Magia, ciencia y religióN



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4. Magia y experiencia

Hemos tratado hasta aquí de las ideas y opiniones que de la magia tiene el primitivo. Esto nos ha lle­vado a un punto en el que el salvaje afirma simple­mente que la magia confiere al hombre el poder sobre ciertas cosas. Ahora hemos de analizar estas creencias desde el punto de vista del observador so­ciológico. Advirtamos una vez más el tipo de Situa­ción en la que hallamos la magia. El hombre, ocu­pado en una serie de actividades prácticas, se en­cuentra con una dificultad: el cazador no está satis­fecho con su presa, el marinero ha dejado pasar los vientos favorables, el constructor de piraguas tiene que habérselas con un material del que no sabe con certeza si resistirá la corriente, o la persona sana se encuentra de pronto con que sus fuerzas flaquean. ¿Qué hace naturalmente el hombre en condiciones tales, dejando a un lado toda magia, ritual o credo? Abandonado por su conocimiento, confundido por su experiencia pasada y su habilidad técnica, el hom­bre reconoce su impotencia. Sin embargo, su deseo no se ve por ello aminorado; su angustia, sus espe­ranzas y temores inducen una tensión en su orga­nismo que le compele a alguna actividad. Ya sea salvaje o civilizado, en posesión de la magia o ente­ramente ignorante de su existencia, la inacción pasiva, o sea, la única cosa que le dicta la razón, será la última que podrá aceptar. Su sistema nervioso y todo su organismo le llevan a alguna actividad su­pletoria. En su obsesión por la idea del deseado fin llega a verlo y sentirlo. Su organismo reproduce los actos sugeridos por las premoniciones de la esperan­za y dictados por la emoción de una pasión tan fuer­temente sentida.

El hombre que está dominado por una cólera impotente o por un odio reprimido aprieta espontáneamente sus puños y lanza imaginarios golpes a su ene­migo, musitando imprecaciones y dirigiendo contra él palabras de aversión e ira. El amante muerto de amor por su voluble e inalcanzable amada da en ver­la en sueños. Se dirigirá a ella, suplicará y deman­dará sus favores, se sentirá aceptado y la estrechará contra sí en medio del sueño. El pescador o cazador ansioso verá en su imaginación la presa enmarañada en la red o la alimaña atravesada por la jabalina; pronunciará su nombre, describirá con palabras su visión de la magnífica captura e incluso se prodigará en gestos de representación mímica de su deseo, El hombre que de noche se ha perdido en el bosque o en la jungla, asediado por supersticioso miedo, verá en torno suyo los amenazantes demonios, se dirigirá a ellos, tratará de mantenerlos alejados o de asustarlos, o huirá de ellos en temor, como un animal que trata de salvarse fingiendo la muerte.

Estas reacciones al paso de la emoción o ante la obsesión del deseo son respuestas naturales que el hombre ofrece a tal situación, respuestas que están basadas en un mecanismo psico fisiológico universal. Las tales engendran lo que pudieran llamarse emo­ciones prolongadas en palabra y acto, como los ame­nazadores gestos de ira impotente y sus maldiciones, la puesta en efecto del deseado fin en lo que es un callejón sin salida en la práctica, las apasionadas maneras de amor que el galán prodiga y así sucesivamente. Todos estos actos y obras espontáneos hacen que el hombre prevea las imágenes de los resulta­dos deseados, que exprese su pasión en incontrola­bles gestos, o que estalle en palabras que dejan abier­ta la puerta del deseo o que anticipan su fin.

¿En qué consiste el proceso puramente intelec­tual, la convicción que se forma durante esa libre explosión de emoción en palabras y frases? Surge, en primer lugar, una imagen clara del fin que se de­sea, de la persona amada, del peligro o fantasmas a los que se teme. Y cada imagen está combinada con su pasión específica, que nos lleva a asumir, para con cada una de aquellas imágenes, una activa acti­tud. Cuando la pasión alcanza ese punto de ruptura en el que el hombre pierde control de sí, las pala­bras que pronuncia y su conducta ciega dejan que su tensión fisiológica reprimida salga al exterior. Pero, sobre todo, ese estallido preside la imagen del final. Aporta la fuerza motivo de la reacción y pare­ce que organiza y dirige palabras y obras encaminadas a un propósito definido. La acción supletoria en la que la pasión encuentra escape, y que es debida a la impotencia, tiene subjetivamente todo el valor de una acción real a la que la emoción, de no estar controlada, habría naturalmente conducido.

