La gran transformacióN



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pantes que quedaban- tendían a confundirse con los cottagers y los que poseían parcelas, formando todos ellos una clase social. Dichos potentados no distinguían muy bien entre los necesitados y aquellos con recursos que en un momento dado podían encontrarse en un estado de necesi­dad; desde la atalaya en la que contemplaban la dura vida del pueblo no parecía que existiese una línea de demarca­ción clara entre los pobres y los indigentes, y, después de un mal año, no se sorprendían quizás excesivamente al saber que un pequeño farmer tendría que vivir «de los im­puestos» después de haberse visto arruinado. En realidad, estos casos no eran frecuentes, pero la posibilidad misma de que se produjesen ponía de evidencia el hecho de que un cierto número de contribuyentes eran pobres. En gene­ral, la relación que existía entre el contribuyente y el indi­gente era un tanto parecida a la que existe en nuestra época entre el que tiene un empleo y el parado; distintos sistemas de seguros hacen recaer en el que trabaja la carga de mantener al parado temporal. El contribuyente típico sin embargo no tenía habitualmente derecho a los soco­rros, y el obrero agrícola medio no pagaba tasas. Desde el punto de vista político, Speenhamland reforzó las venta­jas que el squire tenía sobre los pobres del pueblo, mien­tras que debilitó las que tenía la clase media rural.

El elemento más irracional del sistema era la econo­mía propiamente dicha. A la pregunta «¿quién paga Speenham-land?» resultaba difícil encontrarle una res­puesta. Lo funda-mental de la carga incumbía directamen­te por supuesto a los contribuyentes, pero los agricultores obtenían una compensa-ción parcial con los bajos salarios que debían de pagar a sus obreros -bajos salarios que pro­venían directamente del sistema de Speenhamland-; por otra parte, el farmer obtenía con fre-cuencia la devolución de una parte de sus impuestos, siempre que estuviese dis­puesto a emplear a un campesino que, de otro modo, ten­dría que ser socorrido. De aquí se deriva la tenden-cia a poner al amparo del sistema las cocinas y los corrales de granjas superpobladas de brazos inútiles, entre los que no faltaban los poco esforzados. Por lo que se refiere al traba-



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jo realizado por quienes eran de hecho asistidos, se lo podía obtener todavía más barato. Tenían con frecuencia que trabajar esporádicamente en diferentes lugares como roundsmen, pagados únicamente con alimentos o vendi­dos al mejor postor en los corrales del pueblo por algunos peniques al día. El valor de este trabajo forzado, por así decir servil, es otra cuestión. Para coronar este sistema se atribuían a veces a los pobres ayudas domiciliarias, mien­tras que los propietarios de los cottages sin escrúpulos ha­cían dinero pidiendo por estos alojamientos insalubres alquileres desorbitados; era probable además que las au­toridades del pueblo cerrasen los ojos ante esta situación siempre que se pagasen los impuestos sobre estos tugu­rios. Es evidente que semejante entrecruzamiento de inte­reses mina todo el sentido de las responsabilidades econó­micas y favorece todo tipo de pequeñas corrupciones.

Speenhamland, sin embargo, en un sentido más am­plio resultó rentable. Este sistema se inició como una forma de ayuda a los salarios, aparentemente para benefi­cio de los asala-riados, pero de hecho los recursos públicos se utilizaron para subvencionar a los patronos. El sistema de subsidios produjo como principal efecto el descenso de los salarios por debajo del nivel de subsistencia. En las re­giones completamente pauperi-zadas, los agricultores no contrataban a trabajadores agrícolas poseedores todavía de una parcela de tierra, «puesto que ningún poseedor de bienes tenía derecho a los socorros parroquiales y el sala­rio normal era tan bajo que, sin algún tipo de subsidio, no era suficiente para un hombre casado». El resultado fue que, en determinadas regiones, sólo quienes se beneficia­ban de un subsidio tenían la posibilidad de ser emplea-dos, mientras que quienes intentaban vivir al margen de las ayudas de los contribuyentes y ganar la vida con su propio esfuerzo no encontraban fácilmente trabajo. En el conjun­to del país, sin embargo, la mayoría de los trabajadores pertenecía sin duda alguna a este último grupo y los pro­pietarios, en tanto que clase, obtenían con ello un benefi­cio suplementario puesto que se beneficiaban de la debili­dad de los salarios, sin tener que remediar la situación


