La Copa Dorada



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Capítulo XXIII

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Durante varias semanas Maggie no había vuelto a tener ante sí y de manera tan eficaz la presencia de Fanny Assingham como aquella tarde en que esta dama regresó de su estancia en Matcham durante las fiestas de Pentecostés, pero el paréntesis quedó cerrado tan pronto el día de la migración a Fawns ––el más o menos simultáneo traslado de ambos hogares allá–– comenzó a ser objeto de conversación. Maggie se dio cuenta inme­diatamente de que la renovación de las antiguas condiciones de que había hablado con su padre, con una vieja amiga, representaba para su espíritu la única manifestación que no la ponía excesivamente en evidencia ni la traicionaba. Ni siquiera su padre, quien siempre había «creído», como él decía, en su antigua aliada, llegaría forzosamente a sospechar que Maggie invocaba la ayuda de Fanny en vista a determinadas pesquisas, y menos aún sería así en el caso de que Fanny se comportara como fácilmente era capaz de comportarse. El concepto que tenía de la capacidad de Fanny podría alterarla si le fuera revelado de repente, y debemos decir que la señora Assingham estaba destinada a alterarse en breve, a raíz de una revelación de esta naturaleza, a pesar de ser relativamente lejana. Concretamente, la idea de nuestra joven amiga consistía en que su seguridad, su salvación de que de ella sospechara que sospechaba se encontraría en la capacidad que su amiga tenía para encubrir, para proteger y, dado el caso, incluso para representarla ostentosamente, es decir, para representar la relación que tenía con aquella forma de vida que todos llevaban ahora. Sin duda algu­na, esto sería mucho decir, como reza la frase popular, pero la señora Assingham existía básicamente o cabía la posibilidad de hacer lo preciso para que primordialmente existiera para el particular beneficio de Maggie, y esto era una de las más hermosas flores que había obtenido de entre las sugerencias sembradas en ocasión del agasajo ofrecido en Portland Place al grupo de invitados a Matcham. En aquella velada la señora Assingham, reaccionando contra el hundimiento de su espíritu, había rebosado valen­tía y comprensión, y de una forma absoluta, quizá temeraria en cuanto a ella concernía, había revelado sus profundas y tenebrosas preocupaciones, impresión que ahora, por ser demasiado tarde, la señora Assingham ya no podía borrar. Con maravilloso aire de reconocer todas estas verdades, a­hora la Princesa volvió a abordar a la señora Assingham, aunque dando muestras al principio de tener los debidos escrúpulos de decir a Fanny qué era concretamente lo que de ella esperaba, pero sin avergonzarse en modo alguno, como de expresa manera declaró, de la perceptible intuición que Fanny tuvo de los extraños servicios que quizá Maggie le pidiera. Re­almente, desde el principio Maggie dijo a Fanny palabras extraordinarias: «Usted puede ayudarme, querida; nadie más puede hacerlo». «Le doy mi palabra de que casi deseo que le ocurra algo malo, que pierda la salud, que pierda su fortuna o que pierda su reputación (y perdóneme por ello, que­rida), a fin de poder estar en su compañía todo lo que deseo que usted lo esté en la mía, sin provocar comentarios como no sea el de que esa clase de bondades son muy propias de mí.» Todos nosotros tenemos nuestra propia manera de compensar nuestra falta de egoísmo, y Maggie carecía de todo género de egoísmo en lo que hacía referencia a su marido y a su padre, sólo un egoísmo débil y vacilante en lo que tocara a su madrastra. En esta concreta crisis era perfectamente capaz de contemplar sin pesta­ñear cómo la vida personal y la libertad de la señora Assingham eran sacri­ficadas.

