La Copa Dorada



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Capítulo XXXII

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Si Maggie no hubiera decidido decir jamás con tanta firmeza a su buena amiga o a cualquier otra persona más de lo que se proponía acerca de su padre, quizá no hubiera incurrido en semejante exceso durante la semana que pasó en Londres en compañía de su marido, después de que los otros se hubieran trasladado a Fawns para pasar allí el verano. Todo se debió al raro matiz de extrañeza impuesto al simple hecho de su breve separación por las obligaciones anejas al curso de su vivir. Es cierto que Maggie, en esta sazón, estaba ya acostumbrada a enfrentarse con elementos extraños, pero perdía instantáneamente incluso aquella paz que había conseguido for­marse con dificultades cuando quedaba dominada por la sensación de que su impenetrable padre quizá estuviera a solas con ellos. Maggie considera­ba que su padre estaba a solas con ellos cuando pensaba que estaba a solas con Charlotte, y era así, por raro que parezca, incluso aunque Maggie se fijaba en la capacidad que la esposa de su padre tenía para mantener, e incluso mejorar, unas apariencias de suma felicidad. Charlotte lo había conseguido, aunque ante dificultades inconmensurablemente menores, durante los meses de su nupcial ausencia de Inglaterra, período que pre­cedió a la maravillosa reunión de las dos parejas, en beneficio del mayor ejercicio de todas las virtudes de cada cual, lo que ahora daba frutos tan dignos de atención, al menos para la hijastra de la señora Verver. Era el pre­sente y breve paréntesis, en una situación o posiblemente en una relación tan alterada, y el nuevo planteamiento de su problema lo que pondría a prueba el arte de Charlotte. La Princesa podía consolarse reiteradamente al recordar que la relación «real» entre su padre y su esposa era algo de lo que no sabía nada en absoluto y que, en sentido estricto, no se trataba de un asunto de su incumbencia; pero, a pesar de ello, no conseguía conser­var su tranquilidad ––como ella decía––, ante la proyectada imagen del apa­rentemente feliz aislamiento de aquella pareja. No había nada que hubie­ra podido participar menos en la naturaleza de paz y tranquilidad, como cierto extraño deseo que de vez en cuando se alzaba repentinamente ante ella; un deseo que usurpaba perversamente el lugar de otro mucho más natural. ¡Ojalá Charlotte, en su actuación, hubiera sido peor! Ésta era la idea que Maggie invocaba, en lugar de que Charlotte fuera mejor, lo cual resultaba más deseable. Y así era, aun cuando fuera extremadamente raro experimentar deseos de ese jaez, porque Maggie creía que quizá no se preocuparía tanto si no tuviera la certeza de que su madrastra, bajo las copas de los hermosos árboles y entre los tan queridos jardines antiguos, prodigaba cincuenta clases de confianza y por lo menos veinte de amabili­dad. La amabilidad y la confianza formaban parte del correcto trato que una mujer encantadora debe dar a su esposo, pero el sutil tejido de segu­ridad, tramado por las manos de aquella señora y arrojado por ella sobre su marido a modo de leve y envolvente velo, formaba precisamente una transparencia a través de la cual Maggie sentía constantemente la mirada de su padre fija en ella. La mirada de su padre le llegaba todavía más dere­cha desde lejos, y esta mirada le revelaba a su padre en un estado todavía más consciente, a lo lejos, solo, con la sospechada y percibida elaboración del proceso encaminado a no alarmarle, a no dañarle. Durante semanas y semanas, y sin pestañear, Maggie había medido la extensión de tan piado­so esfuerzo; pero el éxito completo conseguido por ella en lo tocante a no revelar ni un solo indicio ––sí, Maggie se reconocía este mérito–– sería un logro inútil si la señora Verver cometía ante su marido los mismos errores que había cometido ante la hija de su marido; tantos errores y empleados de modo tan excesivamente brusco y tan excesivamente incoherente, que no podían corregir otro conjunto de errores. De todas maneras, si la actua­ción de la pobre mujer hubiera sido peor, ¿quién hubiera podido afirmar con certeza que su marido hubiese estado mejor?

