La gran transformacióN



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canibalismo en nombre del interés personal. La dignidad del hombre es la de un ser moral que, en tanto que tal, es miembro del orden cívico de la familia, del Estado y de la «gran socie-dad de la humanidad». Razón y humanidad fijan un límite al trabajo a destajo; emulación y ganancia deben cederles el paso. Lo que es natural es lo que está en conformidad con los princi-pios inherentes al espíritu hu­mano, y el orden natural es aquél que está en armonía con estos principios. Smith excluyó cons-cientemente del pro­blema de la riqueza la naturaleza en su sentido físico. «Cualesquiera que sean el suelo, el clima o la extensión de un territorio de un determinado país, la abun-dancia o la escasez de lo que se produce cada año debe de depender, en esta situación particular, de dos circunstancias», a saber, la habilidad de los trabajadores y la proporción entre los miembros útiles y los miembros ociosos de la so­ciedad. Únicamente se tienen, pues, en cuenta los factores humanos, no los factores naturales. Deliberadamente ex­cluye, al comienzo mismo de su libro, los factores biológi­cos y físicos. Los sofis-mas de los fisiócratas le han servido de advertencia, pues en virtud de su predilección por la agricultura éstos se sintieron inclinados a confundir la na­turaleza física con la naturaleza del hombre, lo que les obligó a defender que únicamente la tierra era verdadera­mente creadora. Nada está más alejado de la mentalidad de Adam Smith que esta glorificación de la physis. La eco­nomía política debe ser una ciencia del hombre, ha de ocu­parse de lo que es consustancial al hombre, y no a la natu­raleza.

Diez años más tarde, la Dissertation de Townsend girará en torno al problema de las cabras y los perros. La escena se desarrolla en la isla de Robinson Crusoe, en el Pacífico, a lo largo de la costa de Chile. En esta isla Juan Fernández desem-barcó algunas cabras que le proporcionarían carne en el caso de que algún día retornase. Las cabras se multi­plicaron con una celeridad bíblica y se convirtieron en una reserva alimenticia cómoda para los corsarios, princi­palmente ingleses, que obsta-culizaban el tráfico español. Para destruirlas, las autoridades españolas soltaron en la


isla un perro y una perra que, también ellos, se multiplica­ron ampliamente con el tiempo e hicieron disminuir el nú­mero de cabras que les servían de alimento. «Así pues se restableció un nuevo equilibrio, escribe Townsend. Los in­dividuos más débiles de las dos especies fueron los prime­ros en pagar su deuda con la naturaleza; los más activos y vigorosos se mantuvieron con vida». Y a esto añade: «Es la cantidad de alimento lo que regula el número de indivi­duos de la especie humana».

Señalemos que no se ha conseguido mostrar la veraci­dad de esta historia mediante una investigación bien do­cumentada1. Juan Fernández parece que desembarcó las cabras, pero los legendarios perros son descritos como dulces gatitos por William Funnell y, ni los perros ni los gatos, que se sepa, se multiplicaron; además, las cabras vi­vían en macizos rocosos inaccesibles, mientras que abun­daban en las playas -sobre este punto todo el mundo está de acuerdo- gruesas y sebosas focas que habrían constitui­do una presa mucho más tentadora para los perros salva­jes. De todos modos, el paradigma no depende de un so­porte empírico real. La falta de autenticidad histórica no es óbice en absoluto para que Malthus y Darwin se hayan inspirado en esta historia: Malthus la conoció a través de Condorcet y Darwin a través de Malthus. Sin embargo, ni la teoría de la selección natural de Darwin, ni las leyes de población de Malthus habrían podido llegar a ejercer una influencia apreciable en la sociedad moderna, si Townsend no hubiese deducido de las cabras y de los perros la si­guientes máximas que deseaba aplicar en la reforma de las leyes de pobres: «El hambre domesticará a los anima­les más feroces, enseñará a los más perversos la decencia y la civilidad, la obe-diencia y la sujeción. En general, única­mente el hambre puede espolear y aguijonear (a los po­bres) para obligarlos a trabajar; y, pese a ello, nuestras leyes han decretado que nunca deben pasar hambre. Las leyes, hay que reconocerlo han dispuesto también que hay


1 Cf. Antonio de Ulloa, Wafer; William Funnel, e Isaac James (que contiene el relato del capitán Wood Rogers sobre Alejandro Selkirk) y las observaciones de Edward Cooke.