La actitud que estos deseos provocaban en Maggie consistía en sacar pro­vecho de las actuales agitaciones y preocupaciones de su víctima. En reali­dad, estimaba que este personaje está dispuesto a cualquier cosa, quizá sin hacer efusivas protestas de lealtad, aunque sí buscando, con una inquietud peculiarmente suya, saber qué era lo que Maggie quería. A la larga ––aun­que no fue tan a la larga como eso––, no hubo dificultad alguna en hacér­selo saber. Fue como si, de una manera clara, Maggie hubiera dado a entender a la señora Assingham que la consideraba culpable de algo, que le atribuía una responsabilidad, aun cuando, al principio, Maggie no puso los puntos sobre las íes, ni ató todos los cabos, sino que la trató sin insis­tencia, antes bien con suave confianza, como si la señora Assingham estu­viera allí para ver, para saber, para aconsejar, para ayudar. Evidentemente, ante Maggie se había formado, por sí misma, la teoría de que nuestra buena mujer había intervenido, desde el principio, en el destino de ellos cuatro, de tal modo que no había giro alguno en sus recíprocas relaciones y negocios cuyo origen no pudiera hallarse, en cierta medida, en el afec­tuoso y propio interés de la señora Assingham por ellos. Sobre la base de este afectuoso interés de la buena señora, nuestra joven amiga levantaba ahora un edificio sin dejar de observar a Fanny, de manera muy parecida a aquella en que un niño listo, e incluso travieso, jugando sentado en el suelo, amontona piezas de madera, hábil y pasmosamente, sin dejar de observar la cara de una persona mayor que le vigila disimuladamente. Cuando las piezas de madera cayeran, se comportarían como es propio de la naturaleza de las piezas de madera; sin embargo, llegaría antes el momento en que se alzarían hasta un punto tan elevado que la estructura forzosamente tendría que llamar la atención y ser admirada. Entretanto, en el comportamiento de entrega sin reservas adoptado por la señora Assingham no se advertían indicios de análisis que separara y revelara aspectos concretos. El gesto de ansiosa atención de su rostro iba totalmen­te dirigido a la vívida felicidad de su joven amiga, y revelaba que la señora Assingham daba por supuesto que recientemente y por vagas causas dicha felicidad había aumentado. La Princesa ahora avanzaba, avanzaba y avan­zaba más que antes; la señora Assingham estaba plenamente dispuesta a manifestar que se daba plena cuenta de los avances de la Princesa, que siempre había sabido que tarde o temprano avanzaría y toda invitación a participar en tal avance forzosamente tenía que contener, en mayor o menor medida, una nota de triunfo. Sin duda alguna había cierta inex­presividad en la sumisión de la señora Assingham, y también cierta prodi­galidad en su general alegría, siendo ésta más notable cuando las dos vol­vían a reunirse después de breves separaciones; en estas reuniones, duran­te los primeros momentos de efusión, Maggie a veces recordaba otras expresiones en otras caras, sobre todo dos imborrables expresiones: la de la luz que había alterado la cara de su marido al tener la fuerte impresión ––por fin Maggie había llegado a emplear el término «fuerte impresión» al hablar de ello–– de verla, cual ella estaba, al regresar el Príncipe de Mat­cham y de Gloucester, y la expresión intrigada en la bella, inquieta y audaz mirada de Charlotte cuando, a la mañana siguiente en Eaton Square, esta vieja amiga había dado la espalda a la ventana para comenzar a entendér­selas con ella.

Si Maggie hubiera osado pensar de tan ruda manera, hubiera dicho que Fanny le tenía miedo; Fanny temía que dijera o hiciera algo, tal como durante breves segundos había temido Americo y Charlotte, lo cual venía a ser un elemento expresivo común a los tres. Sin embargo, la diferencia consistía en que esta expresión, en el caso de la buena señora, tenía la rare­za de renovarse constantemente, en tanto que en los otros dos no se había repetido ni una sola vez. Otras expresiones habían aparecido como luces radiantes y fijas en los otros dos, expresiones que alcanzaron un punto cul­minante hacía muy poco tiempo; aquella mañana en que la pareja apare­ció en el balcón de la casa para averiguar desde lo alto lo que su padre y ella habían estado haciendo, momento en que la general e interesante belleza y brillantez de la pareja armonizaba con el inicio del verano, había parecido irradiar calor, bienvenida y la promesa de protección. De consu­no habían decidido no hacer nada que pudiera alarmar a Maggie; y ahora, dotados de experiencia y práctica, lo hacían de una manera tal que ya no temían que su comportamiento los traicionara. Contrariamente, la señora Assingham, no menos indiferente a lo ocurrido, tenía menos seguridad por tener menos dominio de sí misma. En consecuencia, la estridencia de la alegría de dicha señora, los intentos de sondeo en el pretendidamente agradable ambiente que precedía a su indagación, como la patrulla de exploradores o lo que sean precede al grueso de la fuerzas, todo esto, fue la causa de que a los labios de nuestra joven amiga acudiera, al cabo de un par de semanas, diez o doce veces una frase de reto que tuvo la astucia de guardar para la ocasión propicia, pero que el haberla dicho le hubiera cau­sado un alivio del que se sentía no poco necesitada. «Tiene usted tanto temor a que pueda formularle quejas que no hace más que lanzar todas las campanas al vuelo para que ahoguen mi voz; pero no grite, querida amiga, antes de que la hayan herido; sobre todo, pregúntese a sí misma si cree que soy lo bastante perversa para quejarme. Incluso dejando que su imagina­ción se desborde, ¿de qué puede usted soñar que soy capaz de quejarme?» Sin embargo, la Princesa consiguió por el momento no pronunciar pala­bras como éstas, y lo consiguió gracias a preguntarse si la ambigüedad con que su amiga la trataba no seria ahora muy parecida a la ambigüedad con que ella trataba a su padre. Maggie también se preguntaba si le gustaría que su padre le diera aquel tratamiento que ella, día tras día, había conse­guido no dar a la señora Assingham, lo que la inducía a tratar a esta amiga con la misma amabilidad que el señor Verver, aquel bendito, tan benévolo como inexcusable, trataba a su hija. De todas maneras, Maggie había con­ seguido sonsacarle a la señora Assingham una promesa con respecto al tiempo que pasarían en Fawns, siempre y cuando el coronel cumpliera su palabra, y a este respecto nada le iluminó tanto ni nada le inspiró un inte­rés más íntimo como advertir que su interlocutora se abstenía de manifes­tar que era preciso tener en cuenta lo que Charlotte opinaba de tan larga estancia en Fawns, incluso tratándose de aliados tales como los Assingham.

