Gorenflot se aprovechó de aquél movimiento para apartarse a un lado y romper la comunicación entre su cuello y la espada del abogado.
-A mí, querido amigo, a mí, socorro, auxilio, que me matan.
-¡Ah! ¿sois vos, querido M. David? -exclamó Chicot.
-Sí -tartamudeó David-, yo soy.
-Celebro infinito haberos hallado -repuso el gascón.
Después volviéndose hacia el fraile, le dijo:
-Mi buen amigo Gorenflot, vuestra presencia como eclesiástico era muy precisa hace poco, cuando creíamos moribundo al digno Monsieur David; pero puesto que está sano y bueno, no necesita ya confesor y se las entenderá con un caballero.
David respondió con una risita a la que procuró dar la expresión más sarcástica posible.
-Sí, con un caballero -repitió Chicot- que va a demostraros que es de buena raza. Mi querido Gorenflot -prosiguió dirigiendo la palabra al fraile-, hacedme el favor de poneros de centinela en la escalera v no dejéis que nadie de este mundo venga a distraerme de la conversación que voy a tener con M. David.
Gorenflot no deseaba otra cosa sino hallarse lejos del abogado; completó, pues, el círculo que había empezado a describir arrimándose lo posible a la pared, y de este modo llegó a la puerta, por la cual salió con tal rapidez como si hubiera disminuido en cien libras el peso de su cuerpo.
Chicot cerró la puerta y corrió el cerrojo, volviéndose después con calma hacia David.
Éste se turbó al principio a causa de lo imprevisto y extraordinario de su situación; pero, después, confiando en su conocida habilidad en el manejo de las armas y reflexionando que no tenía qué habérselas sino con un hombre solo, se repuso, y cuando el gascón se dirigió a él luego de haber cerrado la puerta, le encontró apoyado en los pies de la cama con la espada en la mano y la sonrisa en los labios.
-Vestíos, M. David -dijo Chicot-, os daré tiempo para ello, porque no deseo tener ninguna ventaja sobre vos. Sé que sois muy hábil en la esgrima, que manejáis la espada como el mismo Leclerc; mas eso nada importa.
David se echó a reir y dijo:
-No es mala la gracia.
-Sí -respondió Chicot-; a mí me parece buena, pues soy su autor, y pronto os parecerá mejor a vos, que sois hombre de gusto. ¿Sabéis lo que vengo a buscar a este cuarto, maese Nicolás?
-El resto de los latigazos que debía daros a nombre del duque de Mayena el día en que tan apresuradamente saltasteis por el balcón.
-No, señor, esos latigazos yo se los devolveré a quien me los mandó dar. Lo que vengo a buscar aquí es cierta genealogía que M. Pedro de Gondy ha traido de Aviñón y puesto en vuestras manos sin saber lo que os daba.
-¿.Qué genealogía? -dijo David.
-La de los Guisas, que, como sabéis, descienden por línea recta de Carlo Magno.
-¡Hola! -exclamó David-, ¡sois espía, M. Chicot! yo creía que no erais más que bufón.
-Querido M. David, en esta ocasión seré, si os place, las dos cosas, espía para haberos ahorcar y bufón para reírme del chasco.
-¡Hacerme ahorcar!
-Ni más ni menos, porque supongo que no pretenderéis ser decapitado: eso se queda para los nobles.
-¿Y qué haréis para eso?
-Una cosa muy sencilla, contar la verdad y nada más. Debo deciros, querido M. David, que el mes pasado asistí a la reunión celebrada en el convento de Santa Genoveva, entre sus señorías los príncipes de Lorena y madame de Montpensier.
-¿Vos?
-Sí; estuve en el confesionario que daba enfrente del vuestro; allí se está muy mal ¿no es cierto? Y yo me hallaba tanto más incómodo cuanto que para salir tuve que aguardar a que acabase todo y el asunto fue largo. Asistí, pues, al discurso de M. de Monsoreau, al de maese La Huriére y al de cierto fraile cuyo nombre he olvidado, pero que me pareció muy elocuente. La coronación del duque de Anjou fue menos divertida, mas, en cambio, el sainete estuvo magnífico: se titulaba la genealogía de los señores de Lorena, revisada, aumentada y corregida por maese Nicolás David: ¡vaya una pieza de teatro! Sólo le faltaba el visto bueno de Su Santidad.
