Viaje al fin de



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Cuando volvimos, el niño estaba ensayando un paso de baile que acababa de aprender en las clases del Conserva­torio. «Tiene que recibir algunas lecciones particulares más -concluyó Lola-, ¡y quizá pueda presentarlo al Théátre du Globe, amiga Vera! ¡Tal vez tenga un brillante porvenir, este niño!» La madre, tras esas palabras alenta­doras, se deshizo en lágrimas de agradecimiento. Al mis­mo tiempo recibió un pequeño fajo de billetes verdes, que guardó en el pecho, como si fueran una carta de amor.

«El pequeño me gusta bastante -observó Lola, cuando estuvimos de nuevo fuera-, pero tengo que soportar tam­bién a la madre y no me gustan las madres demasiado as­tutas... Y, además, es que ese pequeño es demasiado vi­cioso... No es ésa la clase de cariño que deseo... Quisiera experimentar un sentimiento absolutamente maternal... ¿Me comprendes, Ferdinand?...» Con tal de poder jalar, comprendo todo lo que quieran; lo mío ya no es inteli­gencia, es caucho.

No se apeaba de su deseo de pureza. Cuando hubimos llegado, unas calles más adelante, me preguntó dónde iba yo a dormir aquella noche y me acompañó unos pasos más por la acera. Le respondí que, si no encontraba unos dólares en aquel mismo momento, no podría acostarme en ninguna parte.

«De acuerdo -respondió ella-. Acompáñame hasta mi casa y te daré un poco de dinero y después te vas a donde quieras.»

Quería dejarme tirado en plena noche y lo antes posi­ble. Cosa normal. De tanto verte expulsado así, a la no­che, has de acabar por fuerza en alguna parte, me decía yo. Era el consuelo. «Ánimo, Ferdinand -me repetía a mí mismo, para alentarme-, a fuerza de verte echado a la ca­lle en todas partes, seguro que acabarás descubriendo lo que da tanto miedo a todos, a todos esos cabrones, y que debe de encontrarse al fin de la noche. ¡Por eso no van ellos hasta el fin de la noche!»

Después todo fue frialdad entre nosotros, en su auto. Las calles que cruzábamos nos amenazaban con todo su silencio armado hasta arriba de piedra, hasta el infinito, con una especie de diluvio en suspenso. Una ciudad al acecho, monstruo lleno de sorpresas, viscoso de asfalto y lluvias. Por fin, aminoramos la marcha. Lola me precedió hacia su portal.

«¡Sube! -me invitó-. ¡Sígueme!»

Otra vez su salón. Yo me preguntaba cuánto iría a darme para acabar de una vez y librarse de mí. Estaba buscando billetes en un bolsillo colocado sobre un mue­ble. Oí el intenso crujido de los billetes arrugados. ¡Qué segundos! Ya sólo se oía en la ciudad aquel ruido. Sin embargo, me sentía tan violento aún, que le pregunté, no sé por qué, tan inoportuno, cómo estaba su madre, de quien me había olvidado.

«Está enferma, mi madre», dijo, al tiempo que se vol­vía para mirarme a la cara.

«Entonces, ¿dónde está ahora?»

«En Chicago.»

«¿Qué enfermedad tiene?»

«Cáncer de hígado... La he llevado a los mejores espe­cialistas de la ciudad... Su tratamiento me cuesta muy caro, pero la salvarán. Me lo han prometido.»

Precipitadamente, me dio muchos otros detalles relati­vos al estado de su madre en Chicago. De golpe se puso de lo más tierna y familiar y ya no pudo por menos de pedirme un consuelo íntimo. Estaba en mis manos.

«Y tú, Ferdinand, piensas también que la curarán, ¿verdad?»

«No -respondí muy franco, muy categórico-, los cán­ceres de hígado son absolutamente incurables.»

De pronto, palideció hasta el blanco de los ojos. Era la primera, pero es que la primera, vez que la veía yo des­concertada, a aquella puta, por algo.

«Pero, Ferdinand, ¡si los especialistas me han asegura­do que curaría! Me lo han garantizado... ¡Por escrito!... Son, verdad, unas eminencias...»

«Por la pasta, Lola, habrá siempre, por fortuna, emi­nencias médicas... Yo haría lo mismo, si estuviera en su lugar... Y tú también, Lola, harías lo mismo...»

Lo que le decía le pareció, de pronto, tan innegable, tan evidente, que no intentó discutir más.