Fanny evitaba hacer semejante manifestación de una forma tan eviden­te para la Princesa, y tan consciente en la propia Fanny, que parecía hallar­se en trance de retroceder ante un abismo en el que temiera precipitarse, lo que era una verdad que también contribuía a que nuestra joven amiga tuviera siempre presente el peligro de poner de manifiesto los sutiles pro­cesos de que se servía. El hecho de que Charlotte comenzara a emplear un criterio restrictivo en lo tocante a los Assingham ––cosa que por muchas y buenas razones que saltaban a la vista jamás había hecho con anterioridad­tenía el más alto valor para Maggie, valor que quedaba incrementado por el silencio flagrante con que la propia Fanny lo rodeaba. Ylo que expresa­ba, de manera sumamente excitante, la cuantía de este valor era precisa­mente la circunstancia de que Maggie quedaba en un estado de oposición con respecto a su madrastra ––en el caso de que Maggie tuviera que de­fender la propuesta de una larga estancia de sus amigos–– mucho más acti­vo de lo que jamás había estado, aun cuando ello supusiera otorgar a la señora Verver una magnífica oportunidad para pedir explicaciones a su marido. Desde el momento en que Maggie quedara claramente situada en la oposición, no habría modo de saber hasta qué punto se multiplicarían las oportunidades de Charlotte. Obsesivamente se preguntaba qué haría su padre si su esposa, por una parte, comenzaba a presionarle para que lla­mara al orden a su hija, en tanto que, por otra parte, la fuerza de una vieja costumbre ––para no decir más–– le predisponía, con no menos razón, a tener fe en su hija. Además Maggie estaba aprisionada en el círculo for­mado por las razones que no podía dar, por lo menos a su padre. La man­sión en el campo era de su padre y, en consecuencia, de Charlotte, y sólo era de Maggie y de Americo en la medida en que el dueño y la dueña la ponían generosamente a su disposición. Maggie se daba cuenta de que la generosidad de su padre carecía de límites, pero éste no podía ser el caso de Charlotte, para quien jamás sería decente, dicho sea teniéndolo todo en cuenta, reducir a tener que luchar por sus preferencias. Había momentos en que la Princesa no se sentía sin armas con que luchar, siempre y cuan­do la lucha se desarrollara sin espectadores.

Sin embargo, no podía utilizar esta ventaja, aunque fuera triste tener que reconocerlo. Su única arma consistía en que se daba cuenta de que si Charlotte no «quería» a los Assingham, sería por algún motivo razonable. En todo momento Maggie tenía a su disposición un medio con el que con­testar a cualquier queja formulada por Charlotte, que a ella le trasladara su padre. A la posible pregunta de: «¿Cuáles son tus razones, querida?», Ma­ggie podía lúcidamente contestar: «¿Y cuáles son las tuyas, querido papá? ¿No crees que vale la pena saberlas? ¿No será que por muy fundados moti­vos las razones de Charlotte se limitan a que le desagrada la presencia y, en consecuencia, la observación de personas que quizá saben de ella cosas que no le conviene que sepan?». En simple lógica, Maggie podía esgrimir esta repelente carta, y le constaba debido a que, a estas alturas, y gracias a los rápidos procesos lógicos que ahora seguía, conocía íntimamente todos los manoseados naipes que tenía a su disposición. Pero Maggie sólo podía jugar esta carta pagando el prohibitivo precio de sacrificar a su padre, un precio tan prohibitivo que incluso comportaba el horror de averiguar si su padre estaba dispuesto a ser sacrificado. Lo que Maggie tuviera que hacer tendría que hacerlo sin mezclar a su padre. Y nada había que tuviera me­nos en común con este escrúpulo como la despiadada utilización de su conformidad siempre beneficiosa, con que el espíritu de Maggie tan audaz­mente se gozaba. A este respecto, la Princesa no se veía objetivamente a sí misma, y sólo veía a los demás, ya que de lo contrario hubiera quedado impresionada, e incluso un tanto divertida, por su tranquila adopción de tan pesado comportamiento. Si Maggie podía enfrentarse con la embara­zosa situación de la persistente presencia de sus amigos en Fawns, a pesar de Charlotte, en parte se debía a que de ellos esperaba que le inspirasen una valentía que aumentara la suya propia. En resumen, sus amigos no sólo debían hallar por sí mismos la aprobación y la audacia, sino que también debían encontrarlas para proporcionárselas a Maggie. Y tuvo la impresión de que nos les daba el tiempo suficiente para ello aquella tarde, en la casa de Portland Place, en que espetó a la señora Assingham la siguiente incon­gruencia, que sólo superficialmente lo era:

––¿Se puede saber qué clase de horror hay entre esos dos? ¿Qué supone usted, qué sabe?

