Alejandro dumas



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Estas razones dejaron, al parecer, bastante satisfecho al rey, pero no­tando que algunos de sus amigos se habían encogido de hombros al oír las disculpas de Bussy, no queriendo desobligarles poniendo buen sem­blante al gentilhombre de su her­mano, pasó adelante sin contestarle.

Bussy dejó pasar al rey sin pes­tañear.

-¿Cómo es eso? -dijo el duque de Anjou-, ¿no has visto?

-¿Qué?

-Que Schomberg, Quelus y Mati­giron se han encogido de hombros al oir tus disculpas.



-Sí, monseñor, lo he visto per­fectamente -respondió Bussy con la mayor calma.

-¿Y qué te parece?

-¡Qué! ¿queréis que degüelle en una iglesia a personas que son mis semejantes o poco menos? No, mon­señor, soy muy cristiano para eso.

-¡Ah! -dijo el duque-, yo creía que no lo habías visto o que no lo habías querido ver.

Bussy se encogió de hombros a su vez, y a la salida de la iglesia llevó al príncipe aparte, y le dijo:

-Vamos a vuestra casa, monse­ñor, ¿no es así?

-Ahora mismo, porque debes de tener muchas cosas que decirme.

-Sí, en efecto, monseñor, y co­sas de que estoy seguro no tenéis el menor indicio.

El duque miró a Bussy sorpren­dido.

-Es lo mismo que le digo -aña­dió el gentilhombre.

-Pues bien, déjeme saludar al rey y soy al momento contigo.

El duque fue a despedirse de su hermano, el cual, dispuesto a la in­dulgencia, seguramente por gracia particular de Nuestra Señora, le dio permiso para retirarse cuando qui­siera.

Luego, volviendo a toda prisa al encuentro de Bussy, se dirigió con él a su alojamiento y ambos se en­cerraron en un gabinete.

-Vamos, compañero -dijo el duque-, siéntate ahí y cuéntame tu aventura: ¿sabes que te creí muerto?

-Bien lo creo, monseñor.

-¿Sabes que toda la Corte tomó el traje blanco en señal de regocijo por tu desaparición, y que muchos pechos respiraron en libertad por la primera vez desde que manejas la espada? Pero no se trata de eso ahora: te separaste de mí para vi­gilar a la bella desconocida: ¿quién es esa mujer y qué debo aguardar?

-Debéis recoger lo que habéis sembrado, monseñor, es decir, mu­cha ignominia.

-¿Cómo? -dijo el duque, más admirado de las palabras que del tono impertinente con que fueron pronunciadas.

-Vuestra Alteza me ha oído -dijo con frialdad Bussy-, por consiguiente, es inútil que lo repita.

-Explicaos, caballero, y dejad para Chicot los enigmas y los ana­gramas.

-Nada más sencillo, monseñor; me contentaré con apelar a vuestra memoria.

-¿Pero quién es esa mujer?

-Yo creí que Vuestra Alteza la había conocido.

-¡De modo que era ella! -ex­clamó el duque.

-Sí, monseñor.

-¿La has visto?

-La he visto.

-¿Te ha hablado?

-Sin duda; los espectros son los únicos que no hablan. No obstante, tal vez Vuestra Alteza tenía dere­cho para creerla muerta y esperan­zas de que efectivamente hubiese fallecido.

El duque se puso pálido y quedó como anonadado por la dureza de las palabras de aquel que había de­bido ser su cortesano.

-Pues bien, monseñor -prosi­guió Bussy-, aunque habéis hecho lo posible para martirizar a- una joven de noble cuna, esa joven se ha librado del martirio; pero no respiréis aún, ni os creáis todavía absuelto, porque al conservar la vida ha dado en una desgracia mayor que la muerte.

-¿Qué le ha ocurrido? -pregun­tó el duque temblando.

