La gran transformacióN



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Primera parte

EL SISTEMA INTERNACIONAL
Capítulo 1

LA PAZ DE LOS CIEN AÑOS

La civilización del siglo XIX se ha derrumbado. Este libro trata de los orígenes políticos y económicos de este suceso así como de la gran transformación que ha provo­cado.

La civilización del siglo XIX se asentaba sobre cuatro insti-tuciones. La primera era el sistema de equilibrio entre las grandes potencias que, durante un siglo, impidió que surgiese entre ellas cualquier tipo de guerra larga y destructora. La segunda fue el patrón-oro internacional en tanto que símbolo de una organización única de la econo­mía mundial. La tercera, el mercado autorregulador que produjo un bienestar material hasta entonces nunca soña­do. La cuarta, en fin, fue el Estado liberal. Podemos agru­par estas instituciones señalando que dos de ellas eran económicas y dos políticas. Si adoptamos otro criterio de clasificación nos encontramos con que dos eran naciona­les y dos internacionales. Pero en todo caso estas cuatro instituciones confieren a la historia de nuestra civiliza­ción sus principales características.

El patrón-oro, entre todas ellas, ha sido reconocido como de una importancia decisiva; su caída fue la causa inmediata de la catástrofe. Cuando se desplomó, la mayo­ría de las otras instituciones ya habían sido sacrificadas en un esfuerzo estéril para salvarlo.




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La fuente y la matriz del sistema se encuentra sin em­bargo en el mercado autorregulador. Es justamente su na­cimiento lo que hizo posible la formación de una civiliza­ción particular. El patrón-oro fue pura y simplemente una tentativa para extender al ámbito internacional el sistema del mercado interior; el sistema de equilibrio entre las po­tencias fue a su vez una superestructura edificada sobre el patrón-oro que funcionaba, en parte, gracias a él; y el Es­tado liberal fue, por su parte, una creación del mercado autorregulador. La clave del sistema institucional del siglo XIX se encuentra, pues, en las leyes que gobiernan la economía de mercado.

La tesis defendida aquí es que la idea de un mercado que se regula a sí mismo era una idea puramente utópica. Una institución como ésta no podía existir de forma dura­dera sin aniquilar la sustancia humana y la naturaleza de la sociedad, sin destruir al hombre y sin transformar su ecosistema en un desierto. Inevitablemente la sociedad adoptó medidas para protegerse, pero todas ellas compro­metían la autorregulación del mercado, desorganizaban la vida industrial y exponían así a la sociedad a otros peli­gros. Justamente este dilema obligó al sistema de merca­do a seguir en su desarrollo un determinado rumbo y acabó por romper la organización social que estaba basa­da en él.

Esta explicación de una de las crisis más profundas que han existido en la historia de la humanidad puede pa­recer demasiado simple. Nada resulta más absurdo en apariencia que intentar reducir una civilización, su sus­tancia y su ethos, a un número inmutable de instituciones entre las cuales una sería la fundamental, así como partir de esta comprobación para demostrar que la autodestrucción de esta civilización era un hecho ineluctable derivado de una determinada cualidad técni-ca de su organización económica. Las civilizaciones, como la vida misma, nacen de la interacción de un gran número de factores indepen­dientes que, por regla general, no pueden redu-cirse a insti­tuciones claramente definidas. Tratar por tanto de objeti­var y definir un mecanismo institucional que explique la





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decadencia de una civilización puede parecer una empre­sa disparatada. No obstante, esto es lo que nosotros pre­tendemos hacer, y al hacerlo adaptamos conscientemente nuestro objetivo a la extrema particularidad del problema a estudiar, ya que la civilización del siglo XIX fue única en el sentido de que reposaba sobre un mecanismo institucio­nal muy determinado y específico.

