

bajando para los Spence, tenías que reconocer que, sin ese país, sin los trabajadores ingleses, escoceses e irlande­ses, probablemente nunca hubieras llegado a darte cuenta de que la única manera de emancipar a la mujer y conse­guir para ella la igualdad con el hombre, era hermanando su lucha a la de los obreros, las otras víctimas, los otros ex­plotados, la inmensa mayoría de la humanidad. La idea le vino en Londres, gracias al movimiento cartista, que reclamaba la adopción por ley de una Carta del Pueblo, estableciendo el sufragio universal, el escrutinio secreto, la renovación anual del Parlamento, y que los parlamen­tarios recibieran un salario pues así los trabajadores podrían aspirar a un escaño. Aunque existía desde 1836, cuando Flora llegó a Londres, en junio de 1839, el movimiento cartista estaba en pleno apogeo. Ella siguió sus desfiles y mítines, sus recolecciones de firmas, y se informó sobre su excelente organización, con comités en aldeas, ciudades y fábricas. Quedaste impresionada. La excitación te man­tenía despierta noches enteras, evocando esas marchas de miles y miles de obreros por las calles londinenses. Un verdadero ejército civil. ¿Quién podría oponerse a ellos si todos los explotados y pobres del mundo se organizaban como los cartistas? Mujeres y obreros, juntos, serían inven­cibles. Una fuerza capaz de revolucionar a la humanidad sin pegar un solo tiro.

Cuando supo que la Convención Nacional del movimiento cartista tenía lugar en esos días en Londres, averiguó dónde se reunían. En un acto audaz, se presen­tó en la Doctor Johnsons Tavern, un bar de mezquina apariencia, en un impasse de Fleet Street. En un vasto sa­lón humoso y húmedo, mal iluminado, oloroso a cerveza barata y a coles hervidas, se apiñaban un centenar de di­rigentes cartistas, entre ellos los principales líderes, OBrien y OConnor. Discutían sobre la conveniencia de decre

tar una huelga general en apoyo de la Carta del Pueblo. Cuando te preguntaron quién eras y qué hacías allí, ex­plicaste, sin que te temblara la voz, que traías el saludo de los obreros y las mujeres de Francia a sus hermanos británicos. Te miraron con extrañeza, pero no te echaron. Había también un puñadito de obreras, que escudriña­ban con desconfianza tus ropas burguesas. Durante varias horas, los escuchaste discutir, cambiar propuestas, votar las mociones. Te sentías en estado de trance. Sí, esta fuerza, multiplicada por toda Europa, cambiaría el mundo, traería la felicidad a los desheredados. Cuando, en un momen­to de la sesión, OBrien y OConnor preguntaron si la delegada francesa quería dirigirse a la asamblea, no du­daste un segundo. Trepaste a la tarima de los oradores y, en tu vacilante inglés, los felicitaste y animaste a seguir dando este ejemplo de organización y de lucha a todos los pobres del mundo. Terminaste tu breve alocución con una arenga que dejó a tus oyentes, amantes del método pacífico, totalmente desconcertados: «¡Incendiemos los cas­tillos, brothers!».

Ahora te reías recordando aquella arenga, Florita. Porque tú no creías en la violencia. Hiciste aquel llamamiento incendiario para expresar con una imagen dra­mática la emoción que te embargaba. Qué privilegio estar allí, entre esos hermanos explotados que comenzaban a le­vantar cabeza. Tú estabas por el amor, por las ideas, por la persuasión, en contra de las balas y los patíbulos. Por eso te exasperaban estos burgueses truculentos de Carcassonne para quienes todo se resolvería movilizando regimientos y levantando guillotinas en las plazas públicas. ¿Qué se podía esperar de gentes tan estúpidas? La burguesía no te­nía remedio, su egoísmo le impediría siempre ver la verdad general. Tú, en cambio, ahora más que nunca, tenías la se­guridad de andar por la senda correcta. Acercar las mujeres a los obreros, organizar a unos y otros en una alianza que trascendiera las fronteras y que ninguna policía, ejército, ni gobierno podrían aplastar. Entonces, el cielo dejaría de ser una abstracción, escaparía de los sermones de los cu­ras y de la credulidad de los fieles, y se volvería historia, vida de todos los días y para todos los mortales. «Te ad-miro, Florita», exclamó, entusiasmada. «Oh Dios, bastaría que envíes diez mujeres como yo a este mundo para que reine la justicia en la Tierra.»

