La Copa Dorada



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Capítulo XXIX

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Nada hubo que indicara que los esfuerzos de Maggie fueran insuficien­tes hasta el momento en que se adentraron en el parque, y el señor Verver sorprendió a su hija, contra toda previsión, renunciando a poner en prác­tica una búsqueda seria del Principino. Se manifestó en el modo en que al poco se sentaron los dos al sol; en la manera en que el señor Verver se dejó caer con Maggie en las sillas que encontraron; en que su padre esperó un poco, luego de estar los dos aposentados, como si por fin Maggie pudiera hablar más concretamente como solían hacer los dos. Esto sólo sirvió para que Maggie percibiera con mayor agudeza todavía que las concreciones, cualquiera que fuera la dirección que tomaran, le estaban absolutamente prohibidas, que servirse de ellas sería para todos lo mismo que liberar de la correa a un perro ansioso de seguir un rastro. Las concreciones llegarí­an a donde el perro llegara, y revelarían la verdad sin que Maggie supiera exactamente cómo ––¡Maggie estaba convencida de enfrentarse con la ver­dad!––, una verdad a la que ni siquiera indirectamente podía apuntar. De todas maneras, éste era el modo en que su apasionada prudencia se enfren­taba con el peligro, es decir, viendo síntomas y revelaciones en todo aque­llo en que fijaba la atención; sin embargo, estaba obligada, mientras veía el peligro, a dar evidentes muestras de que seguía impertérrita. Mientras esta­ban sentados, momentos hubo en que el señor Verver causaba la impresión de observar a Maggie como manteniéndose a la defensiva, entregado como estaba a pensar en algo nuevo que hiciera vacilar a su hija. Hubo pausas durante las cuales, Maggie, con su afecto tan dulce y sereno como la luz del sol, parecía empeñada en un juego absorbente, sobre una mesa, para ganar dinero, exigiendo a su padre que la distrajera lo menos posible. Luego, se sintió realmente orgullosa del gran estilo con que había sabido compor­tarse, en el aspecto que acabamos de decir. Más tarde, finalizada aquella salida, cuando ya habían vuelto sobre sus pasos para encontrarse con Charlotte y Americo que les esperaban en casa, Maggie pudo decirse a sí misma que de veras había sabido poner sus planes en práctica, aunque al mismo tiempo se imponía la difícil tarea de conseguir que la relación con su padre en todo momento no fuera de altura inferior a la de aquella otra ocasión, que pendía allá, en el pasado, como un cuadro enmarcado en un museo, y que era un hito en la historia de su antigua fortuna. Era aquella en que una tarde de verano, sentados el uno al lado del otro bajo las copas de los árboles en el parque de Fawns igual que ahora, habían permitido que su feliz confianza los arrullara con su más áureo susurro. En la actua­lidad, cabía la posibilidad de que se abriese a los pies de Maggie una tram­pa por el solo hecho de hacer referencia a pasar de nuevo una temporada en Fawns, por lo que no fue ella la primera en abordar el tema, a pesar de que su padre le causaba la impresión de guardar silencio al respecto para ver cuáles era las intenciones de su hija. En secreto, se decía: «¿Tal como ahora estamos, realmente podemos volver allá? ¿Realmente podré yo sola afrontar esa clase de vida, enfrentarme con ese intenso esfuerzo de man­tener las apariencias indefinidamente de manera casi imposible, como nuestras circunstancias en el campo, tal como las hemos conformado y aceptado, comportan?». Maggie había quedado totalmente desorientada con esas dudas interiores, como después recordaría tan a menudo, pero también recordaría que su padre fue quien rompió el hielo, quizá sin cau­sar la impresión de estar muy convencido, de manera muy parecida a aque­lla otra en que lo había hecho en la casa de Eaton Square, después de la cena ofrecida en honor de los Castledean.

