Rosa Luxemburg Índice Prólogo 4 primera parte: El problema de la reproducción 5


CAPÍTULO XXVIII La introducción de la economía de mercancías



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CAPÍTULO XXVIII La introducción de la economía de mercancías

La segunda condición previa fundamental, tanto para la adqui­sición de medios de producción, como para la realización de la plus­valía, es la ampliación de la acción del capitalismo a las sociedades de economía natural.


Todas las clases y sociedades no capitalistas deben comprar las mercancías producidas por el capital y venderle sus productos. Parece como si aquí, al menos, comenzase la “paz” y la “igualdad”, el do ut des, la reciprocidad de los intereses, la “competencia pacífica” y las “influencias civilizadoras”. Si el capital puede arrancar por la fuerza medios de producción a otras entidades sociales y obligar a los trabajadores a convertirse en obje­tos de la explotación, no puede obligarlos por la violencia a hacerse compradores de sus mercancías; no puede forzarles a realizar su plus­valía. Lo que parece confirmar este supuesto es la circunstancia de que ciertos medios de transporte (ferrocarriles, navegación, cana­les) constituyen la condición previa indiscutible de la difusión de la economía de mercancías en territorios de economía natural. La mar­cha triunfal de la compra y venta de mercancías suele comenzar con obras grandiosas del tráfico moderno: líneas de ferrocarriles que atraviesan selvas vírgenes y perforan montañas; hilos telegráficos que pasan por los desiertos; vapores que entran en lejanos y aparta­dos puertos. Pero la paz de estas revoluciones es pura apariencia. Las relaciones comerciales de la Compañía de las Indias Orientales con los países que suministran materias primas, fueron el robo y el engaño gro­sero bajo la bandera del comercio, como lo son hoy las relaciones de los capitalistas norteamericanos con los indios del Canadá, a quienes com­pran pieles; o de los negociantes alemanes con los negros africanos. El ejemplo clásico del “suave” y “pacífico” comercio de mercancías con sociedades atrasadas, es la moderna historia de China, a través de la cual pasan como un hilo rojo, desde mediados hasta fines del siglo XIX, las guerras de los europeos, cuya finalidad era abrir, por la violencia, las puertas de China al tráfico de mercancías. Perse­cuciones de cristianos, provocadas por misioneros; tumultos ocasio­nados por europeos; periódicas matanzas guerreras en las que la debilidad de un pacífico pueblo agricultor había de medirse con la más moderna técnica capitalista de guerra de las grandes potencias unidas; grandes contribuciones de guerra, con todo el sistema de deuda pública; empréstitos europeos; control de las finanzas y ocu­pación de las fortalezas; aperturas forzosas de puertos libres y con­cesiones ferroviarias arrancadas a la fuerza para capitalistas euro­peos, tales fueron los métodos empleados para inaugurar el comercio de mercancías en esa parte de Asia desde el año 40 del siglo pasado hasta que estalló la revolución china.
El período de la apertura de China a la civilización europea, esto es, el cambio de mercancías con el capital europeo, se inicia con la guerra del opio, en la que China se ve obligada a adquirir el veneno de las plantaciones indias para convertirlo en dinero destinado a los capitalistas ingleses. En el siglo XVII, la Compañía inglesa de las In­dias Orientales había introducido el cultivo del opio en Bengala, y a través de su sucursal de Cantón había difundido el uso del veneno en China. A comienzos del siglo XIX, el opio bajó de tal modo su precio, que se convirtió rápidamente en medio de consumo para el pueblo. Todavía el año 1821 la importación de opio en China era de 4.628 cajas, al precio medio de 1.325 dólares; luego, el precio se redujo a la mitad y la importación inglesa pasó en 1825 a 9.621 ca­jas; en 1830 a 26.670 cajas.216 Los efectos desastrosos del veneno, par­ticularmente el de las peores calidades usadas por la población pobre, se convirtieron en una calamidad pública y determinaron que China prohibiese la importación. Ya en 1828, el virrey de Cantón había prohibido la importación de opio, pero esto sólo sirvió para dirigir el comercio hacia otros puertos. Se encargó a uno de los censores de Pekín estudiar la cuestión, y emitió el siguiente informe:
“He venido a saber que los fumadores de opio sienten tan vio­lenta apetencia de ese medicamento nocivo, que están dispuestos a ofrecerlo todo para conseguir su goce. Si no reciben el opio a la hora acostumbrada, sus miembros comienzan a temblar; gruesas gotas de sudor les corren por la frente y la cara, y son incapaces de reali­zar el menor trabajo. Pero se les da una pipa de opio, fuman unas cuantas chupadas y en seguida están curados.”