-Un hombre le ha conservado el honor y salvado la vida; pero ese hombre se ha hecho pagar tan caro su servicio, que casi habría sido pre­ferible que no le hubiese prestado.

-Acaba ya.

-Pues bien, monseñor, la seño­rita de Meridor, para librarse de los brazos del duque de Anjou, de quien no quería ser la querida, se arrojó en los de un hombre a quien abo­rrece.

-¿Qué dices?

-Digo que Diana Meridor se lla­ma en la actualidad madame de Monsoreau.

Al oir estas palabras, el semblan­te pálido de Francisco se cubrió de un encarnado tan vivo, que parecía que la sangre le iba a salir por los ojos.

-¡Sangre de Cristo! -exclamó furioso-, ¿y es verdad eso?

-Pardiez! ¡cuando yo lo digo! -repuso Bussy con aire altanero.

-No es eso lo que yo pregun­taba, Bussy -añadió el príncipe-, no dudo un momento de tu lealtad; quería decir si era posible que uno de mis gentileshombre, un Monso­reau, hubiese tenido la osadía de proteger contra mí a una mujer a quien yo honraba con mi amor.

-¿Y por qué no? -dijo Bussy.

-¿Lo habrías hecho tú? -pre­guntó el príncipe.

-Habría hecho más, monseñor, os habría advertido que manchabais vuestra honra.

-Un momento, Bussy -dijo el duque más tranquilo-, escuchadme si os place; ya conoceréis, querido, que no trato de justificarme.

-Hacéis mal, monseñor, porque en los casos de honra no sois otra cosa que un simple caballero.

-Por eso os ruego que seáis juez de la conducta de M. de Monsoreau.

-¿Yo?


-Sí, vos, y que me digáis si ha sido o no traidor para conmigo.

-¿Para con vos?

-Para conmigo, cuyas intencio­nes conocía.

-Y las intenciones de Vuestra Alteza eran. . .

-Hacerme amar de Diana, sin duda...

-¿Haceros amar?

-Sí, mas no emplear en ningún caso la violencia.

-¿Eran ésas vuestras intenciones, monseñor? -dijo Bussy con irónica sonrisa.

-Sin duda, y las he conservado hasta el último instante, a pesar de que M. de Monsoreau las ha com­batido con toda la lógica de que es capaz.

-¡Monseñor, monseñor! ¿qué de­cís? ¿ese hombre os ha impulsado a deshonrar a Diana?

-Así es.

-¿Con sus consejos?

-Con sus cartas: ¿quieres ver una?

-¡Oh! -exclamó Bussy-, ¡si pudiera creerlo!

-Aguarda un momento y lo ve­rás.

El duque corrió adonde estaba una carta que tenía siempre un paje guardada en su gabinete y sacó de ella una carta, que dio a Bussy.

Este la tomó con mano trémula y leyó lo que sigue:

"Monseñor:

Tranquilícese Vuestra Alteza: se dará el golpe de mano sin riesgo, porque la joven sale esta noche para ir a pasar ocho días en casa de una tía suya, que habita en el castillo de Lude: me encargo, pues, de todo y Vuestra Alteza no tiene necesidad de pasar cuidado alguno. En cuanto a los escrúpulos de la joven, crea Vuestra Alteza que se desvanacerán tan pronto como se halle en su pre­sencia. Entretanto, yo tomaré mis disposiciones.. . y esta noche... es­tará en el castillo de Beaugé.

BRIANT DE MONSOREAU."

-Y bien, ¿qué te parece? -pre­guntó el príncipe luego que el gen­tilhombre hubo leído por segunda vez esta carta.

-Digo que estáis bien servido, monseñor.

-Yo digo que me han traicio­nado.

-¡Ah! es verdad, había olvidado los resultados.

-Que se ha burlado de mí ese miserable haciéndome creer en la muerte de una mujer.

