Alejandro dumas



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-¿Sonámbulo? -dijo Chicot-,. ¿qué quiere decir sonámbulo?

-Quiere decir, monsieur Chicot repuso el fraile-, que en mí el es­píritu domina a la materia, de tal modo que mientras la materia duer­me, el espíritu vela, y entonces el espíritu manda a la materia, que,, aunque dormida, se ve obligada a obedecer.

-¡Eh, compadre! -repuso Chi­cot-, eso se parece mucho a cosa de magia; si tenéis el diablo en el cuerpo, decídmelo francamente; un hombre que anda durmiendo, que gesticula durmiendo, que pronuncia discursos contra el rey, también dur­miendo, vive Dios, que tiene algo de hechicero: ¡atrás, Belcebú! ¡vade retro, Satanás!

Y Chicot apartó su caballo del fraile.

-¡También vos me abandonáis, monsieur Chicot! ¡Tu quoque Brute! ¡Ah! jamás lo habría yo creído en vos.

Y el fraile, desesperado, trató de modular un sollozo.

Chicot se compadeció de aquella desesperación profunda, tanto más terrible cuanto que era más concen­trada.

-Veamos, ¿qué me habéis dicho? -interrogó.

-¿Cuándo? -Ahora, hace poco.

-¡Ah! ¿qué se yo? Estoy para volverme loco: tengo la cabeza llena y el estómago vacío: ¿sobre qué os hablaba, monsieur Chicot?

-Hablabais de viajar.

-Es verdad; el reverendo padre prior me ha aconsejado los viajes.

-¿Y por dónde?

-Por donde quiera -respondió el fraile.

-¿Y adónde vais?

-No lo sé -repuso Gorenflot levantando las manos al cielo-; iré adonde Dios quiera. M. Chicot, pres­tadme dos escudos para hacer el viaje.

-Más que eso haré.

-¡Ah! veamos, ¿qué vais a ha­cer?

-También yo os dije que iba de camino.

-Es verdad que me lo habéis di­cho.

-Pues bien, os llevaré en mi com­pañía.

Gorenflot miró al gascón con des­confianza, como si no se atreviese a creer en semejante favor.

-Pero con la condición -aña­dió Chicot- de que seréis pruden­te y discreto, y en cambio yo os permitiré ser impío. ¿Aceptáis mi oferta?

-¿Si la acepto? -dijo el fraile-, ¡vaya si la acepto! ¿Pero tenemos dinero para viajar?

-Mirad -repuso Chicot sacando una larga bolsa graciosamente re­dondeada en toda su extensión.

Gorenflot dio un salto de alegría.

-¿Cuánto hay?

-Ciento cincuenta doblones.

-¿Y adónde vamos?

-Ya lo veréis, compadre.

-¿Cuándo almorzaremos?

-Ahora mismo.

-¿Pero qué cabalgadura llevo yo? -preguntó Gorenflot con in­quietud.

-No será mi caballo, pardiez, pues me lo mataríais.

-Entonces -repuso Gorenflot desanimado-, ¿qué haremos?

-Nada más sencillo, vos tenéis una panza como Sileno, y sois be­bedor como él; pues bien, para que la semejante sea completa, os com­praré un asno.

-Sois mi rey, M. Chicot, sois mi sol. Comprad un asno que sea un poco robusto: ahora, ¿dónde almor­zaremos?

-Aquí, ¡pardiez!, aquí mismo. Mirad ese rótulo que está encima de la puerta y leed si sabéis leer.

En efecto, habían llegado nuestros dos amigos frente a una especie de posada. Gorenflot siguió la direc­ción del dedo de Chicot y leyó:

"Aquí se venden huevos, jamón, empanadas de anguila y vino blan­co."

