Mujeres enamoradas



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El barco de vapor ardía en bullicio, resonando toda su música, recorrido por los excitados, gritos de los que estaban a bordo. Gerald fue a inspeccionar el desem­barco; Birkin iba a buscar té para la señora Brangwen; Brangwen se había unido al grupo de la escuela; Her­mione se sentaba junto a la madre, y las chicas fueron a la plataforma del muelle para ver atracar al vapor.

El barco pitó alegremente, sus palas se detuvieron, las maromas fueron lanzadas a tierra y finalmente se acercó hasta toparse con un pequeño golpe. Inmediata­mente los pasajeros se apretaron, excitados por llegar a la orilla.

-Esperen un minuto, esperen un minuto -gritó Ge­rald con tono agudamente conminatorio.

Debían esperar hasta que el barco estuviese bien su­jeto por las sogas, hasta que afirmasen la pequeña pa­sarela. Entonces cruzaron, armando un clamor como si llegaran de América.

-¡Oh, es tan agradable! -estaban gritando las jo­vencitas-. Es encantador.

Los camareros del barco se apresuraron a ir a la casa de botes con cestas; el capitán permanecía relajadamente sobre el puente pequeño. Viendo todo seguro, Gerald fue hacia Gudrun y Ursula.

-¿No les molestaría subir a bordo para el próximo viaje y tomar el té allí? -preguntó.

-No, gracias -dijo Gudrun fríamente.

-¿Le da miedo el agua?

-¿El agua? Me encanta el agua.

El la miró, inquisitivos sus ojos.

-¿Entonces no quiere embarcarse un rato?

Ella tardó en contestar, y luego habló lentamente.

-No -dijo ella-. No puedo decir que sí.

Se le habían subido los colores, parecía enfadada por algo.

-Un peu trop de monde -dijo Ursula, explicando.

-¿Eh? Trop de monde! -él rió brevemente-. Sí, hay aquí un buen número de gente.

Gudrun se volvió hacia él brillantemente.

-¿Ha ido alguna vez desde el puente de Westminster a Richmond en uno de los vapores del Támesis? -ex­clamó.

-No -dijo él-, no puedo decir que sí.

-Bien, es una de las experiencias más viles que haya tenido jamás -molla hablaba rápida y excitadamen­te, arrebatadas de color sus mejillas-. No había abso­lutamente ningún lugar donde sentarse, ninguno; un hombre situado justamente encima cantaba «Mecido en la cuna de lo profundo» todo el camino; era ciego y tenía un órgano pequeño, uno de esos órganos portáti­les, y esperaba dinero; puede imaginar cómo fue aque­llo; llegaba un olor constante de comida desde el piso inferior con bocanadas de maquinaria caliente aceitosa; el viaje duró horas y horas, y durante millas, literalmen­te durante millas, horribles muchachos corrían con nos­otros desde la orilla en ese espantoso barro del Támesis que les llegaba hasta el pecho... Tenían los pantalones remangados y se metían hasta la cadera en ese indes­criptible barro del Támesis, siempre vueltos sus rostros hacia nosotros y gritando exactamente como criaturas carroñeras: «aí tamos, señor»; «aí tamos, señor»; Raí tamos, señor», exactamente como nauseabundos obje­tos carroñeros, perfectamente obscenos; y paterfami­lias a bordo, riendo cuando los muchachos se hundían en ese horrendo barro, tirándoles ocasionalmente medio penique. Y si hubiera visto la mirada intencionada en los rostros de esos muchachos y el modo en que bucea­ban en la hediondez cuando tiraban una moneda...; real­mente, ningún buitre ni chacal soñaría con aproximarse a ese piélago, por repugnancia. Yo jamás volvería a mon­tar en un barco de placer..., jamás.

Gerald la contempló todo el tiempo que habló, cen­telleando sus ojos con débil activación. No era tanto lo que decía ella; era ella misma quien le activaba, le activaba con una punzada pequeña, intensa.

-Naturalmente -dijo él-, todo cuerpo civilizado tiene por destino tener su gusano.

-¿Por qué? -exclamó Ursula-. Yo no tengo gusano.

-No es eso..., es la cualidad de toda la cosa..., pater­familias riendo y pasándolo divertido arrojando los me­dios peniques; materfamilias desparramando sus gordas rodillitas y comiendo, comiendo continuamente... -re­plicó Gudrun.

