Mujeres enamoradas



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-¿Pero por qué infligir tortura innecesaria? -dijo Ursula-. ¿Por qué hacer que se mantuviese todo ese tiempo junto al cruce? Bien podía haberse echado unos metros atrás, evitándole todo ese horror. Sus flancos estaban sangrando cuando la espoleaba. ¡Fue demasiado horrible...

Gerald se puso tieso.

-Tengo que usarla -replicó él-. Y si he de fiarme algo de ella tendrá que aprender a soportar ruidos.

-¿Por qué? -exclamó Ursula apasionadamente-. Ella es una criatura viviente, ¿por qué habría de sopor­tar algo solamente porque usted lo decide? Tiene tanto derecho a su propio ser como usted al suyo.

-En eso no estoy de acuerdo -dijo Gerald-. Con­sidero que esa yegua está allí para mi uso. No porque la compré, sino porque ése es el orden natural. Para un hombre es más natural hacerse con un caballo y usarlo como prefiera que arrodillarse ante él suplicán­dole que haga lo que desee y cumpla su propia natura­leza maravillosa.

Ursula estaba estallando ya cuando Hermione levan­tó el rostro y empezó con su reflexivo canturreo:

-Realmente pienso..., realmente pienso que hemos de tener el coraje de usar la vida animal inferior para nuestras necesidades. Pienso que hay algo erróneo cuan­do contemplamos a toda criatura viviente como si fuése­mos nosotros mismos. Pienso que es falso proyectar nuestros propios sentimientos sobre toda criatura ani­mada. Es una falta de discriminación, una falta de sen­tido crítico.

-En cierto modo -dijo Birkin de modo cortante-. Nada es tan detestable como el sensiblero que atribuye a los animales sentimientos y conciencia humana.

-Sí -dijo Hermione fatigadamente-, debemos real­mente adoptar postura. O bien usaremos a los animales o bien ellos nos usarán.

-Eso es un hecho -dijo Gerald-. Un caballo tiene voluntad como un hombre, aunque no posea mente en sentido estricto. Y si nuestra voluntad no domina será el caballo quien domine, y esto es algo que no puedo evitar. No puedo evitar ser el señor del caballo.

-Si simplemente pudiésemos aprender a usar nues­tra voluntad -dijo Hermione-, podríamos hacer cual­quier cosa. La voluntad puede curar cualquier cosa, co­rregir cualquier cosa..., siempre que usemos la voluntad adecuadamente, inteligiblemente.

-¿Qué quieres decir con usar la voluntad adecuada­mente? -dijo Birkin.

-Un médico muy grande me enseñó -dijo dirigién­dose vagamente a Ursula y a Gerald-. Por ejemplo, me contó que para curarse uno de una mala costumbre debe forzarse a hacerlo cuando no lo haría..., forzarse a hacerlo... y entonces el hábito desaparecerá.

-¿Qué quieres decir? -dijo Gerald.

-Si uno se come las uñas, por ejemplo; cuando no tiene ganas de comérselas, que se las coma, que se obligue a ello. Y descubrirá que el hábito queda roto.

-¿Es eso así? -dijo Gerald.

-Sí. Y en muchas cosas me he hecho a mí misma bien. Era una muchacha muy rara y nerviosa. Y apren­diendo a usar mi voluntad, simplemente usando mi vo­luntad me hice bien.

Ursula miraba todo el tiempo a Hermione mientras hablaba con su voz lenta, desapasionada, aunque extra­ñamente tensa. Un curioso escalofrío recorrió a la mu­jer más joven. Algún poder oscuro, extraño, convulsi­vo, vivía en Hermione, fascinante y repelente.

-Es fatal usar la voluntad así -exclamó áspera­mente Birkin-, repugnante. Semejante voluntad es una obscenidad.

Hermione le miró durante largo tiempo con sus ojos sombreados, graves. Su rostro era suave, pálido y es­trecho, casi. fosforescente; su mandíbula, enjuta.

-Estoy segura de que no -acabó diciendo.

