La gran transformacióN



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La Revolución industrial estaba ya bastante desarro­llada cuando, en 1795, las necesidades de la industria eran cada vez más imperiosas, cuando la Ley de 1662 fue par­cialmente abolida al igual que la servidumbre parroquial, a la vez que se restablecía la movilidad física del trabaja­dor. A partir de entonces era posible crear un mercado de trabajo a escala nacional. Exactamente ese mismo año se instituyó, como es bien sabido, una práctica de la admi­nistración de las leyes de pobres que suponía el abandono del principio isabelino del trabajo forzado. Speenham-





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land aseguró el «derecho a vivir»; se generalizó la ayuda a los salarios, a lo que se añadió la ayuda a las familias -estos socorros debían de ser concedidos a domicilio, es decir, sin enviar a los beneficiarios a las workhouses. Por muy ajustado que fuese el baremo de los subsidios era su­ficiente para asegurar la subsistencia más elemental. Se trataba de un retorno al espíritu de reglamentación y a un paternalismo a ultranza, justo en el momento en el que a simple vista parecía que la máquina de vapor exigía la li­bertad a grandes voces y cuando las máquinas reclama­ban brazos humanos. La Ley de Speenhamland coincidió, por lo tanto, en el tiempo con la desaparición de la Ley de domicilio. La contradicción resultaba flagrante: la Ley de domicilio era abolida porque la Revolución industrial exi­gía una reserva nacional de obreros que se ofreciesen a tra­bajar a cambio de un salario, mientras que Speenhamland erigía en norma general que ningún hombre debía temer al hambre y que la parroquia lo mantendría a él y a su fa­milia, cualquiera que fuese la escasez de sus recursos. Las dos políticas industriales eran, pues, totalmente contra­dictorias. ¿Qué otra cosa se podría esperar del simultáneo desarrollo de su aplicación que no fuese una atrocidad so­cial?

La generación de Speenhamland no tuvo, sin embargo, conciencia de lo que estaba sucediendo. En los albores de la más grande revolución industrial de la historia no era perceptible ningún signo, ningún presagio. El capitalismo llegó sin haber sido anunciado previamente. Nadie había previsto la aparición de una industria fundada en la má­quina, que se convirtió así en una completa sorpresa. De hecho, Inglaterra esperó durante un tiempo una perma­nente recesión del comercio exterior y, cuando los obstá-culos cedieron, una irresistible cuchilla segó la hierba del viejo mundo dejando el campo libre a una economía pla­netaria.

Nadie sin embargo, hasta 1850, fue capaz de anunciar con certeza este nuevo panorama. Se entiende así cómo la recomendación de los magistrados de Speenhamland res­ponde a una ignorancia de lo que implicaba globalmente

la evolución a la que debían hacer frente. Se puede tener la impresión retrospectiva de que intentaron lo imposible y de que, aún más, lo consiguieron por medios cuyas contra­dicciones internas deberían haber sido percibidas en la época de un modo claro. De hecho, consiguieron alcanzar su objetivo, que era el de proteger a los pueblos de la dislo­cación, mientras los efectos de su política únicamente re­sultaron desastrosos en ámbitos que no habían previsto. La política de Speenhamland fue el resultado de una fase específica de la creación de un mercado de la fuerza de tra­bajo, y hay que comprenderla a la luz de la idea que se hacían de la situación quienes estaban en posición de for­mular una política semejante. Considerado desde este án­gulo, el sistema de socorros aparece como un dispositivo urdido por el poder de los propietarios de tierras para res­ponder a una situación en la que la movilidad física ya no podía ser negada a la mano de obra, mientras que el squire deseaba evitar esa conmoción de las condiciones locales -aumento de salarios incluido- que suponía la aceptación de un mercado nacional libre del trabajo.