-Sí -dijo Ursula-. No son tanto los muchachos el gusano o la plaga; son las propias gentes, todo el cuerpo político, como usted lo llama.

Gerald rió.

-No se preocupe -dijo él-. No embarcará.

Gudrun se arrebató rápidamente ante el reproche.

Hubo unos pocos momentos de silencio. Gerald, como un centinela, estaba observando a las personas que iban hacia el barco. Era muy apuesto y controlado. Pero su aire de alerta soldadesca era más bien irritante.

-¿Tomarán té aquí entonces o cruzarán hacia la casa, donde hay una tienda sobre el césped? -pregun­tó él.

-¿No podemos conseguir un bote de remos y esca­par? -preguntó Ursula que siempre estaba obrando demasiado de prisa.

-¿Para escaparse? -sonrió Gerald.

-Ya ve -dijo Gudrun sonrojándose ante la solapada rudeza de Ursula-, no conocemos a la gente, somos casi completos extraños aquí.

-Oh, pronto puedo proporcionarles unos pocos co­nocidos -dijo él fácilmente.

Gudrun le miró para ver si hablaba con mala inten­ción. Entonces le sonrió.

-Ah -dijo ella-, sabe lo que queremos decir. ¿No podemos ir hasta allí y explorar esa costa? -indicó hacia un bosque sobre la colina del lado cubierto por prados, cerca de la orilla, a mitad del camino bajando por el lago-. Eso parece perfectamente encantador. Podríamos incluso bañarnos. ¡En verdad es hermoso a esta luz! Realmente es como uno de los parajes del Nilo..., como una imagina el Nilo.

Gerald sonrió ante su entusiasmo artificioso por el lugar distante.

-¿Está segura de que se encuentra lo bastante lejos? -preguntó irónicamente, añadiendo al punto- Sí, po­drían ir allí si lográsemos encontrar un bote. Parecen haber salido todos.

Miró alrededor del lago y contó los barcos de remo sobre su superficie.

-¿Qué encantador sería? -exclamó Ursula con ansia.

-¿Y no quieren té? -dijo él.

-Oh -dijo Ursula-, podríamos sencillamente beber una taza y marcharnos.

El miró a una y a otra, sonriendo. Estaba algo ofen­dido... pero caballeroso.

-¿Pueden gobernar un bote lo bastante? -pregun­tó él.

-Sí -repuso Gudrun fríamente-, bastante bien.

-Oh, sí -exclamó Ursula-. Ambas podemos remar como arañas de agua.

-¿Pueden? Tengo una canoa pequeña y ligera, mía, que no saqué por miedo de que alguien pudiera ahogarse. ¿Piensan que estarían seguras en eso?

-Oh, perfectamente dijo Gudrun.

-¡Qué ángel! -exclamó Ursula.

-Por favor, por mí no tengan un accidente..., porque estoy como responsable del agua.

-Seguro -prometió Gudrun.

-Además, ambas podemos nadar bastante bien -dijo Ursula.

-Bueno..., entonces haré que les traigan una cesta de té y pueden acampar ustedes mismas..., ¿ésa es la idea, verdad?

-¡Qué horriblemente bien! ¡Qué terriblemente mag­nífico si pudiera! -exclamó cálidamente Gudrun, arre­batándose de nuevo.

La sangre de Gerald se estremeció en sus venas ante el modo sutil en que ella se volvió hacia él infundién­dole en el cuerpo su gratitud.

-¿Dónde está Birkin? -dijo él con los ojos cente­lleando-. Podría ayudarme a traerlo.

-Pero ¿qué hay de su mano? ¿No está herida? -preguntó Gudrun como cambiada, evitando la inti­midad.

Este fue el primer momento en que se mencionó la herida. El modo curioso como ella rodeó el tema envió una caricia nueva y sutil a través de sus venas. El sacó la mano del bolsillo. Estaba vendada. La miró y volvió a meterla en su bolsillo. Gudrun se estremeció ante la visión de la zarpa envuelta.

-Oh, puedo manejarme con una mano. La canoa es ligera como una pluma -dijo -. ¡Ahí está Rupert!... ¡Rupert!

Birkin abandonó sus deberes sociales y se acercó hacia ellos.

-¿Qué le ha pasado? -preguntó Ursula, que había estado ardiendo por hacer la pregunta durante la últi­ma media hora.

-¿A mi mano? -dijo Gerald-. Me la atrapé con cierta maquinaria.

