Alejandro dumas



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Siguió Bussy a aquella mujer, y Remigio le siguió a él.

Habría sido muy divertido ver aquella procesión compuesta de cua­tro personas que se seguían unas a otras paso a paso, si la tristeza y la palidez de dos de ellas no hubiesen revelado que padecían cruelmente.

Gertrudis, que iba la primera, volvió la esquina de la calle de Montmartre, dio algunos pasos por ella, y luego torció a la derecha pa­ra entrar en un callejón sin salida a cuyo extremo había una puerta.

Vaciló Bussy un momento, pero Remigio le dijo:

-Señor conde, ¿queréis que os pise los talones?

Bussy siguió su camino.

Al llegar junto a la puerta sacó Gertrudis una llave del bolsillo, y se apartó para que pasase su ama, la cual entró sin volver la cabeza.

La camarista y Remigio hablaron algunas palabras al oído; hicieron señas a Bussy de que entrase, y ce­rraron luego la puerta por la parte de adentro, dejando otra vez descu­bierto el callejón.

Eran las siete y media de una de las últimas tardes de mayo, en que el aire puro y templado empezaba a hacer brotar las flores, y a abrir los capullos de terciopelo.

Miró Bussy a su alrededor, y se encontró en un jardincito de cin­cuenta pies en cuadro, cercado de altas paredes cubiertas de yedra en­trelazadas con parras, que despedían un fuerte perfume. Los primeros ra­yos del sol habían hecho nacer al­gunas lilas, cuyas suaves emanacio­nes trastornaban la cabeza del jo­ven que aún se hallaba muy débil.

Pensaba Bussy que únicamente la presencia de una mujer tan tierna­mente amada, podía hacerle gozar de tantos perfumes, de tanto ca­lor, de tanta vida, a él que una hora antes se encontraba solo y abando­nado de todos.

Bajo un dosel de jazmín y de cle­mátides, estaba sentada Diana en un banco de madera, incrustado en la pared de la iglesia, con la cabeza inclinada, deshojando a fuerza de restregarle entre sus dedos un alelí, con cuyas hojas iba matizando el suelo sin notarlo.

Un ruiseñor oculto en un casta­ño inmediato, comenzó en aquel momento su larga y melancólica canción.

Bussy se hallaba sólo en el jardín con madame de Monsoreau, porque Remigio y Gertrudis se mantenían a larga distancia: se acercó a su amada al mismo tiempo que ésta le­vantaba la cabeza y le decía tímida­mente:

-Señor conde, el fingir sería in­digno de mí: me habéis encontrado hace poco en la iglesia, y este en­cuentro no ha sido efecto de la ca­sualidad.

-No -respondió Bussy-; Re­migio me ha obligado a salir de casa sin decirme con qué objeto, y os juro que ignoraba...

-No comprendéis el sentido de mis palabras -dijo tristemente Dia­na-: sí, ya sé que ha sido Remigio el que os ha traído a la iglesia, tal vez a la fuerza.

-Señora -dijo Bussy-, no ha sido a la fuerza... Yo no sabía que debía hallaros en ella.

-Muy duras son esas palabras, se­ñor conde -murmuró Diana mo­viendo la cabeza y mirando a Bussy con los ojos preñados de lágrimas. ­¿Queréis darme a entender que si hubieseis sabido el objeto que se proponía Remigio, no le habríais acompañado?

-¡Oh! Señora...

-Es natural, es justo; me habéis prestando un señalado servicio, y aún no os he dado las gracias. Perdo­nadme y contad con mi agradeci­miento...

-Señora. .

Bussy se detuvo porque estaba tan aturdido, que no hallaba pala­bras con que expresarse.

-Pero yo he querido probaros -continuó Diana animándose-, que no soy una mujer ingrata, ni tengo un corazón capaz de olvidar; yo he sido, pues, la que ha rogado a M. Remigio que me proporcionase la honra de tener una entrevista con vos; yo le he dado esta cita, perdo­nadme si os desagrada.