Las explicaciones no resultarán aceptables a no ser que ayuden a comprender el carácter imprevisto del cataclis­mo que entonces tuvo lugar. En un momento dado, un to­rrente de acontecimientos se precipitó sobre la humani­dad como si las fuerzas del cambio hubiesen estado contenidas durante un siglo. Una transformación social de carácter planetario condu-jo a guerras de una intensidad sin precedentes, en el curso de las cuales una veintena de Estados se destrozaron con estrépito. La silueta de nuevos imperios surgió de un océano de sangre. Pero este hecho, de una violencia demoníaca, no hizo más que ocultar una corriente de cambios rápidos y silenciosos que, con fre­cuencia, engullen el pasado sin que tan sólo un replie-gue entorpezca su marcha. Un análisis razonado de la catás­trofe debe dar cuenta a la vez de esta acción tempestuosa y de esta disolución tranquila.

No emprendemos aquí un trabajo histórico. Lo que in­vestigamos no es una secuencia convincente de sucesos re­levantes, sino una explicación de su tendencia en función de las instituciones humanas. Nos sentiremos pues con la libertad de detenernos en las escenas del pasado, con el único objeto de proyectar luz sobre los problemas del pre­sente. Analizaremos detalladamente períodos críticos, y relegaremos casi comple-tamente las fases intermedias. Con este único objetivo nos adentraremos en territorios propios de disciplinas diferentes.

Empezaremos por tratar el derrumbamiento del siste­ma in-ternacional. Intentaremos mostrar que el sistema de equilibrio entre potencias no podía asegurar la paz una vez desestabili-zada la economía mundial sobre la que este sistema se asen-taba. Esto explica el carácter brusco de la ruptura y la incon-cebible rapidez de la descomposición.




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Si bien el desencadenante del hundimiento de nuestra civilización ha sido el fracaso de la economía mundial, éste no ha sido la única causa. Sus orígenes se remontan a hace más de cien años, a la conmoción social y técnica pro­ducida cuando nació en Europa Occidental la idea de un mercado autorre-gulador. Es en nuestra época cuando esta aventura se ha visto consumada y con ella se cierra una fase específica de la historia de la civilización industrial.

En la última parte del libro nos ocuparemos del meca­nismo que ha guiado el cambio social y nacional en nues­tra época. Consideramos que, en términos generales, es preciso definir la condición presente del hombre en fun­ción de los orígenes institucionales de la crisis.

En el siglo XIX se produjo un fenómeno sin preceden­tes en los anales de la civilización occidental: los cien años de paz comprendidos entre 1815 y 1914.

Si exceptuamos la guerra de Crimea -acontecimiento más o menos colonial- Inglaterra, Francia, Prusia, Aus­tria, Italia y Rusia no entraron en guerra entre ellas más que dieciocho meses en total. Si consideramos los dos si­glos precedentes se obtiene para cada país una media de sesenta o setenta años de guerras importantes. Pero inclu­so la más feroz de las confla-graciones del siglo XIX, la gue­rra entre Francia y Prusia, de 1870-71, finalizó en menos de un año cuando la nación venci-da entregó una suma in­sólita a título de indemnización, y ello sin que las mone­das afectadas sufriesen ningún cambio.

Este triunfo del pacifismo no excluye sin duda la exis­tencia de graves motivos de conflicto. Esta gran parada pacífica ha estado acompañada de cambios casi continuos en la situación interior y exterior de las naciones podero­sas y de los grandes imperios. Durante la primera mitad del siglo XIX las guerras civiles y las intervenciones revo­lucionarias y contrarrevolucio-narias estuvieron a la orden del día. En España, bajo el Duque de Angulema, cien mil hombres tomaron Cádiz por asalto. En Hungría la revolu­ción magiar amenazó con destruir el propio imperio y fue definitivamente aplastada por un ejército ruso que com­batió en suelo húngaro. Intervenciones armadas en Ale-




