Estas razones dejaron, al parecer, bastante satisfecho al rey, pero notando que algunos de sus amigos se habían encogido de hombros al oír las disculpas de Bussy, no queriendo desobligarles poniendo buen semblante al gentilhombre de su hermano, pasó adelante sin contestarle.
Bussy dejó pasar al rey sin pestañear.
-¿Cómo es eso? -dijo el duque de Anjou-, ¿no has visto?
-¿Qué?
-Que Schomberg, Quelus y Matigiron se han encogido de hombros al oir tus disculpas.
-Sí, monseñor, lo he visto perfectamente -respondió Bussy con la mayor calma.
-¿Y qué te parece?
-¡Qué! ¿queréis que degüelle en una iglesia a personas que son mis semejantes o poco menos? No, monseñor, soy muy cristiano para eso.
-¡Ah! -dijo el duque-, yo creía que no lo habías visto o que no lo habías querido ver.
Bussy se encogió de hombros a su vez, y a la salida de la iglesia llevó al príncipe aparte, y le dijo:
-Vamos a vuestra casa, monseñor, ¿no es así?
-Ahora mismo, porque debes de tener muchas cosas que decirme.
-Sí, en efecto, monseñor, y cosas de que estoy seguro no tenéis el menor indicio.
El duque miró a Bussy sorprendido.
-Es lo mismo que le digo -añadió el gentilhombre.
-Pues bien, déjeme saludar al rey y soy al momento contigo.
El duque fue a despedirse de su hermano, el cual, dispuesto a la indulgencia, seguramente por gracia particular de Nuestra Señora, le dio permiso para retirarse cuando quisiera.
Luego, volviendo a toda prisa al encuentro de Bussy, se dirigió con él a su alojamiento y ambos se encerraron en un gabinete.
-Vamos, compañero -dijo el duque-, siéntate ahí y cuéntame tu aventura: ¿sabes que te creí muerto?
-Bien lo creo, monseñor.
-¿Sabes que toda la Corte tomó el traje blanco en señal de regocijo por tu desaparición, y que muchos pechos respiraron en libertad por la primera vez desde que manejas la espada? Pero no se trata de eso ahora: te separaste de mí para vigilar a la bella desconocida: ¿quién es esa mujer y qué debo aguardar?
-Debéis recoger lo que habéis sembrado, monseñor, es decir, mucha ignominia.
-¿Cómo? -dijo el duque, más admirado de las palabras que del tono impertinente con que fueron pronunciadas.
-Vuestra Alteza me ha oído -dijo con frialdad Bussy-, por consiguiente, es inútil que lo repita.
-Explicaos, caballero, y dejad para Chicot los enigmas y los anagramas.
-Nada más sencillo, monseñor; me contentaré con apelar a vuestra memoria.
-¿Pero quién es esa mujer?
-Yo creí que Vuestra Alteza la había conocido.
-¡De modo que era ella! -exclamó el duque.
-Sí, monseñor.
-¿La has visto?
-La he visto.
-¿Te ha hablado?
-Sin duda; los espectros son los únicos que no hablan. No obstante, tal vez Vuestra Alteza tenía derecho para creerla muerta y esperanzas de que efectivamente hubiese fallecido.
El duque se puso pálido y quedó como anonadado por la dureza de las palabras de aquel que había debido ser su cortesano.
-Pues bien, monseñor -prosiguió Bussy-, aunque habéis hecho lo posible para martirizar a- una joven de noble cuna, esa joven se ha librado del martirio; pero no respiréis aún, ni os creáis todavía absuelto, porque al conservar la vida ha dado en una desgracia mayor que la muerte.
-¿Qué le ha ocurrido? -preguntó el duque temblando.
-Un hombre le ha conservado el honor y salvado la vida; pero ese hombre se ha hecho pagar tan caro su servicio, que casi habría sido preferible que no le hubiese prestado.
-Acaba ya.
-Pues bien, monseñor, la señorita de Meridor, para librarse de los brazos del duque de Anjou, de quien no quería ser la querida, se arrojó en los de un hombre a quien aborrece.
-¿Qué dices?
-Digo que Diana Meridor se llama en la actualidad madame de Monsoreau.
Al oir estas palabras, el semblante pálido de Francisco se cubrió de un encarnado tan vivo, que parecía que la sangre le iba a salir por los ojos.
-¡Sangre de Cristo! -exclamó furioso-, ¿y es verdad eso?