Puso Bussy una mano sobre su corazón, y dijo:

-¡Oh! Señora, bien sabéis que no.

Empezaba el pobre joven a coor­dinar sus ideas, y le parecía que la dulce brisa de la tarde, que le hacía respirar tan aromáticos perfu­mes y llevaba hasta su oído tan tier­nas palabras, disipaba al mismo tiempo las nubes que tenía ante sus ojos.

-Ya sé -continuó Diana, que se dominaba mejor porque estaba preparada para esta conferencia-; ya sé que os ha debido costar mu­cho cumplir lo que yo exigía de vos: conozco vuestra delicadeza, os co­nozco y os aprecio, creedme. Juz­gad, pues, cuanto he debido pade­cer pensando en que no haríais jus­ticia a los sentimientos de mi cora­zón.

-Señora -dijo Bussy-, hace tres días que estoy enfermo.

-Sí, ya lo sé -respondió Diana, mudando de color, y demostrando de este modo el interés que le ins­piraba la enfermedad de Bussy-; ya sé que estáis malo, y he padeci­do más que vos, porque M. Remi­gio tal vez me engañaba, me hacía creer...

-Que era vuestra indiferencia la causa de mi enfermedad; ¡oh! es cierto.

-Entonces, conde, he hecho lo que debía: os doy las gracias, y os juro un eterno reconocimiento... creedme. mis palabras salen del co­razón.

Movió Bussy tristemente la cabe­za, pero no respondió.

-¿Dudáis de lo que os digo? -repuso Diana.

-Señora -contestó Bussy-, cuando se profesa amistad a una persona, se le manifiesta esa amis­tad del modo que se puede; sabíais que estaba yo en palacio la tar­de que fuisteis presentada en la Cor­te; sabíais que estaba a vuestro lado, debisteis sentir mis miradas que no se apartaban un instante de vuestros ojos, y sin embargo, no los levantasteis una vez para mirarme; no me hicisteis comprender, por una palabra, por un gesto, por un movimiento cualquiera que sabíais que estaba allí; a pesar de todo, quizás he obrado mal, tal vez no me habríais conocido, porque no me habéis visto más que dos veces.

Respondió Diana con una mirada de reconvención tan triste, que con­movió a Bussy en lo más íntimo de su corazón.

-Perdón, señora, perdón -ex­clamó-: sois muy diferente de to­das las demás mujeres, y obráis no obstante, como las mujeres vulga­res: ¿ese casamiento?

-¿No sabéis cómo me han vio­lentado para llevarle a cabo?

-Sí, mas hubiera sido fácil rom­perle.

-Por el contrario, era imposible.

-¿No sabíais que velaba por vos, a vuestro lado, un hombre que os ama sinceramente?

Diana bajó los ojos.

-Eso era lo que más miedo me causaba -respondió.

-Me habéis sacrificado a esas consideraciones, ¡oh! ¿para qué me sirve la vida, si pertenecéis a otro?

-Una mujer -dijo la condesa con dignidad- no cambia de nom­bre sin dejar muy lastimado su ho­nor, cuando viven dos hombres; uno, que lleva el nombre que ella ha dejado; otro, el que ha tomado.

-¿Y habéis conservado el nom­bre de Monsoreau porque le prefe­rís?

-¿Lo creéis así? -balbuceó Diana-. ¡Tanto mejor!

Y sus ojos se inundaron de lá­grimas.

Viendo Bussy que volvía. a dejar caer su hermosa cabeza sobre el pe­cho, se aproximó a ella y prosiguió:

-Es decir que he vuelto a ser para vos lo mismo que antes, un extraño.

-¡Dios mío! -exclamó Diana.

-Vuestro silencio lo prueba.

-Bastante dice mi silencio.

-Vuestro silencio, señora, está conforme con la conducta que ob­servasteis en el Louvre; allí no me veíais, aquí no me habláis...