Así pues, la dinámica de Speenhamland se nutrió de las propias circunstancias que hicieron posible su origen. El aumento del pauperismo rural fue el primer síntoma del desbarajuste que se avecinaba. Nadie, sin embargo, parecía ser consciente de ello en la época. Nada era enton­ces menos evidente que la relación entre la pobreza rural y el impacto del comercio mundial. Los contemporáneos no tenían ninguna razón para establecer lazos de unión entre el número de pobres de las parroquias y el desarrollo del comercio por los Siete Mares. Normalmente se atribuía el incremento inexplicable del número de pobres a los méto­dos utilizados por la administración de las leyes de po­bres, explicación para la que no faltaban razones. En rea­lidad, más allá de las apariencias, el siniestro crecimiento del pauperismo rural estaba directamente relacionado con la tendencia de la historia económica en general. Esta relación, sin embargo, apenas resultaba entonces percep­tible. Decenas de autores exploraron los canales de los que se servían los pobres para infiltrarse en los pueblos y re-



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sulta sorprendente tanto el número como la diversidad de razones aducidas para explicar este fenómeno. Pese a ello, sólo unos pocos intelectuales pusieron el dedo en la llaga para señalar los síntomas premonitorios de las dislocacio­nes que nosotros acostumbramos a asociar a la Revolu­ción industrial. Hasta 1785, la población inglesa no tuvo conciencia de ninguno de los grandes cambios de la vida económica, si exceptuamos el crecimiento irregular del comercio y el incremento del pauperismo.

¿De dónde provienen los pobres? Esta es la cuestión que se planteaban un gran número de publicaciones, cada vez más abundantes a medida que avanzaba el siglo XIX. Difícilmente se podía esperar que las causas del pauperis­mo y los medios para combatirlo quedasen bien diferen­ciados unos de otros en una literatura dominada por la creencia de que, si bien sólo podían atenuarse los males más aparentes del pauperismo, éste terminaría por desa­parecer completamente. Hay un punto en el que todos pa­recían, no obstante, estar de acuerdo y es la gran diversi­dad de causas que servían para explicar de hecho este fenómeno. Entre ellas, pueden señalarse las siguientes: la penuria de cereales; los salarios agrícolas demasiado ele­vados, que provocaban el aumento de los precios de los productos alimenticios; los salarios agrícolas demasiado bajos; salarios urbanos demasiado altos; la irregularidad del empleo en las ciudades; la desaparición de la pequeña propiedad agrícola; la incapacidad del trabajador urbano para los trabajos rurales; la negativa de los agricultores a pagar salarios más altos; el miedo que tenían los propieta­rios agrícolas a que se redujesen los arrendamientos si se pagaban salarios más altos; la incapa-cidad de las work-houses para competir con las máquinas; la ausencia de economía doméstica; los alojamientos incómodos; los re­gímenes alimenticios fundados en estrechos prejuicios; la toxicomanía. Algunos autores echaban la culpa a una nueva raza de grandes ovejas; otros consideraban que los culpables eran los caballos que debían de ser reemplaza­dos por bueyes y no faltaban los que opinaban que existían demasiados perros. Algunos creían que los pobres debían


de comer menos pan y beber más de todo; mientras que otros estimaban que, incluso si se alimentaban con «el mejor pan », « no se les debía de echar en cara ». Se pensaba que el té ponía en peligro la salud de muchos pobres, mientras que la «cerveza casera» la restablecía. Los más convencidos afirmaban que el té no era mejor que el peor de los alcoholes. Cuarenta años más tarde, Harriet Martineau pensaba todavía que para reducir el pauperismo había que predicar las ventajas de la renuncia al hábito de tomar el té1. Es cierto que numerosos autores deplo-raban el desarraigo provocado por las enclosures, mientras que otros insistían en el daño que causaban al empleo rural las fluctuaciones por las que atravesaban los obreros de las manufacturas. Pero la impresión que, en términos genera­les, prevaleció, fue que el pauperismo constituía un fenó­meno sui generis, una enfermedad social debida a todo tipo de causas, la mayor parte de las cuales se habían agu­dizado por la incapaci-dad de la legislación sobre los po­bres para proporcionar el remedio adecuado.