Sería difícil explicar la revolución que al leer esto se efectuó en el semblante de Gorenflot; abriéronse desmesuradamente sus ojos, y la con­tracción de sus labios al tiempo de sonreírse, dejó ver dos filas de dien­tes blancos y aguzados por el ham­bre. Alzó los brazos al aire, en se­ñal de alegría y en acción de gra­cias a Chicot, y balanceando su ' enorme cuerpo con cierta especie de cadencia, cantó la canción si­guiente, a la cual sólo podía servir de disculpa el júbilo que en aquella ocasión experimentaba:

Cuando sueltan un jumento,

cuando quitan un tapón,

brinca el asno de convento,

salta el vino a borbotón;

pero al fraile en libertad

nadie iguala en desenfreno,

si se ve libre del freno

olvida la santidad.

-¡Bien! -exclamó Chicot-, y para no perder tiempo, poneos a la mesa mientras yo voy a buscar al asno.

XXVIII. EL VIAJE DEL PADRE GORENFLOT

La indiferencia de Chicot para con su estómago, con el cual tenía aun­que loco, tantas atenciones como si fuera fraile, procedía de haber al­morzado abundantemente antes de salir del Cuerno de la Abundancia.

Además, las grandes pasiones ali­mentan según dicen, y Chicot esta­ba en aquel instante dominado por una gran pasión.

Instaló, pues, al P. Gorenflot de­lante de una mesa de la posada: pasáronle por una especie de torno, jamón, huevos y vino, y el fraile se puso a despacharlo todo con su celeridad acostumbrada.

Entretanto Chicot se dirigió en busca del asno que necesitaba para su compañero, y halló en casa de unos labradores de Sceaux entre un buey y un caballo, el tranquilo ani­mal objeto de los deseos de Goren­flot: tenía cuatro años, su color ti­raba a pardo y sus cuatro patas afi­ladas como husos sostenían un cuer­po bastante rollizo. En aquel tiempo un asno como el que acabamos de describir valía veinte libras: Chicot dio veintidós y fue bendecido por su magnificencia.

Cuando volvió con su compra y entró con ella en el cuarto mismo donde estaba almorzando Gorenflot, éste, que acababa de engullirse la mitad de una empanada de anguila y de apurar la tercera botella, entu­siasmado a la vista de su cabalga­dura y predispuesto a enternecerse en virtud de los vapores del vino generoso, saltó al cuello del asno v besándole en una y otra quijada, le introdujo entre las dos una larga corteza de pan, que le hizo rebuznar de placer.

-¡Hola! -dijo Gorenflot-; ¡hermosa voz tiene este animal! Al­guna vez cantaremos juntos. Gra­cias, Chicot, gracias.

Y bautizó acto seguido a su asno con el nombre de Panurgo.

Chicot dirigió una mirada a la mesa y vio que sin tiranía podía exi­gir de su compañero que se levan­tase. Díjole, pues, con una voz a que Gorenflot nunca podía resistirse:

-Vamos, en marcha, compadre, en marcha. En Melun merendare­mos.

El tono de su voz era tan imperio­so y al mismo tiempo sus palabras, a pesar de su dureza, encerraban tan dulce promesa, que Gorenflot, en vez de hacer observación alguna, repitió:

-A Melun, a Melun.

Y sin más demora, con la ayuda de una silla se subió sobre el burro que estaba aparejado con una senci­lla albarda de cuero, de la cual pen­dían dos cuerdas a modo de estri­bos.

El fraile metió sus sandalias entre las cuerdas y tomando la brida del asno con la mano derecha y apoyan­do la izquierda en la cadera, salió de la posada con tan majestuoso continente como el dios con quien Chicot, con fundamento alguno, le había comparado.

Chicot montó en su caballo con el aplomo de un consumado jinete, y ambos a trote corto tomaron el camino de Melun.

De este modo recorrieron cuatro leguas sin detenerse; luego descansa­ron un instante, del cual se aprove­chó Gorenflot para tenderse en la hierba y dormir. Chicot por su par­te hizo un cálculo de etapas, según el cual vio que en andar ciento veinte leguas a diez leguas por día, invertiría doce días.