Al tiempo que la tensión se desgasta en palabras y gestos, la visión obsesiva se desvanece, el deseado fin parece encontrarse más cerca de su satisfacción y, se reconquista el equilibrio, otra vez en armonía con la vida. Nos quedamos con la convicción de que las palabras de maldición y los gestos de furia han viajado hasta la persona odiada y que han dado en el blanco; que las súplicas de amor y los abrazos ima­ginarios no han podido quedarse sin respuesta, que el quimérico logro de éxito en nuestro afán no ha podido sustraerse a su benéfica influencia a la hora del final inminente. En el caso del miedo, al ir dis­minuyendo de modo gradual la emoción que nos ha­bía colocado en tal punto de temor, sentimos que ha sido nuestra conducta aterrorizada la que ha dado al traste con el miedo. Dicho brevemente, una fuer­te experiencia emotiva que se desgasta en un flujo de imágenes, palabras y actos de conducta, puramen­te subjetivos, deja una profundísima convicción de su realidad, como si se tratase de algún logro prác­tico y positivo, de algo que ha realizado un poder revelado al hombre. Tal poder, nacido de esa obse­sión mental y fisiológica, parece hacerse con nosotros desde afuera, y al hombre primitivo, o a las mentes crédulas y toscas de toda edad, el hechizo espontáneo, el rito espontáneo y la creencia espontánea en su eficacia han de aparecer como la revelación directa de fuentes externas y, sin duda alguna, impersonales.

Cuando comparamos este ritual y verbosidad es­pontánea de la pasión o del deseo que fluyen con los rituales mágicos tradicionalmente fijos y con los principios incorporados en los hechizos y sustancias de la magia, la sorprendente semejanza entre los dos nos muestra que no son independientes entre sí. El ritual mágico, la mayor parte de los principios de la magia, la mayoría de sus embrujos y sustancias, han sido revelados al hombre en las apasionadas experiencias que le asaltan en esos callejones sin salida a los que sus instintos o sus afanes prácticos se ven abocados, en esos agujeros y brechas que han queda­do en la siempre imperfecta pared de la cultura que el hombre erige entre sí y los asaltantes peligros y tentaciones de su destino. Creo que es aquí donde hemos de reconocer no sólo las fuentes, sino el mismísimo gran manantial de las creencias mágicas.

Se sigue de esto que a la mayoría de los rituales mágicos les corresponde un ritual espontáneo de ex­presión emotiva o una previsión del deseado fin. Con la mayor parte de los rasgos del hechizo mágico co­rre paralelo un flujo natural de las palabras en la maldición, el exorcismo y las descripciones de los deseos sin satisfacer. Toda creencia en la eficacia de lo mágico tiene su correspondencia en esas ilusiones de la experiencia subjetiva, momentánea en el in­telecto del civilizado racionalista aunque no ausen­tes del todo, pero poderosas y convincentes para el hombre simple de toda cultura, y, por encima de todo, para la mente primitiva del salvaje.

De este modo los cimientos de las creencias y prácticas de la magia no se sacan del aire, sino que se deben a un número de experiencias que son ver­daderamente vividas, en las que el hombre recibe la revelación de su poder para alcanzar el efecto deseado. Ahora es menester que nos preguntemos: ¿qué relación existe entre las promesas contenidas en tal experiencia y su cumplimiento en la vida real? Aunque las pretensiones engañosas de la magia sean plausibles para el hombre primitivo, ¿cómo es que las tales han permanecido, durante tanto tiempo, al abrigo de toda crítica?

La respuesta a esto es que, en primer lugar, es un hecho bien conocido que en la memoria humana el testimonio de un caso positivo siempre hace som­bra al caso negativo. Un éxito puede con facilidad compensar varios fracasos. De esta manera los ejem­plos que confirman la magia siempre destacan de forma más evidente que los que la niegan. Pero exis­ten otros hechos que confirman, con testimonio fal­so o real, las pretensiones de la magia. Hemos visto que el ritual de ésta ha tenido que originarse de una revelación en la experiencia real. Pero el hombre que, a partir de tal experiencia, concibió, formuló en­tregó a los demás miembros de la tribu el núcleo de una nueva celebración mágica ―actuando, ha de recordarse, de perfecta buena fe― tiene que haber sido un hombre de genio. Los hombres que hereda­ron y detentaron su magia detrás de él, sin duda alguna desarrollándola y haciéndola evolucionar mien­tras creían que únicamente estaban continuando la tradición, han tenido que ser siempre hombres de gran inteligencia, energía y resolución. Serían los hombres que en toda dificultad saldrían con éxito. Es un hecho empírico que en toda sociedad salvaje la magia y la personalidad fuera de lo común se han dado siempre la mano. De tal suerte la magia coin­cide también con el éxito, la habilidad, el valor y el poder mental personales. No es extraño que esté considerada como una fuente de triunfos.