teniendo que recurrir al producto de los impuestos. Un sis­tema tan antieconómico estaba condenado a la larga a afectar a la productividad del trabajo, y a provocar una disminución de los salarios normales y, en fin, hasta del propio baremo fijado por los magistrados en beneficio de los pobres. En los años 1820, el baremo del pan fue de hecho rebajado en diversos condados, y los miserables in­gresos de los pobres se vieron así todavía más mermados. Entre 1815 y 1830 el baremo de Speenhamland que era, poco más o menos, el mismo para todo el país, sufrió la amputación de casi un tercio (también esta reducción fue prácticamente universal)... Clapham se pregunta si la re­mora total de los impuestos ha sido tan pesada como pare­cen hacernos creer las protestas que surgieron de un modo bastante inesperado. Y tiene razón, pues si el aumento de los impuestos fue espectacular, hasta el punto de que debió ser percibido en determinadas regiones como si se tratase de una calamidad, parece muy probable que lo que ha dado origen a la exaltación crítica no fue tanto el pro­pio impuesto, cuanto el efecto económico de la ayuda a los salarios sobre la productividad del trabajo. La Inglaterra meridional, que fue la que más duramente sufrió las con­secuencias, no llegaba a gastar el 3,3% de sus rentas en im­puestos para los pobres -carga que Clapham estimaba muy soportable, si se tiene en cuenta que una parte consi­derable de esta suma «iba a parar a los pobres bajo forma de salario»-. De hecho, en los años 1830, el monto total de los impuestos no dejó de disminuir y, teniendo en cuenta el aumento del bienestar nacional, es probable que su peso relativo disminuyese todavía más rápidamente. En 1818, las cantidades realmente gastadas en socorros a los pobres representaban en total cerca de ocho millones de libras; en 1826, habían descendido progresivamente hasta alcan­zar la cifra de menos de seis millones, mientras que la renta nacional crecía rápidamente. Y, a pesar de todo, las críticas contra Speenhamland eran cada vez más virulen­tas pues, según parece, la deshumanización de las masas empezaba a paralizar la vida nacional y, concretamente, a obstaculizar las energías de la propia industria.




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Speenhamland precipitó una catástrofe social. Nos hemos acostumbrado a rechazar las sombrías descripcio­nes de los ini-cios del capitalismo, como si se tratasen de simples pretextos para ablandar fácilmente los corazones. No hay nada que justifique, sin embargo, semejante acti­tud. El cuadro que pinta Harriet Martineau, ardiente apóstol de la reforma de la Ley de pobres, coincide con el de los propagandistas cartistas, organizadores de una re­vuelta contra esta misma ley. Los hechos publicados en el famoso Repon of the Commission on the Poor Law (1834), que preconizaba la inmediata abolición de la Ley de Speenhamland, habrían podido servir como material a la campaña de Dickens contra la política de esta Comisión. Ni Charles Kingsley ni Friedrich Engels, ni Blake, ni Carlyle se equivocaron al afirmar que la imagen del hombre se había visto profanada por una terrible catástrofe. Y, más impresionante aún que los gritos de sufrimiento y de cólera modulados por poetas y filántropos, fue el silencio glacial que mantuvieron Malthus y Ricardo sobre las esce­nas que hicieron posible el nacimiento de su filosofía de maldición secular.

