Alejandro dumas



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-¿Y qué dice Su Majestad, mon­señor? -preguntó por último el de Guisa.

-Mi hermano aprueba la idea; pero como el proyecto es tan gigan­tesco, le parece peligroso que esté a la cabeza de la Liga un hombre de vuestra importancia.

-Entonces está a pique de frus­trarse.

-Mucho lo temo, mi querido En­rique; me parece que la Liga va a quedar suprimida.

-Eso sería morir antes de nacer -observó el duque-; concluir an­tes de haber comenzado.

-Tanto sabe el uno como el otro -dijo una voz baja y burlona al oído del rey, inclinado para mejor observar.

Enrique se volvió apresuradamen­te y vio a Chicot escuchando por un agujero inmediato al suyo.

-¡Me has seguido, pícaro! -ex­clamó el rey.

-Calla -dijo Chicot-, calla, hijo mío, que no me dejas oír.

Enrique se encogió de hombros, mas como Chicot era el único en quien tenía entera confianza, se puso otra vez a escuchar.

El duque de Guisa volvía a to­mar la palabra:

-Monseñor -dijo-, opino que en ese caso hubiera el rey anunciado su negativa desde luego; me ha aco­gido tan mal que me hubiera ma­nifestado todo su pensamiento. ¿Quiere acaso exonerarme?

-Creo que sí -repuso el prínci­pe en tono de duda.

-¿Y entonces, daría al traste con la empresa?

-Seguramente, y como ya habíais empeñado la acción, he ayudado vuestros esfuerzos con todo mi po­der.

-¿Cómo?


-Voy a decíroslo: Enrique ha de­jado casi exclusivamente a mi ar­bitrio el dar vida a la Liga o matar­la para siempre.

-¿De qué manera? -preguntó el de Lorena, cuyas miradas brilla­ron contra su voluntad.

-Oíd, porque harto conocéis que esto debe someterse siempre a la aprobación de los principales direc­tores. Si Enrique, en lugar de ex­pulsaros y de disolver la Liga, nom­brase un jefe favorable a la empre­sa, si en vez de escoger para este puesto al duque de Guisa, nombrase en su lugar al de Anjou...

-¡Ah! -dijo el duque de Guisa, sin poder reprimir esta exclamación, ni impedir que se le agolpase la san­gre al, rostro.

-¡Bueno! -dijo Chicot-, los dos perros se van a disputar los huesos.

Pero con gran sorpresa de Chi­cot, y más todavía del rey, que sa­bía menos que su bufón de estas cosas, el duque se calmó de repen­te, y prosiguió con voz tranquila y gozosa:

-Si habéis hecho eso, monseñor, sois un hábil político.

-Lo he hecho -repuso el de Anjou.

-Y sin perder tiempo.

-Sí, pero debo confesar, que pre­sentándoseme la ocasión, me he aprovechado de ella; no obstante, mi querido duque -agregó el prín­cipe-, no hay nada decidido, ni he querido concluirlo sin haberos con­sultado antes.

-¿Con qué objeto, monseñor?

-Porque no se aún en qué parará esto.

-Pues yo sí que lo sé -dijo Chicot.

-Es una pequeña conspiración -dijo Enrique sonriéndose.

-De la cual no te ha dicho nada M. de Morvilliers, no obstante estar siempre tan bien informado; pero déjanos escuchar, porque esto se va haciendo interesante.

-Pues yo, monseñor -repuso el duque de Guisa-, os voy a decir, no precisamente en qué parará esto, porque sólo Dios lo sabe, sino para qué nos puede servir: la Liga es un segundo ejército, y como yo dispon­go del primero y mi hermano el cardenal de la Iglesia, no habrá nada que pueda resistirnos mientras con­tinuemos unidos.

-Sin contar -dijo el duque de Anjou-, con que soy el heredero presuntivo de la corona.

-¡Ah, ah! -exclamó Enrique.

-Tiene razón -repuso Chicot-; tú tienes la culpa, hijo mío, porque persistes en no reunir las dos ca­misas de nuestra Señora de Chartres.

-Debéis reflexionar, monseñor, que aunque seáis heredero presunto de la corona, esto puede traer ma­las consecuencias.

-¿Y pensáis, duque, que no lo he hecho ya, y que no las he pesado todas cien veces?

-En primer lugar está el rey de Navarra.

-¡Oh! ése no me preocupa; sus amores con la Fosseuse no le dejan un momento desocupado.