Diez leguas era lo único que bue­namente podía exigirse de las fuer­zas combinadas de un fraile y un asno.

-No es posible -murmuró con­templando a Gorenflot que sobre la hierba al lado del camino dormía ni más ni menos que si estuviera echado sobre un colchón de plu­ma-, no es posible; si quiere se­guirme tendrá que andar quince le­guas por día lo menos.

Como se ve, el P. Gorenflot se hallaba hacía algún tiempo destina­do a terribles desgracias.

Chicot le dio con el codo a fin de despertarle y comunicarle su ob­servación. Gorenflot abrió los ojos y exclamó:

-¿Estamos ya en Melun? Tengo hambre.

-No, compadre -contesto Chi­cot-, todavía no hemos llegado; por eso os despierto, porque urge llegar pronto y caminamos muy des­pacio, ¡pardiez! muy despacio.

-¡Vaya! ¿y eso os enfada, queri­do Chicot? El camino de la vida va cuesta arriba puesto que conclu­ye en el cielo y es por tanto fatigoso de andar. Además, ¿quién nos mete prisa? Cuánto más tiempo tardemos, más estaremos juntos. ¿Acaso el ob­jeto de mi viaje no es la propaga­ción de la fe, como el del vuestro el divertiros? Pues bien, cuanto más despacio vayamos, mejor propagare­mos la fe .y más os divertiréis. Por ejemplo, yo opinaría que nos que­dásemos unos cuantos días en Me­lun. Allí hay, según me han asegu­rado, excelentes empanadas de an­guila y quisiera hacer comparación concienzuda y razonada entre la em­panada de anguila de Melun y las de otros países. ¿Qué decís a eso, M. Chicot?

-Digo -contestó el gascón-, que debemos darnos la mayor prisa posible y no detenernos a meren­dar en Melun, sino ir a cenar a Mon­tereau para reparar el tiempo per­dido.

Gorenflot contempló a su compa­ñero de viaje como si le hubiese ha­blado un idioma ininteligible.

-¡Vamos! en marcha -dijo Chi­cot.

El fraile, que estaba tendido cuan largo era y con las manos cruzadas sobre la cabeza, se contentó con sen­tarse dando un gemido.

-Sin embargo, compadre -con­tinuó Chicot-, si queréis quedaros atrás y caminar a vuestro gusto, sois dueño de hacerlo.

-No, no -dijo Gorenflot a quien asustaba la idea de quedarse solo, habiendo escapado como por mila­gro de un completo desamparo-, os sigo, monsieur Chicot, os aprecio demasiado para dejaros.

-Entonces, a caballo, compadre, a caballo.

Gorenflot llevó al asno junto a un poyo y logró subirse encima, no a horcajadas como la otra vez, sino a mujeriegas: decía que esto era más cómodo para hablar, pero la verdad era que previendo que iban a redo­blar el paso, trataba de proporcio­narse dos puntos de apoyo, la crin y la cola.

Chicot puso su caballo al trote largo y el asno le siguió rebuznando.

Los primeros momentos fueron terribles para Gorenflot: por fortu­na la parte sobre la que descansaba tenía tan extensa superficie, que le era menos difícil que a cualquier otro mantener el equilibrio.

De vez en cuando Chicot se al­zaba sobre los estribos, exploraba el camino y no viendo lo que bus­caba, apresuraba el paso.

Gorenflot dejó pasar los primeros indicios de investigación y de impa­ciencia sin preguntar la causa, pues le ocupaba demasiado el cuidado de no caerse. Pero luego que reco­bró poco a poco el equilibrio y pudo al fin creerse seguro, viendo que Chicot seguía el mismo ejercicio, le dijo:

-¿Qué buscáis, M. Chicot?

-Nada; miro adonde vamos.