-¡Hola! ¿tenéis noticia de la genealogía? -dijo David pudiendo apenas contenerse y mordiéndose los labios con despecho.
-Sí, señor -repuso Chicot-, me parece ingeniosa hasta lo sumo, especialmente en el punto donde hace referencia a la ley sálica. Sólo que es una desgracia tener talento, porque se arriesga uno a morir ahorcado. Así es que, interesado mi corazón por un hombre tan ingenioso, dije para mí: -¡Cómo! ¿habré de dejar ahorcar al digno Nicolás David, un maestro de armas tan agradable, un abogado de primera tijera, uno de mis buenos amigos, en fin, Y esto cuando puedo no tan sólo salvarle del dogal, sino hacer la fortuna de ese digno abogado, de ese hábil maestro, de ese excelente amigo, el primero que me ha dado la medida de mi corazón tomándome las costillas? No, eso no sucederá así. Entonces, habiéndoos oído hablar de viaje, sin detenerme en nada, tomé la resolución de acompañaros, es decir, de seguiros. Salisteis por la puerta de Bordelle, ¿no es esto? Yo os espiaba, mas no me visteis, lo cual no me extraña porque estaba bien oculto. Desde aquél momento os seguí, unas veces perdiéndoos de vista, otras volviéndoos a encontrar, aunque con mucho trabajo. En fin, llegamos a Lyon, y digo llegamos, porque una hora después que vos me establecí en la misma hostería, y no solamente en la misma hostería, sino en el cuarto de al lado, que no está separado del vuestro sino por un simple tabique. Ya supondréis que no habría venido siguiendo vuestros pasos desde París a Lyon para perderos de vista. Practiqué, pues, un pequeño agujero en la pared, por el cual tenía la ventaja de miraos siempre que quería, y confieso que saboreaba este placer muchas veces. Por último, caísteis enfermo; el huésped quiso poneros en la calle; vos habíais dado cita a Monsieur de Gondy para el Cisne de la Cruz, temíais que os hallase en otra parte, o al menos que no os hallase tan pronto. El caer malo era un recurso, pero a mí no me engañasteis por completo. Sin embargo, como en todo caso podríais encontraros realmente enfermo, verdad de que en breve trataré de convenceros, os mandé un digno religioso, amigo y compañero mío, para excitaron al arrepentimiento y conduciros por el buen camino; pero vos, pecador endurecido, habéis querido perforarle la garganta con vuestra tizona, dando al olvido la máxima del Evangelio que dice: "quien a hierro mata, a hierro muere". Vamos, ya hace mucho tiempo que nos conocemos, somos antiguos amigos; arreglemos este asunto; ahora que estáis al corriente de todo, ¿queréis que lo arreglemos?
-¿De qué modo?
-Del modo que se habría arreglado si hubiese estado positivamente enfermo, si mi amigo Gorenflot os hubiera confesado y si hubieseis puesto en sus manos los papeles que os pedía. Entonces yo os habría otorgado mi perdón y aun habría hecho rezar por vos la recomendación del alma. Pues bien, no seré más exigente con el vivo que lo que pensaba ser con el muerto; os diré lo que me falta que deciros: M. David, sois un hombre perfecto; tenéis la esgrima, la equitación, el arte de atraer gruesas cantidades a vuestros amplios bolsillos; nada os falta: sería lástima que un hombre como vos desapareciese de repente del mundo, donde está destinado a desempeñar tan gran papel. Vamos, querido M. David, dejaos de conspiraciones, fiaos de mí, romped con los Guisas, dadme vuestros papeles, y a fe de caballero os prometo reconciliaros con el rey.
-¿Y si no os los doy? -preguntó Nicolas David.
-¡Ah! si no me los dais es diferente. Entonces os mataré: ¿qué os parece, querido M. David?
-Perfectamente -respondió el abogado pasando la mano por el puño de la espada.