-Y de una mujer de que él se apoderaba robándoosla; efectivamen­te, la acción no puede ser peor; pero -añadió Bussy con expresión de punzante ironía-, el amor de M. de Monsoreau excusa su yerro.

-¡Ah! tú crees... -dijo el du­que con sarcástica sonrisa.

-¡Psé! -repuso Bussy-, yo no tengo opinión sobre este punto: si vos lo creéis así, yo también lo creeré.

-¿Qué harías tú en mi lugar? Pero, ante todo, ¿qué ha hecho él?

-Él ha hecho creer al padre de la joven que era Vuestra Alteza quien la había robado; se ofreció a auxiliarla; se presentó en el cas­tillo de Beaugé con una carta del barón de Meridor, acercó una bar­ca a la ventana y se llevó la prisio­nera, luego la encerró en la casa que sabéis, y de susto en susto la obligó a darle su mano.

-¿Y no es eso una deslealtad infame? -exclamó el duque.

-Una deslealtad que se ha des­arrollado a la sombra de la vuestra, monseñor -dijo Bussy con su auda­cia habitual.

-¡Ah, Bussy! ... tú verás si sé vengarme.

-¡Vengaros! ¡Bah, monseñor, no haréis tal cosa!

-¡Cómo!

-Los príncipes no se vengan, monseñor, castigan. Le echaréis en cara su infamia a ese Monsoreau y le castigaréis.



-¿De qué modo?

-Devolviendo la felicidad a la señorita de Meridor.

-¿Y puedo hacerlo?

-Seguramente.

-¿Como así?

-Dándole la libertad.

-Veamos, explícate.

-Nada más fácil; el casamiento ha sido forzado; por lo tanto, es nulo.

-Tienes razón.

-Haced, pues, anular el matrimo­nio, v obraréis como digno caballe­ro y como noble príncipe.

-¡Ah, ah! -exclamó el duque dando muestras de sospecha-, ¡qué acalorada defensa! ¿Tanto te inte­resa este asunto, Bussy?

-Nada, en absoluto: lo que me interesa, monseñor, es que no se diga que Luis de Clermont, conde de Bussy, sirve a un príncipe pérfi­do v a un hombre sin honor.

-Pues bien, ya verás. ¿Pero cómo anularemos ese matrimonio?

-Nada más fácil; haciendo inter­venir al padre.

-¿Al barón de Meridor?

-Sí, monseñor.

-Mas ¡si está en Anjou! -Está aquí, monseñor; es decir, en París.

-¿En tu casa?

-En la de su hija. Habladle, mon­señor; pueda él contar con vos, vea en Vuestra Alteza un protector en vez de un enemigo corno ha visto hasta hoy, y en lugar de maldecir como antes maldecía vuestro nom­bre, os adorará cual si fueseis el án­gel de su guarda.

-Es un poderoso señor del país, y se dice que tiene mucha influen­cia en la provincia -dijo el duque.

-Sí, monseñor; pero, en primer lugar, debéis tener presente que tie­ne una hija, que esta hija es desgra­ciada y que el barón lo es igual­mente a causa de la. desgracia de su hija.

-¿Cuándo podré verle?

-Tan luego como volváis a París.

-Bien.


-Quedamos en eso, ¿no es ver­dad, monseñor?

-Sí.


-¿A fe de caballero?

-A fe de príncipe.

-¿Y cuándo os ponéis en mar­cha?

-Esta tarde: ¿me aguardas?

-No, monseñor; iré delante.

-Ve, y está dispuesto.

-Adiós, monseñor; ¿dónde nos veremos?

-Mañana, en la estancia del rey, a las doce.

-Allí estaré, monseñor.

Bussy no perdió un momento: el camino que el príncipe, durmiendo en su litera, tardó quince horas en andar, Bussy, con el corazón hen­chido de amor y de contento, lo anduvo en cinco para consolar más pronto al barón, a quien había pro­metido auxilio, y a Diana, a quien iba a llevar la mitad de la vida.