La mente de Maggie había efectuado un largo viaje, se había adentrado profundamente en la visión de lo que podría significar un verano en Fawns, con Americo y Charlotte todavía más destacadamente presentes bajo los más altos cielos de aquel lugar. ¿No sería que su padre, en realidad, no hablaba seriamente cuando decía de pasar el verano en Fawns, de la misma manera que tampoco le escuchaba seriamente? De todas maneras, el señor Verver salió del atolladero gracias a una transición que dificil­mente hubiera podido evitar, lo cual significó que Maggie abandonara aquel viaje imaginario a que estaba entregada, abandono que se debió a que su padre comenzara a imitar ––como jamás lo había hecho–– el antiguo tono áureo. Por fin, fue el señor Verver quien le planteó la cuestión de si era realmente una gran idea ––grande de verdad–– salir de Inglaterra con cualquier pretexto, y pasar varias semanas en el extranjero en compañía del Príncipe. Entonces fue cuando Maggie se dio cuenta de que la «ame­naza» formulada por su marido seguía todavía vigente, porque ella se encontraba ahora cara a cara con sus efectos. Sí, esta amenaza ocupó el resto del paseo de Maggie y su padre, los acompañó en el trayecto, y entró con ellos en la casa, además de hacer imposible ahora fingir, no recordar que la finalidad de la salida había sido reunirse con el Principino. La impresión inequívoca de Maggie fue que las palabras de su padre, pasados cinco minutos, indujeron a los dos a renovar el propósito inicial, a modo de refugio, y fueron la causa después de que se alegraran de que la com­pañía del muchacho, que consiguieron a su debido tiempo y de la que gozaron con el matiz impuesto a su alboroto por la institutriz, persona que esperaba que se le diera un trato considerado y que constituyera una capa que cubriese toda posible tensión. Sí, todo había quedado reducido a que el buen señor Verver había hablado con el fin de sondear a Maggie, de la misma manera que Charlotte ya había hablado con él animada por este igualmente bello propósito. La Princesa lo comprendió al instante en todos sus detalles. Y oyó a su padre y a su esposa tratar del singular caso. «El Príncipe me dice que Maggie proyecta que hagas un viaje al extranje­ro con él, y como él siempre está dispuesto a cumplir sus deseos me ha indi­cado que hable contigo por estimar que ésta es la manera más fácil para conseguir tu consentimiento. Como puedes ver, esto lo hago porque como sabes también yo estoy siempre dispuesta a que dichos deseos se hagan rea­lidad. Te hablo de este asunto, sí, pero en esta ocasión reconozco que no comprendo del todo qué es lo que Maggie pretende. ¿Por qué precisa­mente ahora, de repente, quiere que los dos os vayáis juntos, y quedarse a solas conmigo? Reconozco que es halagador para mí, pero tú eres quien debe decidir de acuerdo con tus deseos. Evidentemente, el Príncipe está dispuesto a acceder a los deseos de Maggie, pero tú eres quien debe hablar con él y decidir. En realidad tendrías que hablar con ella. » Palabras más o menos parecidas a éstas fueron las que Maggie oyó en su imaginación, y su padre, después de haber esperado a que le hablara directamente, la había invitado a hacerlo.

Tal como Maggie se repitió in mente durante el resto del día, esto era pre­cisamente lo que habían intentado mientras estaban sentados en las sillas del parque, y esto era lo que habían hecho, en la medida en que podían conversar francamente. Por lo menos, esta medida había quedado deter­minada, en el sentido de que cada uno de ellos estaba dispuesto a luchar hasta el último instante contra todo género de auténticas ansiedades para protegerse, para desvanecerlas. Al instante había confesado con su enga­ñosa sonrisa, sin un solo pestañeo, mientras miraba a su padre a los ojos con igual dulzura que éste la miraba a los suyos, que se le había ocurrido que quizá los dos, el padre y su yerno, gustaran de hacer este viaje juntos, porque los dos llevaban largo tiempo viviendo de manera excesivamente casera. Maggie se expresó casi en términos picarescos, llevada por la inspi­ración de esta oportunidad, insinuando que un par de hombres jóvenes y con buen ánimo, al abandonar su confinamiento y emprender un camino cogidos del brazo, podían muy bien percibir agradables sensaciones en unas formas que, de momento, les parecerían nuevas por lo menos. Du­rante cincuenta segundos Maggie se sintió horriblemente vulgar a los ojos de su padre, en los que tenía fija su mirada dulce y falsa, aunque sin que le importara, por estimar que mucha suerte tendría si conseguía sus propósi­tos sin padecer algo peor que ser vulgar.