-Pero si me los dais -prosiguió Chicot-, lo olvidaré todo. Vos no me creéis tal vez. David, porque sois inclinado al mal y os parece que el resentimiento está incrustado en mi corazón como el orín en el hierro. No, os aborrezco, es cierto, pero aborrezco a M. de Mayena más que a vos; dadme los medios de perder a M. de Mayena, y os salvo. Además, debo añadir algunas palabras a que vos tal vez no daréis crédito, porque no tenéis cariño a nadie, y son, que amo al rey, sí, al rey, por más necio, corrompido y abyecto que sea, al rey, que me ha dado asilo y protección contra vuestro carnicero Mayena, qué se pone a la cabeza de quince bandidos para asesinar de noche, y en la plaza del Louvre, a un solo hombre: ya sabéis a quién me refiero, al pobre Saint-Megrin: ¿no erais vos uno de los verdugos? ¿no? tanto mejor, hace poco lo creía, pero ahora estoy seguro de ello. Pues bien, quiero que mi pobre rey Enrique reine con tranquilidad, lo cual es imposible con los Mayenas y con las genealogías de Nicolás David. Entregadme, pues, esa genealogía y a fe de caballero callaré vuestro nombre y haré vuestra fortuna.
Durante esta dilatada exposición de sus ideas, Chicot, como hombre inteligente y resuelto, estuvo observando a David, y sólo con ese objeto dio tanta extensión a su narración; mas durante este examen no vio que se aflojase una sola vez la fibra de acero que dilataba las hoscas miradas del abogado, ni que se iluminasen los sombríos rasgos de su fisonomía con ningún buen pensamiento, ni que se ablandase su corazón por un momento, ni que se moviese su mano, que empuñaba con fuerza la espada.
-Vamos -dijo-, veo que toda mi elocuencia es perdida y que no me creéis; aún me queda un medio de castigaros por los agravios que me habéis hecho y de librar a la tierra de un hombre que no cree en la probidad ni en la humanidad. Voy a hacer que os ahorquen: adiós. M. David.
Y Chicot se encaminó a la puerta andando de espaldas y sin perder de vista al abogado.
-Este dio un salto hacia adelante, exclamando:
-¿Y creéis que os dejaré salir? no, señor espía, no, Chicot, mi digno amigo: el que conoce secretos como los de la genealogía muere; el que amenaza a Nicolás, muere; el que entra aquí como tú has entrado, muere.
-Me libráis de un gran peso, maese Nicolás -repuso Chicot con la misma calma que siempre-; yo no quería reñir con vos, porque estoy seguro de que os he de matar. Crillón, tirando conmigo, me ha enseñado hace dos meses un golpe particular, uno solo, pero que será suficiente, os doy mi palabra de honor. Vamos, dadme los papeles -añadió con voz terrible- o de lo contrario os mato, y voy a deciros cómo: os atravesaré la garganta por el mismo sitio que queríais sangrar a mi amigo Gorenflot.
No había terminado Chicot de decir estas palabras cuando David se lanzó sobre él dando una fuerte carcajada. Chicot le recibió en guardia.
Los dos adversarios eran poco más o menos de igual estatura, pero la ropa que cubría a Chicot disimulaba lo flaco de su cuerpo, al paso que el abogado, largo, delgado y flexible, estaba al descubierto y parecía una gran serpiente cuya cabeza fuese el brazo y cuya lengua su ágil espada. Mas tenía que habérselas con un fuerte adversario, pues Chicot, que casi todos los días jugaba a la espada con el rey, se había hecho uno de los más diestros tiradores del reino. Esto lo pudo notar muy bien Nicolás David, pues siempre hallaba opuesto al suyo el acero de su adversario de cualquier modo que intentase atacarle.
Al cabo de un rato el abogado dio un paso atrás.
-¡Hola! -dijo Chicot-; comenzáis a entenderme, ¿no es verdad? vamos, ¿me dais los papeles?
David contestó arrojándose de nuevo sobre el gascón: empeñóse un segundo combate más largo y más encarnizado que el primero, si bien Chicot se contentaba con defenderse y aún no había tirado ningún golpe. Esta segunda lucha terminó como la primera, dando el abogado un paso atrás.
-¡Hola! -dijo Chicot-, ahora me toca a mí.
Y dio otro paso hacia adelante.
En tanto avanzaba, Nicolás David le tiró un golpe para detenerle; Chicot le paró en primera, ligó en tercera la espada de su adversario, y hallando entonces en descubierto el sitio que de antemano había indicado, le hundió la mitad de la espada en la garganta diciendo:
-He aquí el golpe.
-David no respondió; cayó rodando a los pies de Chicot, echando una bocanada de sangre.
