Alejandro dumas


partarse a un lado y romper la comunicación entre su cuello y la espada del abogado



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Gorenflot se aprovechó de aquél movimiento para apartarse a un lado y romper la comunicación entre su cuello y la espada del abogado.

-A mí, querido amigo, a mí, so­corro, auxilio, que me matan.

-¡Ah! ¿sois vos, querido M. Da­vid? -exclamó Chicot.

-Sí -tartamudeó David-, yo soy.

-Celebro infinito haberos halla­do -repuso el gascón.

Después volviéndose hacia el frai­le, le dijo:

-Mi buen amigo Gorenflot, vues­tra presencia como eclesiástico era muy precisa hace poco, cuando creía­mos moribundo al digno Monsieur David; pero puesto que está sano y bueno, no necesita ya confesor y se las entenderá con un caballero.

David respondió con una risita a la que procuró dar la expresión más sarcástica posible.

-Sí, con un caballero -repitió Chicot- que va a demostraros que es de buena raza. Mi querido Go­renflot -prosiguió dirigiendo la pa­labra al fraile-, hacedme el favor de poneros de centinela en la esca­lera v no dejéis que nadie de este mundo venga a distraerme de la con­versación que voy a tener con M. David.

Gorenflot no deseaba otra cosa sino hallarse lejos del abogado; com­pletó, pues, el círculo que había empezado a describir arrimándose lo posible a la pared, y de este modo llegó a la puerta, por la cual salió con tal rapidez como si hubiera dis­minuido en cien libras el peso de su cuerpo.

Chicot cerró la puerta y corrió el cerrojo, volviéndose después con cal­ma hacia David.

Éste se turbó al principio a causa de lo imprevisto y extraordinario de su situación; pero, después, confian­do en su conocida habilidad en el manejo de las armas y reflexionan­do que no tenía qué habérselas sino con un hombre solo, se repuso, y cuando el gascón se dirigió a él lue­go de haber cerrado la puerta, le encontró apoyado en los pies de la cama con la espada en la mano y la sonrisa en los labios.

-Vestíos, M. David -dijo Chi­cot-, os daré tiempo para ello, por­que no deseo tener ninguna ventaja sobre vos. Sé que sois muy hábil en la esgrima, que manejáis la es­pada como el mismo Leclerc; mas eso nada importa.

David se echó a reir y dijo:

-No es mala la gracia.

-Sí -respondió Chicot-; a mí me parece buena, pues soy su autor, y pronto os parecerá mejor a vos, que sois hombre de gusto. ¿Sabéis lo que vengo a buscar a este cuarto, maese Nicolás?

-El resto de los latigazos que debía daros a nombre del duque de Mayena el día en que tan apresura­damente saltasteis por el balcón.

-No, señor, esos latigazos yo se los devolveré a quien me los mandó dar. Lo que vengo a buscar aquí es cierta genealogía que M. Pedro de Gondy ha traido de Aviñón y puesto en vuestras manos sin saber lo que os daba.

-¿.Qué genealogía? -dijo David.

-La de los Guisas, que, como sabéis, descienden por línea recta de Carlo Magno.

-¡Hola! -exclamó David-, ¡sois espía, M. Chicot! yo creía que no erais más que bufón.

-Querido M. David, en esta oca­sión seré, si os place, las dos cosas, espía para haberos ahorcar y bufón para reírme del chasco.

-¡Hacerme ahorcar!

-Ni más ni menos, porque su­pongo que no pretenderéis ser deca­pitado: eso se queda para los nobles.

-¿Y qué haréis para eso?

-Una cosa muy sencilla, contar la verdad y nada más. Debo deci­ros, querido M. David, que el mes pasado asistí a la reunión celebrada en el convento de Santa Genoveva, entre sus señorías los príncipes de Lorena y madame de Montpensier.

-¿Vos?

-Sí; estuve en el confesionario que daba enfrente del vuestro; allí se está muy mal ¿no es cierto? Y yo me hallaba tanto más incómodo cuanto que para salir tuve que aguar­dar a que acabase todo y el asunto fue largo. Asistí, pues, al discurso de M. de Monsoreau, al de maese La Huriére y al de cierto fraile cuyo nombre he olvidado, pero que me pareció muy elocuente. La corona­ción del duque de Anjou fue menos divertida, mas, en cambio, el sainete estuvo magnífico: se titulaba la ge­nealogía de los señores de Lorena, revisada, aumentada y corregida por maese Nicolás David: ¡vaya una pieza de teatro! Sólo le faltaba el visto bueno de Su Santidad.