XXXIV. VUELTA DE CHICOT AL LOUVRE

Todos dormían en el Louvre, pues no eran más que las once de la ma­ñana; los centinelas de la corte an­daban con precaución; los soldados de caballería que relevaban la guar­dia marchaban al paso para dejar descansar al rey, que debía de estar fatigado de su peregrinación.

Dos hombres se presentaron al mismo tiempo en la puerta princi­pal del Louvre: el uno montando un caballo berberisvo lozano y des­cansado, el otro sobre un fogoso an­daluz todo cubierto de espuma.

Detuviéronse frente a la puerta y se contemplaron mutuamente.

-¡M. de Chicot! -exclamó el más joven saludando con política-, ¿cómo va?

-¡Hola! es M. de Bussy; perfec­tamente -repuso Chicot en ese tono desembarazado y cortés que revela­ba al caballero, por lo menos tanto como el saludo de Bussy revelaba al gran señor y al hombre delicado.

-¿Venís a asistir al tocador del rey? -interrogó Bussy.

-Y vos también, según presumo.

-No; vengo únicamente a salu­dar al señor duque de Anjou. Ya sabéis, monsieur de Chicot -aña­dió Bussy con una sonrisa-, que no tengo la dicha de contarme en el número de los favoritos de Su Majestad.

-De eso tiene la culpa el rey, caballero, y no vos.

Bussy se inclinó.

-¿Venís de lejos? -preguntó Bussy-; me han dicho que os ha­llabais de viaje.

-Sí, señor, he estado de caza -contestó Chicot-; pero también parece que vos habéis viajado.

-En efecto, he hecho una excur­sión por las provincias. ¿Queréis hacerme un favor?

-¿No he de querer? -dijo Chi­cot- siempre que M. de Bussy gus­te disponer de mí, sea para lo que fuere, me honrará muchísimo.

-Pues bien: vais a penetrar en el Louvre, porque tenéis ese privile­gio, mientras que yo habré de per­manecer en la antecámara; tened la bondad de avisar al duque de Anjou que le estoy aguardando.

-El señor duque de Anjou está en el Louvre -dijo Chicot-, y sin duda concurrirá al cuarto del rey cuando Su Majestad se levante: ¿por qué no entráis conmigo?

-Temo la mala cara del rey.

-¡Bah!

-Como hasta ahora no me tiene muy habituado a sus sonrisas.



-Tranquilizaos, dentro de poco cambiará todo.

-¡Hola! ¿sois nigromántico, M. de Chicot?

-A veces; vamos, ánimo, y ve­nid conmigo, M. de Bussy.

Entraron, efectivamente, y se di­rigieron el uno al cuarto del rey y el otro al aposento del duque de An­iou, que, como hemos dicho, ocu­paba las habitaciones que habían sido en otro tiempo de la reina Margarita.

Enrique III acababa de despertar, había hecho resonar la gran plan­cha de metal y una nube de criados y amigos se habían lanzado en la real cámara; ya se le había servido el caldo de pechugas de ave, el vino con especias y las empanadas, cuan­do Chicot entró con gentil conti­nente en la habitación de su augus­to amo, y antes de dar los buenos días se puso a comer en el plato y a beber en la escudilla de oro.

-¡Por la muerte de Cristo! -ex­clamó el rey gozoso, aunque fingien­do que estaba irritado-; es ese bri­bón de Chicot, un fugitivo, un va­gabundo, un bellaco que merecía la horca.

-¿Qué es eso? ¿qué tienes, hijo mío? -preguntó Chicot sentándose sin ceremonias con sus empolvadas botas en el inmenso sillón bordado de flores de lis de oro en que es­taba sentado el mismo Enrique III-: parece que olvidamos nues­tro regreso de Polonia, cuando re­presentamos el papel de ciervos y los magnates polacos el de perros.