La respuesta correcta era seguramente que la agrava­ción del pauperismo y el aumento de las tasas respondían al creci-miento de lo que hoy denominaríamos el paro invi­sible. Este hecho no resultaba evidente en una época en la que el propio empleo era, por regla general, invisible, como necesaria-mente tenía que ser, hasta cierto punto, tratándose de la industria a domicilio. Subsisten, sin em­bargo, cuestiones como la siguiente: ¿Cómo explicar ese aumento del número de parados y de subempleados? ¿Por qué los signos anunciadores de los cambios inminentes de la industria escaparon a la observación de los contempo­ráneos más lúcidos?

La explicación reside en primer lugar en las excesivas fluctuaciones que sufrió el comercio en un primer momen­to y que no salieron a la luz. Si el incremento del comercio en términos absolutos daba cuenta del incremento del em­pleo, las fluctuaciones explicaban, mucho mejor, por su parte, el paro. Pero, cuando la elevación del nivel general



1 H. Martineau, The Hamlet, 1833.


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del empleo era lenta, el aumento del paro y del subempleo tendía a ser más rápido. De este modo, la formación de lo que Friedrich Engels ha denominado el ejército industrial de reserva, tuvo un peso mucho más considerable que la creación del ejército industrial propiamente dicho.

Todo este proceso tuvo una consecuencia importante: resultaba fácil pasar por alto que existía una relación entre el paro y el aumento del comercio global. Si algunas veces se percibía que el crecimiento del desempleo se debía a las fuertes fluctuaciones del comercio, no se perci­bía que estas fluctuaciones participaban de un proceso subyacente cuya amplitud era todavía mayor, es decir, el crecimiento general de un comercio fundado cada vez más en las manufacturas. Para los contemporáneos no parecía existir una relación entre estas manufacturas, esencial­mente urbanas y el fuerte crecimiento del número de po­bres en el campo.

El crecimiento del conjunto del comercio hizo que se inflase el volumen del empleo, mientras que la división te­rritorial del trabajo, a la que se sumaban las fluctuaciones fuertes del comercio, condujo a una grave desorganiza­ción de los oficios tanto en los pueblos como en las ciuda­des, lo que supuso un rápido incremento del desempleo. El rumor decía que se encontraban lejos, en otros lugares, elevados salarios, si bien los pobres no estaban contentos ya con los que les aseguraba la agricultura y empezaron a cobrar aversión a estos salarios mal retribuidos. Las regio­nes industriales en esta época aparecían como un país nuevo, otra América que atraía a los emigrantes por milla­res. La emigración iba acompañada habitualmente de una importante emigración de retorno. El hecho de que exis­tiese este reflujo hacia el campo parece confirmar la hipó­tesis de que no se produjo una disminución absoluta de la población rural. Así se asiste a un desarraigo acumulativo de la población, a medida que diferentes grupos se dejan atraer durante períodos variables por el empleo industrial y comercial, grupos que eran más tarde abandonados a la deriva, lo que los reconducía a su habitat rural de origen.

Una gran parte de los desgastes sociales causados al


campo inglés provinieron, en primer lugar, de la acción desorganizadora que el comercio ejerció directamente sobre el propio campo. La Revolución agraria precedió claramente a la Revolución industrial. El cierre de las tie­rras comunales, las enclosures, y las concentraciones de tierras que acompa-ñaron a un nuevo progreso importante de los métodos agrí-colas, tuvieron un poderoso efecto de cambio. La guerra contra los cottages, la absorción de sus huertos y de sus tierras colin-dantes, así como la confisca­ción del terreno de uso de las tierras comunales, privaron a la industria a domicilio de sus dos principales pilares: las ganancias familiares y el soporte agrícola. Mientras la industria a domicilio estuvo complemen-tada por las faci­lidades y las comodidades provenientes de un pequeño huerto, de un trozo de terreno o de los derechos de pasto, el trabajador no dependía enteramente de sus ganancias en dinero: el campo de patatas o las ocas, una vaca o, incluso, un asno en las tierras comunales constituían otro panora­ma; y las ganancias familiares jugaban el papel de una es­pecie de se-guro contra el paro. Era, pues, inevitable que la racionalización de la agricultura cortase las raíces del tra­bajador y pusiese en peligro su seguridad social.