Si Maggie se hubiera guiado por las caras, la súbita palidez que adquirió la de su visitante la hubiera llevado muy lejos. Fanny Assingham palideció, pero hubo algo en este cambio, en la expresión que con él apareció en sus ojos, que tuvo la virtud de reafirmar la convicción que ella ya tenía en lo tocante a lo que su amiga había estado esperando. Lo había visto venir, lo había visto venir desde lejos; ahora que por fin había llegado, tan pronto pasara la primera convulsión, y pasaría pronto sin la menor duda, se halla­rían las dos en una situación más real. Había llegado y estaba allí, porque habían compartido las dos solas el almuerzo dominical; estaba allí, por raro que parezca, por el mal tiempo, la fría y perversa lluvia de junio que había estropeado el día; estaba allí a consecuencia de la suma total de a­quellas perplejidades y duplicidades, entre las que nuestra joven amiga había avanzado últimamente; estaba allí porque Americo y Charlotte habían ido de nuevo, juntos y solos, a pasar el fin de semana en casa de unos ami­gos, visita que Maggie, con intención infernal, había promovido sólo para ver si, en esta ocasión, también eran capaces de hacerla; estaba allí porque Maggie había atraído a Fanny a su lado, después de evitar que efectuara una visita que evidentemente le hubiera gustado efectuar, y le había obli­gado a ir a almorzar a su casa, estúpida, vacía y aburridamente; todo ello animada por la intención de celebrar que el Príncipe y la señora Verver le hubieran conferido el poder de describirlos tal como realmente eran. A decir verdad, Maggie sintió bruscamente la necesidad, antes que nada, de determinar cómo eran; por otra parte, antes de que su invitada diera con­testación a su pregunta, todo en aquel momento y lugar, todo en todas las circunstancias le pareció que proclamara a gritos cómo eran. La mirada de ignorancia de su invitada, sobre todo, fue lo primero que lo proclamó:

––¿Entre los dos? ¿Qué quiere decir?

––Algo que no debiera haber, algo que no hubiera debido haber durante todo ese tiempo. ¿Cree que hay algo? ¿Qué piensa?

Evidentemente, y para empezar, lo que Fanny pensaba era que su joven amiga la había dejado sin resuello; pero, a pesar de todo, la miró directa­mente a los ojos con gran fijeza:

––¿Habla basándose en una sospecha concebida por usted?

––Hablo basándome en una tortura. Perdone que se lo diga. He estado pensando durante meses y meses, y a nadie he podido recurrir para que me ayude a aclarar mis ideas, y he podido guiarme sólo por mis impresiones.

La señora Assingham dijo:

––Ha estado pensando durante meses y meses. Sí, pero, mi querida Ma­ggie, ¿en qué ha estado pensando?

––Pues en cosas horrorosas, cual la pequeña bestia que quizá sea. Quizá no haya nada, nada malo y horroroso, nada que ocultar.

El color había comenzado a volver a la cara de la mayor de las dos muje­res. Ahora ya pudo enfrentarse, aun cuando efectuando un visible esfuer­zo, no tan desconcertadamente con la pregunta que Maggie le había for­mulado:

––¿Imagina, hija mía, que los dos desdichados están enamorados? ¿Es esto lo que piensa?

Maggie la miró en silencio durante un rato antes de decir:

––Ayúdeme a descubrir qué es lo que imagino. Yo no lo sé. Sólo sé que vivo en una constante angustia. ¿No padece angustias usted? ¿Comprende lo que intento decir? Dígame la verdad, que esto, de una manera u otra, me ayudará.

La expresión de Fanny se había revestido de peculiar gravedad, de una plenitud que parecía infundirle esplendor:

––¿No quedará todo reducido a que siente celos de Charlotte? ––¿Quiere decir eso que odio a Charlotte?

Maggie pensó, después de decir estas palabras, y añadió: ––No. Por papá.

La señora Assingham observó:

––Claro, es lo que cabía suponer. Pero yo le preguntaba si siente celos de ella por su marido, el Príncipe.

––Pues, bueno, quizá todo quede reducido a esto. Si soy desdichada es que estoy celosa. Quizá sea la misma cosa. Por lo menos, ante usted esta palabra no me da miedo. Sí, estoy celosa, vivo atormentada, y más ator­mentada todavía porque estoy indefensa. Cuando estoy atormentada e indefensa, me meto un pañuelo en la boca y lo conservo en la boca la mayor parte de la noche y del día. Por lo menos ante usted me he sacado el pañuelo de la boca, y aquí me tiene chillando.