-¡Hola! ¿tenéis noticia de la ge­nealogía? -dijo David pudiendo apenas contenerse y mordiéndose los labios con despecho.

-Sí, señor -repuso Chicot-, me parece ingeniosa hasta lo sumo, es­pecialmente en el punto donde hace referencia a la ley sálica. Sólo que es una desgracia tener talento, por­que se arriesga uno a morir ahorca­do. Así es que, interesado mi cora­zón por un hombre tan ingenioso, dije para mí: -¡Cómo! ¿habré de dejar ahorcar al digno Nicolás Da­vid, un maestro de armas tan agra­dable, un abogado de primera tijera, uno de mis buenos amigos, en fin, Y esto cuando puedo no tan sólo salvarle del dogal, sino hacer la for­tuna de ese digno abogado, de ese hábil maestro, de ese excelente ami­go, el primero que me ha dado la medida de mi corazón tomándome las costillas? No, eso no sucederá así. Entonces, habiéndoos oído ha­blar de viaje, sin detenerme en nada, tomé la resolución de acompañaros, es decir, de seguiros. Salisteis por la puerta de Bordelle, ¿no es esto? Yo os espiaba, mas no me visteis, lo cual no me extraña porque es­taba bien oculto. Desde aquél mo­mento os seguí, unas veces perdién­doos de vista, otras volviéndoos a encontrar, aunque con mucho tra­bajo. En fin, llegamos a Lyon, y digo llegamos, porque una hora des­pués que vos me establecí en la misma hostería, y no solamente en la misma hostería, sino en el cuarto de al lado, que no está separado del vuestro sino por un simple tabique. Ya supondréis que no habría venido siguiendo vuestros pasos desde Pa­rís a Lyon para perderos de vista. Practiqué, pues, un pequeño agu­jero en la pared, por el cual tenía la ventaja de miraos siempre que quería, y confieso que saboreaba este placer muchas veces. Por últi­mo, caísteis enfermo; el huésped quiso poneros en la calle; vos ha­bíais dado cita a Monsieur de Gon­dy para el Cisne de la Cruz, temíais que os hallase en otra parte, o al menos que no os hallase tan pronto. El caer malo era un recurso, pero a mí no me engañasteis por comple­to. Sin embargo, como en todo caso podríais encontraros realmente en­fermo, verdad de que en breve tra­taré de convenceros, os mandé un digno religioso, amigo y compañero mío, para excitaron al arrepentimien­to y conduciros por el buen camino; pero vos, pecador endurecido, ha­béis querido perforarle la garganta con vuestra tizona, dando al olvido la máxima del Evangelio que dice: "quien a hierro mata, a hierro mue­re". Vamos, ya hace mucho tiempo que nos conocemos, somos antiguos amigos; arreglemos este asunto; ahora que estáis al corriente de todo, ¿queréis que lo arreglemos?

-¿De qué modo?

-Del modo que se habría arre­glado si hubiese estado positivamen­te enfermo, si mi amigo Gorenflot os hubiera confesado y si hubieseis puesto en sus manos los papeles que os pedía. Entonces yo os habría otor­gado mi perdón y aun habría hecho rezar por vos la recomendación del alma. Pues bien, no seré más exigente con el vivo que lo que pen­saba ser con el muerto; os diré lo que me falta que deciros: M. David, sois un hombre perfecto; tenéis la esgrima, la equitación, el arte de atraer gruesas cantidades a vuestros amplios bolsillos; nada os falta: se­ría lástima que un hombre como vos desapareciese de repente del mundo, donde está destinado a des­empeñar tan gran papel. Vamos, querido M. David, dejaos de cons­piraciones, fiaos de mí, romped con los Guisas, dadme vuestros papeles, y a fe de caballero os prometo re­conciliaros con el rey.

-¿Y si no os los doy? -pregun­tó Nicolas David.

-¡Ah! si no me los dais es di­ferente. Entonces os mataré: ¿qué os parece, querido M. David?

-Perfectamente -respondió el abogado pasando la mano por el puño de la espada.