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mania, Bélgica, Polonia, Suiza, Dinamarca y Venecia pu­sieron de relieve la omnipresencia de la Santa Alianza. Durante la segunda mitad del siglo XIX la dinámica del progreso se vio liberada: los imperios otomano, egipcio y jerifiano se desplo-maron o fueron desmembrados; ejérci­tos de invasión obligaron a China a abrir sus puertas a los extranjeros; y un gigantesco golpe de mano permitió el re­parto del continente africano. Simultáneamente dos po­tencias, los Estados Unidos y Rusia, adquirieron una im­portancia mundial. Alemania e Italia obtuvieron su unidad nacional. Bélgica, Grecia, Rumania, Bulgaria, Servia y Hungría adquirieron o recobraron su lugar de Es­tados soberanos en el mapa europeo. Una serie casi ince­sante de guerras abiertas acompañó la penetración de la civilización industrial en el ámbito de las culturas en de­clive o de los pueblos primitivos. Las conquistas militares rusas en Asia central, las innumerables guerras de Inglate­rra en la India y en África, las hazañas de Francia en Egip­to, Argelia, Túnez, Siria, Madagascar, Indochina y Siam crearon entre las potencias problemas que, por regla gene­ral, únicamente la fuerza podía arbitrar. Y, sin embargo, cada uno de estos conflictos permaneció localizado, mien­tras que las grandes potencias bloqueaban, mediante su acción conjunta, o hacían abortar, mediante compromi­sos innumerables, nuevas ocasio-nes de cambios violentos. Los métodos podían cambiar, el resultado era siempre el mismo. Mientras que en la primera mitad del siglo XIX el constitucionalismo se erigía en estandarte y la Santa Alianza había suprimido la libertad en nombre de la paz, a lo largo de la segunda mitad del siglo, los banqueros, an­siosos de hacer negocios, impusieron constitu-ciones a dés­potas turbulentos -y ello siempre en nombre de la paz-. De este modo, bajo formas distintas y en nombre de ideo­logías permanentemente cambiantes -unas veces en nom­bre del progreso y de la libertad, otras invocando la auto­ridad del trono y del altar, a veces mediante la bolsa y el carnet de cheques, otras sirviéndose de la corrupción y del trapicheo, en ocasiones utilizando incluso el argumento moral y recurriendo a la opi-nión ilustrada, y, por último,





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apelando al abordaje y a las bayonetas— se obtenía un único y mismo resultado: se mantenía la paz.

Esta proeza casi milagrosa provenía del juego de equi­librio entre las potencias que tuvo en este caso un resulta­do que habitualmente no tiene. Este equilibrio normal­mente obtiene un resultado completamente diferente, es decir, la superviven-cia de cada una de las potencias impli­cadas. De hecho este juego de fuerzas se asienta en el pos­tulado según el cual tres unidades o más, capaces de ejer­cer poder, se comportarán siempre de modo que se combine el poder de las unidades más débiles contra el crecimiento de poder de la unidad más fuerte. En el terri­torio de la historia universal el equilibrio entre potencias afectaba a los Estados, en la medida en que contribuía a mantener su independencia. Este fin no se conseguía, sin embargo, más que a través de una guerra continua entre asociados cambiantes. Un ejemplo de ésto es la práctica de los Estados-ciudades de la Antigua Grecia o de la Italia del Norte: guerras entre grupos cambiantes de combatien­tes mantuvieron la independencia de estos Estados duran­te largos períodos. La acción de este mismo principio sal­vaguardó durante más de doscientos años la soberanía de los Estados que formaban Europa en la época del tratado de Münster y de Wetsfalia (1648). Cuando, sesenta años más tarde, los signatarios del tratado de Utrecht declara­ron que se adherían formalmente a este principio, consti­tuyeron por este medio un sistema y crearon así, tanto para el fuerte como para el débil, garantías mutuas de su­pervivencia sirviéndose de la guerra. En el siglo XIX, el mismo mecanismo condujo más bien a la paz que a la gue­rra, lo que plantea un problema que supone un desafío para el historiador.