La conmoción social provocada por la máquina, las condiciones en las que el hombre se veía condenado a par­tir de ahora a servirla, tuvieron numerosas consecuencias, sin duda ninguna fatales. La civilización rural de Inglate­rra carecía de ese medio urbano del que surgieron más tarde las ciudades industriales del continente europeo 2. En las nuevas ciudades no existía una burguesía urbana establecida, ninguno de esos núcleos de artesanos y obre­ros, de respetables pequeños burgueses y ciudadanos por cuyo tamiz habrían podido asimilarse esos groseros laborers que, atraídos por los altos salarios o expulsados de la tierra por las intrigas de los cercadores, trajinaban en las primeras fábricas. La ciudad industrial de los Midlands y del Noroeste era un desierto cultural; sus tugurios no ha­cían mas que reflejar la ausencia de tradiciones y la caren-



2 El profesor Usher sitúa en tomo a 1795 los comienzos de la urbani­zación generalizada.

cia de ese respeto por uno mismo que convierte a un hom­bre en ciudadano. Arrojado en el triste barrizal de la miseria, el campesino emigrante, es decir, el antiguo yeoman, o el copyholder se transformaban rápidamente en in­definibles animales del fango. Y no es porque estuviesen mal pagados ni, incluso, porque trabajasen demasido tiempo -cosa que ocurrió con frecuencia y hasta el exce­so-, sino porque vivían ahora en condiciones materiales que eran la negación misma de lo que se entiende por forma humana de vida. Los negros de las selvas africanas, que se encontraban apiñados en sótanos y que apestaban, palpitantes, en las bodegas de un navio negrero, han podi­do sentir algo parecido a lo que ellos sentían. Pero, sin em­bargo, todo esto no era irremediable. En la medida en que un hombre tuviese un estatuto al que agarrarse, un mode­lo fijado por sus padres o por sus amigos podía luchar para conservarlo y estar a gusto consigo mismo. Ahora bien, en el caso del laborer esto sólo podía realizarse de una mane­ra: constituyéndose en miembro de una nueva clase. Si no era capaz de ganar su vida con su propio trabajo, ya no era un trabajador, sino más bien un indigente. La suprema abominación de Speenhamland consistió justamente en reducirlo artificialmente a este estado. Un ambiguo acto de humanitarismo impidió que los laborers se instituyesen en clase económica y los privó así del único medio para evitar la suerte a la que estaban condenados por la gran máquina económica.

Speenhamland fue un instrumento fatal de la desmo­ralización popular. Si una sociedad humana es una má­quina que produce por sí misma las condiciones para per­petuar los modelos sobre los que ha sido construida, Speehamland fue un autómata destinado a destruir los modelos susceptibles de fundar cualquier tipo de socie­dad. Esta ley no hizo más que promover el tiro al blanco y estimular a quienes pretendían sacar partido de su su­puesta deficiencia; enmascaró bajo formas seductoras el pauperismo y lo promovió precisamente en el momento crítico en el que los hombres intentaban evitar la suerte de los miserables. Una vez que el hombre entraba en un asilo




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-fracasaba generalmente si él y su familia habían pasado algún tiempo «viviendo de los socorros»-, quedaba apri­sionado en una trampa de la que difícilmente podía ya salir. La cortesía y el amor propio nacidos de una tradi­ción se degradaban rápidamente en la promiscuidad de la poorhouse, en donde cada uno debía cuidar de que no se lo considerase en mejor situación que a su vecino por miedo a verse obligado a buscar trabajo en lugar de remolonear sin hacer nada gracias a la asistencia comunal. «El im­puesto para los pobres se había convertido en un botín pú­blico (...). Para obtener su parte, los brutos maltrataban a los administradores, los libertinos mostraban sus hijos bastardos a los que había que alimentar, los perezosos se cruzaban de brazos y esperaban el momento adecuado para beneficiarse, los muchachos y muchachas sin cultura se casaban, los cazadores furtivos, ladrones y prostitutas la obtenían mediante intimidación, los jueces rurales la prodigaban para hacerse populares y los guardianes por comodidad. Así funcionaban los fondos de socorros (...)». «En lugar del número necesario de trabajadores para cul­tivar la tierra, el agricultor empleaba el doble, ya que los salarios eran pagados en gran parte a partir de los im­puestos. Estos obreros no estaban bajo su autoridad -trabajaban o no a su aire-, dejaban que se degradase la calidad de la tierra y evitaban a la vez que se empleasen mejores laborers, que habrían trabajado más duramente para conservar su independencia. De este modo, los mejo­res caían al bajo nivel de los peores; el cottager contribu­yente, tras haber luchado en vano, iba a solicitar un subsi­dio a la caja parroquial (...)». Así describe la situación Harriet Martineau 3. Los tímidos liberales que escribieron más tarde han sido ingratos con este apóstol de su propio credo que los precedió y que escribía con franqueza. Y, sin embargo, incluso sus exageraciones, criticadas por sus su­cesores, ponían de relieve lo que estaba sucediendo. Ha­rriet Martineau pertenecía a esa clase media que vivía con