Chicot dio un paso atrás, diciendo:
-Aunque la serpiente está herida de muerte, aún puede levantarse y morder.
Pero David, por un movimiento natural, procuró llegar arrastrando hasta la cama, como para defender todavía su secreto.
-¡Ah! -exclamó Chicot-; yo te creía redomado, pero al contrario, eres tonto como un flamenco. No sabía dónde estaban los papeles, y ahora me lo dices tú mismo.
Y mientras David se agitaba en las convulsiones de la agonía, Chicot corrió a la cama, alzó la almohada y encontró debajo un rollo de pergamino, que David no había tratado de ocultar mejor, ignorando la catástrofe que le amenazaba.
En el momento mismo en que le desenvolvía para convencerse de que era en efecto el documento que buscaba, David se levantó con furor; pero al momento volvió a caer dando el último suspiro.
Chicot recorrió con ojos chispeantes, a causa del júbilo que sentía en su alma, el pergamino traído de Aviñón por Pedro de Gondy.
El legado del Papa, fiel a la política que había seguido el soberano pontífice desde su advenimiento al trono, había escrito debajo:
-Fiar ut voluit Deus: Deus jura hominum fecit.
-Muy mal trata el Papa al rey cristianísimo -murmuró Chicot.
Y dobló cuidadosamente el pergamino y le guardó en el bolsillo más seguro de la ropilla, es decir, en el del pecho.
Luego levantó del suelo el cuerpo del abogado, que había muerto casi sin derramar sangre, pues la herida era de tal naturaleza, que había concentrado la hemorragia en lo interior, y volviéndole a colocar en el lecho con los ojos vueltos a la pared, abrió la puerta y llamó a Gorenflot.
Gorenflot entró y dijo:
-¡Qué pálido estáis!
-Sí -respondió Chicot-, los últimos instantes de este pobre hombre me han causado cierta impresión.
-¿Ha muerto? -preguntó Gorenflot.
-Así lo creo -contestó Chicot.
-¡Cómo hace poco estaba tan bueno!
-Sí, pero se empeñó en comer cosas difíciles de digerir, y ha muerto como Anacreonte, por habérsele atravesado una de ellas en la garganta.
-¡Oh! -dijo Gorenflot-, castigo de Dios por haber intentado ahogarme, por haber puesto sus manos en un religioso.
-Perdonadle, compadre, sois cristiano.
-Yo le perdono -dijo Gorenflot-, aunque me ha causado terrible miedo.
-No basta eso -repuso Chicot-; conviene que encendáis unos cirios y recéis algunas oraciones junto a su cuerpo.
-¿Para qué?
Esta pregunta estaba siempre en los labios de Gorenflot.
-¡Cómo para qué! Para que no os lleven a la cárcel por homicida.
-¡Yo homicida! ¡Bah! ¡cuando es él quien ha querido ahogarme!
-Es cierto, y como no ha podido conseguirlo, la cólera le ha puesto la sangre en movimiento, se le ha roto uno de los vasos del cuerno, y buenas noches. Ya veis, que bien considerado, vos sois la causa de su muerte, causa inocente, es verdad, pero ínterin se descubre vuestra inocencia, os pueden hacer un flaco servicio.
-Creo que tenéis razón, M. Chicot -dijo el fraile.
-Tanto más cuanto que la justicia de Lyon es un poco dura.
-¡Jesús! -exclamó el fraile.
-Haced lo que os digo, compadre.
-¿Qué debo hacer?
-Sentaos aquí, rezad con devoción todas las oraciones que sepáis, y cuando llegue la noche y os quedéis solo, salid de la hostería sin lentitud, sin precipitación: ¿sabéis la casa del herrador que está en la esquina de la calle?
-Sí, en verdad, allí me di este golpe ayer -dijo Gorenflot mostrando el ojo amoratado.
-¡Sensible recuerdo! Pues bien, yo tendré cuidado de que encontréis allí vuestro caballo, ¿entendéis? Subiréis en él sin dar explicaciones a nadie; inmediatamente tomaréis el camino de París; y en Villeneuvele-Rol venderéis el caballo y recogeréis el asno.
-¡Ah, el buen Panurgo! tenéis razón -dijo Gorenflot-, es un animal que quiero mucho. Pero de aquí allá -agregó con tono lastimero-, ¿cómo viviré?