-Adiós, ya vuelvo a ser desgra­ciado -exclamó Enrique-; de aquí en adelante no podré oír sino cosas desagradables. Mucho he de echar de menos las tres semanas que he tenido de tranquilidad.

-¡Bah! -dijo Chicot-, siempre te estás quejando; no parece sino que eres uno de tus vasallos. Vea­mos, ¿qué has hecho en mi ausen­cia, Enriquito? ¿Se ha gobernado mal, como siempre, nuestro hermoso reino de Francia?

-¡M. Chicot!

-Nuestros pueblos se quejan. ¿eh?

-¡Bribón!

-¿Ha sido ahorcado alguno de esos almibarados jóvenes? ¡Ah! per­donad, M. de Quelus, no os había visto.

-Chicot, me parece que vamos a reñir.

-En fin, ¿queda algún dinero en nuestros cofres o en las arcas de los judíos? No sería malo, porque tene­mos necesidad de divertirnos; ¡par­diez! la vida es larga y penosa.

Mientras hablaba así, Chicot con­cluyó de rebañar en el plato de plata los restos de las empanadas doradas al fuego.

El rey se echó a reir, como ocu­rría siempre.

-Vamos -dijo-, ¿qué has he­cho en tan larga ausencia?

-He imaginado una procesionci­ta en tres actos -repuso Chicot-. Primer acto: dos filas de penitentes en camisa y calzoncillos mesándose los cabellos y reprendiéndose mutua­mente, suben desde el Louvre a Montmartre. Segundo acto: los mis­mos penitentes desnudos hasta la cintura azotándose con disciplinas de puntas de espina descienden de Montmartre a la abadía de Santa Genoveva. Tercer acto: los mismos penitentes completamente desnudos disciplinándose recíprocamente y fuertemente regresan desde la aba­día de Santa Genoveva al Louvre. Como peripecia inesperada, había imaginado hacerles pasar por la pla­za de la Grève, donde el verdugo debía quemarlos a todos, desde el primero hasta el último; pero luego he pensado que el Señor tiene guar­dado allá arriba un poco de azufre de Sodoma y otro poco de betún de Gomorra y no quiero quitarle el placer de freírlos por sí mismo. Y en tanto llega este día, señores, re­gocijémonos.

-Ante todo sepamos dónde has estado -preguntó el rey-; ¿sabes que te he hecho buscar en todos los lugares de mala fama que hay en París?

-¿Habéis registrado bien el Lou­vre?

-Algún rufián, tu amigo, te ha­brá embargado.

-No puede ser, Enrique, porque tienes tú embargados a todos los ru­fianes.

-Es decir, que me he engañado.

-Sí, hijo mío, como siempre, de medio a medio.

-Puede que quieras decirnos que has estado haciendo penitencia.

-Precisamente: he estado en un convento por ver lo que era la vida monacal; lo he visto y he quedado harto de frailes.

-En aquel momento entró M. de Monsoreau en el cuarto del rey, a quien saludó con profundo respeto.

-¡Ah! sois vos, señor montero mayor -dijo Enrique-. ¿Cuándo nos daréis una buena caza?

-Cuando Vuestra Majestad gus­te: hoy he recibido la noticia de que tenemos muchos jabalíes en Saint-Germain-en-Laye.

-La caza de jabalíes es peligrosa -observó Chicot-. Recuerdo que el rey Carlos IX estuvo a pique de ser muerto en una caza de jabalíes, y además los venablos son duros y levantan ampollas en vuestras mani­tas, ¿no es cierto, hijo mío?

M. de Monsoreau miró a Chicot de tal modo que parecía querer tra­gárselo con la vista.

-¡Hola! -dijo el gascón a Enri­que-, no hace mucho tiempo que tu montero mayor ha hallado un lobo.

-¿Por qué?

-Porque como las nubes del poe­ta Aristófanes, ha conservado en su semblante la figura del lobo; sobre todo en los ojos el parecido es sor­prendente.