-Pues ése, monseñor, ése os dis­putará hasta lo que tengáis dentro de vuestro bolsillo; está traspillado, flaco, hambriento, se asemeja a los gatos de tejado, a quienes el olor de un ratoncillo solamente hace pa­sar noches enteras en la ventana de un desván, mientras que el gato bien alimentado, abrigado y engualdrapa­do, no puede, de tal modo le pesan las patas, sacar las uñas de su es­tuche de terciopelo; el rey de Na­varra es espía, está en acecho, no os pierde de vista a Vuestra Alteza ni a vuestro hermano, codicia vues­tro trono, y cuando ocurra algún accidente al que ahora se sienta en él, ya veréis si el gato flaco tiene músculo elástico, y si de un solo salto no se echará sobre Vuestra Alteza, monseñor, para haceros sen­tir sus garras, desde Pau a París; ya veréis, ya veréis.

-Un accidente al que está sen­tado en el trono -repitió con len­titud Francisco, fijando una mirada investigadora en el duque de Guisa.

-Escucha, Enrique -dijo Chi­cot-, el de Guisa está diciendo, o más bien va a decir cosas muy ins­tructivas, de las cuales te recomiendo que te aproveches.

-Sí, monseñor -repitió el du­que de Guisa-, un accidente. Sa­béis tan bien como yo, y acaso me­jor que yo, que no son raros los accidentes en vuestra familia. Tal príncipe disfruta de buena salud que enferma de repente: otro cuenta vivir largos años, y le quedan sin embargo pocas horas de vida.

-¿Oyes, Enrique, oyes? -dijo Chicot asiendo la mano del rey, que temblaba y se cubría de un frío su­dor.

-Sí, es verdad -dijo el duque de Anjou tan quedo que el rey y Chicot se vieron forzados a redo­blar su atención para poder oír-; verdad es que los príncipes de mi casa nacen bajo influencias fatales; pero mi hermano Enrique III, está ¡gracias a Dios! bueno y sano, y ha soportado en otra época las fati­gas de la guerra; con mucha más razón resistirá ahora que su vida no es más que una serie de diversiones que soportará tan bien como soportó antes la guerra.

-Es cierto, monseñor -replicó el duque-, pero podéis recordar que las diversiones a que se entre­gan los reyes de Francia no están siempre exentas de peligro; vuestro padre el rey Enrique II, por ejem­plo, que también había escapado fe­lizmente de los peligros de la guerra, sucumbió en una de esas diversio­nes de que habláis. El hierro de la lanza de Montgomery estaba embo­tado para una coraza, y no para un ojo; por eso murió el rey Enrique II, y esto fue un accidente casual. Me diréis que quince años después de este accidente la reina madre hizo prender a M. de Montgomery y le mandó decapitar; también es cierto, pero no por eso resucitó el rey. En cuanto a vuestro hermano, el difunto rey Francisco, su debili­dad le perjudicó notablemente en el concepto de los pueblos, y este dig­no príncipe murió también desgra­ciadamente. Quizá pensaréis, monse­ñor, que una enfermedad de oídos no se debe tomar por un accidente, sin embargo, lo era y no de los más graves; he oído decir muchas veces en el campo, en la ciudad y aun en la corte, que aquella enfermedad mortal fue introducida en los oídos del rey Francisco II por uno a quien haríamos mal en llamar el azar, pues­to que lleva un nombre muy cono­cido.

-¡Duque! -balbuceó Francisco poniéndose encendido.

-Sí, monseñor, sí -prosiguió el duque-, el nombre de rey hace des­graciados de algún tiempo a esta parte a los que le llevan; rey quiere decir tanto como estar en peligro de muerte. El nombre de rey fue evidentemente el que valió a Anto­nio de Borbón el arcabuzazo en el hombro, accidente que, para cual­quiera que no hubiese sido rey, no habría sido mortal, y que, sin embar­go, fue la causa de su muerte. El ojo, el oído y el hombro han llenado de luto a Francia, y esto me recuer­da unos preciosos versos que vuestro M. de Bussy hizo con este motivo.

-¿Qué versos? -preguntó Enri­que.

-¿Pues qué, no lo sabes? -re­puso Chicot.

-No.

-Pues entonces eres un verdade­ro rey que ignoras estas cosas; voy a decírtelos, escucha:



Por ojos, hombros y oídos

van tres monarcas perdidos

en la francesa nación:

por hombros, oídos y ojos

de aleve muerte despojos

tres reyes de Francia son:

por ojos, oídos y hombros...