-En el Louvre estaba delante de M. de Monsoreau; M. de Monsoreau me miraba, y tiene celos.

-¡Celos! ¿Pues qué puede pedir, Dios mío? ¿qué ventura puede en­vidiar cuando todo el mundo envi­diaba la suya?

-Os digo que tiene celos; hace algunos días que ha visto un hom­bre rondando nuestra nueva habi­tación.

-Pues qué, ¿habéis dejado la ca­sita de la calle de San Antonio?

-¡Cómo! -dijo Diana, dejándo­se llevar de un movimiento irrefle­xivo-; ¿no érais vos, monsier de Bussy?

-Desde que anunció públicamen­te vuestro casamiento, señora, des­de que fuisteis presentada en la Corte, desde la noche del Louvre, por último, en que no os dignasteis mirarme, he estado en el lecho, abra­sado por la fiebre; ya veis que vues­tro marido no puede tener celos de mí, puesto que yo no he podido rondar vuestra casa.

-Pues entonces, señor conde, si es cierto, como me acabáis de de­cir, que deseabais volverme a ver, agradecédselo a ese hombre que ig­noramos quién sea; porque, cono­ciendo a M. de Monsoreau como le conozco, he temido que peligrase vuestra vida, y deseaba veros para deciros: No os expongáis, señor conde, no me hagáis aún más des­graciada de lo que soy.

-Tranquilizaos, señora, os repito que no era yo.

-No obstante, voy a concluir lo que tenía que deciros. Temiendo M. de Monsoreau a ese hombre a quien no conocemos, aunque quizás él le conocerá, temiendo a ese hombre quiere que salga de París; de modo que -prosiguió alargando a Bussy la mano-, de modo que, señor con­de, podéis considerar esta entrevis­ta como la última... Mañana me pongo en camino para Meridor.

-¿Os marcháis, señora? -pre­guntó Bussy.

-No hay otro remedio de tran­quilizar a M. de Monsoreau, y es también el único medio que me pue­de hacer recobrar la tranquilidad. Además, yo por mi parte, detesto a París, aborrezco al mundo, la Corte y el Louvre. Me considero muy fe­liz en poder aislarme con los recuer­dos de mi infancia, y me parece que cuando me pasee por los sen­deros que recorría en mi niñez, renacerá en mi corazón la calma que disfrutaba en tiempo de mi pa­sada ventura. Me acompaña mi padre, y voy a volver a ver a M., y madame de San Lucas, que se alegrará tenerme a su lado. Adiós, monsieur de Bussy.

Ocultó éste el semblante entre las manos, y exclamó:

-Todo ha concluido ya en el mundo para mí.

-¿Qué decís? -exclamó Diana, levantándose.

-Digo, señora que ese hombre que os destierra, que ese hombre que arrebata la única esperanza que me quedaba, la de respirar el mismo aire que vos, veros detrás de una celosía, tocar vuestra vestido al pa­sar, la de adorar, por último, a un ser viviente y no a una sombra; digo, digo que ese hombre es mi enemigo mortal, y que, aunque me costase la vida, le he de hacer pe­dazos entre mis manos.

-¡Oh! señor conde.

-¡Miserable! -prosiguió Bus­sy-; no se contenta con tener por mujer a la más hermosa y más casta de todas las criaturas, sino que está además celoso. ¡Celoso! Mons­truo ridículo y devorador que se tragaría el mundo.

-¡Oh! calmaos, conde, calmaos; tal vez se le debe disculpar...

-¡Disculpar, y le defendéis, se­ñora!...

-¡Oh! si supieseis... -repuso Diana tapándose la cara con las manos, como si hubiese temido que, a pesar de la obscuridad, distinguie­se Bussy el carmín de su rostro.

-¿Si supiese? -repitió Bussy-. Lo que se, señora, es que siendo vuestro esposo, no se debe pensar en nada más.