-Me parece que ya lo sabéis; va­mos a Melun, vos mismo, lo habéis dicho, y aun al principio agregas­teis. . .

-No vamos a Melun, compadre, no -dijo Chicot apretando el paso.

-¡Cómo que no vamos, cuando hace un siglo que no hemos dejado el trote!

-A galope, a galope -exclamó el gascón haciendo tomar este paso a su caballo.

Redobláronse los apuros del P. Gorenflot.

-Decid, M. Chicot -exclamó cuando pudo hablar-, ¿llamáis a esto un viaje de recreo? Pues yo no me divierto gran cosa.

-¡Adelante! ¡adelante! -respon­dió Chicot.

-Pero este repecho es bastante penoso.

-Los buenos jinetes no galopan sino cuesta arriba.

-Sí, pero yo no tengo preten­siones de jinete.

-Entonces, quedaos atrás.

-No tal, voto a Judas -repuso Gorenflot-, por nada en el mundo.

-Entonces, ¡adelante, adelante!

Y Chicot hizo tomar al galope de su caballo un grado más de rapidez.

-Panurgo ya no puede más -gri­tó Gorenflot-, mirad, se detiene.

-Adiós, compadre, hasta más ver -dijo Chicot.

Gorenflot tuvo por un momento deseos de responderle otro tanto, pero reflexionó que aquel caballo a quien maldecía de todo corazón, y que llevaba un hombre tan extra­ño en sus gustos, llevaba también el dinero en el bolsillo de aquel hom­bre. Resignóse, pues, y golpeando con sus sandalias los ijares del asno, le obligó a tomar de nuevo el ga­lope.

-Voy a matar a mi pobre Pa­nurgo -dijo con voz lastimera el fraile, creyendo dar un golpe deci­sivo al interés de Chicot, ya que no podía atacar su sensibilidad-: le voy a matar, no tengo duda.

-Matadle, compadre, matadle -repuso Chicot, sin que esta obser­vación, que Gorenflot juzgaba de la más alta importancia, le hiciese aflojar el paso-; matadle y com­praremos una mula.

El asno, como si hubiera com­prendido aquellas amenazadoras pa­labras, dejó el centro del camino y tomó un sendero lateral, donde Go­renflot no se habría atrevido a ca­minar a pie.

-¡Socorro, socorro! -gritó el fraile-, ¡que me caigo al río!

-No hay peligro -contestóle Chi­cot- si caéis al río nadaréis sin ne­cesidad de nadie.

-¡Oh! -murmuró Gorenflot-, voy a morir de esta hecha, estoy seguro. ¡Y cuando pienso que todo esto me acontece por ser sonám­bulo!

Y el fraile levantó al cielo una mirada que quería decir:

-¡Señor, Señor! ¿qué crimen he cometido para que me castiguéis con esta enfermedad?

De pronto, Chicot, al llegar al extremo de la cuesta, detuvo su ca­ballo, refrenándole tan de pronto, que el animal, sorprendido, se alzó de manos casi hasta dar con las an­cas en el suelo.

Gorenflot, peor jinete que Chicot, y cuya cabalgadura en vez de brida tenía una cuerda, siguió su camino.

-¡Deteneos, vive Cristo, dete­neos! -gritó Chicot.

Mas el burro se había empeñado en galopar, y los burros son perti­naces.

-Si no os detenéis -gritó Chi­cot-, por el alma de mi padre que os disparo un pistoletazo.

-¿Qué diablo de hombre es éste? -murmuró Gorenflot-, ¿qué ani­mal le habrá mordido?

Después, como la voz de Chicot resonaba cada vez más terrible, y corno el fraile creyera ya oír silbar la bala con que el gascón le había amenazado, practicó una maniobra que le era fácil por la manera que estaba colocado, que fue dejarse caer del burro al suelo.

-Ya me detengo -dijo, después de haber tocado con los pies en tierra y cogiéndose con las dos ma­nos al burro, que le hizo dar algu­nos pasos, pero que al fin se paró.