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que obligarlos a trabajar. Pero la fuerza de la ley encuen­tra numerosos obstáculos, violencia y alboroto; mientras que la fuerza engendra mala voluntad y no inspira nunca un buen y aceptable servicio, el hambre no es sólo un medio de presión pacífico, silencioso e incesante, sino también el móvil más natural para la asiduidad y el traba­jo; el hambre hace posibles los más poderosos esfuerzos, y cuando se sacia, gracias a la liberalidad de alguien, consi­gue fundamentar de un modo durable y seguro la buena voluntad y la gratitud. El esclavo debe ser forzado a tra­bajar, pero el hombre libre debe ser dejado a su propio ar­bitrio y a su discreción, debe ser protegido en el pleno dis­frute de sus bienes, sean éstos grandes o peque-ños, y casti­gado cuando invade la propiedad de su vecino».



He aquí un nuevo punto de partida para la ciencia polí­tica. Al abordar la comunidad de los hombres por el lado animal, Townsend cortacircuitó la supuesta cuestión inevi­table acerca de los fundamentos del gobierno, y, al hacer­lo, introdujo un nuevo concepto legal en los asuntos hu­manos, el de las leyes de la Naturaleza. El punto de vista geométrico adoptado por Hobbes, así como el deseo fer­viente que tenían Hume y Hartley, Quesnay y Helvetius de encontrar leyes newtonianas en la sociedad, había sido algo meramente metafórico: ardían en deseos de descu­brir una ley tan universal para la sociedad como lo era para la naturaleza la de la gravitación, pero se imaginaban una ley humana, por ejemplo, una fuerza mental como el miedo para Hobbes, la asociación en la psicología para Hartley, el interés personal en Quesnay o la búsqueda de la utilidad en Helvetius. No se complicaban demasiado: Quesnay, al igual que Platón, consideraba, en ocasiones, al hombre desde el punto de vista del criador y Adam Smith no desconocía, sin duda, la relación existente entre los sa­larios efectivos y la oferta de trabajo a largo plazo. Aristó­teles ya había mostrado, sin embargo, que únicamente los dioses o los animales pueden vivir fuera de la sociedad, y el hombre no es ni dios, ni animal. El abismo entre el hom­bre y la bestia forma parte también del pensamiento cris­tiano; ninguna incursión en el terreno de los hechos psico-
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lógicos puede confundir las teorías teológicas sobre las raíces espirituales de la república de los hombres. Si Hobbes considera al hombre como un lobo para el hombre, es porque fuera de la sociedad los hombres se comportan como lobos, no porque exista el menor factor biológico común entre los nombres y los lobos. A fin de cuentas esto ocurre porque aún no se ha concebido una sociedad que se identifique con la ley y el gobierno. Ahora bien, en la isla de Juan Fernández no hay ni ley ni gobierno, y, sin embar­go, existe un equilibrio entre las cabras y los perros; este equilibrio está asegurado por la dificultad que encuentran los perros en devorar a las cabras que se refugian en la parte rocosa de la isla, así como por los inconvenientes que encuentran éstas para desplazarse al abrigo de los pe­rros. Para mantener este equilibrio no es necesario un go­bierno, ya que se mantiene por el hambre que atenaza a unos y la escasez de alimentos que sufren los otros. Hobbes ha sostenido que un déspota es necesario porque los hombres son como alimañas; Townsend insiste en el hecho de que son realmente bestias y que, por esta razón precisa­mente, se necesita un gobierno mínimo. Desde esta nueva perspectiva, se puede considerar a la sociedad como for­mada por dos castas: los propietarios y los trabajadores. El número de éstos últimos queda limitado por la canti­dad de alimentos y, mientras se mantenga la propiedad, el hambre los obligará a trabajar. No se necesitan magistra­dos, ya que el hambre impone una disciplina más perfecta que la magistratura. Apelar a ésta, señala Townsend con ironía, equivaldría «a sustituir la autoridad más fuerte por la autoridad más débil».