3 H. Martineau, History of England During the Thirty Years' Peace (1816-1846), 1849.

dificultades y a quien su pobreza decente hacía más sensi­ble para percibir la complejidad moral de la legislación sobre los pobres. Comprendía y expresaba claramente la necesidad que tenía la sociedad de una nueva clase, una clase de «trabajadores independientes». Eran los héroes de sus sueños y llega hasta poner en boca de un parado crónico, que rechaza los socorros, las siguientes palabras dirigidas con orgullo a uno de sus colegas que ha optado por ellos: «esta es mi posición y desafío a quien se atreva a menospreciarme. Podría colocar a mis hijos en medio de la nave de la iglesia y desafiar a quien se burlase de ellos y se riese de su posición social. Es posible que existan perso­nas más sabias y más ricas que yo, pero no más honora­bles». Los notables de la clase dirigente aún no se habían dado cuenta de que tenían necesidad de esta nueva clase de hombres. Martineau subrayaba «el error vulgar de la aristocracia, que imaginaba que únicamente existía una clase en la sociedad por debajo de la afortunada clase con la que se veía obligada a establecer negocios». Lord Eldon deploraba, por su parte, al igual que otros más precavidos, que «se incluyese bajo una sola rúbrica (las clases bajas) a todas las personas situadas por debajo de los banque­ros más ricos: manufacture-ros, comerciantes, artesanos, obreros e indigentes (...) 4. Como afirmaba Martineau con pasión, de la diferenciación entre estas dos últimas cate­gorías dependía el futuro de la sociedad. «Fuera de la dis­tinción entre soberano y sujeto, escribe, no existe en Ingla­terra diferencia social tan amplia como la que separa al trabajador independiente del indigente, y confundir-los constituye una manifestación de ignorancia, inmoralidad y ausencia de visión política». Evidentemente, tales mani­festacio-nes no corresponden en nada a los hechos; Speenhamland había anulado la diferencia entre estos dos gru­pos sociales. Se trataba, más bien, de la afirmación de una política que se basaba en una previsión profética. Esta po­lítica era la de los comisarios de la reforma de la legisla­ción de pobres; la profecía anuncia-ba un mercado de tra-



4 H. Martineau, The Parish, 1833.


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bajo libre y concurrencial que tendría como consecuencia la formación de un proletariado industrial. La abolición de Speenhamland fue la auténtica partida de nacimiento de la clase obrera moderna, a quien sus inmediatos intere­ses destinaban a convertirse en la clase protectora de la so­ciedad frente a los peligros inherentes a la civilización de la máquina. Pero, cualquiera que fuese el futuro reservado a esta clase, se puede decir que en la historia aparecieron a la vez la economía de mercado y la clase obrera. El odio hacia los socorros públicos, la desconfianza hacia la ac­ción del Estado, el acento puesto en la respetabilidad y la independencia permanecieron durante generaciones sien­do las características del obrero británico.