-Pardiez! ¡cuando yo lo digo! -repuso Bussy con aire altanero.
-No es eso lo que yo preguntaba, Bussy -añadió el príncipe-, no dudo un momento de tu lealtad; quería decir si era posible que uno de mis gentileshombre, un Monsoreau, hubiese tenido la osadía de proteger contra mí a una mujer a quien yo honraba con mi amor.
-¿Y por qué no? -dijo Bussy.
-¿Lo habrías hecho tú? -preguntó el príncipe.
-Habría hecho más, monseñor, os habría advertido que manchabais vuestra honra.
-Un momento, Bussy -dijo el duque más tranquilo-, escuchadme si os place; ya conoceréis, querido, que no trato de justificarme.
-Hacéis mal, monseñor, porque en los casos de honra no sois otra cosa que un simple caballero.
-Por eso os ruego que seáis juez de la conducta de M. de Monsoreau.
-¿Yo?
-Sí, vos, y que me digáis si ha sido o no traidor para conmigo.
-¿Para con vos?
-Para conmigo, cuyas intenciones conocía.
-Y las intenciones de Vuestra Alteza eran. . .
-Hacerme amar de Diana, sin duda...
-¿Haceros amar?
-Sí, mas no emplear en ningún caso la violencia.
-¿Eran ésas vuestras intenciones, monseñor? -dijo Bussy con irónica sonrisa.
-Sin duda, y las he conservado hasta el último instante, a pesar de que M. de Monsoreau las ha combatido con toda la lógica de que es capaz.
-¡Monseñor, monseñor! ¿qué decís? ¿ese hombre os ha impulsado a deshonrar a Diana?
-Así es.
-¿Con sus consejos?
-Con sus cartas: ¿quieres ver una?
-¡Oh! -exclamó Bussy-, ¡si pudiera creerlo!
-Aguarda un momento y lo verás.
El duque corrió adonde estaba una carta que tenía siempre un paje guardada en su gabinete y sacó de ella una carta, que dio a Bussy.
Este la tomó con mano trémula y leyó lo que sigue:
"Monseñor:
Tranquilícese Vuestra Alteza: se dará el golpe de mano sin riesgo, porque la joven sale esta noche para ir a pasar ocho días en casa de una tía suya, que habita en el castillo de Lude: me encargo, pues, de todo y Vuestra Alteza no tiene necesidad de pasar cuidado alguno. En cuanto a los escrúpulos de la joven, crea Vuestra Alteza que se desvanacerán tan pronto como se halle en su presencia. Entretanto, yo tomaré mis disposiciones.. . y esta noche... estará en el castillo de Beaugé.
BRIANT DE MONSOREAU."
-Y bien, ¿qué te parece? -preguntó el príncipe luego que el gentilhombre hubo leído por segunda vez esta carta.
-Digo que estáis bien servido, monseñor.
-Yo digo que me han traicionado.
-¡Ah! es verdad, había olvidado los resultados.
-Que se ha burlado de mí ese miserable haciéndome creer en la muerte de una mujer.
-Y de una mujer de que él se apoderaba robándoosla; efectivamente, la acción no puede ser peor; pero -añadió Bussy con expresión de punzante ironía-, el amor de M. de Monsoreau excusa su yerro.
-¡Ah! tú crees... -dijo el duque con sarcástica sonrisa.
-¡Psé! -repuso Bussy-, yo no tengo opinión sobre este punto: si vos lo creéis así, yo también lo creeré.
-¿Qué harías tú en mi lugar? Pero, ante todo, ¿qué ha hecho él?
-Él ha hecho creer al padre de la joven que era Vuestra Alteza quien la había robado; se ofreció a auxiliarla; se presentó en el castillo de Beaugé con una carta del barón de Meridor, acercó una barca a la ventana y se llevó la prisionera, luego la encerró en la casa que sabéis, y de susto en susto la obligó a darle su mano.
-¿Y no es eso una deslealtad infame? -exclamó el duque.
-Una deslealtad que se ha desarrollado a la sombra de la vuestra, monseñor -dijo Bussy con su audacia habitual.
-¡Ah, Bussy! ... tú verás si sé vengarme.
-¡Vengaros! ¡Bah, monseñor, no haréis tal cosa!
-¡Cómo!
-Los príncipes no se vengan, monseñor, castigan. Le echaréis en cara su infamia a ese Monsoreau y le castigaréis.