Entre los fourieristas de Carcassonne el más lla­mativo era Hugues Bernard. Militante en sociedades secretas de Francia y carbonario en Italia, quería a toda costa la guerra civil. Elocuente y seductor, los obreros lo es­cuchaban embobados. Flora se le enfrentó; lo llamó «encantador de serpientes», «ilusionista», «corruptor de los trabajadores con su saliva demagógica». En vez de ofen­derse, Hugues Bernard la siguió hasta el hotel, fatigándo­la con lisonjas: era la mujer más inteligente que había co­nocido, la única con la que se hubiera podido casar. Si no estuviera seguro de ser rechazado, intentaría conquis­tarla. Flora terminó riéndose. Pero, en vista de sus coque­terías, optó por tenerlo a distancia. También Escudié, el líder de los chevaliers, se empeñó en ganar su amistad. Era un hombre misterioso y lúgubre, vestido de luto, con chis­pazos de genialidad.



  • Usted sería un buen revolucionario, Escudié, si tuviera un poco más de amor y algo menos de apetitos.

  • Ha dado usted en el clavo, Flora —asintió el es­belto y cadavérico fourierista, muy serio, con expresión mefistofélica—. Es el gran problema de mi vida: los ape­titos. La carne.

  • Olvídese de la carne, Escudié. Para la revolu­ción sólo hace falta el espíritu, la idea. La carne es un es­torbo.

Eso es más fácil de decir que de hacer, Flora —afirmó el falansteriano, adoptando un tono elegíaco y con una mirada que la alarmó—. Mi carne es un compuesto de todas las legiones infernales. Si se asomara al mundo de mis deseos, usted, que parece tan pura, caería muerta de espan­to. ¿Ha leído al marqués de Sade, por casualidad?

Flora sintió que las piernas le temblaban. Se las arregló para desviar la conversación, temerosa de que Escu­dié, lanzado por ese camino, le desvelara su infierno secre­to, esos fondos lúbricos de su alma donde, a juzgar por sus pupilas encanalladas, debían anidar muchos demonios. Sin embargo, en un movimiento infrecuente en ella, de pronto se vio haciendo confidencias al macabro fourierista. Ella era una mujer libre, y había demostrado con creces en sus cuarenta y un años de vida no temer a nadie ni a nada. Pero, pese a su pasajera aventura con Olympia, el sexo le seguía provocando un malestar difuso, porque la vida le ha­bía mostrado, una y otra vez, que, al mismo tiempo que exaltación y goce, el deseo carnal era también una pen­diente por la que el hombre rodaba rápido hacia la bestia, hacía las formas más salvajes de la crueldad y la injusticia contra la mujer. Ella lo había sabido desde joven, gracias a André Chazal, estuprador de su esposa y luego de su pro­pia hija, pero, sobre todo, lo había visto y tocado con un espanto que nunca se borraría de su memoria en el viaje a Londres de 1839. Escenas tan bochornosas que los editores de Promenades dans Londres la obligaron a suavizar, y que, luego, una vez publicado el libro, ni un solo crítico se atrevió a comentar. A diferencia de Peregrinaciones de una paria, elogiado por doquier, sus denuncias contra las lacras de la metrópoli londinense habían sido cobardemente si­lenciadas por la intelectualidad parisina. Pero, qué te im­portaba, Florita. ¿No era una señal de que andabas por el buen camino? «Sí, sí, sin duda», la alentó Escudié.