Maggie había dicho:

––Y he pensado que esto gustaría más a Americo que hacer el viaje solo.

––¿Quieres decir que no irá de viaje si no va conmigo?

Estas palabras la indujeron a pensar, y jamás en su vida había pensado tan deprisa y con tanta aplicación como ahora. Si contestaba afirmativa­mente a las palabras de su padre, su marido, puesto en semejante brete, podía muy bien desmentirla, con lo que ¿acaso lo anterior no produciría el efecto de intrigar a su padre, de inducirle quizá a preguntarle directa­mente por qué razón obraba ella de esta manera? Desde luego, Maggie no podía permitirse que se sospechara de ella, ni siquiera por un instante, ni que ejercía presión alguna, y esto la obligó a preguntar, por toda respues­ta:

––¿No crees que esto es precisamente lo que tienes que averiguar hablan­do con él?

––Efectivamente, siempre y cuando me haga la propuesta. Pero todavía no lo ha hecho.

Una vez más, ella se dio cuenta de que estaba en una falsa situación:

––Bueno, quizá no se atreva.

––¿Tan segura estás de que desea viajar conmigo?

––Creo que piensa que te gustaría.

––Pues sí, claro...

Pero el señor Verver apartó la mirada, y Maggie contuvo el aliento en espera de que su padre preguntara si quería que él lo propusiera directa­mente a Americo, o le preguntara si iba a sentirse muy desilusionada en el caso de que decidiera olvidar el asunto. Lo que la tranquilizó fue que su padre no hizo ni lo uno ni lo otro, con lo cual se mantuvo apartado del ries­go anejo de intentar sonsacarle los motivos que la animaban. Además, por otra parte, para mitigar esta impresión, y con el fin de llenar aquel vacío tan grande creado tan discretamente por su abstención, el señor Verver dio a su hija una razón que explicaba su comportamiento, evitándole con ello el esfuerzo de preguntarle si, a su juicio, Charlotte no aprobaría su pro­yecto. El señor Verver había cargado con la responsabilidad de todo, y esto era lo que tranquilizaba a Maggie. Muy poco más tuvo que esperar para comprender cómo su padre asumía todas aquellas responsabilidades. Lo que él expresó fue sus pocos deseos de poner tiempo y espacio, en tan grande escala, entre él y su esposa. No, su vida con Charlotte no era desdi­chada, ni mucho menos, hasta el punto de inducirle a insinuar que nece­sitaba el alivio de una separación temporal, y Maggie recordaría que su padre la había sonreído paternalmente mirándola a través de las lentes de sus gafas que, en cierto modo, parecían protegerla, para subrayar el signi­ficado de sus palabras. En consecuencia, a no ser que fuera el Príncipe quien necesitara aquel alivio... A cuya observación, Maggie repuso:

––No, no creo que éste sea el caso de Americo. Nuestra vida en común se desarrolla a la perfección.

––Bueno, pues no hay problema.

Maggie asintió una vez más, con sublime aceptación:

––No hay problema.

Alegremente, su padre observó:

––Mi vida con Charlotte también se desarrolla a la perfección.

Después, el señor Verver causó la impresión de guardar silencio con el fin de ganar tiempo; y, por fin, en tono leve y feliz, añadió:

––¡Y esto es lo menos que puedo decir! ¡Ciertamente, lo menos!