La abolición de Speenhamland fue obra de una nueva clase social que hacía su entrada en la escena de la histo­ria: la burguesía inglesa. Los propietarios agrícolas no po­dían llevar a cabo la tarea de transformar la sociedad en economía de mercado. Antes de que esta transformación se iniciase con buen pie era necesario abolir decenas de leyes y votar decenas de otras nuevas. El Parlamentary Reform Bill de 1832 privó a los burgos en descomposición de su representación y concedió definitivamente el poder, en la Cámara de los Comunes, a los plebeyos. Su primera gran medida de reforma fue la abolición de Speenhamland. En la actualidad, cuando percibimos bien hasta que punto los métodos paternalistas que implicaba esta ley se habían in­corporado a la vida del país, podemos comprender mejor por qué los partidiarios de la reforma, incluso los más ra­dicales, dudaron a la hora de proponer un período de tran­sición inferior a diez o quince años. En realidad, la refor­ma se produjo con tal brusquedad que resulta absurda la leyenda según la cual los ingleses hacen las cosas paso a paso, leyenda cultivada inmediatamente después, cuando se necesitaron argumentos contra una reforma radical. El choque brutal causado por este acontecimiento se convir­tió durante generaciones en una pesadilla para la clase obrera inglesa. Esta operación, tan desgarradora, debe su éxito, sin embargo, a la profunda convicción de amplias capas de la población, incluidos los obreros, que creían



que el sistema que aparentemente los ayudaba en realidad los despojaba, y que el «derecho a vivir» era la enferme­dad que conducía a la muerte.

La nueva ley establecía que en el futuro no se concede­ría ningún socorro a domicilio. La administración de los socorros debería ser nacional y diferenciada. En este senti­do constituyó también una reforma completa. Natural­mente se puso fin a la ayuda a los salarios. El examen de entrada a las workhouses fue restablecido, aunque en un sentido nuevo. Ahora el candidato tenía que decidir si es­taba tan desprovisto de recursos como para tener que fre­cuentar por su propia voluntad un albergue que delibera­damente había sido convertido en un espacio del horror. La workhouse se vio estigmatizada, y residir en ella se con­virtió en una tortura moral y psicológica, en su interior se cumplimentaban las exigencias de higiene y decencia, uti­lizadas en realidad como pretexto para llevar a cabo otras desposesiones. Ya no eran los jueces de paz ni los inspecto­res locales quienes debían de aplicar la ley, sino autorida­des con competencias más amplias -los guardianes- que ejercían una vigilancia central de carácter dictatorial. In­cluso la muerte de un indigente se convirtió en un acto en el cual, sus propios semejantes, renunciaban a la solida­ridad.

En 1834, el capitalismo industrial estaba a punto de ponerse en marcha y la reforma de la legislación de pobres dio la señal de salida. La Ley de Speenhamland, que había protegido a la Inglaterra rural -y por tanto a la población trabajadora en general- contra la fuerza del mecanismo de mercado, corroía a la sociedad hasta la médula. En el momento de su abolición, masas enormes de trabajadores parecían más bien espectros que pueblan las noches de pe­sadillas que seres humanos. Pero, si los obreros estaban fí­sicamente deshumanizados, las clases poseedoras estaban moralmente degradadas. La unidad tradicional de una so­ciedad cristiana dejaba paso, en el caso de los ricos, al re­chazo a reconocer su responsabilidad en la situación en la que se encontraban sus semejantes. Las «Dos Naciones» comenzaban a configurarse. Para asombro de los espíritus




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reflexivos, una riqueza inaudita iba acompañada insepa­rablemente de una pobreza también insólita. Los eruditos proclamaban al unísono que se había descubierto una ciencia que no dejaba ninguna duda acerca de las leyes que gobernaban el mundo de los hombres. En nombre de la autoridad de estas leyes, desapareció de los corazones la compasión, y una determinación estoica a renunciar a la solidaridad humana, en nombre de la mayor felicidad del mayor número posible de hombres, adquirió el rango de una religión secular.