Siempre parecía haber un intervalo, una extraña se­paración entre lo que ella parecía sentir y experimen­tar y lo que efectivamente decía y pensaba. Parecía capturar sus pensamientos, principalmente en la super­ficie de un maelstrom de emociones y reacciones negras, caóticas, y Birkin quedaba siempre lleno de repusión; ella capturaba tan infaliblemente, su voluntad nunca le fallaba. Su voz era siempre desapasionada y tensa, per­fectamente confiada. Sin embargo, temblaba con una sensación de náusea, una especie de mareo que siempre amenazaba con abrumar su mente. Pero su mente per­manecía intacta, su voluntad era aún perfecta. Eso casi enloquecía a Birkin. Pero nunca, nunca se atrevía él a romper su voluntad liberando el maelstrom de su sub­consciente para verla en su última locura. Sin embargo, estaba siempre fustigándola.

-Y naturalmente -dijo ella a Gerald- los caballos no tienen una voluntad completa, como los seres hu­manos. Un caballo no tiene una voluntad. Siendo es­trictos, cada caballo tiene dos voluntades. Con una volun­tad desea ponerse completamente en manos del poder humano..., y con la otra desea ser libre, salvaje. Las dos voluntades se traban a veces...; uno sabe eso si alguna vez ha sentido encabritarse a un caballo que montaba.

-He visto encabritarse caballos mientras los mon­taba -dijo Gerald-, pero no pensé por eso que tuvie­ran dos voluntades. Sólo sabía que estaban asustados.

Hermione había dejado de escuchar. Se olvidaba, sencillamente, una vez que comenzaba esos temas.

-¿Por qué iba a querer un caballo ponerse en ma­nos del poder humano? -preguntó Ursula-. Eso me resulta bastante incomprensible. No creo que jamás lo desease.

-Sí. Es el impulso amoroso último, quizás el más alto: abandonar la propia voluntad al ser superior -dijo Birkin.

-Qué curiosas ideas tiene sobre el amor -bromeó Ursula.

-Y la mujer es igual que los caballos: dentro de ella actúan dos voluntades opuestas. Con una voluntad desea someterse radicalmente. Con la otra quiere en­cabritarse y llevar la perdición a su conductor.

-Entonces yo soy una encabritada -dijo Ursula con una explosión de risa.

-Es cosa peligrosa domesticar siquiera a los caba­llos, prescindiendo de las mujeres -dijo Birkin-. El principio dominante tiene algunos antagonistas raros.

-Buena cosa también -dijo Ursula.

-En cierto modo -dijo Gerald con una débil son­risa- es más divertido.

Hermione no podía soportar más. Se incorporó di­ciendo en su canturreo fácil:

-¡Qué hermosa está la tarde! A veces me llena un sentimiento tan grande de belleza que apenas puedo so­portarlo.

Ursula, a quien ella había apelado, se levantó con ella, movida hasta las últimas profundidades imperso­nales. Y Birkin le pareció casi un monstruo de arrogan­cia odiosa. Fue con Hermione alrededor del estanque, hablando de cosas hermosas, consoladoras, recogiendo las amables prímulas.

-¿No le gustaría tener un vestido -dijo Ursula a Hermione- de esté amarillo, con lunares naranjas..., un vestido de algodón?

-Sí -dijo Hermione agachándose y mirando la flor, dejando que el pensamiento penetrase en ella y le ali­viara-. ¿Verdad que sería bonito? Me encantaría.

Y se volvió sonriente a Ursula con un sentimiento de verdadero afecto.

Pero Gerald permaneció con Birkin, queriendo son­dearle hasta el fondo, saber lo que quería decir con la voluntad doble en los caballos. Un destello de entusias­mo bailaba sobre el rostro de Gerald.

Hermione y Ursula vagaron juntas, unidas en un vínculo súbito de afecto profundo y proximidad.

-Realmente no deseo ser empujada a toda esta crí­tica y análisis de la vida. Lo que realmente quiero es ver las cosas en su integridad, sin que se les haya qui­tado su belleza y totalidad, su santidad natural. ¿No siente usted que ya no puede ser torturada con ningún conocimiento más? -dijo Hermione deteniéndose de­lante de Ursula y volviéndose hacia ella con los puños apretados mirando hacia abajo.

-Sí -dijo Ursula-. Así me siento. Me ponen en­ferma tanto hurgar y fisgar.

-Me alegra tanto saberlo. A veces -dijo Hermione deteniéndose de nuevo en su progreso y volviéndose ha­cia Ursula-, a veces me pregunto si debiera someter­me a toda esta comprensión, si no estoy siendo débil por rechazarla. Pero siento que no puedo..., no puedo. Parece destruir todo. Toda la belleza y la... la verda­dera santidad son destruidas..., y siento que no puedo vivir sin ellas.