Entonces Gorenflot buscó a Chi­cot pensando hallar en su rostro las muestras de satisfacción que no po­dían menos de pintarse en él a la vista de una maniobra tan diestra­mente ejecutada.

Chicot estaba oculto detrás de una roca y continuaba desde allí sus se­ñales y sus amenazas.

Esta precaución hizo comprender al fraile que había algún secreto grave por medio.

Miró por el camino adelante, y a quinientos pasos vio a tres hom­bres que caminaban tranquilamente en sus mulas.

A la primera ojeada conoció a los viajeros que habían salido aquella mañana de París por la puerta de Bordelle y a quienes Chicot había espiado escondido detrás de un ár­bol.

Chicot aguardó en la misma pos­tura a que se perdiesen de vista los tres hombres, y después se reunió con su compañero de viaje, que se hallaba sentado en el mismo sitio en que se había caído, teniendo la brida de Panurgo con las dos manos.

-¿Qué es esto? -exclamó Go­renflot, que comenzaba a perder la paciencia-. Explicadme, si os pla­ce, M. Chicot, qué es lo que hace­mos; hace poco corríamos a galope tendido y ahora nos detenemos de repente.

-Querido amigo -dijo Chicot-, esto es, que quería saber si vuestro asno es dé buena casta, y si vale las veintidós libras que he dado por él; ahora que he hecho la prueba, estoy enteramente satisfecho de mi compra.

Como puede suponerse, el fraile no creyó nada de esto, y se prepa­raba a decírselo a su compañero, pero su natural pereza se opuso a ello, aconsejándole que no se me­tiese en ninguna discusión.

Contentóse, pues, con responder mostrando su disgusto:

-De todos modos, estoy muy can­sado y tengo mucha hambre.

-¿No es más que eso? -repuso Chicot dándole una palmada en el hombro-; a mí me sucede lo mis­mo, de modo que en la primera venta que encontremos. . .

-¿Qué? -interrumpió Gorenflot atreviéndose apenas a creer en la mudanza que anunciaban las pri­meras palabras del gascón.

-Mandaremos -dijo éste- que nos frían unas magras, asen uno o dos pollos y nos suban el mejor vino de la cueva.

-¿De veras? -preguntó Goren­flot-: ¿habláis seriamente?

-Os lo prometo, compadre.

-Entonces -dijo el fraile- pon­gámonos inmediatamente en camino para llegar cuanto antes a esa bien­aventurada venta. Ven, Panurgo, ven, que en breve comerás salvado.

El burro, como si lo entendiera, contestó con un alegre rebuzno.

Chicot volvió a montar a caballo. Gorenflot llevaba el asno del ramal.

La tan deseada venta se presentó muy pronto a sus ojos entre Corbeil y Melun; pero Gorenflot, que ya de lejos admiraba su magnífico aspecto, oyó con mucha sorpresa que Chi­cot le mandaba subir sobre su asno, y luego que lo hizo vio, no sin so­bresalto, que daban un rodeo por la izquierda para pasar por detrás de la casa. Por lo demás, su inteli­gencia había hecho rápidos progre­sos, pues con una sola ojeada com­prendió el motivo de aquel rodeo: las tres mulas de los viajeros, cuyas huellas seguía Chicot, estaban ata­das a la puerta de la venta.

-¡Estos -dijo para sí el fraile-, éstos son los viajeros malditos, a cuya voluntad están sometidos los sucesos de nuestro viaje y las horas de nuestras comidas!

Y dio un profundo suspiro.

Panurgo, que vio que le apreta­ban de la línea recta, que todos y hasta los asnos saben que es la más corta, se detuvo y se plantó, como si estuviera decidido a echar raíces en el sitio mismo donde se encon­traban.

-Ya lo veis -dijo Gorenflot con tono lastimero-; mi Panurgo no quiere andar.