-Cuando yo ofrezco, doy -dijo Chicot-, y no dejo mendigar a mis amigos, como hacen en el convento de Santa Genoveva: tomad.
Y sacó del bolsillo un puñado de escudos que puso en la ancha mano del fraile.
-¡Hombre generoso! -exclamó Gorenflot vertiendo lágrimas de gratitud-, dejadme quedar con vos en Lyon; es la segunda capital del reino y ciudad muy hospitalaria.
-¿Mas no adivináis, gaznápiro, que yo no me quedo, que me marcho y con tanta prisa que no me podréis seguir?
-Hágase vuestra voluntad, M. Chicot -repuso Gorenflot resignado.
-Eso me gusta, compadre, resignación -dijo Chicot.
Y dejando al fraile junto a la cama del abocado, bajó adonde se hallaba el huésped, le llamó aparte y le dijo:
-Maese Bernouillet, acaba de pasar en vuestra casa un grande acontecimiento que no podéis sospechar.
-¡Cómo! -respondió el huésped espantado-, ¿qué hay?
-Ese endiablado realista, ese hombre que despreciaba la religión, ese abominable hugonote...
-¿Qué?
-Ha recibido esta mañana la visita de un emisario de Roma.
-Ya lo sé, puesto que soy yo quien le ha introducido en su cuarto.
-Pues bien, nuestro Santo Padre el Papa, a quien corresponde toda justicia temporal en este mundo, así como toda justicia espiritual en el otro, nuestro Santo Padre el Papa le mandaba directamente al conspirador; sólo que según todas las probabilidades, el conspirador no sospechaba con qué objeto.
-¿Y con qué objeto le mandaba?
-Subid a su cuarto, maese Bernouillet, v levantad un poco las sábanas, miradle la garganta y lo sabréis.
-¡Oh! me aterráis.
-No os digo más: esta justicia se ha hecho en vuestra casa, maese Bernouillet: grande honor os hace el Papa en esta ocasión.
Chicot dio diez escudos al huésped, se encaminó a la caballeriza e hizo sacar los caballos.
Entretanto el huésped subió corriendo la escalera y entró en el cuarto de Nicolás David.
Allí halló a Gorenflot rezando.
Se acercó a la cama y levantó un poco las sábanas.
La herida se encontraba en el sitio indicado, todavía roja, pero el cuerpo estaba ya frío.
-Así mueran todos los enemigos de la santa religión -dijo haciendo una seña a Gorenflot.
-Amén -repuso el fraile.
Estos acontecimientos se verificaban al mismo tiempo que Bussy llegaba a París con el viejo barón de Meridor y le llevaba a presencia de la hija a quien el anciano suponía muerta.
XXXIII. DE COMO EL DUQUE DE ANJOU SUPO QUE NO HABLA MUERTO DIANA DE MERIDOR
El mes de abril tocaba a su fin.
La gran catedral de Chartres estaba colgada de blanco y sobre los altares grandes ramilletes de follaje reemplazaban a las flores. En aquella estación todavía no sólo las flores, sino las hojas eran escasas.
El rey, que desde la puerta de la ciudad había llegado con los pies desnudos, continuaba del mismo modo en medio de la nave, mirando de cuando en cuando a su alrededor, para ver si faltaba alguno de sus cortesanos y amigos. Pero los unos, habiéndose lacerado los pies con el empedrado de la calle, acababan de ponerse los zapatos; los otros, hambrientos o fatigados, descansaban o comían en alguna hostería donde de contrabando habían entrado, y solamente unos cuantos habían tenido valor para seguir al rey hasta la iglesia y permanecer en ella vestidos con largos hábitos de penitente y con los pies desnudos sobre las húmedas losas.
La ceremonia religiosa que se estaba celebrando tenía por objeto suplicar al cielo que concediese un heredero a la corona de Francia; las dos camisas de Nuestra Señora de Chartres, cuya virtud prolífica no podía ser puesta en duda, atendido el gran número de milagros que habían realizado, fueron extraídas, de sus cajas de oro, y el pueblo que había acudido en masa a la solemnidad, se inclinó bajo el resplandor de los rayos luminosos que exhalaba el tabernáculo cuando de él salieron las dos túnicas.