Por una vez, por primera vez quizás en su vida, Le iba a faltar desparpajo.

«Oye, Ferdinand, me estás causando una pena infinita, ¿te das cuenta?... Quiero con locura a mi madre, lo sabes, ¿no?, que la quiero con locura...»

¡Muy a propósito! ¡Huy, la Virgen! Pero, ¿qué cojones puede importarle al mundo? ¿Que quiera uno o no a su madre?

Sollozaba, sumida en su vacío, Lola.

«Ferdinand, tú eres un fracasado despreciable -prosi­guió furiosa- ¡y un malvado horrible!... Te estás vengan­do así, del modo más cobarde posible, por tu desesperada situación, viniendo a decirme cosas espantosas... ¡Estoy segura incluso de que estás haciendo mucho daño a mi madre al hablar así!...»

En su desesperación había resabios del método Coué.

Su excitación no me daba, ni mucho menos, el miedo que la de los oficiales del Amiral-Bragueton, los que pre­tendían liquidarme para distraer a las damas ociosas.

Miraba yo atento a Lola, mientras me ponía verde, y sentía algo de orgullo, al comprobar, en cambio, que mi indiferencia o, mejor dicho, mi alegría, iba en aumen­to, a medida que me insultaba más. Por dentro somos amables.

«Para deshacerse de mí -calculé- va a tener que darme ahora por lo menos veinte dólares... Tal vez más inclu­so...»

Tomé la ofensiva: «Lola, préstame, por favor, el dinero que me has prometido o, si no, me quedo a dormir aquí y me vas a oír repetir todo lo que sé sobre el cáncer, sus complicaciones, sus trasmisiones por herencia, pues el cáncer es, por si no lo sabías, hereditario, Lola. ¡No hay que olvidarlo!»

A medida que yo recalcaba, perfilaba los detalles sobre el caso de su madre, la veía palidecer ante mí, a Lola, flaquear, debilitarse. «¡Toma, puta! -me decía yo-. ¡Duro ahí, Ferdinand! ¡Para una vez que tienes la sartén por el mango!... No la sueltes... ¡Tardarás mucho en encontrar uno tan sólido!...»

«¡Toma! -dijo, completamente crispada-. ¡Aquí tienes tus cien dólares! ¡Lárgate y no vuelvas nunca! ¿Me oyes? ¡Nunca!... Out! Out! Out! ¡Cerdo asqueroso!...»

«Pero, dame un besito, Lola, a pesar de todo. ¡Anda!... ¡No estamos enfadados!», propuse para ver hasta qué ex­tremo podría asquearla. Entonces sacó un revólver del cajón y no precisamente en broma. La escalera me bastó, ni siquiera llamé al ascensor.

De todos modos, aquel broncazo me devolvió las ga­nas de trabajar y el valor. El día siguiente mismo cogí el tren para Detroit, donde, según me aseguraron, era fácil encontrar muchos currelillos no demasiado duros y bien pagados.
La gente me decía por la calle lo mismo que el sargento en el bosque. «¡Mire! -me decían-. No tiene pérdida, es justo enfrente.»

Y vi, en efecto, los grandes edificios rechonchos y acristalados, a modo de jaulas sin fin para moscas, en las que se veían hombres moviéndose, pero muy lentos, como si ya sólo forcejearan muy débilmente con yo qué sé qué imposible. ¿Eso era Ford? Y, además, por todos lados y por encima, hasta el cielo, un estruendo múltiple y sordo de torrentes de aparatos, duro, la obstinación de las máquinas girando, rodando, gimiendo, siempre a punto de romperse y sin romperse nunca.

«Conque es aquí... -me dije-. No es apasionante...» Era incluso peor que todo lo demás. Me acerqué más, hasta la puerta, donde en una pizarra decía que necesita­ban gente.

No era yo el único que esperaba. Uno de los que aguardaban me dijo que llevaba dos días allí y aún en el mismo sitio. Había venido desde Yugoslavia, aquel bo­rrego, a pedir trabajo. Otro pelagatos me dirigió la pala­bra, venía a currelar, según decía, sólo por gusto, un ma­níaco, un fantasma.

En aquella multitud casi nadie hablaba inglés. Se espia­ban entre sí como animales desconfiados, apaleados con frecuencia. De su masa subía el olor de entrepiernas ori­nadas, como en el hospital. Cuando te hablaban, esquivabas la boca, porque el interior de los pobres huele ya a muerte.