-Pero -prosiguió Diana, con voz sorda, entrecortada, ardiente-; pero si os engañaseis, señor conde, si no lo fuese...

Y, al decir estas palabras, estre­chó la joven las ardientes manos de Bussy entre las suyas, se puso de pie y desapareció ligera como una sombra, entre las obscuras callejue­las del jardín; cogió el brazo de Gertrudis, y salió de allí antes que Bussy, ebrio de gozo, insensato, sin saber lo que le pasaba hubiese intentado alargar el brazo para dete­nerla.

Dio un grito y se levantó, pero le faltaron las fuerzas.

Al mismo tiempo llegó Remigio, que le tomó en sus brazos y le obligó a sentarse en el mismo banco que acababa Diana de dejar.

XLIV. D'EPERNON Y SCHOMBERG

Mientras que maese La Huriére amontonaba firmas sobre firmas, mientras que Chicot encerraba a Gorenflot en el Cuerno de la Abun­dancia, mientras que Bussy reco­braba la vida en aquel jardincito sa­turado de perfumes, de encantos y de amor, Enrique, triste por lo que había visto en la ciudad, irritado con los sermones que había escu­chado en las iglesias, furioso por haber oído las aclamaciones que iba recogiendo su hermano el du­que de Anjou, a quien vio pasar a pocos pasos de él, en compañía de M. de Guisa y M. de Mayena y se­guido de una porción de caballe­ros que mandaba al parecer M. de Monsoreau, Enrique decimos, había vuelto a entrar en el Louvre acom­pañado de Maugiron y de Quelus.

El rey salió, como acostumbraba, con sus cuatro amigos; pero a pocos pasos del Louvre, fastidiados Schom­berg y d'Epernon de ver a Enrique tan pensativo, y calculando que en semejante confusión y alboroto ha­llarían mil ocasiones para divertir­se, y no les faltarían aventuras, se aprovecharon de la primera oleada de gente para desaparecer volviendo la esquina de una calle; y al mismo tiempo que el rey y sus dos amigos continuaban su paseo por el mue­lle, se internaban ellos en la calle de Orléans.

Apenas habían andado cien pasos cuando ya había acometido cada uno su aventura. D'Epernon, cruzó su cerbatana entre las piernas de un paisano que iba corriendo y le hizo dar diez pasos más rodando por el suelo; Schomberg quitó la cofia a una mujer que le pareció por detrás fea y vieja, aunque afor­tunadamente era joven y bonita. Pero habían escogido mal día para atacar a los buenos parisienses tan pacíficos de ordinario; aquel día circulaba por las calles de Pa­rís el espíritu de rebelión que bate de vez en cuando sus alas en las grandes capitales: el paisano que había sufrido el revolcón se levantó gritando: ¡al hereje! Era un celoso partidario de la Liga, le creyeron, y la muchedumbre se arrojó sobre d'Epernon. La mujer cuya cofia ha­bía rodado por el suelo -gritó-: ¡al favorito! lo cual era mucho peor; y su marido, que era un tintorero soltó a sus aprendices contra Schom­berg.

Schomberg era valiente; se detu­vo, pues, intentó hablar alto, y echó mano a la espada.

D'Epernon era prudente; se puso en precipitada fuga.

No volvió a acordarse Enrique de sus dos amigos, porque sabía que no necesitaban a nadie para salir de apuros; el uno, gracias a su bue­na espada; el otro, gracias a sus buenas piernas: dio pues una vuelta por la ciudad, según hemos visto, y se encaminó después al Louvre.

Entró en la sala de armas, donde sentado en un gran sillón temblaba de impaciencia, porque no encon­traba con quién desahogar su cóle­ra.

Maugiron jugaba con Narciso, el gran lebrel del rey: Quelus se sentó en un almohadón con las manos en las mejillas, y se puso a mirar a Enrique.