-Pero si me los dais -prosiguió Chicot-, lo olvidaré todo. Vos no me creéis tal vez. David, porque sois inclinado al mal y os parece que el resentimiento está incrustado en mi corazón como el orín en el hierro. No, os aborrezco, es cierto, pero aborrezco a M. de Mayena más que a vos; dadme los medios de perder a M. de Mayena, y os salvo. Ade­más, debo añadir algunas palabras a que vos tal vez no daréis crédito, porque no tenéis cariño a nadie, y son, que amo al rey, sí, al rey, por más necio, corrompido y abyecto que sea, al rey, que me ha dado asilo y protección contra vuestro carnicero Mayena, qué se pone a la cabeza de quince bandidos para asesinar de noche, y en la plaza del Louvre, a un solo hombre: ya sabéis a quién me refiero, al pobre Saint-­Megrin: ¿no erais vos uno de los verdugos? ¿no? tanto mejor, hace poco lo creía, pero ahora estoy se­guro de ello. Pues bien, quiero que mi pobre rey Enrique reine con tran­quilidad, lo cual es imposible con los Mayenas y con las genealogías de Nicolás David. Entregadme, pues, esa genealogía y a fe de caballero callaré vuestro nombre y haré vues­tra fortuna.

Durante esta dilatada exposición de sus ideas, Chicot, como hombre inteligente y resuelto, estuvo obser­vando a David, y sólo con ese obje­to dio tanta extensión a su narra­ción; mas durante este examen no vio que se aflojase una sola vez la fibra de acero que dilataba las hos­cas miradas del abogado, ni que se iluminasen los sombríos rasgos de su fisonomía con ningún buen pen­samiento, ni que se ablandase su corazón por un momento, ni que se moviese su mano, que empuñaba con fuerza la espada.

-Vamos -dijo-, veo que toda mi elocuencia es perdida y que no me creéis; aún me queda un medio de castigaros por los agravios que me habéis hecho y de librar a la tierra de un hombre que no cree en la probidad ni en la humanidad. Voy a hacer que os ahorquen: adiós. M. David.

Y Chicot se encaminó a la puerta andando de espaldas y sin perder de vista al abogado.

-Este dio un salto hacia adelan­te, exclamando:

-¿Y creéis que os dejaré salir? no, señor espía, no, Chicot, mi dig­no amigo: el que conoce secretos como los de la genealogía muere; el que amenaza a Nicolás, muere; el que entra aquí como tú has en­trado, muere.

-Me libráis de un gran peso, maese Nicolás -repuso Chicot con la misma calma que siempre-; yo no quería reñir con vos, porque es­toy seguro de que os he de matar. Crillón, tirando conmigo, me ha en­señado hace dos meses un golpe par­ticular, uno solo, pero que será su­ficiente, os doy mi palabra de honor. Vamos, dadme los papeles -añadió con voz terrible- o de lo contrario os mato, y voy a deciros cómo: os atravesaré la garganta por el mismo sitio que queríais sangrar a mi ami­go Gorenflot.

No había terminado Chicot de decir estas palabras cuando David se lanzó sobre él dando una fuerte carcajada. Chicot le recibió en guar­dia.

Los dos adversarios eran poco más o menos de igual estatura, pero la ropa que cubría a Chicot disimu­laba lo flaco de su cuerpo, al paso que el abogado, largo, delgado y flexible, estaba al descubierto y pa­recía una gran serpiente cuya cabe­za fuese el brazo y cuya lengua su ágil espada. Mas tenía que habér­selas con un fuerte adversario, pues Chicot, que casi todos los días ju­gaba a la espada con el rey, se había hecho uno de los más diestros tira­dores del reino. Esto lo pudo notar muy bien Nicolás David, pues siem­pre hallaba opuesto al suyo el acero de su adversario de cualquier modo que intentase atacarle.

Al cabo de un rato el abogado dio un paso atrás.

-¡Hola! -dijo Chicot-; comen­záis a entenderme, ¿no es verdad? vamos, ¿me dais los papeles?

David contestó arrojándose de nuevo sobre el gascón: empeñóse un segundo combate más largo y más encarnizado que el primero, si bien Chicot se contentaba con de­fenderse y aún no había tirado nin­gún golpe. Esta segunda lucha ter­minó como la primera, dando el abogado un paso atrás.

-¡Hola! -dijo Chicot-, ahora me toca a mí.

Y dio otro paso hacia adelante.

En tanto avanzaba, Nicolás Da­vid le tiró un golpe para detenerle; Chicot le paró en primera, ligó en tercera la espada de su adversario, y hallando entonces en descubierto el sitio que de antemano había in­dicado, le hundió la mitad de la espada en la garganta diciendo:

-He aquí el golpe.