Llovía sobre nuestro gentío. Las filas se comprimían bajo los canalones. Se comprime con facilidad la gente que busca currelo. Lo que les gustaba de Ford, fue y me explicó el viejo ruso, dado a las confidencias, era que contrataban a cualquiera y cualquier cosa. «Sólo, que ándate con ojo -añadió, para que supiera a qué atenerme-, no hay que po­nerse chulito en esta casa, porque, si te pones chulito, en un dos por tres te pondrán en la calle y te sustituirá, en un dos por tres también, una máquina de las que tienen siem­pre listas y, si quieres volver, ¡te dirán que nanay!» Hablaba castizo, aquel ruso, porque había estado años en el «taxi» y lo habían echado a consecuencia de un asunto de tráfico de cocaína en Bezons y, para colmo, se había jugado el coche a los dados con un cliente en Biarritz y lo había perdido.

Era cierto lo que me explicaba de que cogían a cual­quiera en la casa Ford. No había mentido. Aun así, yo no acababa de creérmelo, porque los pelagatos deliran con facilidad. Llega un momento, en la miseria, en que el alma abandona el cuerpo en ocasiones. Se encuentra muy mal en él, la verdad. Ya casi es un alma la que te habla. Y no es responsable, un alma.

En pelotas nos pusieron, claro está, para empezar. El reconocimiento se hacía como en un laboratorio. Desfilá­bamos despacio. «Estás hecho una braga -comentó antes que nada el enfermero al mirarme-, pero no importa.»

¡Y yo que había temido que no me dieran el currelo en cuanto notaran que había tenido las fiebres de África, si por casualidad me palpaban el hígado! Pero, al contrario, parecían muy contentos de encontrar a feos y lisiados en nuestra tanda.

«Para lo que vas a hacer aquí, ¡no tiene importancia la constitución!», me tranquilizó el médico examinador, en seguida.

«Me alegro -respondí yo-, pero, mire, señor, tengo instrucción yo e incluso empecé en tiempos los estudios de medicina...»

De repente, me miró con muy mala leche. Tuve la sen­sación de haber vuelto a meter la pata y en mi contra.

«¡No te van a servir de nada aquí los estudios, chico! No has venido aquí para pensar, sino para hacer los ges­tos que te ordenen ejecutar... En nuestra fábrica no nece­sitamos a imaginativos. Lo que necesitamos son chim­pancés... Y otro consejo. ¡No vuelvas a hablarnos de tu inteligencia! ¡Ya pensaremos por ti, amigo! Ya lo sabes.»

Tenía razón en avisarme. Más valía que supiera a qué atenerme sobre las costumbres de la casa. Tonterías ya había hecho bastantes para diez años por lo menos. En adelante me interesaba pasar por un calzonazos. Una vez vestidos, nos repartieron en filas cansinas, en grupos va­cilantes de refuerzo hacia los lugares de donde nos llega­ban los estrépitos de las máquinas. Todo temblaba en el inmenso edificio y nosotros mismos de los pies a las ore­jas, atrapados por el temblor, que llegaba de los cristales, el suelo y la chatarra, en sacudidas, vibraciones de arriba abajo. Te volvías máquina tú mismo a la fuerza, con toda la carne aún temblequeante, entre aquel ruido furioso, tremendo, que se te metía dentro y te envolvía la cabeza y más abajo, te agitaba las tripas y volvía a subir hasta los ojos con un ritmo precipitado, infinito, incansable. A medida que avanzábamos, perdíamos a los compañeros. Les sonreíamos un poquito a ésos, al separarnos, como si todo lo que sucedía fuera muy agradable. Ya no podía­mos hablarnos ni oírnos. Todas las veces se quedaban tres o cuatro en torno a una máquina.

De todos modos, resistías, te costaba asquearte de tu propia substancia, habrías querido detener todo aquello para reflexionar y oír latir en ti el corazón con facilidad, pero ya no podías. Aquello ya no podía acabar. Era como un cataclismo, aquella caja infinita de aceros, y nosotros girábamos dentro con las máquinas y con la tierra. ¡To­dos juntos! Y los mil rodillos y pilones que nunca caían a un tiempo, con ruidos que se atropellaban unos contra otros y algunos tan violentos, que desencadenaban a su alrededor como silencios que te aliviaban un poco.