Y habló como si pudiera decirlo mucho mejor sin el menor esfuerzo, como si el buen humor bastara en la presente ocasión para tener la satis­facción de expresar mucho menos de lo que la realidad merecía. De esta manera puso el asunto ya de manera plenamente consciente, ya con total inconsciencia, en manos de Charlotte. El caso fue que se hizo mayormente opresiva la convicción que Maggie tenía de los proyectos de Charlotte. Había hecho lo que quería hacer la esposa de su padre, que era exacta­mente lo que Americo la había obligado a hacer a ella. Charlotte había conseguido que la prueba que había deseado hacer resultara práctica­mente imposible y, por el contrario, Charlotte había puesto en práctica su propia prueba. Era como si ésta hubiera sabido que su hijastra tendría miedo a que se la invitara a decir, mediante las preguntas menos intencio­nadas, por qué razón consideraba que era deseable un cambio. Para nues­tra joven amiga también era lo mismo; resultaba todavía más prodigioso que si su padre hubiera sido capaz de hacer cálculos armónicos con lo anterior, hubiera sido capaz de concluir que era importante no pedirle a ella que le dijera cuáles eran sus problemas. Si no fuera así, ¿por qué no se lo había preguntado al deparársele semejante ocasión? Sí, aquello era fruto de un cálculo premeditado. Ahí se encontraba la razón. El señor Verver estaba aterrado de la pregunta que la suya propia hubiera podido provocar: «Ya que abordas este asunto, ¿cuáles son, papá, tus problemas?». Pocos segundos después, cuando el señor Verver complementó el sentido de su última frase mediante una o dos leves observaciones encaminadas a alejar el fantasma de lo anómalo en su vivir, en ese momento crítico Maggie no hubiera debido contestar la pregunta:

––¿No crees que nuestra vida parece estar dominada por algo parecido a un hechizo? ¿Y que parece que en los últimos tiempos este hechizo haya quedado renovado, haya despertado de un letargo? Quizá se trate de cier­ta prosperidad perversa y egoísta, como si nos hubiéramos apoderado de todo, como si todo lo tuviéramos ordenadamente en nuestro poder, hasta el último objeto bello para la última vitrina en el último rincón de mi colec­ción. Quizá esto sea la causa de que nos hayamos vuelto un tanto perezo­sos, un poco lánguidos, como un grupo de dioses que no se ocupan de la humanidad.

Rápidamente, inducida por la leve lindeza de estas palabras, Maggie repuso:

––¿Consideras que somos retraídos? ¿Crees que no nos ocupamos de la humanidad, viviendo como vivimos en la concentración humana más gran­de del mundo y yendo constantemente de un lado para otro, siempre per­seguidos y siempre persiguiendo?

Estas palabras le hicieron pensar al señor Verver un poco más de lo que su hija había pretendido; pero, como ella misma hubiera dicho, la respues­ta fue sonriente:

––Bueno, pues no lo sé. En realidad, lo que tú dices sólo diversión nos proporciona.

––Ciertamente. Sólo diversión.

––Todo lo hacemos de una manera muy hermosa.

Maggie no hubiera negado esto siquiera por un instante:

––Todo lo hacemos de una manera muy hermosa. Comprendo lo que quieres decir.

El señor Verver prosiguió:

––Y con ello también quiero decir que no tenemos, en la medida sufi­ciente, idea de lo que son dificultades.

––¿En la medida suficiente? ¿Suficiente para qué?

––Suficiente para no ser egoístas.

––Jamás te he considerado egoísta.

Maggie consiguió decir estas palabras sin que su voz tuviera tono de compunción.

––No digo que yo sea egoísta, ni que lo seas tú, o Americo, o Charlotte. Pero, conjuntamente considerados, somos egoístas, actuamos como un grupo egoísta. Como habrás podido observar, siempre queremos una mis­ma cosa, y esto nos une, nos ata los unos a los otros.