La idea de vestirse de hombre se la dio, a poco de llegar a Londres, un amigo owenista que la vio afligirse al saber que la entrada al Parlamento británico estaba prohi­bida a las mujeres. La ayudó un diplomático turco, quien le suministró el disfraz. Tuvo que hacer unos arreglos a los pantalones bombachos y al turbante, y rellenar las ba­buchas con papel. Aunque sintió inquietud al cruzar el pórtico del imponente local vecino al Támesis, corazón del poder imperial británico, luego, escuchando las inter­venciones de los diputados, olvidó por completo su suplan­tada identidad. La mayoría de los parlamentarios le cau­só una impresión penosa, por su vulgaridad y su tosca manera de repantigarse sobre los escaños con los sombreros puestos. Sin embargo, cuando oyó a Daniel OCon­nell, el líder de los independentistas irlandeses, el primer irlandés católico en ocupar un escaño en la Cámara de los Comunes, que había diseñado una estrategia de lucha no violenta contra el colonialismo inglés, se emocionó. Ese hombre feo, con apariencia de cochero endomingado, cuando hablaba —propugnando la abolición de la esclavitud y el sufragio universal— se volvía hermoso, irradiaba decen­cia e idealismo. Era un orador tan brillante que todos lo es­cuchaban, atentos. Oyendo a OConnell Flora tuvo la idea del Defensor del Pueblo, que incorporó a su proyecto de la Unión Obrera: el movimiento de mujeres y trabajadores llevaría al Congreso un portavoz, pagándole un salario, para que defendiera allá los intereses de los pobres.

A menudo se disfrazó de hombre en esos cuatro meses. Se había propuesto dar cuenta de la vida que lle­vaban las cien mil prostitutas callejeras que, se decía, me-rodeaban por Londres, y de lo que ocurría en los bur­deles de la ciudad, y jamás hubiera podido explorar esos antros sin disimular su sexo tras unos pantalones y una levi­ta de varón. Aun así, resultaba peligroso adentrarse en ciertos barrios. La noche que recorrió Waterloo Road, desde su comienzo en el arrabal hasta Waterloo Bridge, los dos cartistas amigos que la acompañaron fueron ar­mados de bastones para desalentar a la miríada de ladron­zuelos y buscavidas que pululaban entre las celestinas, los chulos y las putas. Colmaban las aceras, cuadra tras cua­dra, y, aprovechando la ausencia de policías, a la vista de todo el mundo asaltaban a los clientes solitarios. La mer­cancía se ofrecía con descaro a los paseantes que, a pie, a caballo o en coche, circulaban por la calzada, examinando el material disponible. En teoría, la edad mínima para el comercio humano era doce años. Pero Flora hubiera jurado que entre los esqueletitos sucios, pintarrajeados y semidesnudos que las alcahuetas y los cabrones ofrecían, había niñas y niños de diez y acaso hasta de ocho, criatu­ritas de miradas aturdidas o estúpidas que no parecían entender nada de lo que les ocurría. El desenfado y la obsce­nidad con que ofrecían los servicios («A esta muñeca le puede usted dar por el culito, sir», «Mi engreída acepta los azotes en el trasero y es una artista chupavergas, patrón») le produjeron vaharadas de odio. Estuvo a punto de des­mayarse. Recorriendo la interminable avenida, oculta en sombras que interrumpían de tanto en tanto las danzantes lámparas rojizas de las casitas prostibularias, oyendo los as­querosos diálogos, las voces destempladas de los borrachos, tenías la impresión de una fantasmagoría macabra, de un aquelarre medieval. ¿No era esto lo que más se acercaba, en la tierra, al infierno? ¿Podía haber algo más demoníaco que el destino de esas niñas y niños ofrecidos por unos centavos, a la lujuria de estos asquerosos?

Podía haberlo, Florita. Peor que el territorio prosti­bulario del East End, de niñas y niños muchas veces se­cuestrados en el campo o en las aldeas y vendidos a los burdeles y casas de cita londinenses por pandillas especializadas en este negocio, eran los finishes del West End, el Londres céntrico, el de las diversiones elegantes. Allí, Flo­rita, tocaste el colmo de la iniquidad. Los finishes eran las tabernas-burdeles, los bares-meretricios donde los ricos, los nobles, los privilegiados de esta sociedad de amos y de esclavos supuestamente libres, iban to finish sus noches de orgía. Los visitaste vestida de petimetre, con un joven de la legación francesa que había leído tus libros y que te pres­tó el atuendo masculino, no sin antes tratar de disuadirte, pues, te aseguró, la experiencia te espantaría. Tenía toda la razón. Tú, que creías haberlo visto todo sobre la ani­malización del ser humano, no habías visto aún los extre­mos a que podía llegar la vejación de la mujer.