-¡Ugh! -dijo Ursula-. ¿Y le dolió mucho?

-Sí -dijo él-. En su momento. Ahora está ponién­dose mejor. Aplastó los dedos.

-Oh -exclamó Ursula como sufriendo- odio a las personas que se hacen daño a sí mismas. Puedo sentirlo -y se sacudió la mano.

-¿Qué quieres? -dijo Birkin.

Los dos hombres transportaron el esbelto bote ma­rrón y lo pusieron sobre el agua.

-¿Están seguras de que estarán a salvo en él? -pre­guntó Gerald.

-Bien seguras -dijo Gudrun-. No sería tan mal­vada como para tomarlo si hubiese la más remota duda. Pero en Arundel he tenido una canoa y le aseguro que sé manejarme perfectamente.

Diciendo esto, y tras haber dado su palabra como un hombre, ella y Ursula entraron en la frágil embar­cación y se alejaron gentilmente. Los dos hombres que­daron contemplándolas. Gudrun estaba dándole a los remos. Sabía que los hombres estaban contemplándola, y eso hacía que fuese lenta y más bien torpe. El color voló en su rostro como una bandera.

-Muchísimas gracias -dijo a Gerald desde el agua, mientras el bote se alejaba deslizando-. Es encanta­dor..., como sentarse en una hoja.

El rió ante la fantasía. La voz de ella era aguda y extraña, llamando desde la distancia. La contempló mientras se alejaba remando. Había algo infantil en ella, confiado y respetuoso como una criatura. La con­templó todo el tiempo mientras ella remaba. Y para Gudrun fue un verdadero deleite imaginarse criatura, mujer del hombre que permanecía allí en el embarca­dero, tan apuesto y eficiente en su ropa blanca, y ade­más el hombre más importante que conocía por enton­ces. No se apercibió para nada del gesticulante, borroso y ondulante Birkin, que permanecía a su lado. El cam­po de su atención estaba ocupado por una figura cada vez.

El barco se deslizó levemente sobre el agua. Pasaron a los bañistas, cuyas tiendas rayadas se levantaban en­tre los sauces del borde del prado, y continuaron si­guiendo la orilla abierta, pasando los prados que des­cendían dorados a la luz ya avanzada de la tarde. Otros barcos se escabullían bajo la orilla boscosa opuesta, podían escuchar risas y voces de gente. Pero Gudrun remó hacia el grupo de árboles que se equilibraban per­fectos en la distancia bajo la luz dorada.

Las hermanas encontraron un pequeño lugar donde fluía un minúsculo arroyo hacia el lago; había juncos y vegetación con muchas flores de sauce rosa y una la­dera pedregosa al lado. Allí se acercaron delicadamente a tierra con su frágil bote; se quitaron los zapatos y las medias y cruzaron el borde del agua hacia la hierba. Las pequeñas ondas del lago eran cálidas y claras, le­vantaban el bote aproximándolo a la orilla y parecían redondas del goce. Ellas estaban solas en una olvidada pequeña desembocadura de riachuelo, y sobre el otero situado justamente detrás estaba el grupo de árboles.

-Nos bañaremos sólo un momento -dijo Ursula­y luego tomaremos té.

Miraron alrededor. Nadie podía verlas, ni llegar a tiempo para ello. En menos de un minuto Ursula se ha­bía quitado las botas, se había deslizado desnuda en el agua y estaba nadando hacia fuera. Gudrun se unió a ella rápidamente. Nadaron silenciosa y extáticamente durante unos pocos minutos, describiendo círculos al­rededor de su pequeña desembocadura. Entonces se des­lizaron hacia tierra y corrieron de nuevo hacia la espe­sura como ninfas.

-Qué encantador es ser libre -dijo Ursula corrien­do velozmente de aquí para allá entre los troncos de los árboles, desnuda, con el pelo flotando suelto. El bosque era de hayas, grandes y espléndidas, como un andamio gris acero de troncos y arbustos, con verde fuerte desparramado aquí y allá, mientras por el lado norte la distancia brillaba abierta como a través de una ventana.

Cuando se hubieron secado corriendo y bailando, las muchachas se vistieron rápidamente y se sentaron para el aromático té. Se sentaron en el lado norte del bosque, bajo la amarilla luz solar y frente a la ladera de la colina cubierta de césped, solas en un pequeño mundo salvaje propio. El té era caliente y aromático, había pequeños sandwiches deliciosos de pepinillos y caviar y bizcochos borrachos.