Estos nuevos fundamentos se adaptan estrechamente a la sociedad que está a punto de nacer. Desde mediados del siglo XVIII se desarrollan los mercados nacionales; el pre­cio del grano ya no es local sino regional, lo que supone que la moneda es generalmente empleada y que los artícu­los son ampliamente vendidos en el mercado. Los precios del mercado y las rentas, comprendidas la renta de la tie­rra y los salarios, muestran una considerable estabilidad. Los fisiócratas fueron los primeros que señalaron estas re-



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gularidades, pero fueron incapaces de integrarlas en un esquema de conjunto teórico, pues las servidumbres feu­dales estaban todavía en uso en Francia y el trabajo era frecuentemente semi-servil, de tal modo que, por lo gene­ral, ni la renta ni los salarios eran fijados por el mercado. En la época de Adam Smith, sin embargo, las zonas rura­les inglesas se habían convertido en parte integrante de una sociedad comercial; el arriendo que había que pagar a los propietarios agrícolas, así como los salarios de los tra­bajadores del campo, mostraban una clara dependencia respecto a los precios. Los salarios o los precios eran esta­blecidos por las autoridades únicamente con carácter ex­cepcional. Y, sin embargo, en este nuevo orden extraño, las viejas clases de la sociedad continuaban existiendo, adoptando, más o menos, las viejas jerarquías, por más que sus incapacidades y privilegios legales hubiesen desa­parecido. Aunque la ley no obligase al jornalero a servir al granjero, ni a éste a proporcionar al propietario una si­tuación de abundancia, jornaleros y granjeros actuaban como si esta inclinación existiese. ¿Cuál es la ley que desti­na al obrero a obedecer a un patrón, pese a que no mantie­ne con él ningún lazo legal? ¿Cuál es la fuerza que separa a las clases de la sociedad, como si se tratase de especies di­ferentes de seres humanos? ¿Qué es, en fin, lo que mantie­ne el equilibrio y el orden en esta colectividad humana, que no invoca, ni siquiera tolera, la intervención del go­bierno político?

El ejemplo de las cabras y de los perros parecía ofrecer una respuesta. La naturaleza biológica del hombre apare­cía como el sustrato básico de una sociedad, que no era de orden político. Aconteció así que los economistas aban­donaron pronto los fundamentos humanistas de Adam Smith y adoptaron los de Townsend. La Ley de la población de Malthus y la Ley de los rendimientos decrecientes, tal y como la formula Ricardo, hacen de la fecundidad humana y de la fertilidad del suelo los elementos constitutivos del nuevo territorio cuya existencia ha sido descubierta. La sociedad económica nació como algo separado del Estado político.

Las circunstancias en las que se llegó al conocimiento de la existencia de ese agregado de seres humanos que es una sociedad compleja fueron de gran importancia para la historia de las ideas del siglo XIX. En la medida en que la sociedad que se estaba formando no era más que el siste­ma de mercado, la sociedad de los hombres corría el peli­gro de verse desplazada y fundada sobre pilares profunda­mente extraños al mundo moral al que hasta entonces había pertenecido el cuerpo político. El problema aparen­temente irresoluble del pauperismo forzaba a Malthus y a Ricardo a asumir el naturalismo de Townsend.