Hizo una pausa, y terminó su parlamento diciendo:

––Están fuera y no pueden oírme, y por una milagrosa circunstancia no almuerzo con mi padre. Vivo constantemente rodeada de milagrosas cir­cunstancias, aunque reconozco que la mitad de ellas son obra mía. Camino de puntillas, presto atención a todos los sonidos, mido mi aliento y, al mismo tiempo, procuro en todo momento causar la impresión de ser suave como antiguo satén de color rosa. ¿Ha pensado alguna vez que me hallara en este caso?

Su amiga sintió evidentemente la necesidad de expresarse con claridad:

––¿Celosa, desdichada y atormentada?

Y la señora Assingham, después de una pausa, prosiguió:

––No. Pero al mismo tiempo debo confesar, aunque quizá se ría de mí por ello, que jamás he estado tan tremendamente segura de saber cómo es usted. Ahí está usted ante mí, como he dicho, tan joven, tan profunda... Jamás hubiera imaginado que llevara una existencia envenenada, y como sea que usted desea saber si yo estimo si hay o no hay razón para ello, le diré que no tengo el menor inconveniente en hablar con usted aquí y ahora. No, nada me parecería más gratuito.

Después de estas palabras, las dos quedaron frente a frente durante un rato. Luego, Maggie se levantó con brusquedad, mientras su amiga se­guía mayestáticamente sentada; después de pasear de arriba abajo lleva­da por la intensidad de sus sentimientos, ahora se detuvo para recibir la luz que había invocado. En estos momentos dicha luz se había acumula­do de considerable manera alrededor de la amplia presencia de la seño­ra Assingham, constituyendo incluso, según percibió nuestra joven ami­ga, un medio en el cual podía al fin respirar hondamente. Maggie pre­guntó:

––¿Durante estos meses, principalmente durante las últimas semanas, le he causado la impresión de estar serena, natural y desenvuelta?

Esta pregunta requería, de manera que difícilmente podemos calificar de imperceptible, una respuesta de cierta extensión:

––Jamás me ha causado la impresión, desde el primer instante en que la vi, de otra cosa que no fuera, muy a su manera, absoluta bondad, dulzura y belleza.

Casi en tono de caricia, la señora Assingham repitió:

––Como he dicho, muy a su manera, una manera que es suya y de nadie más. En usted no he pensado más que como en un ser ajeno a cuanto es feo, tan ignorante de cuanto es falsedad, crueldad o vulgaridad, que jamás podrá ser rozada ni jamás usted lo rozará. Nunca la he relacionado con esa clase de realidades. Y he tenido tiempo suficiente para ello, en el caso de que esas realidades parecieran hallarse junto a usted, pero no lo están. Y si esto es lo que usted quería saber, así se lo digo.

––¿Consideraba que vivía satisfecha porque me creía estúpida?

En el curso de su contestación, la señora Assingham mantuvo una espon­tánea sonrisa, quizá levemente disimulada por un grácil y menudo fruncir el ceño:

––Si la hubiera creído estúpida, no la hubiera considerado interesante; si no la hubiera considerado interesante, no me hubiera dado cuenta de si «sabía», como he dicho, cómo era usted, o no. Y siempre me he dado per­fecta cuenta de que usted esconde, en algún lugar de su personalidad, no poco carácter.

Sonriendo, Fanny añadió:

––En realidad, todo el carácter que puede caber en una persona de su capacidad.

A continuación, Fanny explicó:

––Pero ocurría que como usted jamás atrajo la atención de los demás hacia su carácter, no tuve la ocasión de calibrarlo debidamente; además y sobre todo difícilmente hubiera podido determinar con exactitud en qué lugar llevaba el carácter o lo escondía. Sencillamente hubiera dicho que lo lleva­ba debajo, como aquella crucecita de plata que en cierta ocasión me mos­tró, con la bendición del Santo Padre, que siempre lleva oculta sobre la piel.

Dispuesta a ejercer el privilegio del ingenio, Fanny prosiguió:

––Sí, he podido echar una ojeada a esta reliquia, pero esa pequeña, pre­ciosa y recóndita manera suya de ser, personal y áurea, que ha recibido la bendición de un poder que, creo, es superior incluso al Papa, ésa nunca ha accedido a mostrármela. Y mucho dudo que haya accedido a mostrarla a persona alguna. En términos generales, se ha comportado usted con exce­siva modestia.

En sus esfuerzos para seguir el pensamiento de Fanny Assingham, Maggie casi consiguió que se le formara una rayita en la frente. Ahora, dijo:

––¿Y considera que hoy me comporto con modestia, mientras estoy aquí, chillando ante usted?

––¡Oh, sus gritos, lo reconozco, son cosa nueva! Tendré que averiguar en qué lugar encajan. Sin embargo, el problema estriba en determinar con qué los voy a encajar.