Adelantemos que el factor que supuso una innova­ción radical fue la aparición de un partido de la paz muy activo. Tradicionalmente un grupo de este tipo era consi­derado algo extraño al sistema estatal. La paz, con sus consecuencias para las artes y los oficios, era valorada ha­bitualmente como algo equivalente a los simples orna­mentos de la vida. La Iglesia podía rezar por la paz del





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mismo modo que lo hacía por una abundante cosecha, pero en lo que se refiere a la acción del Estado, éste no de­jaba de sostener la intervención armada. Los gobiernos subordinaban la paz a la seguridad y a la soberanía, es decir, a objetivos que no podían conseguirse más que recu­rriendo a medios extremos. Se consideraba que existían pocas cosas más perjudiciales para una comunidad que la existencia en su seno de un grupo organizado de partida­rios de la paz. Todavía en la segunda mitad del siglo XVIII Juan Jacobo Rousseau arremetía contra los negociantes por su falta de patriotismo, ya que los consideraba sospe­chosos de preferir la paz a la libertad.

Después de 1815 el cambio fue rápido y completo. Los alborotos de la Revolución francesa reforzaron la marea ascendente de la Revolución industrial para hacer del co­mercio pacífico un objetivo de interés universal. Metternich proclama que lo que quieren los pueblos de Europa no es la libertad, es la paz. Gentz califica a los patriotas de nuevos bárbaros. La Iglesia y el trono emprenden la des­naciona-lización de Europa. Sus argumentos parten de la ferocidad de la guerra bajo sus nuevas formas populares y del valor enorme que representa la paz para las economías nacientes.

Los portavoces del nuevo «interés» por la paz eran, como es habitual, aquellos que se beneficiaban más de ella, es decir, ese cartel de soberanos y de señores feudales cuya situación patrimonial se veía amenazada por la ola revolucionaria de patriotismo que anegaba el continente. Durante casi un tercio de siglo la Santa Alianza proporcio­nó así la fuerza coercitiva y la impulsión ideológica nece­saria para una política de paz activa. Sus ejércitos reco­rrían Europa reprimiendo a las minorías y yugulando a las mayorías. Desde 1846 hasta aproximadamente 1871 -«uno de los cuartos de siglo más confusos y más densos de la historia europea»1- la paz fue no obstante menos só­lida, las fuerzas decadentes de la reacción se enfrentaron entonces con las de la industrialización ascen-dente. En el


1. R. Sontag, European Diplomatic History, 1871-1932, 1933.


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cuarto de siglo que sucedió a la guerra franco-prusiana se asiste a un renacimiento del interés por la paz, representa­do por una nueva y pujante entidad: el Concierto europeo.

Los intereses, sin embargo, al igual que las intenciones, se quedan en un plano necesariamente platónico si ciertos resortes sociales no los retraducen al ámbito político. Apa­rentemente faltaba este instrumento de transformación. La Santa Alianza y el Concierto europeo no eran, en últi­ma instancia, más que simples asociaciones de Estados so­beranos independientes; dependían pues del equilibrio entre las potencias y de sus mecanismos de guerra. ¿Cómo preservar entonces la paz?