Burke aborda de forma decidida la cuestión del paupe­rismo desde el ángulo de la seguridad pública. La situa­ción en las Indias Occidentales le había convencido del pe­ligro que suponía mantener una importante población de esclavos sin adoptar ninguna precaución adecuada para la seguridad de sus amos blancos, y ello tanto más si se tiene en cuenta que los negros eran frecuentemente autori­zados a llevar armas. Piensa que consideraciones del mismo tipo pueden aplicarse al número cada vez más nu­meroso de parados de la metrópoli, dado que el gobierno no dispone de efectivos policiales. Burke, aunque es un de­fensor a ultranza de las tradiciones patriarcales, se adhie­re apasionadamente al liberalismo económico por consi­derarlo la respuesta al candente problema administrativo del pauperis-mo. Las autoridades locales se beneficiaban gustosas de las inesperadas demandas de las filaturas de algodón, que recla-maban niños indigentes cuyo aprendi­zaje corría a cargo de la parroquia. Centenares de ellos fueron reclamados por los ma-nufactureros para ser em­pleados muchas veces en lugares re-motos del país. Por lo general, las nuevas ciudades mani-festaban una sed insa­ciable por los pobres, y hasta las fábricas estaban dispues­tas a pagar para emplearlos. Los adultos eran asignados a cualquier patrón dispuesto a mantenerlos, del mismo modo que se los empleaba al servicio de los granjeros de la parroquia siguiendo una modalidad del sistema de rounds-man. Resultaba más caro encerrarlos que mante­nerlos en las «prisiones sin delito», como se denominaba a

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veces a las workhouses. Desde el punto de vista adminis­trativo, esto significaba que «la autoridad más persistente y minuciosa del patrón» 2 ocupaba el lugar del gobierno y de la parroquia para obligar a la gente a trabajar.

Está claro que se planteaba así una cuestión de ciencia política. ¿Por qué convertir a los pobres en una carga pú­blica y hacer de su manutención una obligación parro­quial si, a fin de cuentas, la parroquia se descarga de su obligación poniendo a los pobres útiles en manos de los empresarios capitalistas quienes, deseosos de llenar sus fábricas, llegan incluso a ofre-cer dinero para que les sean adjudicados? ¿No indica esto cla-ramente que, para forzar a los pobres a ganar su sustento, existe otro método menos costoso que el parroquial? La solución consistía en abolir la legislación isabelina sin reemplazarla por ninguna otra. Nada de salarios fijos, ni de socorros para los parados úti­les, pero tampoco salarios mínimos ni nada que garantiza­se «el derecho a vivir». Hay que tratar el trabajo como lo que es, una mercancía que debe recibir su precio del mer­cado. Las leyes del comercio son las leyes de la naturaleza y, por consiguiente, las leyes de Dios. ¿Acaso no es esto la apelación del magistrado más débil al más fuerte, de la justicia de paz a las omnipotentes angustias del hambre? Para el político y el administrador, el laissez-faire era sim­plemente un principio que aseguraba el mantenimiento de la ley y del orden al menor precio y con el mínimo es­fuerzo. En cuanto el mercado se haga cargo de los pobres, las cosas irán sobre ruedas. En este punto el racionalista Bentham está de acuerdo con el tradicionalista Burke. El cálculo del sufrimiento y del placer obliga a que no se in­frinja ningún sufrimiento evitable. Si el hambre puede hacer el trabajo, no se necesita ningún otro tipo de san­ción. A la pregunta «¿en qué medida la ley afec-ta a la sub­sistencia?», Bentham responde: «en nada, directa-men­te» 3. La pobreza es la naturaleza que sobrevive en la