Las damiselas de los finishes no eran las prostitu­tas hambrientas, muchas de ellas tuberculosas, de Waterloo Road. Eran cortesanas bien vestidas, de colores llamati­vos, enjoyadas, de maquillajes estridentes, que, a partir de la medianoche, dispuestas en fila como coristas de mu­sic-hall, recibían a los ricachones que habían estado ce­nando, o en los teatros y conciertos, y venían a terminar la fiesta en estos cenáculos de lujo, bebiendo, bailando, y, algunos, subiéndose a los reservados de los altos con una o dos muchachas para hacerles el amor, azotarlas o hacerse azotar por ellas, lo que en Francia llamaban le vice an­glais. Pero, en los finishes, la verdadera diversión no era la cama ni el látigo, sino el exhibicionismo y la crueldad. Comenzaba a las dos o tres de la madrugada, cuando lores y rentistas se habían quitado chaquetas, corbatas, chale­cos y tirantes, y empezaban las ofertas. Ofrecían guineas lucientes y contantes a las mujeres —muchachas, adoles­centes, niñas— para que bebieran las bebidas que ellos les preparaban. Se las embutían en el estómago, regocijados, festejándose unos a otros en corros estremecidos por las carcajadas. Al principio les daban a beber ginebra, sidra, cerveza, whisky, cognac, champagne, pero, pronto, mez­claban el alcohol con vinagre, mostaza, pimienta y peores porquerías, para ver a las mujeres que, con tal de embol­sillarse aquellas guineas se bebían los vasos de un tirón, caer al suelo haciendo muecas de asco, retorciéndose y vo­mitando. Entonces, los más ebrios o perversos, entre aplau­sos, azuzados por los corros, se abrían las braguetas y las meaban encima o, los más audaces, se masturbaban sobre ellas para enmelarlas con su esperma. Cuando, a las seis o siete de la mañana, los noctámbulos, cansados de diver­sión y ahítos de trago y de maldad, habían caído en el sopor imbécil de los beodos, entraban los lacayos al local a arrastrarlos a sus fiacres y berlinas, para llevárselos a dor­mir la borrachera a sus mansiones.

Nunca habías llorado tanto, Flora Tristán. Ni siquiera al saber que André Chazal había violado a Aline, lloraste como después de aquellas dos amanecidas en los finishes londinenses. Entonces decidiste romper con Olym­pia para consagrar todo tu tiempo a la revolución. Nunca habías sentido tanta compasión, tanta amargura, tanta ra­bia. Revivías esos sentimientos en esta noche desvelada de Carcassonne, pensando en aquellas cortesanas de trece, ca­torce o quince años —una de las cuales hubieras podido ser tú si te raptaban cuando trabajabas para los Spence—atra­gantándose esas pócimas por una guinea, dejando que el ve­neno líquido les destrozara las entrañas por una guinea, per­mitiendo que las escupieran, mearan y regaran con semen por una guinea, para que los ricos de Inglaterra tuvieran un momento de animación en sus vidas vacías y estúpidas. ¡Por una guinea! Dios mío, Dios mío, si existías, no podías ser tan injusto para quitarle la vida a Flora Tristán antes de que pusiera en marcha la Unión Obrera universal que acabaría con las maldades de este valle de lágrimas. «Dame cinco, ocho años más. Eso me bastará, Dios mío.»