-Cada vez peor -decía el rey-: los conspiradores van ganando te­rreno; unas veces tigres y otras ser­pientes, cuando no caminan a saltos andan a rastras.

-¡Bah! ¡Señor! -dijo Quelus-, ¿no ha habido siempre conspiracio­nes en todos los reinos? ¿Qué dia­blos queríais que hiciesen los hijos de los reyes, los hermanos de los reyes, y los primos de los reyes si no conspirasen?

-Callad, Quelus, porque verda­deramente con vuestras absurdas máximas v con vuestros abotarga­dos carrillos me parece que no entendéis una palabra de política.

Dio media vuelta Quelus en el almohadón y volvió con imperti­nencia la espalda al rey.

-Veamos, Maugiron; ¿tengo ra­zón o no? ¿Se me debe adormecer con insuleces y lugares comunes, como si fuese un rey vulgar, o un mercader de lana que teme perder su gato favorito?

-¡Bah! Señor -repuso Maugi­ron; que era siempre en todo de la misma opinión que Quelus-; si no sois un rey vulgar, probadlo, siendo un gran rey. Aquí está Narciso; es un buen perro, un hermoso animal, mas cuando le tiran de las orejas gruñe, y cuando le pisan muerde.

-¡Bueno! -repuso Enrique-, este otro me compara con un pe­rro.

-No, señor, no -dijo Maugi­ron-; todo al contrario, ya veis que le doy preferencia, porque Narciso sabe defenderse, y Vuestra Majestad no sabe.

Y también volvió la espalda a Enrique.

-Bien -exclamó el rey-; ya me he quedado solo; muy bien, con­tinuad, amigos míos; murmuran de mí, dicen que dilapido el reino por vosotros, pero a vosotros no os im­porta; abandonadme, insultadme, asesinadme; por mi honor que so­lamente estoy rodeado de verdugos. ¡Ah, Chicot! Mi pobrecillo Chicot, ¿adónde estás?

-Bueno, dijo Quelus-, no nos faltaba más que esto. Ahora llama a Chicot.

-Es completamente tonto -agre­gó Maugiron.

Y el insolente se puso a cantar entre dientes un proverbio latino que traducido al castellano dice: Dime con quien andas, te diré quien eres.

Frunció Enrique el ceño, brilló en sus hermosos ojos negros la ira y dirigió a sus amigos una mirada verdaderamente de rey.

Mas agotadas sus fuerzas con aquel pasajero arrebato de cólera, volvió a caer en la silla, y comenzó a tirar de las orejas a un cachorri­llo.

Poco después sonaron pasos muy acelerados en la antecámara, y entró d'Epernon, sin sombrero, sin capa y con la ropilla rasgada.

Volviéronse Quelus y Maugiron, y Narciso se abalanzó al recién ve­nido, ladrando, como si de los cor­tesanos del rey, no conociese más que la ropa.

-¡Jesucristo! –exclamó Enri­que-, ¿qué te ha ocurrido?

-Señor -contestó d'Epernon-, miradme; ved como tratan a los amigos de Vuestra Majestad.

-¿Y quién te ha tratado tan mal? -interrogó el rey.

-Vuestro pueblo, pardiez, o me­jor dicho, el pueblo de M. el du­que de Anjou, que gritaba: Viva la Liga, viva la misa, viva Guisa, viva Francisco, viva todo el mundo, ex­cepto viva Su Majestad.

-Mas ¿qué le has hecho tú al pueblo para que te trate así?

-¿Yo? Nada. ¿Qué queréis que un hombre solo haga a un pue­blo? Me ha conocido como amigo de Vuestra Majestad, y esto ha sido suficiente.

-¿Pero y Schomberg?

-¿Schomberg?

-¿No ha acudido Schomberg en tu auxilio, no te ha defendido?

-Schomberg, pardiez, tenía bas­tante que hacer con defenderse a sí propio.

-¿Pues qué le ha pasado?