En las ciudades, los efectos de esta nueva plaga que era la fluctuación del empleo se manifestaban claramente. Se pensa-ba generalmente que el trabajo en la industria care­cía de futu-ro. «Los obreros que hoy tienen pleno empleo pueden encon-trarse mañana en la calle mendigando su pan...» escribía David Davies, quien añadía además: «La incertidumbre de la situación de los trabajadores es el re­sultado más perverso de estas innovaciones». «Cuando una ciudad que tiene una manufactura se ve privada de ella, sus habitantes sufren, por decirlo así, una parálisis, y se convierten instantáneamente en una clientela para los socorros parroquiales. Pero el mal no muere con esta gene­ración...». En efecto, durante este mismo tiempo, la divi­sión del trabajo ejerce su venganza, y resulta así vano que el artesano sin trabajo regrese a su pueblo, ya que «el teje­dor no sabe emplear sus manos en otra cosa». La irreversibilidad fatal de la urbanización producía el hecho que



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Adam Smith había previsto, cuando describía al trabaja­dor industrial como intelectuamente inferior al más pobre de los trabajadores de la tierra, ya que estos últimos po­dían, por lo general, dedicarse a cualquier tarea. Sin em­bargo, hasta la época en que Adam Smith publica su Ri­queza de las naciones, el pauperismo no había aumentado de forma alarmante.

A lo largo de los veinte años siguientes, el panorama se modificó a gran velocidad. Burke, en los Thoughts and Details on Scarcity que presentó a Pitt en 1795, admitía que a pesar del progreso general había existido «un reciente ciclo desafortu-nado de veinte años». En realidad, durante los diez años que siguieron a la guerra de los Siete Años -1763-, el desempleo aumentó de manera notable y con él los socorros a domicilio. Por primera vez se comprobó que un boom comercial iba acompañado de síntomas de una creciente necesidad entre los pobres. Esta aparente con­tradicción se iba a convertir en Occidente, para la siguien­te generación, en el más inquietante de los fenómenos que de forma persistente se manifestaban en la vida social. El espectro de la superpoblación comenzaba a inquietar las conciencias. William Townsend en su Dissertation on the Poor Laws lanzó el siguiente aviso: «Si exceptuamos la es­peculación, resulta un hecho comprobado en Inglaterra que disponemos de más almas de las que podemos alimen­tar y de muchas más de las que podríamos emplear útil­mente en el actual sistema jurídico». En 1776, Adam Smith reflejaba el sentimiento de un progreso tranquilo. Townsend, que escribía diez años más tarde, veía ya aveci­narse el filo de la guadaña.

Y, sin embargo, muchos acontecimientos iban a produ­cirse antes del día en el que un hombre tan alejado de la política y tan favorecido por el éxito como el escocés Telford –construc-tor de puentes y hombre realista- diese libre curso a amargas lamentaciones y declarase que había que esperar muy pocos cambios de las formas habi­tuales de gobierno y que la revolu-ción era la única espe­ranza. Estas reflexiones se produjeron cinco años después de las reflexiones optimistas de Adam Smith. Un solo


ejemplar de los Derechos del hombre y del ciudadano de Paine, que Telford envió a su pueblo de origen, provocó un motín. París catalizaba entonces la fermentación de Europa.