-Y sería sencillamente equivocado vivir sin ellas -exclamó Ursula-. No, es tan irreverente que todo deba cumplirse en la cabeza. Realmente, algo debe ser apartado para el Señor, siempre hay algo y siempre lo habrá.

-Sí -dijo Hermione confortada como una criatu­ra-. Así debiera ser, ¿verdad?, y Rupert... -dijo levantando el rostro hacia el cielo, reflexivamente-, sólo puede romper las cosas en trozos. Realmente és como un muchacho que necesita destripar todo para ver cómo está hecho. Y no puedo pensar que haga bien..., como usted dice: parece tan irreverente.

-Como rasgar un capullo para ver lo que será la flor -dijo Ursula.

-Sí. Y eso mata todo, ¿verdad? No permite ninguna posibilidad de florecimiento.

-Por supuesto que no -dijo Ursula-. Es puramen­te destructivo.

-Lo es, ¿verdad?

Hermione miró larga y lentamente a Ursula, pare­ciendo aceptar confirmación de ella. Entonces las dos mujeres quedaron silenciosas. Tan pronto como estu­vieron de acuerdo empezaron a desconfiar la una de la otra. A pesar de sí misma, Ursula sintió que se alejaba de Hermione. Era todo cuanto podía hacer para con­trolar su repulsión.

Volvieron hacia los hombres como dos conspirado­res que se han retirado para llegar a un acuerdo. Bir­kin las miró. Ursula le odió por su fría curiosidad. Pero él no dijo nada.

-¿Nos vamos yendo? -dijo Hermione-. Rupert, ¿vendrás a cenar a Shortlands? ¿Vendrás en seguida, ahora, con nosotros?

-No estoy vestido -repuso Birkin-. Y sabes que Gerald es muy convencional.

-No soy convencional -dijo Gerald-. Pero si te hubiese mareado tanto como a mí el alborotador haz­lo-que-quieras en la casa, preferirías que las personas fuesen apacibles y convencionales, por lo menos en las comidas.

-Muy bien -dijo Birkin.

-Pero ¿no podemos esperar mientras te vistes? -persistió Hermione.

-Si lo preferís.

Se levantó para entrar en la casa. Ursula dijo que iba a marcharse.

-Sólo -dijo volviéndose hacia Gerald- debo decir que, aunque el hombre sea señor de la bestia y las aves, sigo creyendo que no tiene derecho alguno a vio­lar los sentimientos de la creación inferior. Sigo cre­yendo que habría sido mucho más sensible y amable de su parte haberse alejado algo por la carretera mien­tras el tren pasaba, siendo considerado.

-Ya veo -dijo Gerald sonriendo pero algo moles­to-. Debo recordarlo para otra vez.

«Todos piensan que soy una mujer entrometida», pensó para sí Ursula mientras se marchaba. Pero esta­ba en guerra contra ellos.

Corrió a su casa hundida en pensamientos. Hermio­ne le había emocionado mucho; había entrado realmen­te en contacto con ella, de manera que había una especie de liga entre las dos mujeres. Y, con todo, no la podía soportar. Pero apartó el pensamiento. «Ella es real­mente buena», se dijo. «Ella realmente quiere lo justo». E intentó sentirse hermanada con Hermione y desvincu­lada de Birkin. Era estrictamente hostil hacia él. Pero estaba sujeta a él por algún vínculo, algún principio profundo. Esto la irritó y la salvó al tiempo.

Sólo de cuando en cuando la recorrían pequeños es­calofríos violentos provenientes de su subconsciente, y ella sabía que eran debidos al hecho de que había ex­presado a Birkin su reto y él había aceptado, consciente o inconscientemente. Era una lucha a muerte entre ellos... o a nueva vida, aunque nadie pudiera decir en qué consistía el conflicto.


13. «MINO»

Los días pasaban y no recibía signo alguno. ¿Iba él a olvidarla, iba a no tomar más en cuenta el secreto de ella? Un fatigoso peso de ansiedad y ácida amargura se aposentaron en Ursula. Y, sin embargo, sabía que sólo se estaba engañando y que él acabaría actuando. No dijo palabra a nadie.

Entonces, por supuesto, vino una nota suya pregun­tando si vendría a tomar el té, con Gudrun, a su domi­cilio en la ciudad.