Este renombre personal del brujo y su importan­cia a la hora de respaldar la creencia en la eficacia de la magia son la causa de un interesante fenómeno: lo que puede llamarse la mitología en vida de la ma­gia. En torno a todo gran brujo surge una aureola de leyendas sobre sus maravillosas curas o muertes, sus capturas, sus victorias, sus conquistas amorosas. En toda sociedad salvaje tales leyendas forman la co­lumna vertebral de la fe en la magia, porque, al es­tar respaldadas por las experiencias emotivas que todos y cada uno han tenido, la fluyente crónica de sus milagros establece sus pretensiones más allá de toda duda o quisquillosa reflexión. Todo hechicero en activo, además de la filiación con sus prece­dentes y su recurso a la tradición, construye su propia y personal garantía de taumaturgo.

De esta suerte, el mito no es un producto muerto de edades pretéritas, que únicamente sobrevive como narración ociosa. Es una fuerza viva, que constan­temente produce fenómenos nuevos y que constante­mente va apuntalando a la magia con nuevos testimonios. Ésta se mueve en la gloria de su tradición vetusta, pero también crea su atmósfera de mitos siempre nacientes. Del mismo modo que hay un cor­pus de leyendas que ya está fijado y regularizado y constituye el folklore de la tribu, así también existe una corriente de narraciones semejantes a las del tiempo mitológico. La magia es el puente entre la edad dorada de aquel arte primigenio y la taumatur­gia de hoy. Por eso sus fórmulas están llenas de alusiones míticas que, al ser pronunciadas, desencadenan los poderes del pasado y los arrojan al pre­sente.

Con esto vemos también el papel y el significado de la mitología desde un nuevo ángulo. El mito no es una especulación salvaje en torno a los orígenes de las cosas, nacido de un interés filosófico. Tampo­co es el resultado de la contemplación de la natura­leza, una suerte de representación simbólica de sus leyes. Es la constatación histórica de uno de los su­cesos que, de una vez para siempre, dan fe de la verdad de cierta forma de magia. En ocasiones se trata del registro real de una revelación mágica que viene directamente del primer hombre a quien la magia fue revelada en alguna dramática ocasión. Con más frecuencia, el mito lleva en su superficie el sello de que es una mera constatación de cómo aquélla se convirtió en posesión de algún clan, comunidad o tribu. Se trata, en todos los casos, de una garantía de su verdad, de un árbol genealógico de su filiación y de una carta de validez para sus pretensiones. El mito es, como hemos visto, el resultado natural de la fe humana, porque todo poder ha de dar signos de su eficiencia, ha de actuar y ha de saberse que actúa si es que las gentes han de creer en él. Toda creencia engendra su mitología, puesto que no existe fe sin milagros, y los principales mitos cuentan, simple­mente, el primordial milagro de la magia misma.

El mito, hemos de añadir sin más dilación, puede vincularse no sólo a la magia, sino a cualquier forma de poder o demanda social. Se usa siempre para dar cuenta de uno o más privilegios o deberes extra­ordinarios, de las grandes desigualdades sociales, de las pesadas obligaciones del rango, sea de alta o baja alcurnia. También las creencias y poderes de la re­ligión se refieren a sus orígenes en términos mitoló­gicos. El mito religioso, empero, se acerca más a un dogma explícito, cual la creencia en el mundo del más allá, en la creación o en la naturaleza de las di­vinidades, dogmas que vendrían tejidos en forma de leyenda. El mito sociológico, por otra parte, gene­ralmente está y de modo primordial en las culturas primitivas, embebido de consejas sobre las fuentes del poder de la magia. Puede decirse sin exageración alguna que la mitología más típica y más desarrolla­da en las comunidades salvajes es la de la magia, y que la función del mito no es la de explicar, sino la de certificar, no la de satisfacer la curiosidad, sino la de dar confianza en el poder, no la de contar un cuento, sino la de establecer su circulación libre de las injerencias del día, a menudo confiriéndole similar validez de fe. La profunda conexión que existe entre el mito y el culto, la función pragmática del mito al reforzar el credo, ha sido tan persistentemen­te despreciada en favor de la teoría etiológica o ex­plicativa del mito que ha sido necesario que nos extendiésemos en este lugar.




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