85.- El reino de los «buenos días»
¿Recuerdan ustedes el final de aquel prodigio cinematográfico que se titulaba Milagro en Milán? Los pobres de la -ciudad, cansados de ser expulsados de todas partes por los ricos, arrebataban sus escobas a los barrenderos y, montados en ellas, levantaban el vuelo «hacia un reino en el que decir 'buenos días' quiera decir de verdad 'buenos días'». La frase enlazaba con una de las escenas iniciales de la película, cuando el protagonista, el joven e ingenuo Totó, al salir del hospicio, donde pasó sus primeros años, saludaba alegre y espontáneamente a todo el mundo y comprobaba, con sorpresa, que los saludados le miraban agresivamente, como si su saludo fuera más bien un insulto.
Yo repetí hace años y varias veces la experiencia y comprobé que la observación de Cesare Zavattíni era rigurosamente exacta: tú veías venir por el fondo de la calle a un desconocido y, al acercarte a él, te volvías y, muy amable, le sonreías con un «buenos días» o un «¿cómo está usted?» en los labios y comprobabas que, infallablemente, el saludado, en lugar de con sonrisa, te miraba con desconcierto, casi con temor, como pensando: «¿pero por qué me saluda a mí este desconocido?», o como temiendo que, si te respondía amablemente, luego te dirigirías a él para pedirle un préstamo o la cartera. Muchos huían casi ante la presencia de aquel «espontáneo del saludo» en que yo me había convertido. 0, cuando más, te respondían con otro «buenos días» que no sabías nunca si era una respuesta o un bufido.
Es curioso: la cortesía ha establecido que sólo se debe saludar a los conocidos. Y la costumbre ha señalado que cuando un desconocido nos dice «buenos días» no puede ser simplemente porque nos de- sea un buen día, sino como prólogo para pedirnos o preguntarnos algo, aunque sólo sea la hora. Desearse felicidad gratuitamente es algo que no se lleva y que incluso entre los amigos sólo funciona por Navidad y sus alrededores.
Si un compañero nos llama por teléfono y cuando ha terminado cuelgas y compruebas que no te ha pedido nada, te preguntas sorprendido a ti mismo: «¿Y para qué me ha llamado éste?» Se entiende que nadie llama a un amigo por el placer de conversar con él, sino «para» algo, lo mismo que nos preguntamos Henos de sospechas por qué, en un encuentro o una fiesta, Fulano o Zutano habrán estado tan simpáticos con nosotros, por qué nos habrán sonreído, y hasta empezamos a prepararnos para el favor que, sin duda alguna, nos van a pedir en el próximo encuentro. ¿O acaso alguien sonríe hoy sin segundas intenciones?
Esta comercialización de la sonrisa y esta tendencia a introducir el «baremo utilidad» hasta en el terreno de la amistad me parecen dos de las más graves pestes de este siglo. Lo grave es que hasta a veces nos educan para ello: montones de mamaítas predican a sus hijos aquello del «quien a buen árbol se arrima, buena sombra le co- bija» y les empujan a elegir sus amistades en proporción directa al fruto que de los amigos puedan obtener. Les dicen qué compañías «conviene frecuentara y cuáles, en cambio, nunca resultarán «rentables». Les educan en el arte de «sacarle jugo» a la sonrisa, como si se tratara de un «bien escaso» y conviniera reservarla únicamente para aquellas ocasiones en que va a conseguirse algo a cambio. Una vez, en este cuadernillo de apuntes, conté yo la historia de cierto monseñor que, durante el Concilio, no malgastaba su sonrisa en saludar a los obispos y se iba directamente a invertirla en la tribuna de cardenales; y poco después recibí una carta de cierto amigo del tal monseñor que, muy orgulloso, me explicaba que gracias a esa sonrisa bien «distribuida» había conseguido el prelado lo que deseaba. Una respuesta que no me descubrió nada, porque yo ya sabía que una sonrisa bien empleada termina siendo rentable, y lo que más bien discutía es ese tipo de degradación de las sonrisas. La «eficacia» -incluso si es la santa eficacia- nunca me ha parecido una regla de vida.