-¿De qué modo?
-Devolviendo la felicidad a la señorita de Meridor.
-¿Y puedo hacerlo?
-Seguramente.
-¿Como así?
-Dándole la libertad.
-Veamos, explícate.
-Nada más fácil; el casamiento ha sido forzado; por lo tanto, es nulo.
-Tienes razón.
-Haced, pues, anular el matrimonio, v obraréis como digno caballero y como noble príncipe.
-¡Ah, ah! -exclamó el duque dando muestras de sospecha-, ¡qué acalorada defensa! ¿Tanto te interesa este asunto, Bussy?
-Nada, en absoluto: lo que me interesa, monseñor, es que no se diga que Luis de Clermont, conde de Bussy, sirve a un príncipe pérfido v a un hombre sin honor.
-Pues bien, ya verás. ¿Pero cómo anularemos ese matrimonio?
-Nada más fácil; haciendo intervenir al padre.
-¿Al barón de Meridor?
-Sí, monseñor.
-Mas ¡si está en Anjou! -Está aquí, monseñor; es decir, en París.
-¿En tu casa?
-En la de su hija. Habladle, monseñor; pueda él contar con vos, vea en Vuestra Alteza un protector en vez de un enemigo corno ha visto hasta hoy, y en lugar de maldecir como antes maldecía vuestro nombre, os adorará cual si fueseis el ángel de su guarda.
-Es un poderoso señor del país, y se dice que tiene mucha influencia en la provincia -dijo el duque.
-Sí, monseñor; pero, en primer lugar, debéis tener presente que tiene una hija, que esta hija es desgraciada y que el barón lo es igualmente a causa de la. desgracia de su hija.
-¿Cuándo podré verle?
-Tan luego como volváis a París.
-Bien.
-Quedamos en eso, ¿no es verdad, monseñor?
-Sí.
-¿A fe de caballero?
-A fe de príncipe.
-¿Y cuándo os ponéis en marcha?
-Esta tarde: ¿me aguardas?
-No, monseñor; iré delante.
-Ve, y está dispuesto.
-Adiós, monseñor; ¿dónde nos veremos?
-Mañana, en la estancia del rey, a las doce.
-Allí estaré, monseñor.
Bussy no perdió un momento: el camino que el príncipe, durmiendo en su litera, tardó quince horas en andar, Bussy, con el corazón henchido de amor y de contento, lo anduvo en cinco para consolar más pronto al barón, a quien había prometido auxilio, y a Diana, a quien iba a llevar la mitad de la vida.
XXXIV. VUELTA DE CHICOT AL LOUVRE
Todos dormían en el Louvre, pues no eran más que las once de la mañana; los centinelas de la corte andaban con precaución; los soldados de caballería que relevaban la guardia marchaban al paso para dejar descansar al rey, que debía de estar fatigado de su peregrinación.
Dos hombres se presentaron al mismo tiempo en la puerta principal del Louvre: el uno montando un caballo berberisvo lozano y descansado, el otro sobre un fogoso andaluz todo cubierto de espuma.
Detuviéronse frente a la puerta y se contemplaron mutuamente.
-¡M. de Chicot! -exclamó el más joven saludando con política-, ¿cómo va?
-¡Hola! es M. de Bussy; perfectamente -repuso Chicot en ese tono desembarazado y cortés que revelaba al caballero, por lo menos tanto como el saludo de Bussy revelaba al gran señor y al hombre delicado.
-¿Venís a asistir al tocador del rey? -interrogó Bussy.
-Y vos también, según presumo.
-No; vengo únicamente a saludar al señor duque de Anjou. Ya sabéis, monsieur de Chicot -añadió Bussy con una sonrisa-, que no tengo la dicha de contarme en el número de los favoritos de Su Majestad.
-De eso tiene la culpa el rey, caballero, y no vos.
Bussy se inclinó.
-¿Venís de lejos? -preguntó Bussy-; me han dicho que os hallabais de viaje.
-Sí, señor, he estado de caza -contestó Chicot-; pero también parece que vos habéis viajado.
-En efecto, he hecho una excursión por las provincias. ¿Queréis hacerme un favor?
-¿No he de querer? -dijo Chicot- siempre que M. de Bussy guste disponer de mí, sea para lo que fuere, me honrará muchísimo.