Acto seguido, la señora Assingham preguntó:

––¿Ha querido usted decir que estas dos personas van a estar desde ayer hasta mañana en un lugar en el que pueden, más o menos irresponsable­mente, reunirse? ¿Cree que están solos en dicho lugar, habiéndolo previs­to de antemano?

Había hablado con el tono de pintar las cosas en los más tenebrosos colores posibles. Esperó en vano que Maggie contestara, y volvió a pregun­tar:

––Pero ¿no es más cierto que, en esta ocasión, después de que usted vol­viera a decir, a última hora, que no quería ir, ellos se mostraron remisos?

––Sí, es cierto, preferían no ir. Pero yo quería que fueran.

––En este caso, hija mía, ¿dónde está el problema?

––Quería ver si iban. Y, además, estaban obligados a ir. No les quedaba otro remedio.

La señora Assingham preguntó, intrigada:

––¿Debido a que usted y su padre decidieron no ir?

––No, no quería decir que tuvieran que ir en atención a los anfitriones, sino en atención a papá y a mí. Sí, porque ahora se han dado cuenta. Fanny tartajeó:

––¿Que se han «dado cuenta»?

––De que desde hace ya algún tiempo me fijo más. Me fijo en las cosas raras que hay en nuestra forma de vivir.

Maggie vio que su amiga estuvo, por un instante, a punto de preguntar­ le qué eran aquellas «cosas raras», pero enseguida la señora Assingham desechó tan ambigua pregunta para escoger otra que consideraba mucho mejor.

––¿Y por eso lo hizo? No ir, quiero decir.

––Sí, lo hice por eso. Para que quedaran solos los dos. Sí, porque de día en día muestran menos deseos, o se atreven a mostrar menos deseos, de estar solos. Desde hace mucho tiempo, lo disponen todo de manera que algunas veces tengan forzosamente que estar solos los dos.

Después, como sea que la señora Assingham, como cegada por la luci­dez de estas palabras, se quedara callada, Maggie preguntó:

––¿Sigue creyendo que soy modesta?

Sin embargo, si se le daba tiempo, Fanny siempre podía pensar cualquier respuesta brillante susceptible de ser calificada de congruente, y así dijo:

––Creo que está usted equivocada. Ésta, querida, es mi respuesta a su pregunta. Su pregunta exige la respuesta más clara de que sea capaz. Nada malo veo y de nadie sospecho.

Como remate, añadió:

––Y me apena profundamente que otra sea su actitud.

Esto motivó que Maggie le dirigiera otra profunda mirada y le pregun­tara:

––¿Nunca ha imaginado nada?

––¡No lo permita el Señor! Y conste que le estoy hablando en mi calidad de mujer imaginativa. No hay ni un solo momento en mi vida en que no esté imaginando algo, y a esto se debe precisamente el que haya podido calibrar la sinceridad con que su marido, a quien usted supone torpemen­te dedicado a su madrastra, es devoto, tiernamente devoto, de su admira­ble y adorable esposa.

La señora Assingham hizo una larga pausa para que su joven amiga se empapara bien de lo anterior, pero Maggie no dio síntomas de hacerlo. Entonces la pobre mujer coronó lamentablemente sus esfuerzos:

––¡Sería incapaz de tocarle un pelo!

Al oír esto, en el rostro de Maggie se formó la más extraña expresión, aunque con la intención de esbozar una sonrisa:

––¡Bueno...!

Pero su invitada ya había dicho:

––Y estoy absolutamente segura de que Charlotte también.

Estas palabras tuvieron la virtud de dejarla con la extraña expresión fija en la cara, allí de pie. Y la Princesa dijo:

––No, Charlotte también sería incapaz. Y ésta es precisamente la razón por la que hoy han tenido que ir allá juntos. Tuvieron miedo de no hacer­lo, miedo a que el hecho de no ir ellos me preocupara, me alterase, me pesara de una forma u otra. Y, como sea que yo insistí en que debían ir, en que no podíamos declinar todos nosotros la invitación, a pesar de que papá y Charlotte realmente no la habían aceptado, al insistir yo tuvieron que ceder a su temor de que dar muestras de miedo a ir solos allá representa­ra para ellos el mayor peligro, peligro que consistía, como usted puede fácilmente comprender, en que yo me sintiera traicionada. A los dos les consta que para ellos lo menos peligroso es seguir haciendo todas las cosas que yo he dado muestras de aceptar, y con respecto a las cuales no he dado indicios, en momento alguno, de no aceptar. Todo lo que les ha ocurrido a los dos les ha ocurrido de una manera extraordinaria, sin que yo haya revelado mi verdadero estado de ánimo, siquiera mediante un sonido, mediante un gesto; por tanto todo es cuan maravilloso quepa imaginar. De todas maneras, los dos avanzan por entre los peligros a que me he referi­do, entre el peligro de hacer demasiado y el de haber perdido la seguridad en sí mismos, el valor, o como quiera llamarlo, para hacer lo suficiente.