¡Pero chist... calla! Creo que tu hermano va a decir alguna cosa to­davía más interesante.

-¿Y el último verso?

-Ya te le diré, cuando M. de Bussy haya concluido la décima.

-¿Qué quieres decir?

-Quiero decir que faltaban los personajes en este cuadro de fami­lia; pero escucha, pues va a hablar M. de Guisa, y no los olvidará.

En efecto, en aquel momento vol­vió a comenzar el diálogo.

-Sin contar, monseñor -prosi­guió el duque de Guisa-, que los versos de Bussy no comprenden toda la historia de vuestros ascendientes y de vuestros deudos.

-Cuando yo te lo decía -agregó Chicot tocando al rey con el codo.

-Olvidáis a Juana de Albret, la madre del Bearnés, que murió por la nariz, por haber olido un par de guantes perfumados que compró en el puente de San Miguel, en casa del Florentino: accidente inusitado, pero que sorprendió a todo el mun­do, tanto más cuanto que había en­tonces algunas personas que desea­ban su muerte. ¿Negaréis, monseñor, que esta muerte os sorprendió?

El duque no contestó, pero frun­ció las cejas, dando a sus miradas una expresión mucho más sombría.

-¿Y el accidente del rey Carlos IX, que olvida Vuestra Alteza? -prosiguió el duque-; éste bien merece referirse, porque no le sobre­vino el accidente ni por el ojo, ni por el oído, ni por el hombro, ni por la nariz: le sobrevino por la boca.

-¡Todavía! -murmuró Francis­co.

Y Enrique III oyó los pasos de su hermano que se retiraba aterrori­zado.

-Sí, monseñor, por la boca -re­pitió el de Guisa-: son muy peli­grosos los libros de caza cuyas pá­ginas están pegadas de manera que no se puede volver la hoja sino hu­medeciendo el dedo con saliva a cada momento; los libracos viejos corrompen la saliva, y cuando un hombre, aunque sea rey, tiene co­rrompida la saliva, no puede vivir mucho tiempo.

-¡Duque, duque! -dijo por dos veces el príncipe-, creo que estáis de propósito forjando crímenes.

-¡Crímenes! -contestó el de Guisa-; ¿quién os habla de críme­nes? Refiero accidentes, monseñor, y no he tratado hasta ahora más que de accidentes. ¿No fue así mis­mo un accidente la aventura que su­cedió al rey Carlos IX en la caza?

-Oye -dijo Chicot-, que esto te debe interesar a ti que eres caza­dor; Enrique, escucha, que esto pro­mete ser curioso.

-Ya sé lo que va a decir -con­testó Enrique.

-Sí, pero yo no lo sé, porque no había venido todavía a la corte; dé­jame, pues, escuchar, hijo mío.

-Ya sabéis, monseñor,, de qué caza hablo -prosiguió el de Lore­na-; hablo de aquella caza en que, con la generosa intención de matar al jabalí que se revolvía contra vues­tro hermano, hicisteis fuego con tan­ta precipitación que en vez de acer­tar al animal que queríais matar heristeis al que no apuntabais. Aquel tiro, monseñor, prueba mejor que nada lo mucho que hay que desconfiar de los accidentes: en efecto, todo el mundo conoce en la cor­te vuestra destreza; Vuestra Alteza no ha errado jamás el blanco, y de­bisteis quedar admirado de haberle errado aquella vez, principalmente cuando la maledicencia propagó que la caída del rey bajo su caballo le habría producido la muerte si el rey de Navarra no hubiera matado feliz­mente al jabalí que Vuestra Alteza no acertó.

-¿Pero qué interés había yo de tener en la muerte del rey mi her­mano, si el sucesor de Carlos IX debía llamarse Enrique III? -dijo el duque de Anjou tratando de re­cobrar la tranquilidad que tan cruel­mente había atacado el duque de Guisa.

-Permitidme, monseñor, que nos expliquemos; había ya un trono va­cante, el de Polonia; la muerte del rey Carlos IX dejaba otro desocu­pado, el de Francia. Bien sé que vuestro hermano mayor hubiera ele­gido seguramente el trono de Fran­cia, pero por lo menos habría que­dado el de Polonia, que no deja de ser apetecible, cuando se dice que hay quien ha codiciado el pobre reinecillo del rey de Navarra: por otra parte, siempre os acercabais un grado al trono de Francia, y los ac­cidentes que pudiesen sobrevenir aprovecharían ya a Vuestra Alteza. Enrique III vino de Varsovia en diez días, y en caso de algún nuevo accidente, bien podía Vuestra Alteza haber hecho lo que hizo más tarde el rey Enrique III.