«¿Por qué se incluye también a Gudrun?», se pre­guntó ella al punto. «¿Quiere protegerse a sí mismo o acaso piensa que yo no iría sola?»

Estaba atormentada por el pensamiento de que él deseaba protegerse. Pero, tras mucho considerar, se li­mitó a decirse:

«No quiero que Gudrun esté allí, porque deseo que me diga algo más a mí. Así es que no le diré nada a Gudrun e iré sola. Entonces sabré.»

Se encontró sentada en el tranvía, remontando la co­lina por donde se salía de la ciudad, en dirección al lugar donde él tenía su alojamiento. Parecía haber en­trado en una especie de mundo de sueño, absuelto de las condiciones de realidad. Contemplaba las calles sór­didas de la ciudad debajo, como si fuese un espíritu desconectado del universo material. ¿Qué tenía que ver con ella todo? Ella era palpitante e informe dentro del flujo de la vida fantasmal. No tomaría ya en cuenta lo que ninguna persona dijese o pensase sobre ella. Las gentes habían desaparecido de su horizonte, estaba ab­suelta. Extraña y tenue, había caído de la vaina de la vida material como cae un arándano del único mundo que ha llegado a conocer en su vaina a lo verdadera­mente desconocido.

Birkin estaba de pie en mitad del cuarto cuando el ama de llaves la introdujo. También estaba fuera de sí con la emoción. Ella le vio agitado y conmovido, el cuerpo frágil, insustancial, silencioso, como el nudo de alguna fuerza violenta que brotase de él y la conmo­viese a ella hasta casi el desfallecimiento.

-¿Viene usted sola? -dijo él.

-Sí..., Gudrun no pudo acudir.

El sospechó por qué instantáneamente.

Y ambos quedaron sentados en silencio, en la terri­ble tensión del cuarto. Ella era consciente de que se trataba de un cuarto agradable, lleno de luz y muy des­cansado de formas..., consciente también de un árbol fucsia con flores colgantes de color escarlata y púrpura.

-¡Qué preciosas son las fucsias! -dijo ella para romper el silencio.

-¿Verdad? ¿Pensaba que había olvidado lo que dije?

Un desfallecimiento invadió la mente de Ursula.

-No quiero que lo recuerde... si no lo desea -luchó ella por decir entre la oscura niebla que la cubría.

Hubo silencio durante algunos momentos.

-No -dijo él-. No es eso. Pero si vamos a conocer­nos el uno al otro debemos compremeternos para siem­pre. Si vamos a tener una relación, incluso de amistad, debe haber en ella algo final e irrevocable.

Había un eco de desconfianza y casi de rabia en su voz. Ella no contestó. Su corazón estaba demasiado con­traído. No habría podido hablar.

Viendo que no iba a contestar, él continuó casi amar­gamente, entregándose:.

-No puedo decir que sea amor lo que puedo ofre­cer... y no es amor lo que deseo. Es algo más imperso­nal y más duro... y más raro.

Hubo un silencio desde el cual ella dijo:

-¿Quieres decir que no me amas?

Ella sufrió furiosamente al decir eso.

-Sí, si quieres expresarlo de ese modo. Aunque qui-

zá no sea cierto. No lo sé. En cualquier caso, no siento hacia ti la emoción del amor..., no, y no lo deseo. Por­que nos abandona en última instancia.

-¿El amor abandona en última instancia? -pregun­tó ella, sintiéndose entumecida hasta los labios.

-Así es. En última instancia uno está solo, más allá de la influencia del amor. Hay un yo impersonal y real que está más allá del amor, más allá de cualquier rela­ción emocional. Igual sucede contigo. Pero queremos engañarnos diciendo que el amor es la raíz. ¿No lo ves?

Es sólo las ramas. La raíz está más allá del amor, es una especie de aislamiento desnudo, un yo aislado que no se junta ni mezcla y que jamás podrá hacerlo.

Ella le contempló con ojos abiertos, turbados. El rostro de él era incandescente en su honestidad abs­tracta.

-¿Quieres decir que no puedes amar? -preguntó ella temblando.

-Sí, si quieres. He amado. Pero hay un más allá don­de no existe amor.

Ella no podía aceptarlo. Lo notaba flotando sobre ella. Pero no podía admitirlo.

-¿Pero cómo lo sabes... si nunca has amado real­mente?

