Primera parte el castillo de if



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Capítulo quince

Las catacumbas de San Sebastián

Ningún otro momento de su vida había sido para Franz tan im­presionable, tan vivo, como el paso rápido que de la alegría a la tris­teza sintió en aquel instante. Hubiérase dicho que Roma, bajo el so­plo mágico de algún demonio nocturno, acababa de cambiarse en una vasta tumba. Por una casualidad que aumentaba aún las tinieblas, la luna se encontraba en su cuarto menguante, no debía salir hasta las doce de la noche. Las calles que el joven atravesaba estaban sumer­gidas en la mayor oscuridad, pero como el trayecto era corto, al cabo de diez minutos su carruaje, o más bien el del conde, se detuvo delan­te de la fonda de Londres.

La comida estaba preparada, pero como Alberto había avisado que no le esperasen, Franz se sentó solo a la mesa. Maese Pastrini, que acostumbraba verlos comer juntos, se informó de la causa de su ausencia, pero Franz limitóse a responder que Alberto había recibido una invitación, a la cual había acudido.

La súbita extinción de los moccoletti, aquella oscuridad que había reemplazado a la luz, aquel silencio que había sucedido al ruido, habían dejado en el espíritu de Franz cierta tristeza que participaba también de alguna inquietud. Comió, pues, sin decir una palabra, a pesar de la oficiosa solicitud  de su posadero, que entró dos o tres veces para informarse de si tenía necesidad de algo.

Franz estaba resuelto a esperar a Alberto hasta bastante tarde. Pi­dió, pues, el carruaje para las once, rogando a maese Pastrini que le avisase al instante mismo en que volviese Alberto, pero transcurrie­ron las horas una tras otra, y al dar las once Alberto no había llegado aún. Franz se vistió y partió, avisando a su posadero de que pasaría la noche en casa del duque de Bracciano.

La casa del duque de Bracciano es una de las mejores de Roma; su esposa, una de las últimas herederas de los Colonna, hace los honores de ella de una manera perfecta, y de esto resulta que las fiestas que da tienen una celebridad europea.

Franz y Alberto habían llegado a Roma con cartas de recomenda­ción para él; así, pues, su primera pregunta fue interrogar a Franz qué había sido de su compañero de viaje. Franz le respondió que se había separado de él en el momento de apagar los moccoletti, y le había perdido de vista en la Vía Macello.

 ¿Entonces no habrá vuelto?  preguntó el duque.

 Hasta ahora le he estado aguardando  respondió Franz.

 ¿Y sabéis dónde iba?

 No, exactamente. Sin embargo, creo que se trataba de una cita.

 ¡Diablo!  dijo el duque . Mal día es éste o mala noche para tardar de ese modo, ¿verdad, señora condesa?

Estas últimas palabras se dirigían a la condesa de G..., que acaba­ba de llegar y que se paseaba apoyada en el brazo del señor de Tor­lonia, hermano del duque.

 Creo, por el contrario, que es una noche encantadora  respondió la condesa , y los que están aquí no se quejarán más que de una cosa; de que pasará demasiado pronto.

 Pero  replicó el duque, sonriendo , yo no hablo de las perso­nas que están aquí, porque de ellas no corren más peligro los hombres que el de enamorarse de vos, y las mujeres que el de caer enfermas de celos al contemplar vuestra hermosura. Hablo de los que recorren las calles de Roma.

 ¡Oh!  preguntó la condesa . ¿Y quién recorre las calles de Roma a esta hora, como no sea para venir a este baile?

 Nuestro amigo, el vizconde de Morcef, señora condesa, de quien me separé dejándole con su desconocida hacia las siete de la noche  dijo Franz  , y a quien no he visto después.

 ¡Qué! ¿Y no sabéis dónde está?

 Ni lo sospecho.

 ¿Y tiene armas?

 ¿Cómo iba a tenerlas, si estaba disfrazado?

 No deberíais haberle dejado ir   dijo el duque a Franz , vos que conocéis mejor a Roma.

 Sí, sí, lo mismo hubiera adelantado que si hubiese intentado de­tener al número tres de los barberi que ha ganado hoy el premio de la carrera  respondió Franz ; además, ¿qué queréis que le ocu­rra?

 ¡Quién sabe! La noche está sombría, y el Tíber está cerca de la Via Marcello.