Parece claro que todo sistema de equilibrio entre las potencias implica una tendencia a impedir aquellas gue­rras que nacen de la incapacidad de una determinada na­ción para prever el realineamiento entre las potencias que se produciría como consecuencia de su tentativa para mo­dificar el statu quo. Bismarck es un ejemplo bien conocido en este sentido, ya que fue él quien desconvocó en 1875, a partir de la intervención de Rusia y Gran Bretaña, la cam­paña de prensa contra Francia (la ayuda austríaca a esta nación era considerada segura): en esta ocasión el Con­cierto europeo jugó en contra de Alemania que se encontró aislada. En 1877-78 Alemania fue incapaz de prevenir una guerra ruso-turca, pero logró impedir que se extendiese alimentando la envidia que sentía Inglaterra ante la idea de un movimiento de Rusia hacia los Dardanelos: Alema­nia e Inglaterra apoyaron a Turquía contra Rusia y salva­ron así la paz. En el Congreso de Berlín se elaboró un plan a largo plazo para la liquidación de las posesiones euro­peas en el Imperio otomano lo que supuso suprimir la oca­sión de guerras entre las grandes potencias -a pesar de todas las transformaciones ulteriores del statu quo-, pues las partes implicadas podían prácticamente conocer por anticipado, y con seguridad, las fuerzas contra las que ten­drían que librar batalla. En todos estos casos la paz fue un agradable subproducto del sistema de equilibrio entre las potencias.

También aconteció que cuando el futuro de pequeñas



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potencias estaba en juego se evitaron guerras suprimien­do deliberadamente las causas. Las pequeñas naciones eran mantenidas a raya con mano férrea y se les impedía alterar el statu quo cuando esto podía precipitar la guerra. En 1831 la invasión de Bélgica por los holandeses consi­guió la neutraliza-ción de ese país. En 1855 Noruega fue igualmente neutra-lizada. En 1867 Holanda vendió Luxemburgo a Francia y, ante la protesta de Alemania, Luxemburgo se convirtió en un país neutral. En 1856 la inte­gridad del Imperio otomano fue declarada esencial para el equilibrio de Europa y el Concierto europeo intentó man­tener este Imperio. Cuando, después de 1878, se consideró necesaria su desintegración para mantener ese mismo equilibrio, se procedió a su desmembramiento de un modo igualmente metódico -a pesar de que en ambos casos la decisión implicaba la vida o la muerte de muchos pequeños pueblos-. Entre 1852 y 1863 Dinamarca, y entre 1851 y 1856 Alemania, amenazaron con poner en peligro el equilibrio cada vez que las grandes potencias forzaban a los pequeños Estados a someterse. Las grandes poten­cias utiliza-ron pues la libertad de acción que les ofrecía el sistema para servir a un interés común, que resultaba ser la paz.

Pero, a pesar de los ajustes oportunos de las relaciones de fuerza, y a pesar de la aceptación impuesta a los peque­ños Es-tados de la maciza paz de los Cien Años, se estaba lejos de la prevención puntual de las guerras. El desequili­brio internacio-nal podía presentarse por innumerables causas -desde un conflicto de amor dinástico hasta la ca­nalización de un río, desde una controversia teológica hasta una invención técnica. El simple incremento de la riqueza y de la población o, llegado el caso, su simple dis­minución, podía desestabilizar a las fuerzas políticas y el equilibrio exterior reflejaba invariable-mente el equilibrio interior. Incluso un sistema organizado de equilibrio entre las potencias no puede asegurar una paz que no se vea permanentemente amenazada por la guerra, más que si es capaz de actuar directamente sobre los factores inter­nos y de prevenir el desequilibrio in statu nascendi. Una



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vez que el movimiento de desequilibrio ha alcanzado di­namismo, entonces únicamente la fuerza puede frenarlo. Es un hecho generalmente admitido que, para asegurar la paz hay que eliminar las causas de la guerra, pero con fre­cuencia se olvida que para conseguir esto es preciso dispo­ner del flujo de la vida en su origen mismo.

La Santa Alianza encontró el medio de lograrlo con la ayuda de instrumentos propios. Los reyes y las aristocra­cias de Europa formaban una internacional de parentesco y la iglesia romana les proporcionaba, en Europa meridio­nal y central, un cuerpo de funcionarios devotos que iban desde el más elevado nivel de la escala al más bajo escalón de la sociedad. Las jerarquías de la sangre y de la gracia se unieron convirtiéndose en un instrumento de gobierno local eficaz que únicamente precisaba del apoyo de la fuerza para garantizar la paz continental.