-Sí, le he dejado entre las ma­nos de un tintorero, a cuya mujer había quitado la cofia, el cual, acompañado de cinco o seis criados, daba señales de hacerle pasar un mal rato.

-¡Por la muerte de Cristo! -ex­clamó el rey-; ¿adónde le has de­jado a mi pobre Schomberg? -aña­dió Enrique, levantándose-. Yo mismo iré a defenderle. Se dirá tal vez -continuó mirando a Quelus y a Maugiron-, que mis amigos me han abandonado, mas no se dirá al menos que yo abandono a mis amigos.

-Gracias, señor -dijo una voz detrás de Enrique-, gracias, ya es­toy aquí, me he salvado yo solo, aunque no sin mucho trabajo.

-¡Oh! Schomberg, es la voz de Schomberg -dijeron simultánea­mente los tres favoritos-. ¿Pero dónde diablos estás?

-Pardiez, dónde estoy, bien me estáis viendo -contestó la misma voz.

En lo más obscuro del gabinete, se veía en efecto, no un hombre, sino una sombra que iba avanzando lentamente.

-Schomberg -dijo el rey-, ¿de dónde vienes, de dónde sales, por qué estás de ese color?

Schomberg, desde los pies a la cabeza, sin exceptuar ninguna parte de sus vestidos ni de su cuerpo, se hallaba teñido del azul de prusia más hermoso que es posible imagi­narse.

-¡Miserables! -dijo-. Ya no me admira que corriera todo el pueblo detrás de mí.

-¿Pero qué te ha ocurrido? -preguntó Enrique-. Si estuvieses amarillo, podría explicar muy bien por el miedo; ¡pero azul!

-Es que los tunantes me han zambullido en una tina; creí que me sumergían en una tina llena de agua, mas veo que estaba llena de añil.

-¡Oh! -dijo Quelus riendo a carcajadas-; en el pecado llevan la penitencia: el añil, querido mío, cuesta muy caro, y tú te has traído lo menos veinte escudos de tinte.

-Búrlate, búrlate ahora; hubiera querido verte en mi lugar.

-¿Y no has matado a nadie? -preguntó Maugiron.

-He dejado mi puñal en alguna parte, eso es todo lo que sé, sepul­tado hasta el puño en una vaina de carne; mas no tuve tiempo para nada; en un segundo me cogieron, me levantaron en el aire me arreba­taron, me zambulleron en la tina y casi me ahogan.

-¿Y cómo te has librado de sus manos?

-He tenido bastante valor para cometer un acto de cobardía, se­ñor.

-¿Qué has hecho?

-He gritado: ¡Viva la Liga!

-Lo mismo que yo -añadió d'Epernon-; sólo que a mí me han obligado a añadir: viva el duque de Anjou.

-También a mí -dijo Schom­berg mordiéndose las manos de ira-; también he tenido que ha­cerlo, y aún no es eso todo.

-¡Pues cómo! ¿Te han hecho gritar algo más, pobre Schomberg? -No, no me han hecho gritar más, que ya era bastante, sino que cuando yo gritaba: ¡Viva el duque de Anjou!. ..

-¿Qué?

-¿No adivináis quién pasaba?



-Cómo quieres que lo adivine.

-Bussy, pasaba por allí ese con­denado Bussy, y me ha oído dar vivas a su amo.

-Pero no ha debido comprender lo que pasaba.

-¡Vive Cristo! ¡como era tan di­fícil ver lo que sucedía! estaba me­tido en la tina, y me habían puesto un puñal al cuello.

-¿Y no te ha socorrido? -dijo Maugiron-: un caballero debe au­xiliar a otro si lo necesita.

-Debía ir pensando en alguna cosa importante; porque sólo le fal­taban alas para volar; apenas toca­ba el suelo con los pies.

-Pues entonces -repuso Maugi­ron, no te habrá conocido.

-¡Vaya una razón!

-¿Estabas ya teñido de azul?