La vagoneta llena de chatarra apenas podía pasar entre las máquinas. ¡Que se apartaran todos! Que saltasen para que pudiera arrancar de nuevo, aquella histérica. Y, ¡ha­le!, iba a agitarse más adelante, la muy loca, traqueteando entre poleas y volantes, a llevar a los hombres sus racio­nes de grilletes.

Los obreros inclinados, atentos a dar todo el placer posible a las máquinas, daban asco, venga pasarles pernos y más pernos, en lugar de acabar de una vez por todas, con aquel olor a aceite, aquel vaho que te quemaba los tímpanos y el interior de los oídos por la garganta. No era por vergüenza por lo que bajaban la cabeza. Cedías ante el ruido como ante la guerra. Te abandonabas ante las máquinas con las tres ideas que te quedaban vacilando en lo alto, detrás de la frente. Se acabó. Miraras donde mirases, ahora todo lo que la mano tocaba era duro. Y todo lo que aún conseguías recordar un poco estaba rí­gido también como el hierro y ya no tenía sabor en el pensamiento.

Habías envejecido más que la hostia de una vez.

Había que abolir la vida de fuera, convertirla también en acero, en algo útil. No nos gustaba bastante tal como era, por eso. Había que convertirla, pues, en un objeto, en algo sólido, ésa era la regla.

Intenté hablarle, al encargado, al oído, me respondió con un gruñido de cerdo y sólo con gestos me enseñó, muy paciente, la sencillísima maniobra que yo debía rea­lizar en adelante y para siempre. Mis minutos, mis horas, el resto de mi tiempo, como los demás, se consumirían en pasar clavijas pequeñas al ciego de al lado, que las cali­braba, ése, desde hacía años, las clavijas, las mismas. Yo en seguida empecé a cometer graves errores. No me rega­ñaron, pero, tras tres días de aquel trabajo inicial, me destinaron, como un fracasado ya, a conducir la carretilla llena de arandelas, la que iba traqueteando de una máqui­na a otra. Aquí dejaba tres; allí, doce; allá, cinco sólo. Nadie me hablaba. Ya sólo existíamos gracias a una como vacilación entre el embotamiento y el delirio. Ya sólo im­portaba la continuidad estrepitosa de los miles y miles de instrumentos que mandaban a los hombres.

Cuando a las seis todo se detenía, te llevabas contigo el ruido en la cabeza; yo lo conservaba la noche entera, el ruido y el olor a aceite también, como si me hubiesen puesto una nariz nueva, un cerebro nuevo para siempre.

Conque, a fuerza de renunciar, poco a poco, me con­vertí en otro... Un nuevo Ferdinand. Al cabo de unas se­manas. Aun así, volvía a sentir deseos de ver de nuevo a personas de fuera. No las del taller, por supuesto, que no eran sino ecos y olores de máquinas como yo, carnes en vibración hasta el infinito, mis compañeros. Un cuerpo auténtico era lo que quería yo tocar, un cuerpo rosa de au­téntica vida silenciosa y suave.

Yo no conocía a nadie en aquella ciudad y sobre todo a ninguna mujer. Con mucha dificultad conseguí averiguar la dirección de una «Casa», un burdel clandestino, en el barrio septentrional de la ciudad. Fui a pasearme por allí algunas tardes seguidas, después de la fábrica, en recono­cimiento. Aquella calle se parecía a cualquier otra, aun­que más limpia tal vez que la mía.

Había localizado el hotelito, rodeado de jardines, don­de pasaba lo que pasaba. Había que entrar rápido para que el guripa que hacía guardia cerca de la puerta pudiera hacer como que no había visto nada. Fue el primer lugar de América en que me recibieron sin brutalidad, con amabilidad incluso, por mis cinco dólares. Y había las chavalas bellas, llenitas, tersas de salud y fuerza gracio­sa, casi tan bellas, al fin y al cabo, como las del Laugh Calvin.

Y, además, a aquellas podías tocarlas sin rodeos. No pude por menos de volverme un parroquiano de aquel lugar. En él acababa toda mi paga. Necesitaba, al llegar la noche, las promiscuidades eróticas de aquellas criaturas tan espléndidas y acogedoras para recuperar el alma. El cine ya no me bastaba, antídoto benigno, sin efecto real contra la atrocidad material de la fábrica. Había que re­currir, para seguir adelante, a los tónicos potentes, des­madrados, a métodos más drásticos. A mí sólo me exi­gían cánones módicos en aquella casa, arreglos de amigos, porque les había traído de Francia, a aquellas da­mas, algunas cosillas. Sólo que el sábado por la noche, no había nada que hacer, había un llenazo y yo dejaba todo el sitio a los equipos de baseball que habían salido de juerga, con vigor magnífico, tíos cachas a quienes la feli­cidad parecía resultar tan fácil como respirar.