El mecanismo del mercado se fortalecía y reclamaba a grandes voces la necesidad de alcanzar su culmen: era ne­cesario que el trabajo de los hombres se convirtiese en una mercancía. El paternalismo reaccionario había intentado en vano oponerse a esta necesidad. Liberados de los horro­res de Speenhamland, los hombres se precipitaron ciega­mente hacia el refugio de una utópica economía de mer­cado.




Capítulo 9

PAUPERISMO Y UTOPIA

El problema de la pobreza gravitaba en torno a dos temas estrechamente ligados entre sí: el pauperismo y la economía política. Aunque tenemos la intención de tratar separadamente su impacto sobre la conciencia moderna, ambos forman parte de un todo indivisible: el descubri­miento de la sociedad.

Hasta la época de Speenhamland había sido imposible encontrar una respuesta satisfactoria al enigma de la po­breza. Existía no obstante entre los pensadores del siglo XVIII una opinión común: la indisolubilidad existente entre pauperismo y progreso. No es en las regiones desér­ticas o en las naciones más bárbaras en donde se encuen­tra el mayor número de pobres sino, como escribía John M'Farlane en 1782, en aquellas más fértiles y civilizadas. El economista italiano Giammaria Ortes formula el axio­ma de que la riqueza dé una nación corresponde a su po­blación; y que su miseria corresponde a su riqueza (1774). Incluso Adam Smith escribe, con su prudente estilo, que los salarios más elevados no se dan en los países más ricos. M'Farlane no avanza, pues, una opinión insólita cuando manifiesta su convicción de que, ahora que Inglaterra se aproxima al cénit de su grandeza, «el número de pobres continuará en aumento».1



1 J. M. Farlane, Enquiries Concerning the Poor, 1872. Véase también el comentario de Ptlethwayt's en el Universal Dictionary de 1757.

Para un inglés, prever la estagnación del comercio con­siste simplemente en hacerse eco de una opinión generali­zada, pues, si bien fue sorprendente el crecimiento de las exportaciones durante el medio siglo que precedió a 1782, más llamativos fueron aún los altibajos del comercio. Este comenzaba por entonces a rehacerse del marasmo que había reducido la cifra de exportaciones al nivel que pre­sentaba casi un siglo antes. Para los contemporáneos, la gran expansión del comercio y el aparente crecimiento de la prosperidad nacional, que habían seguido a la guerra de los Siete Años, expresaban clara y llanamente que tras Portugal, España, Holanda y Francia, le había llegado su hora a Inglaterra. Este crecimiento rápido pertenecía ya al pasado y no existía razón alguna para creer que conti­nuarían las mejoras, ese progreso que simplemente pare­cía ser la consecuencia de una guerra ganada. Como ya hemos señalado, casi todo el mundo esperaba una dismi­nución del comercio.

En realidad, la prosperidad estaba allí, a la vuelta de la es-quina, una prosperidad de proporciones gigantescas destinada a convertirse en una nueva forma de vida y ello no sólo para un país, sino para toda la humanidad. Ni los hombres de Estado, ni los economistas habían tenido, sin embargo, la menor premonición de lo que se avecinaba. Por lo que se refiere a los hombres de Estado, su indiferen­cia pudo prolongarse, ya que durante dos generaciones to­davía el crecimiento vertiginoso de las cifras del comercio no hizo más que atenuar la miseria po-pular. Pero, en el caso de los economistas, esta imprevisión fue particular­mente funesta, puesto que elaboraron el conjun-to de su sistema teórico durante esta riada de «anormalidad», justo cuando un formidable crecimiento del comercio y de la producción estaban acompañados de un enorme aumen­to de la miseria humana -los fenómenos aparentes sobre los que se fundaron los principios de Malthus, de Ricardo y James Mill reflejaban únicamente tendencias paradóji­cas que prevale-cieron durante un período de transición claramente definido-.


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