El Concierto europeo que sucedió a la Santa Alianza, estaba desprovisto, sin embargo, de esos tentáculos feuda­les y clericales. Como mucho, constituía una federación laxa cuya coherencia no podía equipararse a la obra de arte realizada por Metternich. Era raro que se pudiese convocar una reunión de grandes potencias, y sus envidias dejaban un amplio campo a la intriga, al cambio de co­rrientes y al sabotaje diplomático. La acción militar con­junta no era frecuente. Y, sin embargo, lo que la Santa Alianza con su unidad perfecta de pensamiento y acción no había podido conseguir en Europa más que mediante numerosas intervenciones armadas, la vaga entidad deno­minada Concierto europeo lo consiguió a escala mundial gracias a una utilización menos frecuente y menos opresi­va de la fuerza. Para explicar este hecho sorprendente es preciso suponer que, oculto en el interior del nuevo dispo­sitivo, estaba en actividad un poderoso resorte social capaz de desempeñar un papel comparable al que habían desempeñado en el antiguo dispositivo las dinastías y los episcopados a fin de hacer efectivo el interés de paz. Ese factor anónimo era la haute finance.

Hasta el presente no se ha realizado una investigación global sobre la naturaleza de la banca internacional en el



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siglo XIX, por lo que apenas esta misteriosa institución surge del claroscuro de la mitología político-económica 2. Algunos han afirmado que se trataba de un simple instru­mento de los gobiernos; otros que los gobiernos eran los instrumentos de su sed insaciable de beneficios; unos piensan que sembraba la discordia internacional y otros que vehiculaba un cosmopoli-tismo afeminado que sabo­teaba la fuerza de las naciones viriles. Nadie de los que así opinan se equivoca completamente. Las altas finanzas, institución sui generis propia del último tercio del siglo XIX y del primer tercio del siglo XX, funcionaron, durante este período como el elemento de unión principal entre la organización política y la organización económica mun­diales. Esta institución proporcionó los instrumentos de un sistema de paz internacional que fue construido con la ayuda de las grandes potencias pese a que éstas, por sí solas, no habrían podido crearlo ni mantenerlo. Mientras que el Con-cierto europeo únicamente actuaba de forma in­termitente, las altas finanzas funcionaban como un agente permanente de carácter enormemente flexible. Indepen­dientes de los gobier-nos particulares, incluso de los más poderosos, las altas finan-zas estaban en contacto con todos; independientes de los bancos centrales, incluido el Banco de Inglaterra, mantenían relaciones estrechas con ellos. Existían íntimas conexiones entre las finanzas y la diplomacia, y ni la una ni las otras elaboraban el más mí­nimo plan a largo plazo, ya fuese pacífico o belicoso, sin asegurarse de que existían buenas disposicio-nes por ambas partes. Y, a pesar de todo, el secreto del mante-ni­miento de la paz general residía, sin ninguna duda, en la po-sición, la organización y las técnicas de las finanzas in­terna-cionales.

El personal, así como las motivaciones de este cuerpo singular, le conferían un estatuto que tenía sólidas raíces en la esfera privada del interés estrictamente comercial. Los Rothschild no estaban sometidos a ningún gobierno
2 H. Feis, Europe, the World's Banker, 1870-1914,1930. Hemos utiliza­do con frecuencia esta obra.