Una se movía a tientas y en silencio por entre estos interrogantes; la Princesa ni siquiera sabía con certeza si su Americo, ahora solo con ella en la ciudad, había adoptado el medio áureo de la galantería sin precauciones que según los cálculos del propio Príncipe acabaría por desalojar las críti­cas íntimas de la última rama en que hubieran podido posarse. Respecto a lo anterior, la verdad era que Maggie padecía terrores de diferentes clases; momentos había en que estimaba que aquellos días no eran más que una prolongada repetición del viaje nocturno, efectuado semanas atrás, desde la otra casa a la propia. Durante ese viaje el Príncipe había intentado some­terla a su encanto mediante su soberano poderío personal, para que se derrumbara de tal manera que la llevara a repudiar el comportamiento consecuente. Debemos decir que Maggie jamás estaba a solas con el Prín­cipe sin verse obligada a preguntarse, tarde o temprano, si su consecuen­cia no había desaparecido ya; pero, al mismo tiempo, siempre y cuando Maggie ni siquiera insinuara una acusación, conservaba un resto de apa­riencias que la defendían de un ataque. Un ataque, lo que se dice un ver­dadero ataque, efectuado por el Príncipe tal como lo llevaría a efecto, era lo que Maggie más temía; sobre todo, porque no estaba segura, si se daba el caso, de que no se precipitaría en una sima de debilidad que revelara al Príncipe un camino más corto para dominarla, camino que podría volver a seguir. En consecuencia, como sea que Maggie no había dado al Príncipe todavía, ni siquiera por un instante, el pretexto de fingir que había perdi­do la fe o que su felicidad había quedado menoscabada, le concedió, en buena lógica, una inmensa ventaja en lo referente a las esperas y a las ten­siones de todo género. Por el momento, Maggie deseaba que el Príncipe no tuviera que «compensarla» de nada. ¿Quién podía decir a lo que una «compensación» podía conducir?, ¿en qué ceguera de consentimiento, de ficción o de destrucción podía sumirla? Maggie todavía amaba al Príncipe de tan irremediable manera que no osaba abrir la puerta, ni entornarla siquiera, a la posibilidad de que la tratara como si cualquiera de los dos hubiera dado un trato indebido al otro. Algo o alguien ––¿y quién de ellos?, ¿quién entre todos ellos?–– tendría que ser inevitablemente sacrificado al impulso del momentáneo soplo del egoísmo. Sin embargo, lo que Maggie necesitaba era saber adónde iba. Este conocimiento constituía, al mismo tiempo una fascinación y un temor; precisamente, parte de la rareza de la encrucijada en que se hallaba radicaba en el temor que Maggie tenía de que el Príncipe le hiciera una confesión de carácter meramente general que se mezclaba con la absoluta necesidad que tenía de perdonarle, de darle seguridades, de corresponder a sus deseos en unos aspectos de los que tenía cabal medida. Para hacer esto era preciso saber con toda clari­dad con qué fin lo hacía, pero actuar conociendo los fines que perseguía representaba llegar al horror de saber lo que realmente habían sido los otros actos. El Príncipe bien podía decirle tan sólo lo que él quisiera, sólo aquello que la impresionara por el atractivo del Príncipe y por el resultado de la directa atracción de cualquier gracia esgrimida por él sería la inevi­table sumisión de Maggie a sus condiciones. En consecuencia, toda su temporal seguridad, todo su éxito día a día, radicaba en conseguir que el Príncipe no se diera cuenta de lo anterior; que no lo adivinara siquiera, dependiendo de los medios que Maggie pusiera a contribución para evi­tarlo; los medios que pusiera a contribución literalmente hora tras hora durante aquellos días de no tan interrumpido trato. De un momento a otro, Maggie temía que su esposo diera muestras de haber decidido dar un salto en el vacío. «Sí, realmente ha ocurrido lo que piensas: me he aparta­do del recto camino, me consideré libre, me he entregado a otra medida, con más amplia generosidad, porque pensé que eras diferente, diferente a lo que ahora veo que eres. Pero todo se ha debido únicamente a no saber; y, por otra parte, debes reconocer que no me has dado razones suficientes; razones suficientes, quiero decir, para evitar mi error; un error, lo confie­so, por el que gustosamente hago penitencia, y error que tú puedes ayu­darme de manera maravillosa a superar.»