Hizo una pausa, y añadió:

––Nos necesitamos los unos a ¡os otros; pero, en cada ocasión, cada uno necesita al otro para cada uno. Esto es lo que he calificado de feliz hechi­zo; pero, al mismo tiempo, quizá sea también una inmoralidad.

En tono divertido, como un eco, Maggie repitió:

––¿Una «inmoralidad»?

––Somos tremendamente morales, con respecto a nosotros mismos, es decir, cada cual para el otro, y no voy a fingir que sé con exactitud a costa de quién tú y yo, por ejemplo, somos felices. Sin embargo, me atrevería a decir que, a fin de cuentas, hay un leve matiz agobiante, un poco extraño, en esa conciencia de la comodidad y los privilegios de que gozamos, en tér­minos generales. A no ser, claro está, que lo que acabo de decir sólo se me pueda aplicar a mí. De todas maneras, esto era lo que quería decir, o sea, que vivimos de una manera que «reblandece», igual que si fuéramos indi­viduos con coleta, recostados en divanes dedicados a fumar opio y tener visiones. «Levantémonos y actuemos», ¿no es eso lo que dice Longfellow? Éstas son las palabras que a veces suenan en mis oídos, produciéndome un efecto parecido al de la entrada de la policía en el fumadero de opio, para sacudirnos hasta sacarnos del sopor. Pero, al mismo tiempo, lo hermoso de nuestra forma de vivir es que realmente actuamos. Sí, a fin de cuentas esta­mos haciendo lo que nos propusimos. Estamos en trance de lograr, de lograr nuestra vida, de lograr nuestras oportunidades, o lo que sea, tal como lo entendemos o lo sentimos al principio. Lo hemos logrado ¿y qué más podemos hacer?

De ahí, el señor Verver concluyó:

––Para mí significa mucho el haber hecho tan feliz a Charlotte, haber conseguido que esté tan absolutamente satisfecha. Tú has dejado de preo­cuparme desde hace mucho tiempo; quiero decir que sabía sobradamente que eras feliz, por lo que jamás tuve que ocultarte que mi mayor empeño, desde que supe que eras feliz, ha sido conseguir lo mismo de manera casi inevitable, lo cual redunda asimismo en beneficio tuyo. Ysi hemos logrado nuestra vida, nuestra idea, como antes he dicho, si ahora puedo estar sen­tado aquí y decir que he contribuido a ello, no cabe afirmar que el hecho de conseguir que Charlotte viva tan felizmente haya coadyuvado poco en ello. Esto ha tenido efectos benéficos en todo momento, esto ha sido la mayor voluta de humo azul, o del color que sea, del opio. ¿No te das cuen­ta del marasmo en que hubiéramos caído si Charlotte no hubiera venido y no hubiera encajado en nuestro vivir, tal como lo ha hecho?

Para rematar sus palabras, miró a Maggie como si fuera a decirle algo en que ésta realmente no había pensado:

––En ese caso, hija mía, estoy convencido de que tú hubieras sido quien más lo hubiera odiado.

Intrigada, Maggie preguntó:

––¿Odiado qué?

––Hubieras odiado que, a pesar de nuestras tremendas buenas intencio­nes, no hubiésemos conseguido nuestros propósitos. Y me atrevo a decir que yo lo hubiera sentido más por ti que por mí.

––Esto me parece natural, puesto que por mí lo hiciste. El señor Verver dudó unos instantes, y dijo:

––Pero no te lo dije.

––Bueno, poco tardó en decírmelo la propia Charlotte.

El padre de Maggie observó:

––Tampoco a ella se lo dije.

Maggie, inmediatamente, le preguntó:

––¿Estás realmente seguro?

––Me gusta pensar que quedé totalmente prendado de ella, y que tenía todas las razones para estarlo, y en la gran suerte que tuve al poder contar con esta base. Y dije a Charlotte todas las buenas cualidades que a mi jui­cio tenía.