-Lo que digo es cierto; en ti, en mí, hay un más allá que está allende el amor, allende el campo, tal como las estrellas están algunas más allá del campo de visión.

-Entonces no hay amor -exclamó Ursula.

-En definitiva, no, hay otra cosa. En definitiva, no hay amor.

Ursula se concentró en esta afirmación en esos mo­mentos. Luego medio se levantó de su silla diciendo con una voz final, repelente:

-Entonces deja que me vaya a casa..., ¿qué estoy haciendo aquí?

-Ahí está la puerta -dijo él-. Eres un agente libre.

El estaba suspendido fina y perfectamente en este rigor. Ella se mantuvo inmóvil durante algunos segun­dos y luego se sentó de nuevo.

-Si no hay amor, ¿qué hay? -exclamó, casi bro­meando.

-Algo -dijo él mirándola, batallando con su alma con todas sus fuerzas.

-¿Qué?

El quedó silencioso largo tiempo, incapaz de comu­nicarse con ella mientras se encontrase en ese estado de oposición.



-Hay -dijo él en una voz de pura abstracción- une yo mismo final que es poderoso, impersonal y más allá de la responsabilidad. Allí está, un tú final. Y allí es donde me gustaría encontrarte..., no en el plano emocio­nal, amoroso, sino allí, más allá, donde no hay palabras ni términos de acuerdo. Allí somos dos seres pode­rosos, desconocidos, dos criaturas radicalmente extra­ñas. A mí me gustaría acercarme a ti, y a ti, acercarte a mí. Y allí no podría haber obligación alguna porque no hay pautas de acción, porque ningún entendimiento ha sido cosechado en ese plano. Es bastante inhumano, con lo cual no puede haber ningún llamamiento a pa­gar en ninguna forma, porque uno está fuera de todo lo aceptado y no se aplica nada conocido. Uno sólo puede conseguir el impulso, tomando lo que está de­lante, y no ser responsable de nada, que no se le pida a uno nada, sin dar nada, sólo tomando cada uno de acuerdo con el deseo primordial.

Ursula escuchó este discurso con la mente aturdida y casi insensible; lo que él decía era tan inesperado e inconveniente.

-Es simple y puro egoísmo -dijo ella.

-Sí, es puro, sí. Pero no es egoísta para nada. Por­que no sé lo que quiero de ti. Me entrego a lo descono­cido yendo hacia ti, estoy sin reservas ni defensas, to­talmente desnudado para penetrar en lo desconocido. Sólo es necesario el compromiso entre nosotros de apar­tar todo, incluso a nosotros mismos, y dejar de ser para que aquello que es absolutamente nosotros pueda ocu­rrir en nosotros.

Ella reflexionó siguiendo su propia línea de pensa­miento.

-Pero ¿es porque me amas por lo que me deseas? -persistió.

-No. Es porque creo en ti..., si es que efectivamente creo en ti.

-¿No estás seguro? -rió ella, herida de repente.

El la miraba fijamente, sin atender apenas a lo que decía.

-Sí, debo creer en ti o no estaría aquí diciendo esto -repuso él-. Pero ésa es toda la prueba que ten­go. No siento ninguna creencia muy fuerte en este es­pecífico momento.

A ella le desagradó él por esa súbita recaída en la fatiga y el descreimiento.

-Pero ¿no piensas que tengo buen aspecto? -per­sistió ella con voz burlona.

El la miró para ver si sentía que tenía buen aspecto. -No siento que tengas buen aspecto -dijo él.

-¿Ni siquiera atractiva? -bromeó ella mordazmente. El frunció el ceño con exasperación repentina.

-¿No ves que no es un asunto de apreciación vi­sual para nada? -exclamó-. No deseo verte. He visto muchas mujeres, estoy harto y cansado de verlas. Deseo

una mujer que no se vea.

-Lamento no poder comprometerte siendo invisible -rió ella.

-Sí -dijo él-, eres invisible para mí si no me fuer­zas a ser visualmente consciente de ti. Pero no deseo verte o escucharte.

-¿Por qué me invitaste a tomar el té entonces? -se burló ella.

Pero él no le prestó atención. Estaba hablando con­sigo mismo.

-Quiero encontrarte allí donde no conozcas tu pro­pia existencia, quiero el tú que tu yo común niega ra­dicalmente. Pero no deseo tu belleza, y no deseo tus sentimientos femeninos, y no deseo tus pensamientos, ni tus opiniones, ni tus ideas..., son todo bagatelas para mí.