En aquel momento, v en medio del general silencio, oyó-Enrique III un ruido extraño semejante al que produce una carcajada mal contenida, y volviéndose procuró distinguir si se hallaba en la iglesia Chicot, pues le pareció que sólo Chicot podía tener la audacia de reírse en ocasión semejante.
No era Chicot, sin embargo, el que se había reído al aspecto de las dos santas túnicas, porque Chicot, por desgracia estaba ausente, lo cual tenía con mucha pena al rey, que no había vuelto a saber nada de su bufón desde que le perdiere de vista en el camino de Fontainebleau. Era un caballero que a la puerta de la iglesia acababa de apearse de un fogoso y cansado caballo, y que, con los zapatos y vestidos manchados de barro, se abría paso por entre la multitud de cortesanos, vestidos unos con hábitos de penitentes, cubiertos otros con sacos, pero todos con los pies descalzos.
Aquel caballero, observando que él rey le miraba, detuvo su marcha v permaneció de pie en el coro, resueltamente, pero con apariencias de respeto, porque era hombre de corte según podía echarse de ver en sus modales, más que en la elegancia de su traje.
Enrique, descontento al ver a aquel caballero que tan tarde llegaba, que tanto ruido hacía y que con tanta insolencia en traje tan diferente del marcado por ordenanza se presentaba, le dirigió una mirada de reconvención y despecho.
El recién venido no manifestó advertir la mirada colérica del rey, y atravesando algunas losas donde estaban esculpidas varias efigies de obispo, y haciendo resonar en ellas sus zapatos de puente levadizo (era la moda de la época), se arrodilló junto a la silla de terciopelo que ocupaba el duque cíe Anjou, el cual, absorto en sus pensamientos, mucho más que en sus oraciones, no prestaba la mayor atención a lo que a su alrededor pasaba.
Sin embargo, cuando sintió el contacto del recién llegado, se volvió hacia él con viveza, y exclamó a media voz:
-¡Bussy!
-Buenos días, monseñor -repuso el gentilhombre, como si hiciese sólo doce horas que se hubiesen visto y nada importante hubíese ocurrido en este intermedio.
-¿Pero estás endiablado? -dijo el príncipe.
-¿Por qué es esa pregunta, monseñor?
-¿Por qué no has venido más pronto?
-Probablemente porque no habré podido.
-¿Mas qué ha pasado en tres semanas que hace que ¡lo nos vemos?
-De eso es justamente de lo que tengo que hablaros.
-Pues aguardarás a que salgamos de la iglesia.
-¡Ah! no habrá otro remedio, y eso es lo que me enfada.
-¡Chiss! ya se acaba la ceremonia, ten paciencia; nos iremos juntos a mi alojamiento.
-Esa es mi intención, monseñor.
En efecto, el rey acababa de ponerse sobre su camisa de fina tela, la camisa bastante gruesa de Nuestra Señora, y la reina, con el auxilio de sus damas, se hallaba ocupada en hacer otro tanto.
Después Enrique se hincó de rodillas y la reina le imitó: ambos permanecieron por un momento bajo un gran palio orando con mucha devoción, ínterin los concurrentes, para hacer la corte al rey, humillaban la frente hasta hacerla tocar en el suelo.
Luego se levantó el rey, se quitó la santa túnica, saludó al arzobispo, saludó a la reina y se dirigió a la puerta de la catedral. Antes de llegar a ella se detuvo porque vio a Bussy.
-Caballero -le dijo-, parece que nuestras devociones no son de vuestro agrado, pues no podéis decidiros a dejar el oro .y la seda cuando vuestro rey toma el buriel y la lana.
-Señor -respondió Bussy con dignidad, mas poniéndose pálido de despecho al oir aquel apóstrofe-, nadie, ni aun entre aquellos cuyos hábitos de penitentes sean más humildes, y cuyos pies estén más desollados, podrá presentarse que estime tanto como yo el servicio de Vuestra Majestad: pero acabo de llegar de un viaje largo y penoso, y no he sabido hasta esta mañana la salida de Vuestra Majestad para Chartres. He andado, pues, veintidós leguas en cinco horas para venir a reunirme con Vuestra Majestad: por eso no he tenido tiempo de cambiar de traje. Vuestra Majestad no lo habría advertido, por cierto, si en vez de venir aquí me hubiese quedado en París.
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