2 S. y B. Webb, English Local Govemments, vol. VII-IX, «Poor Law History», Londres, 1927.

3 J. Bentham, Principies of Civil Code, cap. IV (Browring, vol. I,
p. 333).

sociedad; su sanción física es el hambre. «En la medida en que la fuerza de la sanción física es suficiente, la utiliza­ción de una sanción política resultaría supérflua»4. Lo único que se necesita es un tratamiento «científico y eco­nómico» de los pobres 5. Bentham se opone radicalmente al Bill de Pitt sobre la ley de pobres, que supondría re­tornar a una promulgación legal del sistema de Speenhamland, puesto que permite a la vez una asistencia a do­micilio y complementos salariales. Pero Bentham, a dife­rencia de sus discípulos, no era en esta época ni un liberal rígido en economía ni un demócrata. Sus Industry-Houses constituyen una pesadilla de minuciosa administra-ción utilitaria reforzada con todas las sutilezas de una gestión científica. Sostiene que estas instituciones serán siempre necesarias porque la comunidad no puede desinteresarse por completo de la suerte de los indigentes. Bentham cree que la pobreza forma parte de la abundancia. «En el más elevado estado de prosperidad social, escribe, la gran masa de los ciu-dadanos poseerá probablemente escasos recursos al margen del trabajo cotidiano y, por consi­guiente, estará siempre próxi-ma a la indigencia...». Reco­mienda, en consecuencia, «estable-cer una contribución regular para las necesidades de la indi-gencia, pese a que, de esta forma, «en teoría la necesidad dis-minuye, resin­tiéndose entonces la industria». Añade esto la-mentándo­se, puesto que, desde el punto de vista utilitarista, la tarea del gobierno es acrecentar la necesidad para hacer eficaz la sanción física del hambre 6.



Aceptar el hecho de que una semi-indigencia de la masa de los ciudadanos es el precio a pagar para alcanzar el estado más elevado de prosperidad puede responder a muy diferentes actitudes humanas. Townsend consigue equilibrar sus senti-mientos entregándose a los prejuicios y al sentimentalismo. Los pobres son imprevisores porque ésta es una ley de la natura-leza; en efecto, el trabajo servil,

4 J. Bentham, ibid.

5 J. Bentham, Observation on the Poor Bill, 1797.

6 J. Bentham, Principies of Civil Code, p. 317.


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sórdido e innoble, no se realizaría si tal ley no existiese. ¿Qué sería de la patria si no se pudiese contar con los po­bres? «¿Qué otra cosa, aparte del desamparo y la pobreza, podría empujar a las clases inferiores del pueblo a afron­tar todos los horrores que les esperan en el océano tempes­tuoso o en los campos de batalla?». Esta demostración de férreo patriotismo resulta sin embargo compatible son sentimientos más tiernos. Eso sí, en todo caso la asistencia a los pobres debe ser completamente abolida. Las leyes de pobres «provienen de principios absurdos, como el de pre­tender conseguir algo que es impracticable tanto por na­turaleza como por la organización del mundo». Pero, ¿cuándo la suerte de los indigentes se deja en manos de los provistos de fortuna, quién puede dudar que «la única di­ficultad» consiste en limitar el ímpetu filantrópico de estos últimos? ¿No son los sentimientos de caridad mucho más nobles que los que se derivan de las rigurosas obliga­ciones legales? «¿Existe algo más hermoso en la naturale­za que el dulce contento de la beneficencia?» Townsend compara esta piedad a la fría insensibilidad de un «despa­cho parroquial de socorros», que no conoce más que situa­ciones en las que se intercambia una «ingenua expresión de gratitud sincera por favores inesperados». «Cuando los pobres se ven obligados a cultivar la amistad del rico, éste no dejará de sentir inclinación por mitigar la miseria del pobre...» Quien lea la descripción relativa a la vida priva­da de las «Dos Naciones» lo tendrá muy claro: inconscien­temente su educación sentimental se deriva más de la isla de las cabras y los perros que de la Inglaterra victoriana. Edmund Burke es un nombre de talla muy distinta. Allí donde figuras como Townsend fracasan sin gran es­truendo, Burke lo hace a lo grande. Su talento transforma el hecho brutal en tragedia y el sentimentalismo en un halo de misticismo. «Cuando aparentamos mostrar pie­dad por esos pobres, por esas personas que deben trabajar -ya que de otro modo el mundo no podría subsistir-, nos burlamos de la condición humana». Vale más esto, sin duda, que la grosera indiferencia, las lamentaciones va­cías o la hipocresía de la compasiva elevación moral. Pero

la valentía de esta actitud realista es puesta en entredicho por la imperceptible suficiencia con la que Burke confiere a las escenas una pompa aristocrática. El resultado de esta forma supera la crueldad de Herodes y subestima las posibilidades de una reforma realizada en el momento oportuno. Podemos imaginar con verosimilitud que, si Burke hubiese vivido, el proyecto de ley de reforma del Parlamento de 1832, que puso fin al Antiguo Régimen, no habría podido ser promulgado más que tras una sangrien­ta revolución evitable. Y, sin embargo, Burke habría podi­do replicar, una vez que las masas se vieron condenadas por las leyes de la economía política a padecer la miseria con la siguiente cuestión: ¿qué otra cosa es la idea de igualdad más que un señuelo cruel para incitar a la huma­nidad a destruirse a sí misma?