Enrique miró a Chicot, y éste a su vez al rey, no con la expresión de malicia y de sarcasmo que se leía de ordinario en los ojos del loco, sino con un tierno interés que no tardó en desaparecer de su rostro tostado por el sol del Mediodía.

-¿Qué resolvéis, duque? -pre­guntó el de Anjou, poniendo o me­jor dicho procurando poner térmi­no a esta conversación que le había dejado conocer el descontento del duque de Guisa.

-Deduzco de todo esto, monse­ñor, que cada rey tiene su acciden­te, como hemos dicho, y que Vues­tra Alteza es el accidente inevitable del rey Enrique III, principalmente si llegáis a ser el jefe de la Liga, considerando que ser jefe de la Liga, es casi ser rey del rey sin tener en cuenta que siendo jefe de la Liga, suprimiréis el accidente del próximo reinado de Vuestra Alteza, es decir, el Bearnés.

-¡Próximo! ¿lo oyes? -exclamó Enrique III.

-¿Pues no lo he de oír -repu­so Chicot.

-Así, pues -dijo el duque de Guisa.

-Así, pues -repitió el de An­jou-, aceptaré; ése es vuestro pere­cer, ¿no es cierto?

-Os suplico, monseñor, que acep­téis -dijo el de Lorena.

-¿Y esta tarde?

-¡Oh! podéis tranquilizaros; ten­go mi gente en campaña desde muy temprano, y hoy sucederán en París cosas muy curiosas.

-¿Qué va a suceder esta tarde en París? -interrogó Enrique.

-¡Cómo! ¿no lo adivinas?

-No.


-¡Qué simple eres! esta tarde, hijo mío, firman los partidarios de la Liga, públicamente se entiende, pues hace ya mucho tiempo que fir­man en secreto; sólo esperaban tu consentimiento, le has dado esta ma­ñana, y esta tarde firman. ¡Pardiez! Enrique, que tus accidentes, porque tienes dos ... no pierden el tiempo.

-Bien está -terminó diciendo el duque de Anjou-, hasta la tarde, duque.

-Sí, hasta la tarde -dijo tam­bién Enrique.

-¡Cómo! -replicó Chicot-, ¿te arriesgarás esta tarde a recorrer las calles de la capital, Enrique?

-Sin duda.

-Haces mal, Enrique.

-¿Por qué?

-Cuidado con los accidentes.

-Iré bien acompañado, no temas; y además vendrás conmigo.

-No vayas a creer, hijo mío, que yo soy hugonote; mira que soy un buen católico, y que quiero firmar la Liga, no una vez, sino diez, no diez, sino cien veces.

Mientras tanto había dejado de oírse las voces del duque de Anjou y del príncipe de Lorena.

-Oye una palabra -dijo el rey deteniendo a Chicot que se iba a marchar-. ¿Qué opinas tú de todo esto?

-Pienso que cada uno de los re­yes vuestros predecesores ignoraba el accidente que le había de sobre­venir: Enrique II no pudo prever el accidente del ojo, ni Francisco II el del oído, ni Antonio de Bor­bón el del hombro, ni Juana de Al­bret el del a nariz, ni Carlos IX el de la boca... Tenéis, pues, una gran ventaja sobre ellos, Enrique, porque a fe que conocéis a vuestro hermano; ¿no es verdad, señor?

-Sí -respondió Enrique-, y por Cristo que no tardará en saber que le conozco.

XL. LA FIRMA DE LA LIGA

En las fiestas que celebra el Pa­rís de nuestros días se echa de ver un ruido más o menos grande, una multitud más o menos considerable, pero siempre el mismo ruido, siem­pre la misma concurrencia; el París de aquella época tenía algo más que ver. Ofrecían entonces un mag­nífico golpe de vista los muchos miles de personas que se dirigían precipitadamente a un mismo punto, ocupadas en el camino en mirarse, en admirarse, o en silbarse unos a otros cuando la extravagancia de alguno así lo requería. Pero consis­tía en que las casas adornadas unas con balcones y otras rematadas en punta, los trajes, las armas, los ade­manes, la voz y hasta la manera de andar, todo presentaba tanta va­riedad, que reunidos estos mil por­menores en un solo punto compo­nían un todo sumamente interesan­te.