“Por consiguiente, el opio se ha convertido en una necesidad para los que lo fuman y no hay que asombrarse de que, cuando las auto­ridades locales les interrogan, prefieran soportar cualquier castigo a declarar los nombres de los que les suministran opio. A veces, las autoridades locales reciben también regalos para tolerar este mal, o para suspender una investigación iniciada. La mayoría de los negociantes que traen artículos de comercio a Cantón venden también opio de contrabando.”
“Mi opinión es que el opio constituye un mal mucho mayor que el juego y que, por tanto, a los fumadores de opio no debía impo­nérseles un castigo menor que a los jugadores.”
El censor proponía que se condenase a todo fumador de opio a 80 azotes de bambú, y a los que no quisieran denunciar al vende­dor, a 100 azotes y destierro de tres años. Después, con una franqueza extraordinaria, el burócrata encoletado de Pekín, terminaba su in­forme: “Parece que el opio es importado en su mayoría del extran­jero por funcionarios indignos, que de acuerdo con comerciantes co­diciosos lo traen al interior del país, donde los jóvenes de buena familia, los particulares y comerciantes ricos se dedican a ese goce. Finalmente, su uso se extiende también a la gente ordinaria. Es sa­bido que en todas las provincias hay fumadores de opio, no sólo entre los funcionarios civiles, sino también en el ejército. Mientras los fun­cionarios de los distintos distritos recuerdan con edictos la prohibi­ción legal de la venta de opio, sus padres, sus amigos, sus inferiores y ser­vidores fuman como antes, y los comerciantes utilizan la prohibición para subir el precio. Hasta la policía, que se halla igualmente conta­giada, compra este artículo en vez de contribuir a perseguirlo, y ésta es también la razón de que todas las prohibiciones y medidas sean vanas.”217
Después de esto, fue promulgada una ley que condenaba a todo fumador de opio a 100 azotes y a ser expuesto durante dos meses. Se impuso a los gobernadores de las provincias la obligación de mencionar, en sus informes anuales, los resultados de la lucha contra el opio. El doble resultado de esta lucha fue, que, de una par­te, en el interior de China, especialmente en las provincias de Honan, Setschuan y Kweitschan, se establecieron plantaciones de adormide­ras en gran escala y que, por otra parte, Inglaterra declaró la guerra a China para obligarla a permitir la importación. Así comenzó la gloriosa “apertura” de China a la cultura europea; esa apertura sim­bolizada por la pipa de opio.
El primer ataque cayó sobre Cantón. La defensa de la ciudad por la entrada principal del río Perla era de lo más primitivo que se puede imaginar. Consistía, principalmente, en unas cadenas de hierro que diariamente y a la puesta del Sol se sujetaban a postes de madera anclados en el río. Hay que tener en cuenta, además, que los cañones chinos carecían de dispositivos para corregir el tiro, esto es, eran completamente inofensivos. Con esta primitiva defensa, que servía justamente para impedir la entrada a un par de barcos mercantes, afrontaron los chinos el ataque inglés. Dos barcos de guerra ingleses fueron suficientes para forzar la entrada el 7 de septiembre de 1839. Los 16 juncos de guerra y los 13 cañones con que los chinos se resis­tieron fueron destrozados en tres cuartos de hora. Tras esta primera victoria, los ingleses reforzaron considerablemente su flota de gue­rra, y a principios de 1841 renovaron el ataque. Esta vez fue dirigido, al mismo tiempo, contra la flota y contra los puertos. La flota china consistía en unos cuantos juncos de guerra. Ya la primera granada penetró en el polvorín de un junco y éste voló con toda la tripula­ción. Al cabo de breve tiempo se habían destruido 11 juncos, entre ellos el barco almirante; el resto buscaba la salvación en la huída. Las operaciones en tierra duraron unas horas más. Dada la absoluta inutilidad de los cañones chinos, los ingleses avanzaron por entre las fortificaciones, escalaron un punto importante que estaba totalmente desguarnecido, e hicieron una gran matanza de chinos indefensos. El balance de la batalla fue: del lado chino, 600 muertos; del in­glés… 1 muerto y 30 heridos, de los cuales, más de la mitad prove­nían de la explosión casual de un almacén de pólvora. Unas semanas más tarde, los ingleses realizaron una nueva hazaña. Se trataba de tomar los fuertes de Anunghoy y Wantong del Norte. Para ello dis­ponían nada menos que de 12 barcos completamente preparados. Ade­más, los chinos habían olvidado otra vez lo principal, esto es, forti­ficar la isla de Wantong del Sur. Así, pues, los ingleses desembarcaron en ella tranquilamente con las baterías; con ellas bombardearon el fuerte por un lado; los barcos de guerra, por el otro. Bastaron pocos minutos para expulsar a los chinos del fuerte y hacer posible el des­embarque general sin resistencia. La escena inhumana que luego si­guió (dice una referencia inglesa), será siempre un objeto de pro­fundo pesar para los oficiales ingleses. Los chinos, al tratar de huir, cayeron en los fosos, de modo que rápidamente quedaron llenos de soldados inermes que pedían gracia. Los cipayos dispararon incesan­temente (al parecer contra las órdenes de los oficiales) sobre esta masa yacente de cuerpos humanos. Así se abrió Cantón al tráfico de mercancías.