––El hecho de que Charlotte fuera capaz de una tan perfecta compren­sión era una de sus cualidades.

––Sí, lo comprendió todo.

––Todo, y principalmente tus motivos. El hecho de que me lo dijera me demostró su comprensión.

Ahora volvían a estar frente a frente, y Maggie vio que el color del rostro de su padre se avivaba. Fue como si el señor Verver viera en los ojos de Ma­ggie las imágenes concretas, la escena de la conversación de su hija con Charlotte, de la que ahora el señor Verver oía hablar por primera vez, y con respecto a la cual, por razones naturales, hubiera debido interrogar más a fondo a Maggie. El que el señor Verver no lo hiciera no hacía más que reve­lar la complicación de sus temores. Por fin, el señor Verver dijo:

––Lo que realmente le gusta a Charlotte es el éxito habido.

––¿El éxito de tu matrimonio?

––Sí, bueno, de mi idea, considerada globalmente. El modo en que he quedado justificado. Ésta es, realmente, la satisfacción que le doy. Aunque, desde luego, si el matrimonio hubiera fracasado, jamás hubiera cabido atri­buir culpa alguna a Charlotte.

Sin embargo, como si realmente no mereciera la pena hablar de esto, el señor Verver calló. Y el hilo de sus pensamientos quedó roto. Ahora, pre­guntó:

––Bueno, ¿y consideras que puedes arriesgarte a ir a Fawns?

––¿Lo consideras un riesgo?

––Bueno, desde un punto de vista moral, desde aquel punto de vista de que antes te he hablado, desde el punto de vista de hundirnos más en la inactividad. No sé por qué, cuando estamos allá, nuestro egoísmo parece que crece.

Maggie permitió que su padre gozara de la diversión que le proporcionaba el que ella no hiciera comentario a esta última observación y, senci­llamente, preguntó:

––¿Está Charlotte realmente dispuesta a ir?

El señor Verver, sintiéndose ahora más a sus anchas, repuso:

––Bueno, siempre y cuando tú, yo y Americo queramos ir. Cuando se acosa a Charlotte con preguntas, siempre se descubre que lo único que quiere saber es cuáles son nuestros deseos. ¡Para esto la tenemos!

Y después de intercambiar estas frases, a pesar de cierto extraño efecto que produjeron en la mayor o menor tranquilidad en que habían conse­guido hallarse, abandonaron el tema. Lo abandonaron hasta el momento en que Maggie observó que era maravilloso que su madrastra estuviera dis­puesta, antes de que la temporada social de la primavera terminara, a sus­tituir tan intensa vida social por tan relativa soledad. A estas palabras el señor Verver repuso:

––Creo que esto se debe a que ella estima que, en esta ocasión, tendre­mos en casa, en el campo, a más invitados de los que hasta ahora hemos tenido. ¿Recuerdas que al principio invitamos a Charlotte debido, precisamente, a nuestros invitados?

––Sí, para que animase un poco nuestro vivir.

Maggie había recordado aquellos tiempos, y la luz de la antigua fran­queza entre ella y su padre, alumbrándola desde tan lejos, pareció revelar algunas cosas de una manera tan extraña que la nitidez de la visión le obli­gó a ponerse bruscamente en pie. Dijo:

––Bueno, en Fawns, con un poco de «vida», se estará bien.