Mientras disfrutaban los equipos, yo, por mi parte, es­cribía relatos cortos en la cocina y para mí sólo. El entu­siasmo de aquellos deportistas por las criaturas del lugar no alcanzaba, desde luego, al fervor, un poco impotente, del mío. Aquellos atletas tranquilos en su fuerza estaban hartos de perfección física. La belleza es como el alcohol o el confort, te acostumbras a ella y dejas de prestarle atención.

Iban sobre todo, ellos, al picadero, por el cachondeo. Muchas veces acababan dándose unas hostias que para qué. Entonces llegaba la policía en tromba y se llevaba a todo el mundo en camionetas.

Hacia una de las jóvenes del lugar, Molly, no tardé en experimentar un sentimiento excepcional de confianza, que, en los seres atemorizados, hace las veces de amor.

Recuerdo, como si fuera ayer, sus atenciones, sus piernas largas y rubias, magníficamente finas y musculosas, pier­nas nobles. La auténtica aristocracia humana la confieren, digan lo que digan, las piernas, eso por descontado.

Llegamos a ser íntimos en cuerpo y espíritu y todas las semanas íbamos juntos a pasearnos unas horas por la ciu­dad. Tenía posibles, aquella amiga, ya que se hacía unos cien dólares al día en la casa, mientras que yo, en Ford, apenas ganaba diez. El amor que hacía para vivir apenas la fatigaba. Los americanos lo hacen como los pájaros.

Por la noche, tras haber conducido mi carrito ambu­lante, me imponía a mí mismo la obligación de aparecer, después de cenar, con cara amable para ella. Hay que ser alegre con las mujeres, al menos en los comienzos. Sentía un deseo vago y lancinante de proponerle cosas, pero ya no me quedaban fuerzas. Comprendía perfectamente el desánimo industrial, Molly, estaba acostumbrada a tratar con obreros.

Una tarde, sin más ni más, me ofreció cincuenta dóla­res. Primero la miré. No me atrevía. Pensaba en lo que habría dicho mi madre en un caso así. Y después pensé que mi madre, la pobre, nunca me había ofrecido tanto. Para agradar a Molly, fui, al instante, a comprar con sus dólares un bonito traje de color beige pastel (four piece suit), como estaban de moda en la primavera de aquel año. Nunca me habían visto llegar tan peripuesto al pica­dero. La patrona puso en marcha su enorme gramófono, con el exclusivo fin de enseñarme a bailar.

Después, fuimos al cine, Molly y yo, para estrenar mi traje nuevo. Por el camino me preguntaba si estaba celo­so, porque el traje me daba aspecto triste y ganas también de no volver nunca más a la fábrica. Un traje nuevo es algo que te trastorna las ideas. Ella daba besitos apasiona­dos a mi traje, cuando la gente no nos miraba. Yo inten­taba pensar en otra cosa.

De todos modos, ¡qué mujer, aquella Molly! ¡Qué ge­nerosa! ¡Qué carnes! ¡Qué plenitud juvenil! Un festín de deseos. Y me volvía la aprensión. ¿Chulo de putas?... pensaba.

«¡No vayas más a la Ford -me desanimaba, además, Molly-. Búscate mejor un empleillo en una oficina... De traductor, por ejemplo, es tu estilo... A ti los libros te gustan...»

Así me aconsejaba, con mucho cariño, quería que yo fuese feliz. Por primera vez un ser humano se interesaba por mí, desde dentro, podríamos decir, por mi egoísmo, se ponía en mi lugar y no se limitaba a juzgarme desde el suyo, como todos los demás.

¡Ah, si la hubiera conocido antes, a Molly, cuando aún estaba a tiempo de seguir un camino y no otro! ¡Antes de perder mi entusiasmo con la puta de Musyne y el bicho de Lola! Pero era demasiado tarde para rehacer la juven­tud. ¡Ya no creía en ella! En seguida te vuelves viejo y de forma irremediable. Lo notas porque has aprendido a amar tu desgracia, a tu pesar. Es la naturaleza, que es más fuerte que tú, y se acabó. Nos ensaya en un género y ya no podemos salir de él. Yo había seguido la dirección de la inquietud. Te tomas en serio tu papel y tu destino poco a poco y luego, cuando te quieres dar cuenta, es demasia­do tarde para cambiarlos. Te has vuelto inquieto y así te quedas para siempre.