Esto era lo que, mientras se examinaba a sí misma, creía que el Príncipe podía llegar a decir; mientras llegaba a su término otro día, otra secuencia, en otro momento, hallándose los dos juntos, sin que el Príncipe lo dijera, Maggie se sentía absorbida por él incluso hasta un punto situado más allá de la entrega total. Maggie conservaba la serenidad por una razón, por una causa, y el esfuerzo de conseguir esta distanciada situación juntamente con el esfuerzo de quitarle importancia los encerraba a los dos dentro del aro de acero de una intimidad comparada con la cual la pasión ingenua no era más que el soplo de una leve brisa. El mayor peligro para Maggie, o por lo menos su más importante motivo de preocupación, radicaba en el obsesi­vo pensamiento según el cual, si su esposo llegaba realmente a sospechar, el resultado de la atención que prestara a ella no podría dejar de ser un aumento de la importancia que se le atribuía. Al tomar la medida del obli­gado alcance de su propia hipocresía con el Príncipe, como antes la había tomado con su padre, Maggie se daba cuenta de que su hipocresía tenía que llegar incluso al intento de demostrar que, a pesar de todo, ella no era importante. Un solo toque del Príncipe ––si llegara, ¡qué claramente Maggie lo vería llegar!––, el simple roce de su mano, el roce de sus labios, el roce de su aliento, inspirado por el descubrimiento de lo que a Maggie interesaba y no por la piedad suscitada por su virtual melancolía, bastaría para que quedara atada de pies y manos a disposición del Príncipe. En con­secuencia, para ser libre, para ser libre y actuar de una manera que no fuera abyecta en beneficio de su padre, debía ocultar al Príncipe la efica­cia, como la de un minúsculo insecto empujando un grano de arena, que por sí misma había conseguido tener. Maggie podía disimular tal eficacia gracias a las apariencias de su comportamiento, pero no podía disimular indefinidamente; en realidad, uno de los extraordinarios resultados de aquella semana que pasaron en constante compañía erizada de nuevos sín­tomas, fue el que Maggie invocara en su mente a sus habituales compañe­ros, y calculara cuál sería la clase de alivio que comportaría reunirse con ellos. Casi minuto a minuto, estaba aprendiendo a ser maestra en los deta­lles; cuando se daba la suficiente intimidad, conseguía notables efectos aunque es preciso tener en cuenta que actuaba ante un adversario que era maestro en matices, el cual descubriría la naturaleza de la lucha que libra­ban si Maggie no tomaba las debidas precauciones. En realidad, apercibir al Príncipe, o la posibilidad de advertir que él se apercibía a sí mismo, en calidad de adversario, en un asunto de tal sutileza ––dicho en pocas pala­bras, verle en el acto de rechazar una calificación que le colocase en situa­ción de oposición–– significaba que Maggie quedara reducida a ahogar visi­blemente su grito de alarma. Si el Príncipe intuía que los dos estaban librando a su oculta manera una importante lucha y que era Maggie quien constantemente y en su supuesta estupidez daba importancia a la lucha y mantenía su importancia; si realmente ocurría esto antes de abandonar Londres, Maggie perdería rotundamente la batalla.