El señor Verver no se había movido de su asiento; Maggie dirigía la vista por encima de su cabeza, y el cuadro que se le ofrecía quedaba densa­mente poblado. La vibración era la propia de una de aquellas sacudidas del místico tren en el que Maggie viajaba con su padre; pero, en esta ocasión, tuvo que recuperar el equilibrio y asentar bien los pies en el suelo antes de mirar a su padre a los ojos. Midió en toda su extensión la diferencia que mediaba entre ir a Fawns porque cada uno de ellos sabía que los otros deseaban ir, y emparejar a su padre y a su marido para que efectuaran un viaje, lo cual nadie sabía que alguien quisiera. «Más gente» en Fawns daría lugar al desarrollo de la clase de actividad a que su marido y su madrastra se dedicaban. En realidad, a su padre y a ella no les quedaba más remedio que aceptar buen número de visitantes. Ahora nadie intentaría casar a su padre. Lo que él acababa de decir era una directa petición de arreglar de esta manera las cosas y ¿qué era esta petición sino un acto de sumisión a Charlotte? Sentado, el señor Verver se había percatado de la mirada de su hija; pero en el mismo instante el señor Verver también se había levanta­do, y este hecho recordó al uno y al otro que habían ido allá para reunirse con el niño. Efectuada la reunión con el Principino y su acompañante, los cuatro se dirigieron a casa caminando más despacio, todavía más vago el pensamiento, vaguedad que permitió a Maggie abordar de nuevo durante un instante el tema que le preocupaba:

––Si tenemos invitados en la casa de campo, como tú has dicho, ¿sabes a quién me haría ilusión, principalmente, invitar? Te vas a reír. A los Cast­ledean.

––Comprendo. ¿Pero por qué has dicho que iba a reírme?

––Bueno, es que incluso a mí me da risa. Lady Castledean no me gusta; sin embargo, me gusta verla. Lo cual, como dice Americo, es raro.

El señor Verver le preguntó:

––¿Y no te parece bella esa señora?

––Sí, pero no se trata de eso.

––¿De qué se trata, pues?

––Sencillamente, se trata de tenerla allí ante nosotros. Es como si lady Castledean tuviera un valor, como si pudiera rendir algo. Desde luego, no sé qué es lo que puede rendir, además esta señora me irrita un poco. Reconozco que realmente no sé a qué se debe lo que he dicho, pero creo que si la vemos a menudo llegaré a saberlo.

Mientras seguían avanzando el señor Verver preguntó:

––¿Y lo consideras muy importante?

Maggie dudó, y en vez de contestar preguntó:

––¿Tanto te gusta esa señora?

El señor Verver también esperó un poco antes de contestar, hasta que por fin adivinó el sentido de la pregunta de su hija y repuso:

––Pues sí, me gusta.

Maggie lo aceptó considerándolo el primer caso entre cuantos podía recordar en que una persona determinada no causaba la misma impresión a su padre que a ella. Lo cual quizá pudiera atribuirse a una ficción del señor Verver. Pero Maggie ya se había comprometido mucho con sus pala­bras, y para aumentar todavía más la impresión de ligereza que había causado, añadió que, a pesar de que no constituían una novedad, ni mucho menos, también deseaba la presencia, en Fawns, de los Assingham. Con estas palabras todo quedó sobre una base independiente de las explicacio­nes; sin embargo, al mismo tiempo resultaba extraordinario advertir lo mucho que, una vez en el campo, en compañía de los otros, iba a necesi­tar a la buena de Fanny tal como decían al hablar en familia. Era rarísimo, pero parecía que la señora Assingham pudiera, en cierta manera, atenuar la intensidad de la conciencia que Maggie tenía de Charlotte. Parecía que ésta y Fanny se compensaran recíprocamente, cada cual con su peso, de acuerdo con sus ideas acerca del equilibrio. Sería lo mismo que poner a su amiga en su propio platillo de la balanza, en aquel platillo en que se encon­traban su padre y ella. Americo y Charlotte estarían en otro platillo. De manera que el peso de los tres se conservaría al mismo nivel que el otro platillo. Mientras Maggie esbozaba estas imágenes en su mente, recibió de repente la ayuda de su padre:

––¡Y tanto que sí! ¡Tenemos que invitar a los Assingham!

––Los tendremos en casa igual que los teníamos antes durante una tem­porada larga, en las mismas condiciones que antes, como «clientes habi­tuales», como solía decir Fanny. Si es que aceptan.