Intentaba con mucha amabilidad retenerme junto a ella, Molly, disuadirme... «Mira, Ferdinand, ¡la vida aquí es igual que en Europa! No vamos a ser infelices juntos. -Y tenía razón en un sentido-. Invertiremos los aho­rros... compraremos un comercio... Seremos como todo el mundo...» Lo decía para calmar mis escrúpulos. Pro­yectos. Yo le daba la razón. Me daba vergüenza incluso que hiciera tantos esfuerzos por conservarme. Yo la ama­ba, desde luego, pero más aún amaba mi vicio, aquel deseo de huir de todas partes, en busca de no sé qué, por orgullo tonto seguramente, por convicción de una espe­cie de superioridad.

Yo no quería herirla, ella comprendía y se adelantaba a tranquilizarme. Era tan cariñosa, que acabé confesándole la manía que me aquejaba de largarme de todos lados. Me escuchó durante días y días explayarme y explicarme hasta el hastío, debatiéndome entre fantasmas y orgu­llos, y no se impacientaba: al contrario. Sólo intentaba ayudarme a vencer aquella angustia vana y boba. No comprendía muy bien adonde quería yo ir a parar con mis divagaciones, pero me daba la razón, de todos mo­dos, contra los fantasmas o con los fantasmas, a mi gusto. A fuerza de dulzura persuasiva, su bondad llegó a serme familiar y casi personal. Pero me parecía que yo empeza­ba entonces a hacer trampa con mi dichoso destino, con mi razón de ser, como yo la llamaba, y de repente cesé de contarle todo lo que pensaba. Volví solo a mi interior, muy contento de ser aún más desgraciado que antes por­que había llevado hasta mi soledad una nueva forma de angustia y algo que se parecía al sentimiento auténtico.

Todo esto es trivial. Pero Molly estaba dotada de una paciencia angélica, precisamente creía a pie juntillas en las vocaciones. A su hermana menor, por ejemplo, en la Universidad de Arizona, le había dado la manía de foto­grafiar los pájaros en sus nidos y las rapaces en sus guari­das. Conque, para que pudiera continuar asistiendo a los extraños cursos de aquella técnica especial, Molly le en­viaba regularmente, a su hermana fotógrafa, cincuenta dólares al mes.

Un corazón infinito, la verdad, con sublimidad auténti­ca dentro, que puede transformarse en parné, no en fantasmadas como el mío y tantos otros. En cuanto a mí, Molly estaba más que deseosa de interesarse pecuniariamente en mi mediocre aventura. Aunque por momentos le pareciera un muchacho bastante atolondrado, mi convicción le pa­recía real y digna de estímulo. Sólo me invitaba a estable­cer como un pequeño balance para una pensión presu­puestaria que quería concederme. Yo no podía decidirme a aceptar aquella dádiva. Un último resabio de delicadeza me impedía aprovechar más, especular con aquella natura­leza demasiado espiritual y cariñosa, la verdad. Por eso, entré deliberadamente en conflicto con la Providencia.

Di incluso, avergonzado, algunos pasos para volver a la Ford. Pequeños heroísmos sin resultado, por cierto. Llegué justo hasta la puerta de la fábrica, pero me quedé paralizado en aquel lugar liminar, y la perspectiva de to­das aquellas máquinas que me esperaban girando eliminó en mí sin remedio aquellas veleidades laborales.

Me coloqué ante la gran cristalera del generador eléc­trico, gigante multiforme que bramaba al absorber y re­peler no sabía yo de dónde, no sabía yo qué, por mil tu­bos relucientes, intrincados y viciosos como lianas. Una mañana que estaba así, contemplando boquiabierto, pasó por casualidad el ruso del taxi. «Chico -me dijo-, ¡ya te puedes despedir!... Hace tres semanas que no vienes... Ya te han substituido por una máquina... Y eso que te había avisado...»

«Así -me dije entonces-, al menos se acabó... Ya no tengo que volver...» Y salí de vuelta para la ciudad. Al lle­gar, volví a pasar por el consulado, para preguntar si ha­bían oído hablar por casualidad de un francés llamado Robinson.


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