-Efectivamente, ya lo estaba -repuso Schomberg.

-En ese caso es disculpable, mi querido Schomberg -dijo Enri­que-, porque tampoco yo te habría conocido.

-No importa -dijo el joven, que no en vano tenía sangre alema­na en las venas-, ya nos volvere­mos a hallar en otra parte cuando no esté yo metido en una tina de añil.

-Por mí -dijo d'Epernon-, no es al cridado a quien tengo ganas, es al amo; no es con Bussy con quien desearía habérmelas, sino con mon­señor el duque de Anjou.

-Sí, si -añadió Schomberg-, monseñor el duque de Anjou, que quiere matarnos poniéndonos en ri­dículo, mientras se le presenta oca­sión de matarnos con el acero.

-Al duque de Anjou, cuyas ala­banzas cantan por las calles; Vues­tra Majestad las ha oído, señor -di­jeron a un tiempo Quelus y Maugi­ron.

-La verdad es, que él es ahora el duque y el amo de París, y no el rey; salid de Palacio -dijo d'Eper­non-, y veréis si os respetan más que a nosotros.

-¡Ah, hermano, hermano! -mur­muró Enrique en tono amenazador.

-¡Ah! señor, aun volveréis a de­cir muchas veces lo mismo que aho­ra: ¡Ah, hermano, hermano! y no tomaréis, sin embargo, ninguna me­dida contra él -dijo Schomberg-. Pero mientras tanto debo deciros que estoy plenamente convencido de que vuestro hermano está a la ca­beza de alguna conspiración.

-¡Pardiez! -dijo Enrique-, eso mismo estaba yo diciendo a estos caballeros cuando has entrado tú, d'Epernon; pero no me han con­testado más que encogiéndose de hombros y volviéndome la espalda.

-Señor -respondió Maugiron-, nos hemos encogido de hombros y os hemos vuelto la espalda, no por­que nos decíais que había una cons­piración, sino porque no os vemos dispuesto a reprimirla y castigarla.

-Y ahora -prosiguió Quelus-, nos volvemos otra vez hacia Vues­tra Majestad para deciros: salvad­nos, señor, o más bien salvaos, por­que si nosotros sucumbimos, sois hombre muerto. Mañana vendrá M. de Guisa al Louvre, y pedirá que nombréis el jefe de la Liga; maña­na nombraréis al duque de Anjou, como habéis prometido, y una vez jefe de la Liga, es decir, a la cabeza de cien mil parisienses acalorados con las orgías de esta noche, el du­que dé Anjou hará lo que le plazca de Vuestra Majestad.

-¡Ah! ¡ah! -dijo Enrique-; y en caso de adoptarse un partido ex­tremo, ¿estáis dispuestos a secun­darme?

-Sí, señor -respondieron los cuatro jóvenes a un mismo tiempo.

-Con tal que, señor -añadió d'Epernon-, me deje Vuestra Ma­jestad el tiempo suficiente para po­nerme otro sombrero, otra capa y otra ropilla.

-Anda a mi guardorropa, d'Eper­non, y que te dé mi ayuda de cáma­ra todo lo que necesites; somos de igual estatura.

-Y con tal que me deis tiempo a mí para tomar un baño.

-Ve a la sala del baño, y mi bañero te asistirá.

-¿Podemos, pues, esperar -dijo Schomberg-, que no quedará el ultraje sin venganza?

Extendió Enrique la mano para que callasen, e inclinando la cabe­za, se puso a reflexionar profunda­mente.

Al cabo de un momento contestó:

-Quelus, pregunta si ha vuelto al Louvre el duque de Anjou.

Salió Quelus de la estancia a des­empeñar su comisión, pero d'Eper­non y Schomberg se quedaron hasta saber la contestación de Quelus, porque se había reanimado su celo con la inminencia del peligro; nunca son perezosos los marineros cuando ruge la tempestad, sino cuando el mar está en calma.


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