En este momento, el tono de las palabras de Maggie había adquirido un extraño matiz que no armonizaba con su sonrisa, lo cual quedó todavía más patente cuando concluyó:

––¡Y de esta manera consigo que hagan lo que yo quiero!

Estas palabras impresionaron a la señora Assingham, quien se levantó con una lentitud tal que, desde el inicio hasta el término del movimiento, reveló lo mucho que se había ampliado su comprensión del asunto. La señora Assingham dijo:

––Hija mía, es usted pasmosa.

––¿Pasmosa?

––Es usted terrible.

Meditativa, Maggie negó con la cabeza:

––No, no soy terrible, y usted tampoco piensa que lo soy. Sin duda algu­na le causo la impresión de ser sorprendente, pero sorprendente por mi mansedumbre. ¿No lo ve? Soy mansa. Lo tolero todo.

La señora Assingham canturreó:

––Oh, tolerar, tolerar...

La Princesa dijo:

––Por amor.

Fanny dudó:

––¿A su padre?

Maggie repitió:

––Por amor.

Su amiga seguía intrigada:

––¿A su marido?

Una vez más, Maggie dijo:

––Por amor.

Durante unos instantes pareció que el tajante cariz de las palabras de Maggie hubiera sido la causa de que su amiga se encontrara en el caso de elegir entre dos o tres alternativas muy diferentes entre sí. Sin embargo, la contestación de la señora Assingham ––tanto si era mucha como si era poca la libertad de elección–– constituyó un triunfo:

––¿Acaso hablando con ese amor que la anima se ha propuesto conven­cerme de que está usted en la creencia de que su marido y la esposa de su padre son verdaderamente amantes el uno del otro?

Como la Princesa no contestó, por el momento, la señora Assingham dijo:

––¿A semejante alegación la llama usted «mansa»?

––Es que no pretendo comportarme con mansedumbre ante usted. Pero ya le he dicho, y usted ha tenido ocasiones sobradas de verlo, con cuánta mansedumbre me he portado con ellos.

La señora Assingham se encorajinó con más brillantez aún:

––¿De mansedumbre califica el obligarlos a hacer por medio del terror, como usted ha dicho, lo que usted quiere?

––Bueno, es que no sentirían terror si nada tuvieran que ocultar. La miró de frente y con gran fijeza le dijo:

––¿Se da usted cuenta, mi muy querida amiga, de lo que acaba de decir?

––Pues he dicho que estoy desorientada y atormentada, y que no tengo a nadie con quien hablar, salvo a usted. He pensado, y en realidad he llegado a convencerme de ello: que usted comprende hasta qué punto es verdad lo que acabo de decirle. Por eso pensé que haría causa común conmigo.

––¿Causa común en qué? ¿En acusar a dos personas, amigas desde hace largo tiempo, a las que siempre he admirado inmensamente y a las que quiero, y contras las cuales no tengo fundamento para formular siquiera la sombra de una sospecha?

Maggie miró a Fanny Assingham con los ojos muy abiertos y dijo:

––Preferiría que me acusara a mí a que los acusara a ellos. Acúseme, acú­seme a mí si encuentra la manera de hacerlo.

Había hablado exactamente como si sus palabras fueran reflejo de un debate que en su fuero interno hubiera sostenido consigo misma. Siguió:

––Si en conciencia puede acusarme, si en conciencia puede vilipendiar­me, si en conciencia puede considerarme una pequeña cerda animada por malas pasiones...

Con aspecto de ponderar la cuestión, la señora Assingham dijo:

––¿Sí, qué?

Y guardó enfático silencio. Maggie prosiguió:

––En ese caso, creo que quedaré salvada.

Su amiga sopesó estas palabras durante un rato, mientras meditativa levantaba los ojos, realmente trascendentes, dirigiendo la mirada por enci­ma de la cabeza de Maggie. Por fin, dijo:

––Dice que no tiene a nadie con quien hablar, y afirma que ha ocultado sus sentimientos de manera que jamás se ha traicionado, como usted ha venido a decir. Ahora bien, ¿nunca ha pensado que habiendo llegado a este punto de agitación, no sólo es su derecho sino también su ineludible deber hablar con su marido?

Maggie dijo:

––Ya lo he hecho.

La señora Assingham desorbitó los ojos:

––Ah, en ese caso no es verdad que no haya mostrado síntoma alguno. Después de un silencio, Maggie observó:

––No le he creado problemas, no he hecho una escena, no he adoptado una posición determinada, nada le he reprochado, de nada le he acusado. Ahora usted me dirá que esta forma de actuar es, en cierta manera, per­versa.

Como si no pudiera evitarlo, Fanny dejó escapar:

––¡Oh!

––Pero, aunque parezca raro, estoy segura de que mi marido no me con­sidera perversa. Creo que, en el fondo, y esto es lo más raro, me tiene lástima. Sí creo que en el fondo, se apiada de mí.