Por eso me entusiasmaba que en las clases de teología me explicaran que Dios era «gratuito», que la gracia era «gratuita», que todo lo importante de este mundo se hace sin un «para qué» distinto del simple amor. Apañados estábamos si Dios sólo nos amase en la medida en que pudiéramos serle útil! Nunca he entendido por qué la gente suele presentar como la cima de la santidad -y que a mí me parece simple sensatez- aquel precioso soneto-oración que dice que «aunque no hubiera cielo yo te amara». Porque si sólo amásemos a Dios por lo del cielo, y lo de ser creyentes fuera un negocio como tantos, ¿en qué se diferenciaría el ciclo de un infierno con azúcar?
En un infierno con azúcar iremos convirtiendo el mundo en la medida que vayamos canjeando amistad por utilidad y sonrisas gratuitas por sonrisas rentables. 1,co que el diccionario define la palabra «amistad» como «afecto puro y desinteresado», y me pregunto por qué entonces en tantos idiomas hay refranes que invitan a desconfiar de la amistad. «Cuando la desgracia se asoma a la ventana, los amigos no se asoman a mirar», dicen los alemanes. «Viviendo juntos, los animales aprenden a amarse y los hombres a odiarse», dicen los chi- nos. «Quien cae, no tiene amigos», dicen los turcos. «Con mi duro cuento yo, que con mis amigos no», decimos los españoles.
Leo todas esas frases y me resisto a creerlas. Si fuesen Verdaderas tendríamos que empezar ya a apoderarnos de las escobas de los barrenderos para ir hacia otro reino en el que decir «buenos días» significase solamente que estamos deseando que todo el mundo tenga felicidad. Propongo que fundemos la sociedad de la «Sonrisa gratuita», que tendría por reglamento una sola obligación: la de sonreír a todo el que se cruce con nosotros en calles y autobuses, Metros y pasillos de oficina, ascensores y bares. ¡Algo estallaría! Al principio los miembros de «Sonrisa gratuita» seríamos mirados con sospechas, quizá, llevados a la cárcel como subversivos. Pero ¿y si luego, cuando vieran que éramos inocentes, empezaban todos a sonreír y cambiaban las calles del mundo al verse pobladas por otro tipo de humanos, por gentes que se querrían las unas a las otras sin pedirse nada a cambio?
Abro los ojos y me pregunto si sueño. Y parece que hubiera más sol.
86.- El hereje y el inquisidor.
Creo haber contado ya en algún lugar la vieja fábula del hereje y del inquisidor, que tanto me impresionó cuando me la relataron. Dicen que hace muchos, muchos años, un famoso inquisidor murió de repente, al llegar a su casa, tras el auto de fe en que habían quemado a un hereje condenado por él.
Y cuentan que ambos llegaron simultáneamente al juicio de Dios y que se presentaron, como todos los hombres, desnudos ante su Tribunal. Y añaden que Dios comenzó su juicio preguntando a los dos qué pensaban de él. Y emprendió el hereje un complicado discurso exponiendo sus teorías sobre Dios, precisamente las mismas por las que en la Tierra había sido condenado.
Dios le escuchaba con asombro, y por más preguntas que hacía y más precisiones con las que el hereje respondió, seguía Dios sin entender nada y, en todo caso, sin reconocerse en las explicaciones que el hereje le daba. Habló después, lleno de orgullo, el inquisidor. Desplegó ante Dios su engranaje de ortodoxia, el mismo cuya aceptación había exigido al hereje y por cuya negación le había llevado a las llamas.
Y descubrió, con asombro, que Dios seguía sin entender una palabra y que, por segunda vez, no se reconocía a sí mismo en la figura de Dios que el ortodoxísimo inquisidor le representaba. ¿Cuál de los dos era el hereje?, se preguntaba Dios. Y no lograba descubrirlo. Porque los dos le parecían no sabía si herejes, si dementes o simples falsarios.
Como la noche caía y cuantas más explicaciones daban el uno y el otro más claro quedaba que Dios no era eso y más confusa la respectiva condición de hereje o de inquisidor en cada uno, acudió Dios al supremo recurso: encargó a sus ángeles que extrajeran el corazón de los dos y que se lo trajeran. Y entonces fue cuando se descubrió que ninguno de los dos tenía corazón.