Canning estaba convencido de que la legislación sobre los pobres había salvado a Inglaterra de una revolución. Pensaba concretamente en los años de 1790 y en las gue­rras con Francia. Una nueva fiebre de cercados hizo des­cender el nivel de vida de los pobres en las zonas rurales. J. H. Clapham, apologista de estas enclosures, reconoció «la sorprendente coincidencia entre las regiones en las que los salarios tuvieron el aumento más sistemático procedente de los impuestos para los pobres y aquellas que contaban con el mayor número de enclosures». En otros términos, si no hubiese sido por la ayuda a los salarios, los pobres se habrían encontrado por debajo del mínimo nivel de sub­sistencia en amplias zonas de la Inglaterra rural. Los in­cendios de almiares causaban estragos. El Popgun Plot encontró una amplia resonancia. Los motines eran fre­cuentes, y los rumores de asonadas más frecuentes aún. En Hampshire -y también en otros lugares- los tribunales amenazaron con aplicar la pena de muerte a quienes in­tentasen «hacer descender por la fuerza el precio de las mercancías, tanto en el mercado como en los caminos». Al mismo tiempo, los magistrados del mismo condado recla­maban, sin embargo, insistentemente la concesión gene­ral de subvenciones a los salarios. La hora de la acción preventiva, evidentemente, había llegado.

¿Cómo explicar que entre todas las posibles vías de sa­lida se eligiese entonces la que se reveló más tarde como la más impracticable? Consideremos la situación y los inte­reses en juego. El squire y el pastor gobernaban el pueblo. Townsend resume el panorama del momento cuando afir­ma que el gentle-man terrateniente mantenía las manufac­turas «a la distancia conveniente», pues «consideraba que las manufacturas fluc-túan; que la ventaja que puede sacar de ellas es muy inferior a la carga que implica para sus bienes...». Esta carga consistía principalmente en dos efectos, aparentemente contradictorios, que provocaban




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las manufacturas: el incremento del pauperismo y el au­mento de los salarios. Esos dos efectos, sin embargo, no eran contradictorios más que si se suponía la existencia de un mercado concurrencial del trabajo, que habría genera­do la tendencia a la disminución del paro reduciendo los salarios de quienes tenían un empleo. En ausencia de tal mercado -la Ley de domicilio estaba todavía vigente-, pauperismo y salarios podían aumentar simultáneamen­te. En estas condiciones, el «coste social» del desempleo urbano repercutía en primer lugar en los pueblos de ori­gen, a los que con frecuencia retornaban los parados. Los elevados salarios de las ciudades constituían un peso mucho más gravoso sobre la economía rural. Los salarios agrícolas eran superiores a lo que el farmer podía soportar, aunque inferiores a lo que permitía al obrero agrícola sub­sistir. Parece evidente que el propietario agrícola no podía competir con los salarios urbanos. Por otra parte, existía generalmente un acuerdo tácito sobre la necesidad de abo­lir -o al menos de dulcificar- la Ley de domicilio, de tal modo que se ayudase a los trabajadores a encontrar em­pleo y a los patronos a encontrar trabajadores. Se estima­ba que esto acrecentaría en todas partes la productividad del trabajo y haría disminuir el peso real de los salarios. Pero la cuestión inmediata de la diferencia de salarios entre el campo y la ciudad se haría mucho más apremian­te para el primero si se permitía que los salarios «encon­trasen su propio nivel». El flujo y reflujo del empleo indus­trial, en alternancia con los espasmos del desempleo, conmocionaban más que nunca la vida de las comunida­des rurales. Era preciso construir un dique que protegiese a las comarcas rurales de la riada producida por la subida de salarios. Había que encontrar métodos para defender la vida rural de la dislocación social, reforzar la autoridad tradicional, impedir la sangría de la mano de obra rural y aumentar los salarios agrícolas sin apremiar demasiado al agricultor. La ley de Speenhamland fue el instrumento apropiado. Arrojada en las turbulentas aguas de la Revo­lución industrial, estaba condenada a provocar un remoli­no económico. El squire, cuyos intereses prevalecían en el