La posible tregua que Fawns quizá representara para ella tenía su origen en que la observación del Príncipe quedaría allí, en parte, inevitablemen­te desviada. Y así sería, incluso en el caso de que sólo se tuviera en cuenta que la notable influencia de la placidez del padre de Maggie probable­mente reclamaría gran parte de la atención del Príncipe. Además, allí esta­ba Charlotte siempre dispuesta a distraerle. De todas maneras, y sin la menor duda, Charlotte le ayudaría a analizar, del derecho y del revés, cuan­to resultara sintomático, pero Maggie advertía que este hecho quizá pudie­ra contribuir, en cierta medida, a proteger su secreto. Se concibe, incluso, que la Princesa se apercibiera del resplandor de una comodidad que iría en aumento con los naturales efectos que en el espíritu del Príncipe, en sus nervios, en su más íntima capacidad de irritarse, tendrían algunas de las facetas y habilidades, las más livianas gracias, de la perfecta competencia de la señora Verver. A fin de cuentas, se decía Maggie a sí misma, lo que tenga mayor importancia será la renovación del privilegio del Príncipe de obser­var cómo aquella señora la observaba a ella. Sin embargo, teniendo en consideración la mezcolanza de elementos y factores que se daban en el Príncipe, ¿hasta cuándo sería capaz de contenerse gozando en calidad de simple espectador del hecho mencionado? Maggie ya había sacado la con­clusión de que él, cuando se hallaba en presencia de Charlotte, se plegaba al arte sutil de la señora Verver en lo tocante a montar guardia. ¿No se can­saría, dicho sea sin cargar las tintas, de ver a Charlotte siempre ojo avizor, erguida y elegante, con su sombrilla de ribete de encaje, plegada o al hom­bro, ir de un lado para otro, en dirección al rosado Este o al Oeste? Maggie había llegado verdaderamente muy lejos en la contemplación de esta con­creta reacción; no cabe decir que fuera incapaz de serenarse mediante el reproche de estar anticipando unos hechos que quizá no ocurrieran. Maggie tenía que estar segura de muchas cosas, antes de atribuir una expresión de cansancio a Americo y unas lógicas razones de tal cansancio.



Uno de los disimulados recursos que Maggie empleaba para hacer fren­te a la tensión imperante consistía en mezclar a la señora Assingham, de la manera más natural posible, con las ondulaciones del vivir aparente de los dos; hacer lo preciso para que dicha señora les acompañara por la tarde cuando los dos salían en coche, o cuando iban a ver cosas y objetos, ya que ver cosas y objetos se había convertido en algo tan característico de su vivir que parecía que fueran miembros de una familia dedicados a inaugurar tómbolas benéficas. En las últimas horas del día cabía hacer otras combi­naciones, como, por ejemplo, recabar la presencia de la señora Assingham o la del coronel para ir a la ópera, cantara quien cantase, o sentir repenti­nos ataques de curiosidad por el arte dramático británico. Los buenos ami­gos de Cadogan Place siempre accedían sin protesta alguna a cenar con ellos e ir después a cuantos lugares públicos la Princesa tenía la audacia de preferir. Debemos decir que Maggie, en estas ocasiones, gozaba de sus sen­saciones como si las hallara a su paso, nerviosa y distanciadamente; como si fueran florecillas silvestres de su oscuro bosque, por lo que podía sonreir ante ellas con la desahogada apariencia ante sus amigos y sobre todo ante su marido de quien va frívola y animosamente de excursión. Maggie expe­rimentaba también intensos y sofocados momentos de excitación, que casi eran como inspiraciones; de manera principal tenía la extraña sensación, y a veces verdaderamente divertida, de utilizar a su amiga al máximo, con el correspondiente lujo de no tener que darle explicaciones. No, nunca, nunca más tendría Maggie que volver a dar explicaciones a Fanny Assing­ham; la pobre mujer, por su parte, tenía que llevar la