Carcassonne no era una excepción a la regla, por supuesto. En las fábricas de paños, donde le prohibieron la entrada, los hombres ganaban de uno cincuenta a dos fran­cos diarios y las mujeres, por idéntico trabajo, la mitad. Los horarios se alargaban de catorce a dieciocho horas dia­rias. En las sederías e hilanderías de lana trabajaban niños de siete años por ocho centavos al día, pese a prohibirlo la ley. El clima de hostilidad contra ella era muy grande. Su gira se había hecho conocida en la región y, últimamente, en las ciudades, los enemigos afilaban los cuchillos para re­cibirla. Flora descubrió que los patronos hacían circular en Carcassonne unas hojas volanderas acusándola de «bastarda, agitadora y corrupta, que abandonó a su marido y a sus hijos, tuvo amantes y es ahora sansimoniana y comunista icariana». Esto último le dio risa. ¿Cómo se podía ser, a la vez, sansimoniana e icariana? Los dos grupos se detestaban. Habías sido simpatizante de Saint-Simon hacía algunos años, cierto, pero eso era ya tu prehistoria. Aunque habías leído la novela Viaje por Icaria, de Etienne Cabet (tenías la primera edición, de 1840, dedicada por él), que le había ganado tantos seguidores en Francia, nunca sentiste la me­nor simpatía por Cabet ni por sus discípulos, esos tráns­fugas de la sociedad que se llamaban «comunistas». Por el contrario, siempre los criticaste, de palabra y en artículos, por prepararse, bajo la batuta de su inspirador, ese aventu­rero, carbonario y procurador en Córcega antes de conver­tirse en profeta, a viajar a algún país remoto —América, la selva africana, China— a fundar, en un lugar apartado del resto del mundo, la república perfecta que describía Viaje por Icaria, sin dinero, sin jerarquías, sin impuestos, sin au­toridad. ¿Había algo más egoísta y cobarde que semejante ensueño de escapistas? No, no había que huir de este mun­do imperfecto a fundar un retiro celestial para un grupito de escogidos, allá, donde nadie más llegara. Había que luchar contra las imperfecciones de este mundo en este mis­mo mundo, mejorarlo, cambiarlo hasta hacer de él una pa­tria feliz para todos los mortales.

Al tercer día en Carcassonne, se presentó en el Ho­tel Bonnet un hombre ya maduro que no quiso dar su nombre. Le confesó ser policía, comisionado por sus jefes para seguirle los pasos. Era afable y algo tímido, de imper­fecto francés, que, para su sorpresa, conocía las Peregrinacio­nes de una paria. Se declaró su admirador. Le advirtió que las autoridades de toda la región habían recibido instruccio­nes de hacerle la vida imposible, de malquistarla con la gente, pues la consideraban una agitadora dedicada a predicar la subversión contra la monarquía en el mundo del trabajo. Pero, respecto a él, Flora nada debía temer: jamás haría algo que pudiera dañarla. Se mostraba tan emocionado al decirle estas cosas que Flora, en un arranque, lo besó en la frente: «No sabe usted el bien que me hace oírlo, amigo mío».

La alentó, al menos por unas horas. Pero la realidad volvió a hacerse presente, cuando una cita con un influyente abogado fue bruscamente cancelada. Maitre’1’rin­chant le hizo llegar una insípida esquela: «Enterado de sus lealtades icarianas comunistas, me niego a recibirla. El nues­tro sería un diálogo de sordos». «Pero si mi oficio no es otro que tratar de abrir las orejas a los sordos y los ojos a los ciegos», le contestó Madame-la-Colere.

No estaba abatida, pero no le hacía bien recordar sus visitas a los prostíbulos y los finishes de Londres. Ahora, no se apartaban de su memoria. Aunque, en su recorrido por los submundos del capitalismo había visto cosas tristes, nada la sublevó más que el tráfico con esas desventu­radas. Pero no olvidaba por ello sus visitas, con un oficial de la Iglesia anglicana, a los barrios obreros de la periferia londinense, esa sucesión de cuartuchos infectos con má­quinas de hilar a pedales siempre en acción, atestados de niños desnudos revolcando sus huesos por la pestilencia, y las quejas, repetidas por todas las bocas, como un estri­billo: «A los treinta y ocho, a los cuarenta, hombres y muje­res somos considerados inservibles y despedidos de las fábricas. ¿De qué vamos a comer, milady? Los alimentos y las ropas usadas que nos regalan las parroquias ni para los niños alcanzan». En la gran usina de gas de la Horsferrv Road Westminster casi mueres asfixiada, por empeñarte en ver de cerca cómo esos obreros cubiertos con un sim­ple taparrabos raspaban el coque de unos hornos que te hicieron pensar en las forjas de Vulcano. Te bastó estar allí cinco minutos para empaparte de sudor y sentir que el calor te arrancaba la vida. Ellos permanecían horas, achi­charrándose, y, luego, cuando vaciaban el agua sobre los calderos limpios, tragaban un humo espeso que debía tiz­narles las entrañas lo mismo que la piel. Al cabo de ese suplicio, podían tumbarse, de dos en dos, sobre unas col­chonetas, por un par de horas. El jefe de planta te dijo que ninguno soportaba más de siete años este oficio, antes de contraer la tuberculosis. Ese era el precio de las iluminadas veredas con postes de gas de Oxford Street, en el co­razón del West End, ¡la avenida más elegante del mundo!