Lo mismo ocurrió en los demás fuertes. El 4 de julio de 1861 apa­recieron tres barcos de guerra ingleses con 120 cañones ante las islas situadas a la entrada de la ciudad de Mingpó. Otros barcos de guerra llegaron al día siguiente. Por la tarde, el almirante inglés envió un mensaje al gobernador chino, pidiéndole que entregase las islas. El gobernador declaró que le faltaban fuerzas para resistir, pero que no podía efectuar la entrega sin orden de Pekín, por lo cual solicitaba un aplazamiento. No se le concedió, y a las dos y media de la mañana los ingleses comenzaron el ataque a la isla indefensa. A los nueve minutos el fuerte y las casas de la playa eran un montón humeante de ruinas. Las tropas desembarcaron en la costa abandonada y cu­bierta de venablos, sables, escudos, fusiles y algunos muertos, avan­zando hasta los muros de la ciudad de Tinghai, para tomarla. Reforzados por las tripulaciones de los nuevos barcos que habían llegado entretanto, a la mañana siguiente acometieron el asalto de los muros apenas defendidos, y a los pocos minutos se habían apoderado de la ciudad. Esta gloriosa victoria fue anunciada por los ingleses, modesta­mente, de este modo: “El destino había designado la mañana del 5 de julio de 1841 como el día memorable en que, por primera vez, la bandera de Su Majestad Inglesa flotase, la primera, sobre la más bella isla del Celeste Imperio.” El 25 de agosto de 1841 se presentaron los ingleses ante la ciudad de Amoy, cuyos fuertes estaban armados con varios cientos de cañones del mayor calibre chino. Dada la inuti­lidad casi completa de estos cañones y la torpeza del jefe, la toma del puerto fue también un juego de niños. Los barcos ingleses se acercaron bajo un fuego continuo a los muros de Kulangsu, luego desembarcaron los soldados de infantería de marina, y, tras breve resistencia, ahuyentaron a las tropas chinas. Los ingleses apresaron en el puerto 26 juncos de guerra con 128 cañones abandonados por las tripulaciones. En una de las baterías, los tártaros resistieron heroi­camente el fuego combinado de cinco barcos enemigos, pero los in­gleses desembarcados cayeron sobre ellos por la espalda e hicieron otra gran matanza.
Así terminó la gloriosa guerra del opio. Por la paz del 27 de agosto de 1842, los ingleses obtuvieron la isla de Hongkong, Ade­más, los puertos de Cantón, Amoy, Fuchu, Mingpó, Shangai debían abrirse al comercio. Quince años más tarde tuvo lugar la segunda guerra contra China, durante la cual los ingleses procedieron de acuerdo con los franceses; en 1857, la flota aliada se apoderó de Can­tón, con el mismo heroísmo que en la primera guerra. En la paz de Tientsin (1858) los chinos concedieron la importación de opio y la entrada, al interior del país, del comercio europeo y las misiones, Poco después, en 1859, los ingleses abrieron de nuevo las hostilidades y resolvieron destruir las fortificaciones de los chinos en el Peiho, pero fueron rechazados tras una batalla en la que tuvieron 464 muer­tos y heridos.218 Entonces, Inglaterra y Francia volvieron a operar jun­tas. Con 12.600 hombres de tropas inglesas y 7.500 franceses al mando del general Coursin-Montauban, a fines de agosto de 1860, tomaron primeramente sin disparar un tiro los fuertes de Taki; luego avanzaron hacia Tientain y continuaron su avance hacia Pekín. Por el camino, el 21 de septiembre de 1860, tuvo lugar la sangrienta ba­talla de Paliakao, que ponía a Pekín a disposición de las potencias europeas. Los vencedores entraron en la ciudad, casi vacía y sin de­fensa alguna; saquearon primeramente el palacio imperial, en cuyo saqueo intervino personalmente, con gran entusiasmo, el general Coursin, que fue después mariscal “conde de Palikiao”; por su parte, lord Eljin mandó prender fuego al palacio, “como expiación”.219