-Pues bien: vais a penetrar en el Louvre, porque tenéis ese privilegio, mientras que yo habré de permanecer en la antecámara; tened la bondad de avisar al duque de Anjou que le estoy aguardando.
-El señor duque de Anjou está en el Louvre -dijo Chicot-, y sin duda concurrirá al cuarto del rey cuando Su Majestad se levante: ¿por qué no entráis conmigo?
-Temo la mala cara del rey.
-¡Bah!
-Como hasta ahora no me tiene muy habituado a sus sonrisas.
-Tranquilizaos, dentro de poco cambiará todo.
-¡Hola! ¿sois nigromántico, M. de Chicot?
-A veces; vamos, ánimo, y venid conmigo, M. de Bussy.
Entraron, efectivamente, y se dirigieron el uno al cuarto del rey y el otro al aposento del duque de Aniou, que, como hemos dicho, ocupaba las habitaciones que habían sido en otro tiempo de la reina Margarita.
Enrique III acababa de despertar, había hecho resonar la gran plancha de metal y una nube de criados y amigos se habían lanzado en la real cámara; ya se le había servido el caldo de pechugas de ave, el vino con especias y las empanadas, cuando Chicot entró con gentil continente en la habitación de su augusto amo, y antes de dar los buenos días se puso a comer en el plato y a beber en la escudilla de oro.
-¡Por la muerte de Cristo! -exclamó el rey gozoso, aunque fingiendo que estaba irritado-; es ese bribón de Chicot, un fugitivo, un vagabundo, un bellaco que merecía la horca.
-¿Qué es eso? ¿qué tienes, hijo mío? -preguntó Chicot sentándose sin ceremonias con sus empolvadas botas en el inmenso sillón bordado de flores de lis de oro en que estaba sentado el mismo Enrique III-: parece que olvidamos nuestro regreso de Polonia, cuando representamos el papel de ciervos y los magnates polacos el de perros.
-Adiós, ya vuelvo a ser desgraciado -exclamó Enrique-; de aquí en adelante no podré oír sino cosas desagradables. Mucho he de echar de menos las tres semanas que he tenido de tranquilidad.
-¡Bah! -dijo Chicot-, siempre te estás quejando; no parece sino que eres uno de tus vasallos. Veamos, ¿qué has hecho en mi ausencia, Enriquito? ¿Se ha gobernado mal, como siempre, nuestro hermoso reino de Francia?
-¡M. Chicot!
-Nuestros pueblos se quejan. ¿eh?
-¡Bribón!
-¿Ha sido ahorcado alguno de esos almibarados jóvenes? ¡Ah! perdonad, M. de Quelus, no os había visto.
-Chicot, me parece que vamos a reñir.
-En fin, ¿queda algún dinero en nuestros cofres o en las arcas de los judíos? No sería malo, porque tenemos necesidad de divertirnos; ¡pardiez! la vida es larga y penosa.
Mientras hablaba así, Chicot concluyó de rebañar en el plato de plata los restos de las empanadas doradas al fuego.
El rey se echó a reir, como ocurría siempre.
-Vamos -dijo-, ¿qué has hecho en tan larga ausencia?
-He imaginado una procesioncita en tres actos -repuso Chicot-. Primer acto: dos filas de penitentes en camisa y calzoncillos mesándose los cabellos y reprendiéndose mutuamente, suben desde el Louvre a Montmartre. Segundo acto: los mismos penitentes desnudos hasta la cintura azotándose con disciplinas de puntas de espina descienden de Montmartre a la abadía de Santa Genoveva. Tercer acto: los mismos penitentes completamente desnudos disciplinándose recíprocamente y fuertemente regresan desde la abadía de Santa Genoveva al Louvre. Como peripecia inesperada, había imaginado hacerles pasar por la plaza de la Grève, donde el verdugo debía quemarlos a todos, desde el primero hasta el último; pero luego he pensado que el Señor tiene guardado allá arriba un poco de azufre de Sodoma y otro poco de betún de Gomorra y no quiero quitarle el placer de freírlos por sí mismo. Y en tanto llega este día, señores, regocijémonos.
-Ante todo sepamos dónde has estado -preguntó el rey-; ¿sabes que te he hecho buscar en todos los lugares de mala fama que hay en París?
-¿Habéis registrado bien el Louvre?
-Algún rufián, tu amigo, te habrá embargado.
-No puede ser, Enrique, porque tienes tú embargados a todos los rufianes.
-Es decir, que me he engañado.