carga, y quizá tuviera que llevarla hasta el fin de sus días, del privilegio de su penetrante ingenio. Maggie confiaba plenamente en ella, y la buena señora apreciaba en todo su valor esta confianza. Ahora, cada día más magnífica en su intachable egoísmo, Maggie no le preguntaba nada, con lo que le daba a entender la grandeza de la oportunidad que le deparaba. A ella no le importaban nada las aficiones de los Assingham, no quería saber nada de las cenas a que esta­ban ya comprometidos, pues esto sólo eran «detalles», y Maggie podía pen­sar sin pestañear siquiera en todas las modificaciones y en todas las ruptu­ras a que el servicio a ella condenaba a los Assingham. Además, todo armo­nizaba a la perfección; en estos días, la Princesa, dura como un menudo y cortante diamante a pesar de su enfebrecido estado, daba muestras inclu­so del esplendor de poseer conscientemente capacidad creadora y cons­tructiva. Le bastaba con ingeniárselas para presentarse ella y para presen­tar a su marido, con cierto aire de suficiencia para que pareciera natural que fueran a todas partes en compañía de su cortesano y de su cortesana. ¿Qué otra cosa, sino exactamente esto, había hecho Charlotte con ella durante tantas semanas de la temporada social anterior? Y Maggie había asumido la función y había desempeñado el oficio, en la mayor medida posible, de estas compañías subordinadas que flotan alrededor de los grandes.

De esta manera se sentó el precedente, y el grupo quedó normalmente constituido. Entre tanto, la señora Assingham, ya en la mesa, ya en la esca­linata, ya en el palco de la ópera, podía mirar a Americo ––con su caracte­rística insistencia, principalmente cuando de hombres se trataba––, de la manera que quisiera. Y no era esto precisamente lo que Maggie temía. Fanny Assingham podía advertir a Americo, podía formularle reproches, podía tranquilizarle, podía cortejarle amorosamente; en realidad resultaba imposible no hacerlo, ya que incluso se le permitía esto sencillamente en cuanto era asunto entre ellos si así contribuía al impecable comporta­miento por ella garantizado. En realidad Maggie sólo quiso hacer com­prender a Fanny que reconocía la eficacia de su ayuda cuando una noche le habló de un proyecto de poca monta que había forjado en su fuero inter­no, y que deseaba poner en práctica a la mañana del día siguiente: el proyecto se basaba en el intenso e irresistible propósito de visitar al señor Crichton en el Museo. Como la señora Assingham fácilmente recordaba, el señor Crichton era el funcionario público más competente y más amable que cupiera imaginar, a quien todos conocían y que a todos conocía, aquel que desde el principio, y principalmente al principio, se había prestado a ser gratuitamente y sólo por amor al arte y a la historia una de las mas segu­ras fuentes de luz en el aventurado camino del señor Verver. Custodio de los más ricos departamentos de la gran colección nacional de objetos pre­ciosos, sentía sincero aprecio por aquel coleccionista privado y le estimula­ba a avanzar en su camino, incluso cuando se veía condenado a estar pre­sente en el momento en que el coleccionista privado capturaba trofeos que la nación había sacrificado a la codicia parlamentaria. El señor Crichton extremaba su amabilidad hasta el punto de decir que, como Londres, dominado por gentes de escasa visión, forzosamente tenía que perder sus mejores y más insólitas oportunidades, «casi» le consolaba en gran manera ver cómo aquellas causas perdidas emprendían una tras otra, invariable­mente, con el tintineante sonido de sus campanillas de plata, el camino hacia el fabuloso y ya renombrado acervo situado más allá del Mississippi. Los «casi» del señor Crichton tenían un encanto irresistible, principal­mente después de que el señor Verver y su hija tuvieron la seguridad ––o casi, otra vez–– de gozar del monopolio de ellos; sobre esta base de envidia