A consecuencia de todo esto, se permitió a las potencias europeas tener plenipotenciarios en Pekín y Tientsin, y otras ciudades se abrie­ron al comercio. Mientras, en Inglaterra, la Liga contra el opio tra­bajaba contra la difusión del tóxico en Londres, Manchester y otros distritos industriales, y una comisión nombrada por el Parlamento declaraba altamente nocivo el consumo de opio, en la Convención de Chifú de 1876 se aseguraba aún la libertad a la importación de opio en China. Al mismo tiempo, todos los tratados de China aseguraron a los europeos (comerciantes y misiones) el derecho a adquirir en China propiedad territorial. En esta tarea colaboraba, con el fuego de los cañones, el engaño consciente. Los términos equívocos en que estaban redactados los tratados ofrecían una cómoda base para ir extendiendo gradualmente las zonas ocupadas por el capital europeo, y los puertos comprendidos en las estipulaciones. Sobre la base de la conocida cínica falsificación del texto chino de la Convención adi­cional francesa del año 1870, obra del misionero católico abate Dela­marre, que había intervenido como intérprete, se obligó, más tarde, al Gobierno chino, a permitir que las misiones adquiriesen terrenos, no sólo en los puertos abiertos, sino en todas las provincias. Tanto la diplomacia francesa como las misiones protestantes condenaron unánimes el refinado engaño del padre católico, pero esto no impidió a la primera exigir, enérgicamente, la aplicación de la ampliación de derechos de las misiones francesas introducida fraudulentamente, y hacer que, en 1887, se extendiese también, expresamente, a las mi­siones protestantes.220
La apertura de China al comercio de mercancías, que había co­menzado con la guerra del opio, fue sellada con la serie de pactos y la expedición de China (1900), en los que los intereses comercia­les del capital europeo dieron lugar a un público e internacional robo de terrenos. Finalmente, hace resaltar esta contradicción entre la teoría inicial y la práctica final de los “representantes” de la cultura europea en China, el despacho dirigido por la emperatriz viuda a la reina Victoria después de la toma de los fuertes Taku.
“Un saludo a Vuestra Majestad: en todas las negociaciones de Inglaterra con el Imperio Chino desde que éstas se entablaron en­tre nosotros, no se ha hablado nunca, por parte de Gran Bretaña, de ampliar las posesiones territoriales, sino sólo del deseo vivo de fo­mentar los intereses de su comercio. Considerando el hecho de que nuestro país se halla ahora en un espantoso estado de guerra, recor­damos que una gran parte del comercio de China, el 70 u 80 por cierto, tiene lugar con Inglaterra. Además de esto, vuestras aduanas marítimas son las más bajas del mundo y en vuestros puertos se ponen muy pocas limitaciones a la importación extranjera. Sobre estas bases se han mantenido nuestras relaciones amistosas con co­merciantes ingleses en nuestros puertos abiertos al comercio durante el último medio siglo ininterrumpidamente y con ventaja mutua. Pero, ahora, ha sobrevenido un cambio repentino y se ha levantado contra nosotros una sospecha general. Rogamos a Vuestra Majestad, por ello, que reflexione sobre el hecho de que si por cierta combina­ción de circunstancias hubiera de perderse la independencia de nues­tro Imperio, y las potencias se pusieran de acuerdo para realizar su antiguo propósito de adueñarse de nuestro territorio [en un despacho contemporáneo al emperador del Japón, la apasionada Tzu Hsi habla claramente “de las potencias del Oeste, hambrientas de tierra, cuyos ojos de tigres devoradores miran en nuestra dirección”], el resultado sería infortunado y fatal para vuestro comercio. Entretanto, confia­mos en los buenos servicios de Vuestra Majestad como intermediaria, y aguardamos vuestra pronto resolución…”221
En cada guerra, mientras tanto, los representantes de la cultura europea toman parte en los robos y saqueos de los palacios imperiales chinos, de los edificios públicos, de los monumentos antiguos de civi­lización. Tanto en el año 1870, en que los franceses saquearon el pa­lacio del emperador con sus tesoros de maravilla, como en 1900, en que “todas las naciones” robaron a porfía bienes públicos y privados. Ruinas humeantes de las mayores y más antiguas ciudades, decaden­cia de la agricultura en extensas zonas, insoportables gravámenes tri­butarios para recaudar las contribuciones de guerra, acompañaron a los progresos del comercio de mercancías en todo avance europeo. Cada uno de los cuarenta y tantos Treaty ports chinos ha sido adqui­rido con raudales de sangre, matanzas y ruinas.

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