-Sí, hijo mío, como siempre, de medio a medio.
-Puede que quieras decirnos que has estado haciendo penitencia.
-Precisamente: he estado en un convento por ver lo que era la vida monacal; lo he visto y he quedado harto de frailes.
-En aquel momento entró M. de Monsoreau en el cuarto del rey, a quien saludó con profundo respeto.
-¡Ah! sois vos, señor montero mayor -dijo Enrique-. ¿Cuándo nos daréis una buena caza?
-Cuando Vuestra Majestad guste: hoy he recibido la noticia de que tenemos muchos jabalíes en Saint-Germain-en-Laye.
-La caza de jabalíes es peligrosa -observó Chicot-. Recuerdo que el rey Carlos IX estuvo a pique de ser muerto en una caza de jabalíes, y además los venablos son duros y levantan ampollas en vuestras manitas, ¿no es cierto, hijo mío?
M. de Monsoreau miró a Chicot de tal modo que parecía querer tragárselo con la vista.
-¡Hola! -dijo el gascón a Enrique-, no hace mucho tiempo que tu montero mayor ha hallado un lobo.
-¿Por qué?
-Porque como las nubes del poeta Aristófanes, ha conservado en su semblante la figura del lobo; sobre todo en los ojos el parecido es sorprendente.
Volvióse M. de Monsoreau hacia Chicot, y dijo poniéndose pálido:
-M. de Chicot, yo estoy poco acostumbrado a bufonadas, pues pocas veces me he presentado en la corte, y os prevengo que delante de mi rey no me gusta que me humillen y menos cuando se trata de su servicio.
-Pues amigo -repuso Chicot-, sois todo lo contrario de nosotros los que frecuentamos la corte; por eso nos hemos reído mucho de la última bufonada.
-¿Y cuál es esa bufonada? -interrogó M. de Monsoreau.
-La de haberos nombrado montero mayor: ya veis que mi querido Enriquito, si bien es menos bufón que yo, en cambio es más loco.
Monsoreau dirigió una mirada terrible al gascón.
-Vamos, vamos -dijo el rey, que preveía un serio altercado-, hablemos de otra cosa, señores.
-Sí -añadió Chicot-, hablemos de los milagros de Nuestra Señora de Chartres.
-Chicot, nada de blasfemias -dijo el rey con tono severo.
-¡Blasfemias yo! -repuso Chicot-, ¿crees que soy hombre de iglesia? Pues soy hombre de espada. Por el contrario, debo advertirte una cosa.
-¿Cuál?
-Que te portas mal con Nuestra Señora de Chartres, Enrique, muy mal.
-¿Cómo pues?
-Indudablemente. Nuestra Señora tenía dos camisas acostumbradas a hallarse juntas, y tú las separas: en tu lugar yo las conservaría reunidas, Enrique, y al menos habría esa probabilidad para que la Virgen llevara a cabo un milagro.
Esta alusión, algo brutal, a la separación del rey y la reina, hizo reír a los amigos del monarca.
Enrique estiró los brazos, se frotó los ojos y se sonrió también.
-Por esta vez -dijo-, el loco tiene razón, ¡vive Dios!
Y cambió de conversación.
-Caballero -dijo con voz baja Monsoreau a Chicot-, ¿tendréis la bondad, como que no hacéis nada, de ir a esperarme al hueco de esa ventana?
-¡Pues no! -dijo Chicot-, con el mayor gusto.
-Pues bien, entonces retirémonos aparte.
-A lo interior de un bosque si os conviene.
-Fuera chanzas, caballero; son inútiles porque aquí no hay nadie que se ría de ellas -dijo Monsoreau reuniéndose con el gascón en el hueco de la ventana, donde éste le había precedido-. Estamos frente a frente y debemos decirnos la verdad, M. Chicot, señor loco, señor bufón; un caballero os prohíbe, ¿lo entendéis? os prohíbe reíros de él; sobre todo os aconseja que meditéis antes de dar citas en los bosques, donde queríais conducirme hace poco, pues en ellos se recoge una colección de garrotes de distintas especies, dignos de figurar junto a los que tan bien os midieron las espaldas de parte de M. de Mayena.
-¡Ah! -dijo Chicot sin conmoverse en apariencia, aunque sus negros ojos lanzaron un sombrío resplandor-: ¡ah! caballero, me recordáis todo lo que debo a M. de Mayena: ¿quisierais que fuese vuestro deudor como lo soy suyo, que os pusiese en mi memoria en la misma línea, y os guardase una parte igual en mi reconocimiento?