pueblo, estimaba sin embargo que esta ley, por sus efectos sociales, servía perfectamente para afrontar la situación. Desde el punto de vista de la administración de la legis­lación sobre los pobres, Speenhamland representó un cruel paso atrás. La experiencia de doscientos cincuenta años había mostrado que la parroquia era una unidad de­masiado pequeña para administrar la Ley de pobres, ya que no se podía hacer frente de un modo idóneo al proble­ma planteado por los indigentes mientras no se distinguie­se entre los pobres válidos, por una parte, y los niños, en­fermos y viejos, por otra. Es como si en la actualidad un ayuntamiento intentase gestionar por sí solo el seguro de desempleo, o como si este seguro se confundiese con la ayuda a los jubilados. En suma, únicamente durante cor­tos períodos, la administración de la Ley de pobres resultó más o menos eficaz y ello cuando era a la vez nacional y di­ferenciada. Uno de estos períodos es el que va de 1590 a 1640, bajo Burleigh y Laúd, cuando la Corona administró la Ley de pobres por medio de los jueces de paz y cuando se lanzó un ambicioso programa de construcción de alber­gues al mismo tiempo que se imponía la obligación de tra­bajar. La Commonwealth (1642-1660) destruyó no obstan­te de nuevo lo que entonces se denunció como el gobierno personal de la Corona; por ironías del destino la Restaura­ción completó la obra de la Commonwealth. La Ley de do­micilio de 1662 confirió por largo tiempo a la Ley de po­bres la base restringida de la parroquia ya que hasta el tercer decenio del siglo XVIII la legislación dejó de intere­sarse por la pobreza. En fin, en 1772 comenzaron los es­fuerzos en una perspectiva diferenciadora. Workhouses, distintas de las poorhouses locales, debían ser construidas entre varias parroquias. Se autorizó la concesión circuns­tancial de socorros a domicilio, porque para entrar en las workhouses era preciso demostrar previamente que se pa­decía necesidad. En 1782, con la Ley Gilbert, se hizo un gran esfuerzo para ampliar las unidades administrativas, promoviendo la creación de parroquias unidas. En esta época, se pidió que las parroquias buscasen empleos a las personas útiles de la comarca. Esta política debía de com-


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pletarse mediante socorros a domicilio e, incluso, median­te complementos salariales, con el fin de que disminuyese el coste de los socorros a los pobres útiles. A pesar de que la creación de uniones de parroquias no era obligatoria, sino simplemente aconsejada, suponía un progreso hacia uni­dades administra-tivas mayores, así como en vistas a la di­ferenciación de las diversas categorías de pobres asistidos. La Ley Gilbert, a pesar de los defectos del sistema, fue por tanto una tentativa en la buena vía, y, mientras los soco­rros a domicilio y los comple-mentos salariales no fuesen más que auxiliares de una legis-lación social positiva, no tenían por qué resultar fatales para una solución racional. Speenhamland puso punto final al movimiento de refor­ma. Al generalizar los socorros a domicilio y los comple­mentos salariales, esta ley no siguió los pasos, como se ha afirmado erróneamente, de la Ley Gilbert, sino que invir­tió totalmente la tendencia y demolió por completo el sis­tema legal isabelino relativo a los pobres. La distinción tan trabajosamente conseguida entre workhouse y poorhouse carecía, pues, ya de sentido. Las diversas categorías de indigentes y de pobres útiles se confundieron a partir de ahora en una masa indiferenciada de pobreza depen­diente. De hecho se produjo todo lo contrario a un proceso de diferenciación: la workhouse se fundió con la poorhouse y ésta última tendió progresivamente a desaparecer; de nuevo la parroquia fue la única y última unidad de ese ver­dadero broche de oro de degeneración institucional.

Speenhamland tuvo incluso como efecto el refuerzo de la autoridad del squire y del pastor, en la medida en que tal cosa fuese aún posible. La «beneficencia indiscrimina­da del poder», que los inspectores de pobres tanto deplo­raban, no hubiese po-dido ejercerse mejor que en esa espe­cie de «socialismo tory», en el que los jueces de paz manejaban este poder de benefi-cencia, mientras que era la clase media rural quien soportaba el peso de los impues­tos locales. La mayor parte de la yeomanry había desapa­recido desde hacía tiempo con las vicisitudes de la Revolu­ción agrícola, y a los ojos de los potentados agrícolas, los arrendatarios vitalicios y los propietarios -únicos ocu-


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