-¿Estás contenta, preciosa? -exclamó Ursula con deleite, mirando a su hermana.

-Ursula, soy perfectamente feliz -repuso Gudrun gravemente, mirando hacia el sol de poniente.

-Lo mismo me pasa a mí.

Cuando estaban juntas haciendo las cosas que dis­frutaban, las dos hermanas eran completas en un mundo perfecto, propio. Y éste fue uno de los momentos per­fectos, de libertad y deleite, como sólo los niños cono­cen..., cuando todo parece una aventura perfecta y ex­tática.

Cuando terminaron el té, las dos chicas se sentaron, silenciosas y serenas. Entonces Ursula, que tenía una hermosa voz fuerte, comenzó a cantar suavemente: Annchen von Tharau. Gudrun escuchaba sentada bajo los árboles y el anhelo entró en su corazón. Ursula parecía tan pacífica y suficiente dentro de sí, sentada allí inconsciente, cantando su canción, fuerte e incues­tionada en el centro de su propio universo. Y Gudrun se sentía fuera. Siempre este sentimiento desolador, agó­nico, de que estaba fuera de la vida, de que era un espectador mientras Ursula comulgaba; eso hacía a Gu­drun padecer una sensación de su propia negación, ha­ciendo al mismo tiempo que siempre exigiera a la otra ser consciente de ella, estar en conexión con ella.

-¿Te importa si hago de Dalcroze a esa tonada, Hurtler? -preguntó en un tono curiosamente cambiado, sin mover apenas los labios.

-¿Qué has dicho? -preguntó Ursula, mirando con apacible sorpresa.

-¿Cantarás mientras yo hago de Dalcroze? -dijo Gudrun, sufriendo por tener que repetirse.

Ursula meditó un momento, organizando sus anár­quicos pensamientos.

-¿Mientras tú...? -preguntó vagamente.

-Movimientos Dalcroze -dijo Gudrun padeciendo torturas de azoramiento, incluso a causa de su hermana.

-¡Oh, Dalcroze! No podía coger el nombre. Hazlo... me encantaría verte -exclamó Ursula con una brillantez sorprendida, infantil-. ¿Qué debo cantar?

-Canta cualquier cosa que quieras y yo le cogeré un ritmo.

Pero Ursula no podía en modo alguno pensar nada que cantar. Sin embargo, empezó de repente con una voz sonriente, provocante:

-Mi amor... es una dama de alta cuna...

Gudrun, con aspecto de llevar alguna cadena invi­sible sobre manos y pies, empezó lentamente a bailar al modo eurítmico, girando rítmicamente con los pies, haciendo gestos más lentos y regulares con las manos y los brazos, luego elevándolos por encima de su ca­beza y ahora apartándolos suavemente y levantando su rostro, golpeando y corriendo sus pies todo el tiempo, siguiendo la medida de la canción, como si hubiese al­gún encantamiento extraño, moviéndose aquí y allá su forma blanca, vehemente, en una extraña rapsodia im­pulsiva, pareciendo ser levantada por una brisa de en­cantamiento, estremeciéndose con extrañas correrías pe­queñas. Ursula se sentaba sobre la hierba, abierta la boca al cantar, riendo sus ojos como si pensase que era muy gracioso e iluminados por un destello de luz ama­rilla mientras captaba algo de la sugestión ritual incons­ciente del complejo estremecimiento, la ondulación y el movimiento del cuerpo blanco de su hermana, que estaba apresado por un ritmo puro, sin mente, provoca­dor, y una voluntad hecha poderosa en una especie de influencia hipnótica.

-Mi amor es una dama de alta cuna... Ella es-s-s... más oscura que en sombras... -decía la sonriente can­ción de Ursula, y más rápida y arrogante se metía Gu­drun en la danza, golpeando el suelo como si estuviese intentando liberarse de algún vínculo, alzando de repen­te las manos y pataleando de nuevo, luego corriendo con el rostro levantado hacia arriba y la garganta llena y hermosa, los ojos semicerrados, sin visión. El sol estaba bajo y amarillo, hundiéndose, y en el cielo flo­taba una luna delgada, ineficaz.

Ursula estaba absorta en su canción cuando, de re­pente, Gudrun se detuvo y dijo suave, irónicamente:

-¡Ursula!

-¿Sí? -dijo Ursula saliendo del trance al abrir los ojos.