trocada en simpatía, gracias a un más íntimo conocimiento del padre y de la hija, el señor Crichton había aprendido en ambos hogares, aunque de modo principal en el de Eaton Square, a cumplir la función de personaje comprensivo y estimulante a un tiempo. Fue a invitación del señor Crichton, como Fanny muy bien recordaba, cuando Maggie, cierto día tiempo atrás, acompañada precisamente por la propia Fanny y para mayor gloria del apellido que ostentaba, había visitado uno de los más amplios altares de aquel supremo templo de exposición, estancia de estanterías repletas de viejos libros italianos encuadernados en oro y en marfil y oro, consagrados a la crónica del linaje del Príncipe. Fue una impresión pene­trante e imborrable, a pesar de lo cual Maggie suspiró muy lindamente, lamentando que la inspección hubiera tenido que ser forzosamente tan superficial. Cualquier otro día Maggie volvería allá para sumergirse más profundamente, para quedarse largo rato para catar y catar. A pesar de estas palabras, sin embargo, la señora Assingham no podía recordar haber tenido indicios de que la visita se repitiera. Durante largo tiempo en su feliz vivir, Maggie había dado primacía a otras ocasiones sobre aquella segunda ocasión y todas dieron testimonio, en su medida, de la excelencia de la san­gre de su marido, de sus ricos componentes y de sus muchas y notables referencias; después, sin duda, el encantador fervor, en virtud de posterio­res razones, se extravió por otros vericuetos y se debilitó.

Sin embargo, ahora parecía que una conversación con el señor Crichton había insuflado aliento vivificante en aquella debilitación; Maggie habló de su propósito, en concepto de idea exclusivamente suya, a cuyo éxito se pro­ponía dedicar una mañana. Las visitas de graciosas damas, bajo la protec­ción del señor Crichton, iluminaban con luz rosada, para aquel ser ena­morado de las flores y libador de mieles de la gran colmena de Blooms­bury, sus atestados pasillos y sus celdas; a pesar de que el señor Crichton no sabía de cierto, a juzgar por el modo en que Maggie le formuló su petición, cuál sería el objeto que había vuelto a suscitar las ansias de su amiga, nada le fue más fácil que abrir a Maggie el camino de la urbanidad que presidía sus actos. Como Maggie dijo a la señora Assingham, quedó claramente establecido que ella renunciaría a la presencia de su marido. Más tarde Fanny recordaría que al principio había considerado que esta decisión constituía una de las más sutiles notas de distanciamiento de su joven amiga, e imaginó que debía ir allá sola por el matiz de ironía que en aque­llos días de ambigüedades la presencia de su marido pudiera parecer con­ferir prácticamente a todos los atributos del transmitido significado de su persona. Luego, en el mismo instante, Fanny estimó con claridad que tan elaborada libertad era virtualmente la quintaesencia de la reflexión, el impulso para conmemorar de nuevo cuanto todavía quedaba de orgullo y de esperanza, con lo que la sensación de ambigüedad que Fanny experi­mentaba se desvaneció felizmente y felicitó a su amiga por tener algo tan exquisito que hacer y estar de tan buen humor para hacerlo. Llegado el momento, y después de que pasara, quedó confirmado el optimismo de Fanny, y por la noche supo que la hora pasada entre las luces con pantalla, las crónicas y las ilustraciones, los pergaminos y los retratos, los volúmenes con blasones y los comentarios en murmullos, había sido para la Princesa fuente de inspiración y de ampliación de conocimientos. Pocos días antes, Maggie había dicho a la señora Assingham, muy dulcemente pero al mis­mo tiempo con gran firmeza: «Invítenos a cenar, por favor, el próximo viernes; e invite también a quien quiera o a quien pueda, sea quien fuere». El matrimonio de Cadogan Place se había plegado a esta orden con docilidad sin indignación por lo que el mandato comportaba.