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único. En tanto que familia encarnaban el principio abs­tracto del internacionalismo. Su lealtad constituía un pilar allí donde el crédito, en una economía mundial en rá­pido crecimiento, se había convertido en el único lazo supranacional entre el poder político y el esfuerzo indus­trial. En último término, su independencia respondía a las necesidades de la época, que reclamaba la existencia de un agente internacional que inspirase una misma confian­za a los hombres de Estado nacionales y a los inversores internacionales: a esta necesidad vital la extraterritoria­lidad metafísica de una dinastía de banqueros judíos, do­miciliada en las capitales de Europa, le proporcionó una solución casi perfecta. Y no es que fuesen pacifistas, pues­to que habían hecho su fortuna financiando guerras; eran impermeables a las consideraciones morales y no presen­taban ninguna objeción frente a pequeñas guerras, breves o localizadas por muy numerosas que fuesen. Pero si una guerra general entre las grandes potencias afectaba a los fundamentos monetarios del sistema, sus negocios sufri­rían las consecuencias. La propia lógica de las cosas les había procura-do la suerte de verse obligados a mantener las condiciones ne-cesarias para la paz general en el cora­zón mismo de la trans-formación revolucionaria a la que estaban sometidos los pue-blos del planeta.

Desde el punto de vista de la organización, las altas fi­nanzas constituyeron el núcleo de una de las instituciones más comple-jas que la historia humana haya producido. A pesar de su carácter transitorio en razón de su universali­dad, y a pesar de la profusión de sus formas y de sus instru­mentos, esta organiza-ción resulta únicamente compara­ble con el conjunto de las actividades industriales y comerciales de la humanidad, activi-dades de las que es en cierto modo el espejo y la contrapartida. Si exceptuamos el centro internacional -las altas finanzas propiamente di­chas- nos encontramos con media docena de centros na­cionales que gravitaban en torno a sus bancos de emisión y a sus bolsas. Además, la banca internacional no se con­tentaba simplemente con financiar a los gobiernos en sus aventuras guerreras y pacíficas, sino que se ocupaba tam-




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bien de invertir en el extranjero, concretamente en la in­dustria, en los trabajos públicos y en la banca, así como de conceder préstamos a largo plazo a sociedades extranjeras públicas y privadas. Repitámoslo, las finanzas nacionales eran un microcosmos. Inglaterra contaba, por su parte, con cerca de cincuenta tipos diferentes de bancos. La orga­nización bancaria de Francia y de Alemania también era específica y en cada uno de estos países las prácticas del Ministerio de Finanzas, y sus relaciones con las finanzas privadas, variaban del modo más sorprendente y con fre­cuencia haciendo gala de gran sutileza y detalle. El merca­do del dinero, al mismo tiempo que respondía a las opera­ciones cotidianas y a otras especialidades de los agentes de cambio, era el lugar de paso de una multitud de efectos comerciales, de tratos con capitales extranjeros, de efectos puramente financieros. La red se hacía cada vez más densa por la presencia de una variedad infinita de grupos nacionales y de personalidades, cada uno con su particu­lar prestigio y posición social de autoridad, con sus clien­tes, sus activos en dinero y contratos, sus inversores y su aura social.

Las altas finanzas no tenían la vocación de ser un ins­trumento de paz. Esta función, como dirían los historiado­res, la asumieron accidentalmente, mientras que los so­ciólogos posiblemente preferirían hablar de la ley de disponibilidad. El móvil de las altas finanzas era la ganan­cia. Para conseguirla era preciso mantenerse en buenas re­laciones con los gobiernos cuyo objetivo era el poder y la conquista. Llegados a este punto podemos descuidar sin temor la distinción entre poder político y poder económi­co, así como entre los objetivos económicos y políticos de los gobiernos. De hecho lo que caracterizaba a los Esta­dos-nación de esta época era la ausencia de un fundamen­to real de esta distinción, pues cualesquiera que fuesen sus objetivos, los gobiernos se esforzaban por conseguirlos mediante la utilización y el desarrollo del poder nacional. Por otra parte la organización y el personal de las altas fi­nanzas eran internacionales, sin ser, por consiguiente, completamente independientes de la organización nació-