Gudrun estaba de pie, inmóvil, y apuntando hacia el lado, con una sonrisa de broma en el rostro.

-¡Ugh! -gritó Ursula súbitamente aterrorizada, po­niéndose en pie.

A la izquierda había una pequeña manada de reses Highland, con lanas de vivos colores a la luz de la tarde, sus cuernos como ramas en el cielo, empujando hacia adelante inquisitivamente los hocicos para saber de qué se trataba todo. Sus ojos lanzaban destellos a través de la maraña de pelo, sus desnudos belfos estaban llenos de sombra.

-¿No nos harán nada? -exclamó Ursula, asustada.

Gudrun, que habitualmente se asustaba de las vacas, sacudió ahora la cabeza con un movimiento raro, me-

dio vacilante y medio irónico, mientras una sonrisa dé. bil rodeaba su boca.

-¿Verdad que tienen un aspecto encantador, Ur­sula? -exclamó Gudrun con una voz alta, estridente, algo parecido al grito de una gaviota.

-Encantadoras -exclamó Ursula temblando-. Pero ¿no nos harán nada?

Gudrun volvió a mirar a su hermana con una sonrisa enigmática y sacudió la cabeza.

-Estoy segura de que no -dijo, como si debiera convencerse ella misma también, pero como si confiase en algún poder secreto suyo y quisiera ponerlo a prue­ba-. Siéntate y canta otra vez -pidió con su voz alta, estridente.

-Tengo miedo -exclamó Ursula con voz patética, contemplando el grupo de reses robustas y paticortas que la miraba con ojos oscuros y perversos a través de su mata de pelo. Sin embargo, se dejó caer de nuevo, adoptando su postura anterior.

-Son inofensivas -llegó la llamada aguda de Gu­drun-. Canta algo, sólo tienes que cantar algo.

Era evidente que ella tenía una extraña pasión por danzar ante el ganado robusto y hermoso.

Ursula empezó a cantar con una voz falsa y temblo­rosa:

-Allí en Tennessee...

Sonaba puramente angustiada. No obstante Gudrun, con los brazos extendidos y el rostro alzado, se apro­ximó a las reses con una extraña danza palpitante, le vantando el cuerpo hacia ellas como en un hechizo, pulsando sus pies como si estuviesen en algún pequeño frenesí de sensación inconsciente, estirando, alzando y bajando los brazos, las muñecas, las manos; levantando y sacudiendo los senos hacia el ganado; expuesta su garganta como en algún éxtasis voluptuoso mientras se acercaba imperceptiblemente, como una misteriosa fi­gura blanca arrastrada por su propio trance apasiona­do, refluyendo en extrañas fluctuaciones hacia las re­ses, que esperaban y agachaban un poco la cabeza en contracción súbita ante ella, contemplando todo el tiem­po como hipnotizados los cuernos desnudos dividiéndose en la luz clara, mientras la figura blanca de la mujer fluctuaba ante ellos en la convulsión lenta, hipnótica de la danza. Ella podía sentir a los animales justo enfren­te, era como si tuviese la pulsación eléctrica de sus pe­chos corriéndole por las manos. Pronto los tocaría, los tocaría efectivamente. Un terrible escalofrío de miedo y placer la recorrió. Y Ursula, hechizada, mantenía todo el tiempo su canción aguda, tenue e irrelevante que atra­vesaba la tarde en ocaso como un encantamiento.

Gúdrun podía oír al ganado respirar pesadamente con inevitable miedo y fascinación. Oh, eran valientes bestezuelas esas reses escocesas salvajes, salvajes y la­nudas. De repente, una de ellas resopló, agachó la cabe­za y retrocedió.

-¡Jue! ¡Ji-eee! -llegó un súbito grito sonoro desde el borde del bosque. El ganado se desperdigó espontá­neamente, echándose a correr colina arriba con su pe­lambrera ondeando como fuego debido al movimiento. Gudrun quedó sorprendida sobre la hierba; Ursula se levantó.

Eran Gerald y Birkin que venían a buscarlas, y Ge­rald había gritado para asustar a los animales.

-¿Qué está haciendo? -gritó él ahora en un tono alto, sorprendido y vejado.

-¿Por qué han venido? -repuso el estridente grito rabioso de Gudrun.

-¿Qué pensaba estar haciendo? -repitió automáti­camente Gerald.