––Como clientes habituales, sí, en las mismas condiciones que antes, esto es lo que también me gustaría a mí.

Después de decir estas palabras, añadió:

––Y me parece que aceptarán.



En el tono en que el señor Verver pronunció estas palabras, Maggie vio diversos significados. El principal consistía en que el señor Verver estima­ba que iba a necesitar a los Assingham tanto como la propia Maggie. Preco­nocer que las nuevas condiciones eran diferentes a las antiguas ¿qué era sino confesar prácticamente que algo había ocurrido, y advertir que la señora Assingham, interesada en la situación que ella había contribuido a crear, prestaría en la misma medida atención a su desarrollo y variaciones? Equivalía a una insinuación efectuada por el señor Verver, en un momen­to en que se hallaba desprevenido, de que le gustaría tener a alguien a quien recurrir. Maggie había querido sondear disimuladamente a su pa­dre; pero éste ahora había revelado claramente sus sentimientos y si Maggie, incluso al principio, había necesitado más elementos que la tran­quilizaran, ahora los tenía sobrados. Mientras iban de regreso a casa, el señor Verver llevaba de la mano a su nieto y ellos seguían su paso, balan­ceando el brazo del niño sin que le diera la lata, como nunca hacía con su encrespamiento, igual que un pequeño y gordo puercoespín, con estriden­tes signos de interrogación; de modo que, mientras avanzaban, Maggie vol­vió a preguntarse si el equilibrio no hubiera sido más real y, sobre todo, no hubiera exigido tan insólitos estudios, si el destino hubiera decretado que Charlotte diera un Principino al señor Verver. Maggie había vuelto a coger­se del otro brazo de su padre, aunque en esta ocasión le arrastraba camino de vuelta, suave e irremediablemente, hacia aquello de lo que habían inten­tado alejarse durante una hora, de la misma manera que el señor Verver arrastraba conscientemente al niño, y de la misma manera que la altiva seño­rita Bogle, a la izquierda de Maggie, representante de los deberes del hogar, la arrastraba a ella. Los deberes del hogar quedaron de manifiesto cuando la casa de Portland Place reapareció ante su vista incluso desde lejos. Americo y Charlotte habían regresado a casa ––mejor dicho, Americo había regresa­do, y Charlotte había salido de la suya–– y los dos se encontraban juntos en el balcón, Americo con la cabeza descubierta, Charlotte sin la chaqueta, la capa o lo que fuera, aunque coronada por un brillante y audaz sombrero, acorde con el tibio día, que Maggie inmediatamente descubrió que era nuevo, insu­perablemente original, lucido, en generosa armonía por vez primera. Y todo era para contemplar el regreso de los ausentes y estar allí para hacerse cargo de ellos con la mayor prontitud posible. Estaban los dos alegres y divertidos en la placentera mañana, se inclinaron sobre la baranda para gritar desde arriba su bienvenida, iluminando la fachada de la gran casa negruzca con una expresión que quebró la monotonía, que casi hubiera podido escan­dalizar la decencia de Portland Place. El grupo que se hallaba abajo, en la ca­lle, alzó la vista como si la dirigiera a seres apostados en las almenas de un castillo, e incluso la señorita Bogle, que iba con la cabeza sumamente ergui­da, quedó con el aliento un tanto cortado como si verdaderamente tuviera ante la vista a seres superiores. Difícilmente pudo haber bocas más abiertas desde aquellas rondallas que en la Nochebuena tan lamentablemente can­taban por calderilla, cuando Americo, insaciable en cuanto hiciera referen­cia a las costumbres inglesas, salió de casa exclamando por lo bajo una «Santissima Vergine!» para maravillarse ante los depositarios de semejante tra­dición y comprar su indulgencia. El respingo particular de Maggie fue de nuevo inevitable al pensar en la tarea que aquella pareja podía llevar a cabo.
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