Maggie lo consideraba como una manera de ocupar una noche y, al pa­recer de su amiga, infundió carácter a la ocasión al calificarla, más o menos explícitamente, de nueva y extraña. Los buenos cónyuges Assingham goza­ban de las otras dos mesas en una escala tan desproporcionada con res­pecto a las solicitudes de gozar de la suya, que resultaba fácil estimar diver­tido ver cómo daban de comer en casa, cómo se enfrentaban con el pro­blema de ofrecer una cena. Resumiendo, digamos que Maggie cenó con ellos y llegó a conseguir que su marido lo aparentara de una manera muy parecida a la de una pareja de jóvenes soberanos, animados por el jugue­tón humor de los tiempos dorados de las monarquías, que se invitan a sí mismos en casa de una pareja de súbditos fieles. Maggie dio muestras de interés por el modo de vivir hogareño de los Assingham, y se comportó con una inquisitiva ternura que tuvo por objeto los aspectos económicos de la vida de los anfitriones; de este modo la dueña de la casa lo explicó todo de una manera que no dejaba de ser natural, como ella misma hubiera dicho: el tono general y la libertad de que Maggie daba ejemplo, atribuyéndolo a los renovados efectos, de una de las lecciones aprendidas por la mañana en el altar del pasado. ¿No sería que un par de anécdotas contadas a Maggie le habían recordado que para las princesas de su linaje había más de una manera de llegar a ser heroína? Aquella noche Maggie sorprendió a todos por su pródiga afabilidad. Sin duda alguna, no llegó a ser bulliciosa; pero, si bien la señora Assingham en calidad de crítico benévolo jamás había puesto en duda que los modales de Maggie eran gráciles, también es cier­to que nunca la había visto poner a contribución tanto sus dotes para reves­tir las apariencias de lo que quizá pudiera llamarse su recia personalidad. Aquello era como una melodía a cuyo compás el corazón de Fanny podía latir en secreto. Su invitada era feliz, feliz a consecuencia de algo que había ocurrido, y hacía lo preciso para que el Príncipe no dejara de percibir ni siquiera una vibración de sus risas, aunque no siempre permitiéndole cali­ficarlas de risas totalmente ajenas a la insensatez. La insensatez, en públi­co, si rebasaba cierto punto, era algo que el Príncipe dificilmente toleraría que se atribuyera a su esposa; por tanto ante la amiga del Príncipe y de la Princesa se abrió la posibilidad de que se produjera después una escena entre ambos en el trayecto de regreso en el coche; una escena en casa basa­da en unas preguntas levemente sarcásticas, en la invitación a inmediatas explicaciones; una escena que, según fuera la interpretación que a su papel diera Maggie, podía o no podía precipitar acontecimientos. Por el momen­to, lo que daba a estas apariencias su carácter intrigante era el misterio ––incluso para el propio Americo–– sobre el incidente o la influencia que, de modo tan peculiar, había sido causa de ellas.

Sin embargo, la señora de Cadogan Place se enteraría de más cosas al cabo de tres días; estas cosas se le revelarían la víspera de la partida de Londres de su joven confidente. El esperado traslado a Fawns debía tener lugar en la mañana del día siguiente; de antemano sabía la señora Assing­ham que aquella noche el grupo formado por los cuatro cenaría en la Embajada norteamericana juntamente con un mayor contingente, por lo que no dejó de experimentar cierta sorpresa al recibir un telegrama, envia­do por Maggie, que constaba expedido a las seis de la tarde, en el que le pedía fuera inmediatamente a su casa: «Por favor, venga ahora mismo; ves­tida para la cena, si es necesario, así tendremos más tiempo; hemos pedi­do un coche que la devolverá a su casa». La señora Assingham, después de rápida aunque quizá no lúcida deliberación, se vistió y a las siete se encon­traba en la casa de Portland Place en donde su amiga, que le dijeron que se hallaba «arriba» vistiéndose, la recibió al instante.