-Es usted muy engreído, monsieur -dijo ella bur­lonamente-. ¿Cómo es que conoces mis sentimientos femeninos, o mis pensamientos, o mis ideas? Ni siquie­ra sabes lo que pienso de ti ahora.

-Ni me importa lo más mínimo.

-Pienso que eres muy tonto. Pienso que deseas de­cirme que me amas y que das todo este rodeo para hacerlo.

-Muy bien -dijo él levantando la cabeza con exas­peración repentina-. Vete entonces y déjame tranqui­lo. Estoy harto de tu tomadura de pelo procaz.

-¿Es realmente una tomadura de pelo? -se burló ella, relajándose realmente su rostro en la risa.

Interpretaba la escena como si él te hubiese hecho una profunda confesión de amor. Pero también resul­taban tan absurdas sus palabras.

Quedaron silenciosos durante muchos minutos, ella estaba complacida y entusiasmada como una criatura. La concentración de él se rompió, comenzó a mirarla simple y naturalmente.

-Lo que deseo es una extraña conjunción contigo... -dijo apaciblemente-; no encontrarse y mezclarse..., estás bastante en lo cierto..., pero yo quiero un equi­librio, un puro equilibrio de dos seres singulares..., tal como se equilibran unas a otras las estrellas.

Ella le miró. El era muy sincero, y para ella la sin­ceridad era siempre más bien ridícula, tópica. Le hacía sentirse forzada e incómoda. Sin embargo, él le gustaba mucho. Pero ¿para qué irse por las estrellas?

-¿No es esto algo repentino? -bromeó ella.

El comenzó a reír.

-Antes de que firmemos más vale leer las cláusulas del contrato -dijo él.

Un joven gato gris que había estado durmiendo so­bre el sofá saltó al suelo y se desperezó, levantándose sobre sus largas patas y arqueando la esbelta espalda. Luego se sentó un momento, considerando, erecto y majestuoso. Entonces salió disparado del cuarto como un rayo, a través del balcón abierto, hacia el jardín.

-¿Qué buscará? -dijo Birkin levantándose.

El joven gato trotaba señorialmente por ,el sendero meneando la cola. Era un felino común, de patas blan­cas, un esbelto y joven caballero. Una gata acurrucada, peluda y de color gris pardo estaba deslizándose por debajo de la valla. «Mino» anduvo hasta ella de modo imponente, con varonil despreocupación. La gata se acurrucó ante él y se apretó contra el suelo en ges­to de humildad, como una paria suave y peluda, mi­rándole con ojos salvajes que eran verdes y encanta­dores como joyas grandes. El gato miró distraídamente en su dirección. Ella reptó unos pocos centímetros más, siguiendo en su camino hacia la puerta trasera, agazapándose de una manera maravillosa, suave, olvi­dada de sí, moviéndose como una sombra.

El, caminando majestuoso sobre sus esbeltas patas, fue tras ella y repentinamente, por puro exceso, le dio un golpe leve con la pata a un lado de su rostro. Ella se alejó unos pocos pasos, como una hoja llevada por el viento sobre el suelo, y luego se acurrucó con modes­tia, sumisa, con la paciencia de lo salvaje. «Mino» hacía como si no la percibiese. Parpadeó magníficamente ante el paisaje. Al poco rato ella se recompuso y dio suave­mente unos pocos pasos hacia adelante, como una lanu­da sombra gris parda. Empezó a acelerar el paso, y en un momento habría desaparecido como un sueño cuan­do el joven señor gris saltó delante de ella y le dio un leve y grácil golpe. Ella se detuvo al punto sumisa.

-Es una gata salvaje -dijo Birkin-. Ha venido de los bosques.

Los ojos de la gata vagabunda centellearon mirando a su alrededor durante un momento, como grandes fuegos verdes, contemplando a Birkin. Entonces, con una carrera suave y rápida, recorrió la mitad del jar­dín. Allí se detuvo para mirar en torno. «Mino» volvió su rostro de pura superioridad hacia su dueño y cerró lentamente los ojos, con una joven perfección estatua­ria. Los ojos redondos, verdes y curiosos de la gata sal­vaje estaban mirando todo el tiempo como fuegos mis­teriosos. Entonces, como una sombra, se deslizó de nue­vo hacia la cocina.


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