-Me parece que entre vuestros acreedores os olvidáis de incluir el principal.
-¿Sí?' Es extraño, caballero, porque me precio de tener excelente memoria: ¿quién es ese acreedor?
-Maese Nicolás David.
-¡Oh! en cuanto a ése os equivocáis -dijo Chicot con siniestra sonrisa-; ya no le debo nada, está pagado.
En este momento llegó a mezclarse en la conversación un tercer interlocutor.
Era Bussy.
-¡Ah, M. de Bussy! -dijo Chicot-, venid en mi auxilio. Aquí está M. de Monsoreau que me ha sacado de donde estaba y quiere darme caza ni más ni menos que si fuera un gamo o un ciervo. Decidle que se equivoca, M. de Bussy, que se las ha con un jabalí y que el jabalí se vuelve contra el cazador.
-M. Chicot -dijo Bussy-, creo que hacéis agravio al señor montero mayor, pensando que no os tiene por lo que sois, es decir, por un buen caballero. Señor conde -agregó dirigiéndose a Monsoreau-, tengo el honor de advertiros que el señor duque de Anjou desea hablaros.
-¿A mí? -dijo Monsoreau con inquietud.
-A vos mismo, caballero -repuso Bussy.
Monsoreau dirigió a su interlocutor una mirada, con la cual quiso penetrar hasta el fondo de su alma, pero aquella mirada tuvo que detenerse en la superficie, pues los tranquilos ojos y la amable sonrisa de Bussy no 1e permitieron ir más allá.
-¿Me acompañáis, caballero? -interrogó el montero mayor al gentilhombre.
-No, señor, mientras os s despedís del rey, voy a advertir a Su Alteza que os disponéis a obedecer sus órdenes.
Bussy se volvió como había llegado, pasando con su destreza ordinaria por entre la muchedumbre de cortesanos.
El duque de Anjou esperaba efectivamente a Monsoreau en su gabinete, y leía de nuevo la carta de que nuestros lectores tienen ya conocimiento. Al oír el ruido de las mamparas, creyó que era Monsoreau el que se aproximaba, y ocultó el billete.
Presentóse Bussy.
-¿Qué hay? -dijo el duque.
-Ya viene, monseñor.
-¿Sospecha algo?
-Y aunque sospechase y se hallara sobre aviso, ¿qué importa? ¿no es hechura vuestra? Vos le habéis sacado de la nada; ¿no podéis volverle a la nada?
-Sin duda -dijo el duque con el aire distraído que tenía siempre que se acercaba algún acontecimiento en el cual era preciso mostrarse algún tanto enérgico.
-¿Os parece menos culpable que ayer?
-Me parece mil veces más: sus crímenes son de aquellos que se aumentan a medida que en ellos se recapacita.
-Además -dijo Bussy-, todo se reduce a un solo punto: ha robado a una pobre joven traidoramente, se ha casado con ella por medios fraudulentos e indignos de un caballero: él mismo debe pedir la anulación del matrimonio o vos la pediréis por él.
-Eso es lo .convenido.
-Y a nombre del padre, a nombre de la joven, a nombre del castillo de Meridor, a nombre de Diana, ¿me dais vuestra palabra de hacerlo así?
-Te la doy.
-Reflexionad que están advertidos de lo que va a pasar y esperan ansiosamente el resultado de vuestra entrevista con ese hombre.
-La joven será libre, Bussy, yo te lo prometo.
-¡Ah! -dijo Bussy-, si hacéis eso, seréis en realidad un gran príncipe, monseñor.
Y tomando la mano del duque, aquella mano que había firmado tantas falsas promesas, que había faltado a tantos sagrados juramentos, se la besó respetuosamente.
En aquel instante se oyeron pasos en la antesala.
-Ahí está -dijo Bussy.
-Que entre M. de Monsoreau -gritó Francisco con una severidad que pareció de buen agúero a Bussy.
Y entonces, éste, casi seguro del resultado que deseaba, no pudo menos al saludar a Monsoreau, de dirigirle una mirada de ironía orgullosa. El montero mayor recibió el saludo de Bussy con aquella mirada vidriosa con que sabía encubrír las sensaciones de su alma cual si las pusiera detrás de un inexpugnable parapeto.
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