La pobre Fanny comprendió inmediatamente, como luego manifestaría al coronel, que su tan tímida crisis se había producido ya, que su momen­to insoportable estaba allí ante ella como por efectos de haber accionado un resorte. Su momento insoportable era aquel en que saldría a relucir que de tiempo atrás sabía muchas más cosas de las que había dicho; y en su aprensión había imaginado, e incluso había procurado prepararse al efecto, que reconocería la proximidad de su hecatombe por medio de una sensación muy parecida a la que se tiene cuando una ventana se abre de par en par de golpe durante una noche de máximo viento y mínima tem­peratura. De nada le serviría haber estado tanto tiempo agazapada junto al fuego del hogar. Los vidrios quedarían todos rotos y el aire helado llenaría la estancia. Si bien el aire en la habitación de Maggie todavía no había lle­gado a la temperatura polar que Fanny temía cuando subió, también es cierto que allí dominaba una atmósfera que las dos juntas jamás habían res­pirado. Fanny advirtió que la Princesa ya estaba totalmente vestida; este asunto ya había sido despachado, y daba mayor importancia al hecho de que la Princesa aguardara la llegada de la señora Assingham, en cumpli­miento de su ruego, e indicaba que el terreno estaba despejado, valga la expresión, permitiendo entrar en acción inmediatamente. La doncella ya había dejado a la Princesa; ésta, en la amplia y clara estancia en donde todo era admirable, sin nada fuera de lugar, presentaba por primera vez en su vida un aspecto de excesiva vistosidad en su atavío. ¿Se debía a que se había puesto demasiadas cosas?, ¿a que iba recargada de joyas, pues principal­mente llevaba más de las habituales y más grandes en la cabeza? La señora Assingham contestó a esta pregunta atribuyendo esta apariencia en gran parte a la intensa mancha roja, roja como un rubí monstruoso, que ardía en cada una de las mejillas de la Princesa. Estos dos aspectos en el sem­blante de Maggie enseguida iluminaron a la señora Assingham, quien con­cluyó que no cabía imaginar nada más patético que aquel refugio y disfraz que la agitación de Maggie había solicitado instintivamente a las artes indu­mentarias, multiplicadas hasta la prodigalidad, casi hasta la incoherencia. Evidentemente, había actuado en cumplimiento de una idea, la de no trai­cionarse mediante el descuidado desaliño en que jamás había incurrido; ahora estaba allí rodeada de unos muebles y en un ambiente que, como siempre, daba testimonio de sus perfectos y detallados procesos persona­les. Siempre le había sido propio el que en todas las ocasiones la encon­traran preparada, sin cabos sueltos, sin detalles reveladores, sin elementos superfluos no eliminados, lo que sugería a la mente un ambiente barrido y pulido, espléndido en términos generales, aun cuando, precisamente por ello, más o menos atestado y adornado, que reflejaba su pequeña pasión por el orden y la simetría, por tener los objetos con su dorso arrimado a la pared, y que indicaba la probable afinidad de Maggie, por su sangre nor­teamericana, con abuelas de Nueva Inglaterra entregadas siempre a quitar el polvo y a sacar brillo.

Si las habitaciones de Maggie tenían aspecto «principesco», a la luz de la última hora de la tarde, también Maggie causaba la impresión de haber sido transportada allí debidamente preparada, ataviada y adornada, como una sagrada imagen en una procesión, y dejada allí exactamente con el fin de demostrar la manera en que sabía comportarse en momentos de ten­sión. Su amiga experimentaba los mismos sentimientos ––¿cómo podía dejar de ser así?–– que siente el sacerdote verdaderamente piadoso cuando mira, antes de acercarse al altar para la celebración, a su Virgen milagrosa. Semejante ocasión es siempre grave, dotada de toda la gravedad de lo que el sacerdote ansíe ver, pero la gravedad en aquella noche sería sumamen­te insólita, y lo que el sacerdote ansiara ver dependería de lo que estuviera dispuesto a dar.



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