Franz estremecióse al ver que el duque y la condesa estaban tan acordes en sus inquietudes personales.

 También he dejado dicho en la fonda que tenía el honor de pa 

sar la noche en vuestra casa, señor duque  dijo Franz , y deben venir a anunciarme su vuelta.

 Mirad  dijo el duque , creo que alli viene buscándoos uno de mis criados.

El duque no se engañaba. Al ver a Franz, el criado se acercó a él.

 Excelencia  dijo , el dueño de la fonda de Londres os manda avisar que un hombre os espera en su casa con una carta del vizconde de Morcef.

 ¡Con una carta del vizconde!  exclamó Franz.

 Sí.


 ¿Y quién es ese hombre?

 No lo sé.

 ¿Por qué no ha venido a traerla aquí?

 El mensajero no ha dado ninguna explicación.

 ¿Y dónde está el mensajero?

 En cuanto me vio entrar en el salón del baile para avisaros, se marchó.

 ¡Oh, Dios mío!  dijo la condesa a Franz  . Id pronto, ¡pobre joven! Tal vez le habrá sucedido alguna desgracia.

 Voy volando  dijo Franz.

 ¿Os volveremos a ver para saber de él?  preguntó la condesa.

 Sí, si la cosa no es grave; si no, no respondo de lo que será de mí mismo.

 En todo caso, prudencia  dijo la condesa.

 Descuidad.

Franz tomó el sombrero y partió inmediatamente. Había mandado venir su carruaje a las dos, pero por fortuna el palacio Bracciano, que da por un lado a la calle del Corso, y por otro a la plaza de los Santos Apóstoles, está a diez minutos de la fonda de Londres. Al acercarse a ésta, Franz vio un hombre en pie en medio de la calle, y no dudó un solo instante de que era el mensajero de Alberto. Se dirigió a él, pero con gran asombro de Franz, el desconocido fue quien primero le diri­gió la palabra.

 ¿Qué me queréis, excelencia?  dijo, dando un paso atrás como un hombre que desea estar siempre en guardia.

 ¿No sois vos  preguntó Franz   quien me trae una carta del vizconde de Morcef?

 ¿Es vuestra excelencia quien vive en la fonda de Pastrini?

 Sí.

 ¿Es vuestra excelencia el compañero de viaje del vizconde?



 Sí.

 ¿Cómo se llama vuestra excelencia?

 El barón Franz d'Epinay.

 Muy bien; entonces es a vuestra excelencia a quien va dirigida esta carta.

 ¿Exige respuesta?  preguntó Franz, tomándole la carta de las manos.

 Sí; al menos, vuestro amigo la espera.

 Subid a mi habitación; a11í os la daré.

 Prefiero esperar aquí  dijo riéndose el mensajero.

 ¿Por qué?

 Vuestra excelencia lo comprenderá cuando haya leído la carta.

 ¿Entonces os encontraré aquí mismo?

 Sin duda alguna.

Franz entró; en la escalera encontró a maese Pastrini.

 ¡Y bien!  le preguntó.

 Y bien, ¿qué?  le respondió Franz.

 ¿Visteis al hombre que desea hablaros de parte de vuestro ami­go?  le preguntó a Franz.

 Sí; le vi  respondió éste , y me entregó esta carta. Haced que traigan una luz a mi cuarto.

El posadero transmitió esta orden a un criado.

El joven había encontrado a maese Pastrini muy asustado, y esto había aumentado naturalmente su deseo de leer la carta. Acercóse a la bujía, así que estuvo encendida, y desdobló el papel. La misiva es­taba escrita de mano de Alberto, firmada por él mismo, y Franz la leyó dos o tres veces una tras otra, tan lejos estaba de esperar su con­tenido.

He aquí lo que decía:


Querido amigo: En el mismo instante que recibáis la presente, te­ned la bondad de tomar mi cartera, que hallaréis en el cajón cuadrado del escritorio; la letra de crédito, unidla a la vuestra. Si ello no basta, corred a casa de Torlonia, tomad inmediatamente cuatro mil piastras y entregadlas al portador. Es urgente que esta suma me sea dirigida sin tardanxa. No quiero encareceros más la puntualidad, porque cuento con vuestra eficacia, como en caso igual podríais contar con la mía.
. P. D. I believe now lo be Italian banditti.


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