-David no respondió; cayó ro­dando a los pies de Chicot, echando una bocanada de sangre.

Chicot dio un paso atrás, dicien­do:

-Aunque la serpiente está heri­da de muerte, aún puede levantarse y morder.

Pero David, por un movimiento natural, procuró llegar arrastrando hasta la cama, como para defender todavía su secreto.

-¡Ah! -exclamó Chicot-; yo te creía redomado, pero al contra­rio, eres tonto como un flamenco. No sabía dónde estaban los pape­les, y ahora me lo dices tú mismo.

Y mientras David se agitaba en las convulsiones de la agonía, Chi­cot corrió a la cama, alzó la almo­hada y encontró debajo un rollo de pergamino, que David no había tratado de ocultar mejor, ignorando la catástrofe que le amenazaba.

En el momento mismo en que le desenvolvía para convencerse de que era en efecto el documento que bus­caba, David se levantó con furor; pero al momento volvió a caer dan­do el último suspiro.

Chicot recorrió con ojos chispean­tes, a causa del júbilo que sentía en su alma, el pergamino traído de Aviñón por Pedro de Gondy.

El legado del Papa, fiel a la polí­tica que había seguido el soberano pontífice desde su advenimiento al trono, había escrito debajo:



-Fiar ut voluit Deus: Deus jura hominum fecit.

-Muy mal trata el Papa al rey cristianísimo -murmuró Chicot.

Y dobló cuidadosamente el perga­mino y le guardó en el bolsillo más seguro de la ropilla, es decir, en el del pecho.

Luego levantó del suelo el cuerpo del abogado, que había muerto casi sin derramar sangre, pues la herida era de tal naturaleza, que había concentrado la hemorragia en lo inte­rior, y volviéndole a colocar en el lecho con los ojos vueltos a la pa­red, abrió la puerta y llamó a Go­renflot.

Gorenflot entró y dijo:

-¡Qué pálido estáis!

-Sí -respondió Chicot-, los últimos instantes de este pobre hom­bre me han causado cierta impre­sión.

-¿Ha muerto? -preguntó Go­renflot.

-Así lo creo -contestó Chicot.

-¡Cómo hace poco estaba tan bueno!

-Sí, pero se empeñó en comer cosas difíciles de digerir, y ha muer­to como Anacreonte, por habérsele atravesado una de ellas en la gar­ganta.

-¡Oh! -dijo Gorenflot-, casti­go de Dios por haber intentado aho­garme, por haber puesto sus manos en un religioso.

-Perdonadle, compadre, sois cris­tiano.

-Yo le perdono -dijo Goren­flot-, aunque me ha causado te­rrible miedo.

-No basta eso -repuso Chi­cot-; conviene que encendáis unos cirios y recéis algunas oraciones jun­to a su cuerpo.

-¿Para qué?

Esta pregunta estaba siempre en los labios de Gorenflot.

-¡Cómo para qué! Para que no os lleven a la cárcel por homicida.

-¡Yo homicida! ¡Bah! ¡cuando es él quien ha querido ahogarme!

-Es cierto, y como no ha po­dido conseguirlo, la cólera le ha puesto la sangre en movimiento, se le ha roto uno de los vasos del cuer­no, y buenas noches. Ya veis, que bien considerado, vos sois la causa de su muerte, causa inocente, es verdad, pero ínterin se descubre vuestra inocencia, os pueden hacer un flaco servicio.

-Creo que tenéis razón, M. Chi­cot -dijo el fraile.

-Tanto más cuanto que la jus­ticia de Lyon es un poco dura.

-¡Jesús! -exclamó el fraile.

-Haced lo que os digo, compa­dre.

-¿Qué debo hacer?

-Sentaos aquí, rezad con devo­ción todas las oraciones que sepáis, y cuando llegue la noche y os que­déis solo, salid de la hostería sin lentitud, sin precipitación: ¿sabéis la casa del herrador que está en la esquina de la calle?

-Sí, en verdad, allí me di este golpe ayer -dijo Gorenflot mos­trando el ojo amoratado.

-¡Sensible recuerdo! Pues bien, yo tendré cuidado de que encontréis allí vuestro caballo, ¿entendéis? Su­biréis en él sin dar explicaciones a nadie; inmediatamente tomaréis el camino de París; y en Villeneuve­le-Rol venderéis el caballo y reco­geréis el asno.

-¡Ah, el buen Panurgo! tenéis razón -dijo Gorenflot-, es un ani­mal que quiero mucho. Pero de aquí allá -agregó con tono lastimero-, ¿cómo viviré?