Tal era el aspecto de París a las ocho de la noche, el día que mon­sieur de Guisa, luego de haberse presentado al rey y conversado con el duque de Anjou ideó que firma­sen la Liga los buenos vecinos de la capital del reino.

A aquella hora se encaminaba a las iglesias un inmenso número de parisienses vestidos con sus mejores trajes como en un día de gala, o pertrechados de sus más relucientes armas como para una revista o un combate: todos estos hombres, guia­dos por un mismo sentimiento, se proponían el mismo objeto, y cami­naban con semblante risueño y ame­nazador, principalmente cuando pa­saban por delante de alguna guar­dia de suizos, o de soldados de la Casa Real. Su aspecto era tan ím­ponente que habría preocupado a M. de Morvilliers, si este magistrado no hubiese conocido bien a los bue­nos parisienses, burlones y provoca­tivos, pero incapaces de hacer daño a nadie, si no les excita alguna ma­la cabeza, o si no les provoca algún enemigo imprudente.

Lo que más aumentaba el ruido que armaba la multitud, y contri­buía a hacer más pintoresco el golpe de vista, era que muchas mujeres no quisieron quedarse encerradas en casa en un día tan grande, y siguie­ron de grado o por fuerza a sus maridos; otras, no satisfechas con esto, llevaron a sus chiquillos, los cuales se agarraban con todas sus fuerzas a los enormes mosquetes, a los gigantescos sables o a las terri­bles alabardas de sus padres. El pi­lluelo de París, en efecto, ha mostra­do siempre grande afición en todos los siglos a llevar arrastrando un arma cuando aún no tiene fuerzas para levantarla del suelo, o admi­rarla en las manos de otro, cuando ni siquiera las tiene para llevarla arrastrando.

De vez en cuando algún grupo más animado que los otros sacaba a relucir las mohosas espadas, de­mostración hostil que se solía repetir al pasar frente a alguna casa que olía a hugonote. Los chiquillos gri­taban a más no poder: ¡San Barto­lomé!... me! me! y los padres gri­taban también: ¡A la hoguera los hugonotes! ¡a la hoguera!

Estos gritos atraían primero a la ventana a alguna vieja criada, que corría inmediatamente a echar los cerrojos a la puerta de la calle; y entonces los paisanos, orgullosos y contentos como la liebre de Lafon­taine, por haber metido miedo a otros más cobardes, seguían su mar­cha triunfal resueltos a repetir en otra parte su estrepitosa e inofensi­va venganza.

La calle del Árbol Seco era uno de los puntos donde más se agol­paba la multitud; estaba material­mente interceptado el paso, y se ne­cesitaba tener una fuerza prodigio­sa para poder acercarse a un brillan­te farolón colgado debajo de una muestra que conocerán la mayoría de nuestros lectores cuando les di­gamos que había en ella un pollo con esta inscripción: A la Hermosa Estrella.

A la puerta de esta casa se ha­llaba perorando y argumentando un hombre notable por el gorro de al­godón a cuadros, según la moda de aquella época, que cubría su enor­me calva; el cual con una mano blandía una espada, y en la otra te­nía un libro de registro, cuyas hojas se hallaban ya medio cubiertas de firmas.

-Venid, venid, buenos católicos -gritaba-: entrad en la hostería de la Hermosa Estrella, donde halla­réis buen vino y mejor semblante; venid, este es el instante más a pro­pósito; esta noche quedarán separa­dos los buenos de los malos; ma­ñana por la mañana se distinguirá el buen grano de la cizaña; venid, señores: los que sepáis escribir, ve­nid y firmad; los que no sepáis escribir venid igualmente y decid vuestros nombres y vuestros apelli­dos, o a mí, maese La Huriére, o a mi ayudante M. Croqúentin.

-Señores, es en obsequio de la misa y de la santa religión -gritaba a voz en cuello el hostelero de la Hermosa Estrella.

-¡Viva la santa religión! ¡Viva la misa!

Y la emoción y el cansancio le sofocaban porque desde las cuatro de la tarde estaba gritando con el mismo entusiasmo; pero no dejaba de sacar fruto, y animados muchos del mismo celo firmaban en el re­gistro de maese La Huriére, los que sabían escribir, o decían sus nom­bres a Croquentin los que no sa­bían.