Bentham no poseía ni la suficiente dulzura de un Townsend ni el historicismo no demasiado irracional de un Burke. Para Bentham, que creía en la razón y en la re­forma, el imperio de la ley social recientemente descubier­to aparecía más bien como un «no man's land» al que as­piraba para experimentar el utilita-rismo. Al igual que Burke, se opuso al determinismo zooló-gico y rechazó el predominio de la economía sobre la política propiamente dicha. Aunque fue autor de un Essay on Usury y de un Ma­nual of Political Economy, no era más que un aficionado en esta ciencia y no llegó a aportar a la economía la impor­tante contribución que se esperaba del utilitarismo, es decir, la tesis de que el valor proviene de la utilidad. En lugar de esto la psicología asociacionista lo empujó a sol­tar las bridas de sus desmesuradas facultades imaginati­vas como ingeniero de la sociedad. El librecambio no sig­nificaba para Bentham más que uno de los dispositivos de la mecánica social. La principal correa de transmisión de la Revolución industrial no era la invención técnica, sino la invención social. La ciencia de la naturaleza no ha proporcionado contribuciones decisivas al arte de la inge­niería hasta que transcurrió más de un siglo, bastante des­pués del final de la Revolución industrial. El conocimien­to de las leyes generales de la naturaleza, para aquéllos




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que construían puentes o canales, que diseñaban motores o máquinas, no ha sido de utilidad hasta que las nuevas ciencias aplicadas se constituyeron en mecánica y en quí­mica. Telford, que fundó la Sociedad de Ingenieros Civiles y la presidió durante toda su vida, impedía el ingreso en dicha sociedad a quienes habían estudiado la física, y, según afirma Sir David Brewster, no había aprendido nunca los elementos de la geometría. Los triunfos de la ciencia de la naturaleza habían sido teóricos en el sentido estricto del término y no podían compararse, por su im­portancia práctica, a los de las ciencias sociales de la época. Y la ciencia debía a los resultados de estas últimas ciencias el prestigio de que gozaba en relación a la rutina y a la tradición y, cosa increíble para nosotros, la ciencia de la naturaleza adquiría entonces una enorme considera­ción a través de sus relaciones con las ciencias humanas. El descubrimiento de la economía fue una revelación re­volucionaria, que aceleró enormemente la transformación de la sociedad y el establecimiento de un sistema de mer­cado, mientras que las máquinas, que tuvieron una impor­tancia decisiva, fueron invenciones de artesanos incultos, algunos de los cuales casi no sabían leer ni escribir. Era, pues, a la vez justo y conveniente no atribuir a las ciencias de la naturaleza, sino a las ciencias sociales, la paternidad de la revolución mecánica que sometió la naturaleza al hombre.

Bentham estaba convencido, por su parte, de haber descubierto una nueva ciencia social, la de la moral y la le­gislación. Esta ciencia debía de estar fundada en el princi­pio de utilidad, que permite cálculos exactos ayudada por la psicología asociacionista. La ciencia, precisamente por­que resultaba eficaz dentro de la esfera de los asuntos hu­manos, presentaba invariablemente en la Inglaterra del siglo XVIII el carácter de un arte práctico fundado en el conocimiento empírico. La necesidad de semejante acti­tud pragmática resultaba verdaderamente apabullante. Como no se disponía de estadísticas, muchas veces resul­taba imposible afirmar si la población estaba en vías de aumentar o de disminuir, cuál era la tendencia de la ba-


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