Digo que esta fábula -que no sé si es ella misma muy ortodoxa- me impresionó al conocerla porque estoy convencido de que el día del juicio Dios va a atender mucho más a nuestro corazón que a nuestras ideas, mientras que aquí abajo nos pasamos la mitad de la vida peleando por nuestras ideas y olvidándonos de querernos mientras tanto.
Cuentan que en cierta ocasión sentaron en un banquete al entonces nuncio Roncalli (más tarde Juan XXIII) junto a un famosa político de ideas no precisamente parecidas a las de un obispo. Y tras charlar durante varias horas sobre todo lo divino y todo lo humano, alguien oyó que el nuncio comentaba sonriendo-. «Total, a usted y a mí lo único que nos separa son las ideas.»
No es que Roncalli no diera importancia a las ideas. Es que no les daba ese puesto único y central que solemos darle en el mundo. Sabía que incluso dos personas de ideas opuestas pueden tener mil caminos de acercamiento en sus vidas. Sabía que, cuando dos se quieren, empiezan a acercarse hasta en las ideas o comienzan a descubrir que sus ideas no estaban tan lejos como se imaginaban. Y que, en cambio, dos corazones fríos acabarán riñendo incluso cuando piensen lo mismo.
Hemos dado, efectivamente, una excesiva importancia al pensamiento y la inteligencia, que no son ni lo único ni lo decisivo en el hombre. Por fortuna, el ser humano es más ancho que su cabeza. Y, sobre todo, más ancho que sus dogmatismos.
Porque con frecuencia no sólo exigimos que los demás coincidan con nuestras ideas, sino incluso que lo hagan con nuestras propias formas y maneras de pensar. Y así es como de cada cien peleas entre los hombres, noventa y nueve son por palabras, por detalles, por modos de decir.
Lo malo de los dogmatismos no es que defiendan con pasión unas determinadas ideas (esto hasta me parece bueno); lo malo es que empiezan defendiendo sus ideas y pasan a defender sus maneras personales de formular o entender esas ideas; empiezan luego a confundir sus ideas con sus manías, y terminan finalmente obligando a todo el mundo a aceptar ideas, formas y manías personales, todo junto.
Cuando alguien, en cambio, intenta amar a sus enemigos, empieza por descubrir que no son enemigos, sino adversarios; pasa a entender que también ellos tienen parte de razón; sigue comprendiendo que sus ideas no son en el fondo tan diferentes de las de su competidor y termina enterándose de que puede colaborar con él por encima y por debajo de sus diferencias.
Alguien me explicó una vez que la manera más segura para coger agua entre las manos sin que se escape de ellas era juntándolas de modo que los dedos de la mano derecha penetren en las aperturas de los de la izquierda y viceversa, haciendo con ellas una especie de cuenco o de cuna. Y que no había, en cambio, manera de cerrar las manos si uno enfrenta índice con índice, corazón con corazón y anular con anular. ¡Cuántos matrimonios funcionarían si marido y mujer se complementaran como mano con mano, cubriéndose sus respectivos huecos y fallos!
En la Iglesia estamos entendiendo ahora, ¡con cinco siglos de retraso!, que las doctrinas de Lutero estaban menos lejos de las católicas de lo que se creyeron hace quinientos años y de lo que habíamos creído. Y es que la polémica multiplica las diferencias en la misma proporción en que el amor las acorta y rebaja.
Follereau tiene un libro que se titula La única verdad es amarse, y a mí me parece una afirmación como un templo. A derecha e izquierda del amor surgen los inquisidores. Y muchos que creen combatir el dogmatismo terminan ellos mismos por ser dogmáticos de distinto color.
A mí me encanta la gente que ama, aunque yo no comparta sus ideas. Porque sé que el amor es la única carta que llega siempre a su destino, aunque tenga la dirección equivocada. En cambio, la verdad sin amor, por muy verdad que sea, pronto se convertirá en una espada, en un trágala, en un aceite de ricino, en una caricatura de la verdad.
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