-Cuando yo ofrezco, doy -dijo Chicot-, y no dejo mendigar a mis amigos, como hacen en el con­vento de Santa Genoveva: tomad.

Y sacó del bolsillo un puñado de escudos que puso en la ancha mano del fraile.

-¡Hombre generoso! -exclamó Gorenflot vertiendo lágrimas de gra­titud-, dejadme quedar con vos en Lyon; es la segunda capital del reino y ciudad muy hospitalaria.

-¿Mas no adivináis, gaznápiro, que yo no me quedo, que me mar­cho y con tanta prisa que no me podréis seguir?

-Hágase vuestra voluntad, M. Chicot -repuso Gorenflot resig­nado.

-Eso me gusta, compadre, resig­nación -dijo Chicot.

Y dejando al fraile junto a la cama del abocado, bajó adonde se hallaba el huésped, le llamó aparte y le dijo:

-Maese Bernouillet, acaba de pa­sar en vuestra casa un grande aconte­cimiento que no podéis sospechar.

-¡Cómo! -respondió el hués­ped espantado-, ¿qué hay?

-Ese endiablado realista, ese hombre que despreciaba la religión, ese abominable hugonote...

-¿Qué?


-Ha recibido esta mañana la vi­sita de un emisario de Roma.

-Ya lo sé, puesto que soy yo quien le ha introducido en su cuarto.

-Pues bien, nuestro Santo Padre el Papa, a quien corresponde toda justicia temporal en este mundo, así como toda justicia espiritual en el otro, nuestro Santo Padre el Papa le mandaba directamente al conspi­rador; sólo que según todas las pro­babilidades, el conspirador no sos­pechaba con qué objeto.

-¿Y con qué objeto le mandaba?

-Subid a su cuarto, maese Ber­nouillet, v levantad un poco las sá­banas, miradle la garganta y lo sa­bréis.

-¡Oh! me aterráis.

-No os digo más: esta justicia se ha hecho en vuestra casa, maese Bernouillet: grande honor os hace el Papa en esta ocasión.

Chicot dio diez escudos al hués­ped, se encaminó a la caballeriza e hizo sacar los caballos.

Entretanto el huésped subió co­rriendo la escalera y entró en el cuarto de Nicolás David.

Allí halló a Gorenflot rezando.

Se acercó a la cama y levantó un poco las sábanas.

La herida se encontraba en el si­tio indicado, todavía roja, pero el cuerpo estaba ya frío.

-Así mueran todos los enemigos de la santa religión -dijo haciendo una seña a Gorenflot.

-Amén -repuso el fraile.

Estos acontecimientos se verifica­ban al mismo tiempo que Bussy lle­gaba a París con el viejo barón de Meridor y le llevaba a presencia de la hija a quien el anciano suponía muerta.

XXXIII. DE COMO EL DUQUE DE ANJOU SUPO QUE NO HABLA MUERTO DIANA DE MERIDOR

El mes de abril tocaba a su fin.

La gran catedral de Chartres esta­ba colgada de blanco y sobre los altares grandes ramilletes de follaje reemplazaban a las flores. En aque­lla estación todavía no sólo las flo­res, sino las hojas eran escasas.

El rey, que desde la puerta de la ciudad había llegado con los pies desnudos, continuaba del mismo modo en medio de la nave, mirando de cuando en cuando a su alrededor, para ver si faltaba alguno de sus cortesanos y amigos. Pero los unos, habiéndose lacerado los pies con el empedrado de la calle, acababan de ponerse los zapatos; los otros, ham­brientos o fatigados, descansaban o comían en alguna hostería donde de contrabando habían entrado, y solamente unos cuantos habían te­nido valor para seguir al rey hasta la iglesia y permanecer en ella vesti­dos con largos hábitos de penitente y con los pies desnudos sobre las húmedas losas.

La ceremonia religiosa que se es­taba celebrando tenía por objeto su­plicar al cielo que concediese un heredero a la corona de Francia; las dos camisas de Nuestra Señora de Chartres, cuya virtud prolífica no podía ser puesta en duda, aten­dido el gran número de milagros que habían realizado, fueron ex­traídas, de sus cajas de oro, y el pueblo que había acudido en masa a la solemnidad, se inclinó bajo el resplandor de los rayos luminosos que exhalaba el tabernáculo cuando de él salieron las dos túnicas.