Volvióse M. de Monsoreau hacia Chicot, y dijo poniéndose pálido:

-M. de Chicot, yo estoy poco acostumbrado a bufonadas, pues po­cas veces me he presentado en la corte, y os prevengo que delante de mi rey no me gusta que me humi­llen y menos cuando se trata de su servicio.

-Pues amigo -repuso Chicot-, sois todo lo contrario de nosotros los que frecuentamos la corte; por eso nos hemos reído mucho de la última bufonada.

-¿Y cuál es esa bufonada? -in­terrogó M. de Monsoreau.

-La de haberos nombrado mon­tero mayor: ya veis que mi querido Enriquito, si bien es menos bufón que yo, en cambio es más loco.

Monsoreau dirigió una mirada te­rrible al gascón.

-Vamos, vamos -dijo el rey, que preveía un serio altercado-, hablemos de otra cosa, señores.

-Sí -añadió Chicot-, hablemos de los milagros de Nuestra Señora de Chartres.

-Chicot, nada de blasfemias -dijo el rey con tono severo.

-¡Blasfemias yo! -repuso Chi­cot-, ¿crees que soy hombre de iglesia? Pues soy hombre de espada. Por el contrario, debo advertirte una cosa.

-¿Cuál?


-Que te portas mal con Nuestra Señora de Chartres, Enrique, muy mal.

-¿Cómo pues?

-Indudablemente. Nuestra Seño­ra tenía dos camisas acostumbradas a hallarse juntas, y tú las separas: en tu lugar yo las conservaría reuni­das, Enrique, y al menos habría esa probabilidad para que la Virgen llevara a cabo un milagro.

Esta alusión, algo brutal, a la separación del rey y la reina, hizo reír a los amigos del monarca.

Enrique estiró los brazos, se fro­tó los ojos y se sonrió también.

-Por esta vez -dijo-, el loco tiene razón, ¡vive Dios!

Y cambió de conversación.

-Caballero -dijo con voz baja Monsoreau a Chicot-, ¿tendréis la bondad, como que no hacéis nada, de ir a esperarme al hueco de esa ventana?

-¡Pues no! -dijo Chicot-, con el mayor gusto.

-Pues bien, entonces retirémo­nos aparte.

-A lo interior de un bosque si os conviene.

-Fuera chanzas, caballero; son inútiles porque aquí no hay nadie que se ría de ellas -dijo Monso­reau reuniéndose con el gascón en el hueco de la ventana, donde éste le había precedido-. Estamos fren­te a frente y debemos decirnos la verdad, M. Chicot, señor loco, se­ñor bufón; un caballero os prohíbe, ¿lo entendéis? os prohíbe reíros de él; sobre todo os aconseja que me­ditéis antes de dar citas en los bos­ques, donde queríais conducirme hace poco, pues en ellos se recoge una colección de garrotes de distin­tas especies, dignos de figurar junto a los que tan bien os midieron las espaldas de parte de M. de Mayena.

-¡Ah! -dijo Chicot sin conmo­verse en apariencia, aunque sus ne­gros ojos lanzaron un sombrío res­plandor-: ¡ah! caballero, me re­cordáis todo lo que debo a M. de Mayena: ¿quisierais que fuese vues­tro deudor como lo soy suyo, que os pusiese en mi memoria en la misma línea, y os guardase una par­te igual en mi reconocimiento?

-Me parece que entre vuestros acreedores os olvidáis de incluir el principal.

-¿Sí?' Es extraño, caballero, por­que me precio de tener excelente me­moria: ¿quién es ese acreedor?

-Maese Nicolás David.

-¡Oh! en cuanto a ése os equi­vocáis -dijo Chicot con siniestra sonrisa-; ya no le debo nada, está pagado.

En este momento llegó a mezclar­se en la conversación un tercer inter­locutor.

Era Bussy.