Las tres prisiones que visitaste, Newgate, Coldhath Fields y Penitenciary eran menos inhumanas que los an­tros obreros. Te dio escalofríos ver los instrumentos de tortura medievales que recibían a los reclusos en el pabe­llón de ingreso a Newgate. Pero las celdas, individuales o colectivas, eran limpias y los presos y presas—ladrones y ladronas la gran mayoría comían mejor que los traba­jadores de las fábricas. En Newgate el director te permitió conversar con dos asesinos, condenados a la horca. El pri­mero, huraño, se encerró en un mutismo total v no pudiste sacarle palabra. Pero, el segundo, sonriente, jovial, feliz de poder romper la ley de silencio por unos minutos, parecía incapaz de matar a una mosca. Y, sin embar­go, había descuartizado a un oficial del ejército. ¿Cómo pudo actuar así, siendo tan comedido y simpático? Te lo explicó el patilludo doctor John Ellistson, profesor de Medicina y discípulo fanático de Franz Joseph Gall, fun­dador de la ciencia frenológica:


  • Porque este muchacho tiene dos protuberancias extremadamente desarrolladas en la base posterior del crá­neo: los huesecillos del orgullo y la vergüenza. Tóqueselas, señora. Aquí, aquí. ¿Las siente? Estaba fatalmente condenado a matar.

Sólo dos cosas se atrevió Flora a criticar en el sistema penal inglés: la ley de silencio, que obligaba a los presos a jamás abrir la boca —una sola palabra en voz alta acarreaba severísimos castigos— y que estuvieran impe­didos de trabajar. El cultivado gobernador de Coldbath Fields, antiguo soldado colonial, le aseguró que el silen­cio favorecía el acercamiento a Dios, los trances místicos, el arrepentimiento y los propósitos de enmienda. Y, en cuanto al trabajo, el tema se había debatido en el Parlamento. Se estimó que permitir trabajar a los presos sería injusto con los obreros, a los que los delincuentes harían una competencia desleal empleándose por salarios más ba­jos. En Inglaterra no había límite de edad para ser juzgado y en las tres prisiones Flora encontró niños de ocho y nueve años que purgaban penas por robo y otros latrocinios.

Pero, aunque era lastimoso ver a estos párvulos entre rejas, Flora se dijo que tal vez resultaba preferible para ellos; al menos, comían y dormían bajo techo, en celdas aseadas. En cambio, en la parroquia de Saint Gilles, en las manzanas limitadas por Oxford Street y Tottenham Court Road, el barrio de los irlandeses—Bainbridge Street —los niños se morían literalmente de hambre. Vivían en ha­rapos y dormían poco menos que a la intemperie, en casuchas de cartones y latas sin defensa contra los aguaceros. En medio de charcos de agua inmunda, emanaciones pú­tridas, fango, moscas y toda clase de alimañas—esa noche, en su pensión, Flora descubrió que la visita al barrio de los irlandeses había llenado sus ropas de piojos— tuvo la sensación de un recorrido de pesadilla, entre esqueletos, viejos encogidos sobre montoncitos de paja y mujeres en jirones. Había basuras por doquier y ratas que se escabu­llían entre los pies de la gente. Ni siquiera quienes tenían trabajo alcanzaban a dar de comer a sus familias. Todos dependían de los repartos de alimentos de las iglesias para sustentar a los hijos. Comparado con la miseria v degra­dación de los irlandeses, el barrio de los judíos pobres de Petticoat Lane le pareció menos tétrico. Aunque la po­breza era extrema, había un comercio activo de ropaveje­ros en un sinnúmero de tienduchas y de sótanos, entre los que se ofrecían también, con grandes aspavientos y a ple­na luz del día, putas judías semidesnudas. Y el mercado de Field Lane, donde se vendían a precio vil todos los panudos robados en las calles de Londres —había que entrar a esa callejuela sin cartera, relojes, ni prendedores—, le pa­reció más humano, hasta simpático, con su vocinglería desatada y el rumor de las pintorescas discusiones entre vendedores y clientes que pedían rebajas.


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