Este resultado era tanto más li­sonjero para maese La Huriére cuan­to que la proximidad de Saint-Ger­main-l'Auxerrois le había deparado un formidable competidor; felizmen­te en aquella época eran muy nume­rosos los fieles y los dos estableci­mientos se favorecían mutuamente en lugar de perjudicarse; los que no podían penetrar en la iglesia pa­ra escribir sus nombres en el altar mayor, que era el sitio en que se firmaba, trataban de llegar hasta los bancos en que La Huriére había es­tablecido su secretaría; y los que no conseguían figurar en los registros de La Huriére, no perdían la espe­ranza de ser más felices en Saint­-Germain-l'Auxerrois.

Cuando estuvieron llenos los li­bros de La Huriére y de Croquentin, hizo traer otros dos el dueño de la Hermosa Estrella, y comenzó a ex­hortar a la multitud con nuevo ar­dor, ogulloso del buen éxito que acababa de alcanzar; maese La Hu­riére esperaba por último que su celo le haría adquirir en el concepto del Duque de Guisa la alta posición a que aspiraba tanto tiempo hacía.

Ínterin los firmantes de los nue­vos registros se entregaban a los transportes de su celo, que cada vez iba en aumento, se vio a través de la muchedumbre a un hombre de alta estatura que se abría paso dis­tribuyendo a derecha e izquierda buen número de pescozones y de patadas, hasta que llegó adonde es­taba M. Croquentin.

Cogió la pluma de la mano de un honrado vecino que acababa de firmar, trazó su nombre con letras de media pulgada en una pá­gina toda blanca que quedó negra de repente; dibujó una rúbrica lle­na de adornos caprichosos con más vueltas que el laberinto de Dédalo, y le pasó la pluma al aspirante que aguardaba detrás de él.

-¡Chicot! -leyó el futuro fir­mante-. ¡Cáscaras! ¡qué bien es­cribe!

Chicot, que como ya hemos vis­to, no quiso acompañar a Enrique, se alistaba en la Liga por su pro­pia cuenta.

Después de dejar su nombre en el registro de Croquentin, se apro­ximó a maese La Huriére que había visto la primorosa firma, y deseaba tener en su libro una rúbrica tan gloriosa; fue pues recibido, no con los brazos abiertos, sino con el re­gistro abierto, cogió la pluma de manos de un mercader de lanas, es­cribió segunda vez su nombre con un garrapato cien veces más magní­fico, y preguntó a maese La Hurié­re si no había más registros en donde firmar.

La Huriére tenía malas pulgas; miró a Chicot al soslayo, y Chicot le miró a él cara a cara; La Huriére pronunció entre dientes la palabra hugonote, Chicot la de bodegonero.

Dejó el posadero el registro para empuñar la espada, Chicot tiró la pluma para desenvainar la suya; se­gún todas las probabilidades, iba a concluir aquel accidente con unas cuantas estocadas, de que no hubie­ra salido muy bien librado el dueño de la Hermosa Estrella, cuando sin­tió Chicot que le pellizcaban en el codo, y se volvió precipitadamente.

El que le pellizcaba era el rey, disfrazado de simple ciudadano; iba acompañado de Quelus y Maugiron, disfrazados como él, y además de la tizona llevaba cada uno un buen arcabuz al hombro.

-¿Qué es eso? -dijo el rey-; los buenos católicos no deben dispu­tar entre sí, porque, vive Dios, que es dar muy mal ejemplo.

-Caballero -repuso Chicot, co­mo si no hubiese conocido a En­rique-, decidid de qué parte está la razón; ese tunante da voces a los que pasan para que firmen en su re­gistro, y luego que han firmado me­te todavía más ruido.

Llamaron la atención de La Hu­riére otros nuevos aficionados, al mismo tiempo que una oleada sepa­ró a Chicot, al rey y a sus acom­pañantes del fanático hostelero, em­pujándoles hasta el escalón de una puerta desde donde se dominaba to­da la calle.

-¡Qué ardor! -exclamó Enri­que-: ¡hermosa tarde para la reli­gión en las calles de mi buena ciu­dad!

-Sí, señor, pero muy mala para los herejes y ya sabe Vuestra Ma­jestad, que le tienen por tal: mirad a la izquierda, más, más todavía, allí; ¿qué ves?


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