-¡Ah, M. de Bussy! -dijo Chi­cot-, venid en mi auxilio. Aquí está M. de Monsoreau que me ha sacado de donde estaba y quiere darme caza ni más ni menos que si fuera un gamo o un ciervo. Decidle que se equivoca, M. de Bussy, que se las ha con un jabalí y que el jabalí se vuelve contra el cazador.

-M. Chicot -dijo Bussy-, creo que hacéis agravio al señor montero mayor, pensando que no os tiene por lo que sois, es decir, por un buen caballero. Señor conde -agre­gó dirigiéndose a Monsoreau-, ten­go el honor de advertiros que el se­ñor duque de Anjou desea hablaros.

-¿A mí? -dijo Monsoreau con inquietud.

-A vos mismo, caballero -re­puso Bussy.

Monsoreau dirigió a su interlocu­tor una mirada, con la cual quiso penetrar hasta el fondo de su alma, pero aquella mirada tuvo que de­tenerse en la superficie, pues los tranquilos ojos y la amable sonrisa de Bussy no 1e permitieron ir más allá.

-¿Me acompañáis, caballero? -interrogó el montero mayor al gen­tilhombre.

-No, señor, mientras os s despe­dís del rey, voy a advertir a Su Al­teza que os disponéis a obedecer sus órdenes.

Bussy se volvió como había lle­gado, pasando con su destreza ordinaria por entre la muchedumbre de cortesanos.

El duque de Anjou esperaba efec­tivamente a Monsoreau en su gabi­nete, y leía de nuevo la carta de que nuestros lectores tienen ya conoci­miento. Al oír el ruido de las mam­paras, creyó que era Monsoreau el que se aproximaba, y ocultó el bi­llete.

Presentóse Bussy.

-¿Qué hay? -dijo el duque.

-Ya viene, monseñor.

-¿Sospecha algo?

-Y aunque sospechase y se ha­llara sobre aviso, ¿qué importa? ¿no es hechura vuestra? Vos le ha­béis sacado de la nada; ¿no po­déis volverle a la nada?

-Sin duda -dijo el duque con el aire distraído que tenía siempre que se acercaba algún acontecimien­to en el cual era preciso mostrarse algún tanto enérgico.

-¿Os parece menos culpable que ayer?

-Me parece mil veces más: sus crímenes son de aquellos que se au­mentan a medida que en ellos se re­capacita.

-Además -dijo Bussy-, todo se reduce a un solo punto: ha robado a una pobre joven traidoramente, se ha casado con ella por medios fraudulentos e indignos de un ca­ballero: él mismo debe pedir la anu­lación del matrimonio o vos la pe­diréis por él.

-Eso es lo .convenido.

-Y a nombre del padre, a nom­bre de la joven, a nombre del cas­tillo de Meridor, a nombre de Diana, ¿me dais vuestra palabra de hacerlo así?

-Te la doy.

-Reflexionad que están adverti­dos de lo que va a pasar y esperan ansiosamente el resultado de vues­tra entrevista con ese hombre.

-La joven será libre, Bussy, yo te lo prometo.

-¡Ah! -dijo Bussy-, si hacéis eso, seréis en realidad un gran prín­cipe, monseñor.

Y tomando la mano del duque, aquella mano que había firmado tan­tas falsas promesas, que había fal­tado a tantos sagrados juramentos, se la besó respetuosamente.

En aquel instante se oyeron pa­sos en la antesala.

-Ahí está -dijo Bussy.

-Que entre M. de Monsoreau -gritó Francisco con una severidad que pareció de buen agúero a Bussy.

Y entonces, éste, casi seguro del resultado que deseaba, no pudo me­nos al saludar a Monsoreau, de di­rigirle una mirada de ironía orgu­llosa. El montero mayor recibió el saludo de Bussy con aquella mirada vidriosa con que sabía encubrír las sensaciones de su alma cual si las pusiera detrás de un inexpugnable parapeto.


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