-Estábamos haciendo euritmia -rió Ursula con una voz conmovida.

Gudrun se mantenía alejada, mirándoles con gran­des ojos oscuros de resentimiento, suspendida durante unos pocos momentos. Se alejó entonces, caminando ha­cia arriba por la colina tras el ganado, que se había reunido en una pequeña manada hechizada algo más arriba.

-¿Dónde va? -preguntó Gerald, siguiéndola en su ascensión por la colina. El sol había desaparecido tras ella y las sombras iban colgándose de la tierra mientras el cielo se llenaba de luz viajera.

-Una canción pobre para una danza -dijo Birkin a Ursula, quedando ante ella con una sonrisa irónica, chispeante, sobre el rostro.

Un segundo más tarde él cantaba suavemente, bai­lando una grotesca danza de pasos frente a ella, sacu­diendo con desparpajo el cuerpo y los miembros, bri­llando pálidamente su rostro, cosa constante, mientras sus pies ejecutaban un rápido zapateado en broma y el cuerpo parecía colgar todo suelto y tembloroso entre­medias, como una sombra.

-Me parece que nos hemos vuelto locos todos -dijo ella, riendo más bien asustada.

-Pena que no estemos más locos -contestó él, mien­tras mantenía la incesante danza estremecida.

Entonces se inclinó de repente hacia ella y besó le­vemente sus dedos, acercando el rostro al suyo y mi­rándola a los ojos con una sonrisa pálida. Ella retro­cedió, afrentada.

-¿Ofendida? -preguntó él irónicamente, poniéndose de repente tieso y reservado de nuevo-. Pensé que te gustaba la fantasía luminosa.

-No así -dijo ella confusa y ofendida, casi afren­tada.

Sin embargo, en algún rincón de su interior estaba fascinada por la visión de su cuerpo suelto, vibrante, perfectamente abandonado a su propio balanceo, y por el rostro pálido, de sonrisa irónica. No obstante, se puso tiesa automáticamente, desaprobatoria. Parecía casi una obscenidad en un hombre que por regla general habla­ba tan seriamente.

-¿Por qué no así? -bromeó él.

E inmediatamente cayó de nuevo en la danza increí­blemente rápida, mirándola con malevolencia. Y mo­viéndose con la danza rápida, estacionaria, se aproximó un poco más adelantándose con un destello increíble­mente burlón y satírico en el rostro, y la hubiese besado nuevamente de no haber retrocedido ella.

-¡No! -exclamó realmente asustada.

-Cordelia después de todo -dijo él satíricamente.

Ella quedó dolida, como si eso fuese un insulto. Sa­bía que él la pretendía así, y le aturdía.

-Y tú -exclamó en respuesta-, ¿por qué llevas siempre el alma en la boca, tan espantosamente llena?

-Para poder escupirla más fácilmente -dijo él, com­placido por su propia respuesta.

Gerald Crich, con el rostro afilándose con un des­tello de resolución, subió a la colina a paso rápido, in­mediatamente después de Gudrun. El ganado se agol­paba sobre el saliente de una ladera contemplando la escena que transcurría abajo, los hombres de blanco revoloteando alrededor de las formas blancas de las mujeres, contemplando sobre todo a Gudrun, que avan­zaba lentamente. Se detuvo un momento, mirando ha­cia atrás a Gerald y luego al ganado.

Entonces, con un movimiento súbito, levantó sus brazos y se lanzó a la carrera hacia las reses de largos cuernos, deteniéndose un segundo y mirándolas, luego levantando las manos y corriendo hacia adelante a toda velocidad hasta que los animales dejaron de pastar. y se alejaron, resoplando de terror, levantando sus cabe­zas del suelo y huyendo, galopando hasta perderse en la tarde, haciéndose minúsculas en la distancia, pero sin detenerse.

Gudrun quedó mirando las reses con un rostro de­safiante, como de máscara.

-¿Por qué quiere enloquecerlas? -preguntó Gerald acercándose.

Ella no le prestó atención, se limitó a volver el ros­tro hacia otra parte.

-Sabe que es peligroso -persistió él-. Son anima­les malos cuando embisten.

-¿Embestir? ¿Huir? -se burló ella en voz alta.

-No -dijo él-, embestirla a usted.

-¿Embestirme a mí? -se burló ella.

El no entendía nada.

-Como fuere, cornearon a una de las vacas del gran­jero hasta matarla el otro día -dijo él.


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