Su amiga le preguntó:

––¿Por el estado de ánimo en que usted se ha dejado hundir?

––Por no ser feliz cuando tanto tengo al alcance de la mano para serlo. Rápidamente, la señora Assingham observó:

––Lo tiene todo.

Pero después de decir estas palabras, Fanny Assingham guardó unos ins­tantes de silencio, como si no osara continuar; pero al fin, dijo:

––De todas maneras, no comprendo cómo es posible que si usted no ha hecho nada...

La impaciencia de Maggie la interrumpió:

––No he hecho absolutamente nada.

––Bueno, pues en ese caso...

Al cabo de un rato, Maggie dijo:

––Bueno, mi marido sabe lo que he hecho.

Fue por esto que la señora Assingham guardó un silencio no menos pro­longado que el guardado antes por Maggie, del que fueron causas coadyu­vantes el tono empleado por ésta, su exquisita expresión y aquel silencio que, por su misma duración, tuvo inevitablemente cierto matiz de acepta­ción de una verdad. Luego, preguntó:

––¿Y qué ha hecho él?

Maggie también tardó en contestar:

––Se portó con esplendidez.

––¿Esplendidez? Entonces, ¿qué más quiere?

Maggie exclamó:

––¡Lo que ya sabe! ¡No tener miedo!

Una vez más, la señora Assingham se vio obligada a hacer un alto el fuego:

––¿No tener miedo a hablar?

––No tener miedo a no hablar.

Después de meditar un poco más, la señora Assingham preguntó: ––¿Ni siquiera con Charlotte puede hablar?

Al oír estas palabras, Maggie le dirigió una mirada y dio media vuelta sobre sí misma, en movimiento de reprimida desesperación, lo que motivó que la señora Assingham se contuviera, limitándose a contemplar con pena y lástima, cómo Maggie se acercaba a la ventana y dirigía la vista al monó­tono espectáculo de la calle. Casi parecía que se hubiera visto obligada a renunciar, al no hallar inteligente comprensión en su amiga ––el último desengaño que tenía––, al perder la esperanza de aquel concreto consuelo que había buscado. Sin embargo, en el mismo momento Fanny volvió a adoptar el tono que le parecía entrañar más promesas de no obligarla a renuncia alguna:

––Lo comprendo, lo comprendo; en este caso concreto debería tener en consideración demasiadas cosas.

Estas palabras motivaron que la Princesa diera otra media vuelta sobre sí misma como si acabara de oír la nota de comprensión en que más desea­ba ampararse. La señora Assingham añadió:

––No tenga miedo.

Maggie quedó quieta y en silencio, y poco después pudo expresar lo que sentía:

––Muchas gracias.

Su consejera, al oírla, se sintió estimulada en gran manera:

––Lo que usted sospecha implica la existencia de una intriga llevaba a cabo día tras día, en un ambiente de total confianza y simpatía, no sólo ante su vista sino también ante la vista de su padre. Y esto es algo que no puedo creer, ni siquiera por un instante.

––¡Naturalmente! Esto es exactamente lo que quería que me dijera.

En un susurro, la señora Assingham dijo:

––Pues ya se lo he dicho.

Maggie insistió:

––¿Nunca ha pensado que fuera posible? Muy alta la cabeza, Fanny contestó:

––Jamás, ni por un instante.

Maggie aceptó esa respuesta, pero quería más seguridades:

––Perdone que sea tan insoportable, pero ¿me lo asegura por lo más sagrado?

La señora Assingham miró a Maggie directamente a los ojos:

––Querida, le doy mi palabra de mujer honrada. La Princesa dijo:

––Gracias.

Quedaron las dos en silencio por un momento, luego Fanny preguntó:

––¿Y usted cree que es verdad?

––Yo la creo a usted.

––Bueno, pues como tengo fe en ellos, viene a ser lo mismo.

Ante esta conclusión, Maggie volvió a meditar, pero por fin aceptó la idea:

––Sí, lo mismo.

Fanny Assingham, en tono más alegre, le preguntó:

––En ese caso, ¿ya no se siente desdichada?

––Creo, sin duda, que no me sentiré desdichada durante mucho tiempo. Pero ahora fue la señora Assingham quien pidió más:

––¿La he convencido de que es imposible?

Al decir estas palabras, la señora Assingham había abierto los brazos a Maggie, quien, después de un momento de duda, se arrojó a ellos, emi­tiendo un sonido un tanto extraño para ser un suspiro de alivio. Enfáti­camente, más que enfáticamente, Maggie repuso:

––Imposible, imposible.

Pero en el mismo instante rompía a llorar ante aquella imposibilidad, y pocos instantes después, mientras los dos se abrazaban, la imposibilidad era causa de que las lágrimas saltaran en llanto audible, comprensivo y per­verso, de los ojos de la señora Assingham.



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