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nal, ya que las altas finanzas, en tanto que centro que esti­mulaba la participación de los banqueros en las fusiones y consorcios, en los grupos de inversión, en los préstamos al extranjero, en las redes del control financiero o en otras transacciones de ambiciosa envergadura, estaban obliga­das a buscar la cooperación con la banca nacional, con el capital nacional, con las finanzas nacionales. Aunque éstas últimas estuvieron generalmente menos sometidas al gobierno que la industria nacional, se encontraban, en gran medida, bajo su dependencia, por lo que las finanzas internacionales mostraron un vivo deseo de mantener contactos directos con los propios gobiernos. Como, sin embargo -en virtud de su posición, de su personal, de su función privada y de sus relaciones-, eran de hecho inde­pendientes de tal o cual gobierno particular, se encontra­ban en situación de ponerse al servicio de un nuevo inte­rés, carente de organización propia y para el que no existía ninguna otra institución disponible, y que, además, era de una importancia vital para la comunidad: la paz. No se trata de la paz incondicional, ni tampoco de una paz que implicaría la renuncia de las potencias concernidas a la más mínima parcela de independencia, de soberanía, de gloria adquirida o de aspiraciones para el futuro, sino de la paz susceptible de ser obtenida sin tener que realizar sa­crificios de ese tipo.

Así estaban las cosas. El poder prevalecía sobre el be­neficio. Por muy profunda que fuese la interpenetración entre ambos dominios, a fin de cuentas era la guerra quien dictaba su ley al comercio. Francia y Alemania, por ejem­plo, eran naciones enemigas desde 1870, lo que no excluía que existiesen entre ellas prudentes transacciones. Se for­maban consorcios banca-rios circunstancialmente para conseguir objetivos transitorios; los bancos comerciales alemanes tenían empresas situadas al otro lado de la fron­tera, participaciones que no constaban en los balances; en el mercado de préstamos a corto plazo los bancos france­ses descontaban las letras de cambio y concedían présta­mos a corto plazo sobre garantías subsidiarias y comercia­les. Cuando existían inversiones directas, como sucedía en




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el caso del consorcio del hierro y del carbón o en el de la fábrica Thyssen en Normandía, se limitaban a regiones francesas bien delimitadas y sufrían el fuego permanente de las críticas tanto nacionalistas como socialistas. Estas inver-siones eran más frecuentes en las colonias, como muestran los esfuerzos tenaces de Alemania para asegu­rarse en Argelia mineral de alta calidad o la enmarañada historia de las parti-cipaciones en Marruecos. De todos modos, el hecho cierto es que en ningún momento, des­pués de 1870, fue suprimida en la bolsa de París la prohibi­ción oficial, aunque tácita, que pesaba sobre los valores alemanes. Francia simplemente «eligió no arriesgarse, a comprobar, como la fuerza del capital recibido en présta­mo»3 se volvía contra ella. Austria también era sospe-cho­sa: durante la crisis marroquí de 1905-1906 la prohibición se extendió a Hungría; los medios financieros parisinos clamaban por la admisión de los valores húngaros, pero los medios industriales sostenían un gobierno firmemente opuesto a hacer la menor concesión a un eventual antago­nismo militar. La rivalidad político-diplomática continuó sin tregua. Cual-quier iniciativa susceptible de acrecentar el potencial del pre-sunto enemigo chocaba con el veto del gobierno. En ocasiones parecía que el conflicto había lle­gado a su fin, pero los medios bien informados sabían que simplemente se había desplazado hacia puntos todavía más profundos, disimulados bajo las bue-nas relaciones de superficie.

Pongamos otro ejemplo: las ambiciones de Alemania en Oriente. Aquí de nuevo la política y las finanzas se en­tremez-clan, pero la política es la que prevalece. Tras un cuarto de siglo de querellas peligrosas, Alemania e Ingla­terra firmaron en junio de 1914 un compromiso global sobre los ferrocarriles de Bagdad. Algunos piensan que de­masiado tarde para impe-dir la Gran Guerra. Otros han sostenido, por el contrario, que la firma de este acuerdo probaba de forma concluyente que la guerra entre Inglate­rra y Alemania no había estado causada por el choque de


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