En aquel momento, v en medio del general silencio, oyó-Enrique III un ruido extraño semejante al que produce una carcajada mal conteni­da, y volviéndose procuró distinguir si se hallaba en la iglesia Chicot, pues le pareció que sólo Chicot po­día tener la audacia de reírse en oca­sión semejante.

No era Chicot, sin embargo, el que se había reído al aspecto de las dos santas túnicas, porque Chicot, por desgracia estaba ausente, lo cual tenía con mucha pena al rey, que no había vuelto a saber nada de su bufón desde que le perdiere de vista en el camino de Fontainebleau. Era un caballero que a la puerta de la iglesia acababa de apearse de un fogoso y cansado caballo, y que, con los zapatos y vestidos mancha­dos de barro, se abría paso por en­tre la multitud de cortesanos, vesti­dos unos con hábitos de penitentes, cubiertos otros con sacos, pero todos con los pies descalzos.

Aquel caballero, observando que él rey le miraba, detuvo su marcha v permaneció de pie en el coro, re­sueltamente, pero con apariencias de respeto, porque era hombre de corte según podía echarse de ver en sus modales, más que en la elegancia de su traje.

Enrique, descontento al ver a aquel caballero que tan tarde llega­ba, que tanto ruido hacía y que con tanta insolencia en traje tan diferen­te del marcado por ordenanza se presentaba, le dirigió una mirada de reconvención y despecho.

El recién venido no manifestó ad­vertir la mirada colérica del rey, y atravesando algunas losas donde es­taban esculpidas varias efigies de obispo, y haciendo resonar en ellas sus zapatos de puente levadizo (era la moda de la época), se arrodilló junto a la silla de terciopelo que ocupaba el duque cíe Anjou, el cual, absorto en sus pensamientos, mucho más que en sus oraciones, no pres­taba la mayor atención a lo que a su alrededor pasaba.

Sin embargo, cuando sintió el contacto del recién llegado, se vol­vió hacia él con viveza, y exclamó a media voz:

-¡Bussy!

-Buenos días, monseñor -repu­so el gentilhombre, como si hiciese sólo doce horas que se hubiesen vis­to y nada importante hubíese ocu­rrido en este intermedio.

-¿Pero estás endiablado? -dijo el príncipe.

-¿Por qué es esa pregunta, mon­señor?

-¿Por qué no has venido más pronto?

-Probablemente porque no habré podido.

-¿Mas qué ha pasado en tres semanas que hace que ¡lo nos ve­mos?

-De eso es justamente de lo que tengo que hablaros.

-Pues aguardarás a que salga­mos de la iglesia.

-¡Ah! no habrá otro remedio, y eso es lo que me enfada.

-¡Chiss! ya se acaba la ceremo­nia, ten paciencia; nos iremos juntos a mi alojamiento.

-Esa es mi intención, monseñor.

En efecto, el rey acababa de po­nerse sobre su camisa de fina tela, la camisa bastante gruesa de Nues­tra Señora, y la reina, con el auxilio de sus damas, se hallaba ocupada en hacer otro tanto.

Después Enrique se hincó de ro­dillas y la reina le imitó: ambos permanecieron por un momento bajo un gran palio orando con mucha devoción, ínterin los concurrentes, para hacer la corte al rey, humilla­ban la frente hasta hacerla tocar en el suelo.

Luego se levantó el rey, se quitó la santa túnica, saludó al arzobispo, saludó a la reina y se dirigió a la puerta de la catedral. Antes de lle­gar a ella se detuvo porque vio a Bussy.

-Caballero -le dijo-, parece que nuestras devociones no son de vuestro agrado, pues no podéis de­cidiros a dejar el oro .y la seda cuan­do vuestro rey toma el buriel y la lana.

-Señor -respondió Bussy con dignidad, mas poniéndose pálido de despecho al oir aquel apóstrofe-, nadie, ni aun entre aquellos cuyos hábitos de penitentes sean más hu­mildes, y cuyos pies estén más des­ollados, podrá presentarse que esti­me tanto como yo el servicio de Vuestra Majestad: pero acabo de llegar de un viaje largo y penoso, y no he sabido hasta esta mañana la salida de Vuestra Majestad para Chartres. He andado, pues, veinti­dós leguas en cinco horas para venir a reunirme con Vuestra Majestad: por eso no he tenido tiempo de cam­biar de traje. Vuestra Majestad no lo habría advertido, por cierto, si en vez de venir aquí me hubiese quedado en París.


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