-¡Ah! ¿No quiere andar? -dijo Chicot-; aguardad.

Y acercándose a unos fresnos, eli­gió una vara de cinco pies de larga, gruesa como un dedo, sólida y fle­xible a la vez.

Panurgo no era de esos cuadrúpe­dos cuya estupidez les impide aten­der a lo que pasa a su alrededor y que no prevén los acontecimientos hasta que los sienten caer sobre sus lomos.

Atento a la maniobra de Chicot, a quien sin duda empezaba a consi­derar con el respeto que merecía, apenas adivinó sus intenciones, echó a andar a paso redoblado.

-Ya anda, ya anda -gritó Go­renflot al gascón.

-No importa -dijo éste-; para quien camina en compañía de un fraile y de un asno, nunca está de más una vara.

Y acabó de cortar la que había elegido.

XXIX. LOS CAMBIOS DEL PADRE GORENFLOT

Las tribulaciones de Gorenflot to­caban a su fin, al menos por aquel día. Después del rodeo, tomaron am­bos viajeros el camino real y se de­tuvieron tres cuartos de legua más allá en una posada rival de la an­terior.

Ocuparon un aposento cuyas ven­tanas daban al camino y Chicot man­dó que en él les diesen de cenar; pero claramente se veía que la cena no era para nuestro gascón sino un asunto secundario, pues comía tan sólo con la mitad de los dientes, mientras que miraba con los dos ojos y escuchaba con los dos oídos. Esta distracción duró hasta las diez de la noche, hora en que Chicot, no habiendo visto ni oído nada, se le­vantó de su puesto mandando al ventero que diesen dobles raciones de avena y salvado al caballo y al asno y los tuviese dispuestos para el amanecer.

Al oír esta orden, Gorenflot, que al parecer dormía hacía una hora, pero que realmente estaba solamen­te adormecido y en el dulce éxta­sis que sigue a una buena cena acompañada de frecuentes libaciones de vino generoso, exhaló un profun­do suspiro, y preguntó:

-¿Al amanecer?

-¡Sí! ¿y qué importa? ya debéis estar acostumbrado a levantaron a esa hora.

-¿Por qué razón? -dijo Goren­flot.

-¿Y los maitines?

-Estaba exento por merced que me había concedido el superior.

Chicot se encogió de hombros, y la palabra holgazán con las dos letras que forman el plural vino a morir en sus labios.

-Sí, holgazanes -dijo Goren­flot-, holgazanes, ¿y por qué no?

-¡El hombre ha nacido para el trabajo! -repuso sentenciosamente el gascón.

-Y el fraile para el descanso -contestó Gorenflot-, el fraile es una excepción del hombre.

Y satisfecho con este argumento, que en apariencia dejó convencido a Chicot, se levantó y se dirigió ma­jestuosamente a su cama, que se ha­llaba en el mismo cuarto, pues Chi­cot, temiendo alguna imprudencia, mandó que se la pusiesen junto a la suya.

Efectivamente, al amanecer, si el padre Gorenflot no hubiera estado sumergido en el sueño más profun­do, habría podido ver a Chicot le­vantarse, acercarse a la ventana y ponerse en observación detrás de la cortina.

Poco después el gascón, aunque en la posición en que se encontraba no podía ser visto desde la calle, dio rápidamente un paso atrás, y si Gorenflot, en vez de continuar dormido, hubiese estado despierto, habría oído el ruido que hacían las herraduras de las tres mulas.

Chicot se acercó al fraile y le sacudió asiéndole del brazo hasta que le hizo abrir los ojos.

-¿No podré tener un instante de tranquilidad? -dijo Gorenflot, que salía de un sueño de diez horas.

-¡Alerta! -dijo Chicot-, vistá­monos y montemos al instante a ca­ballo.

-¿Y el almuerzo? -dijo el fraile.

-En el camino de Montereau le tenemos.

-¿Qué es eso de Montereau? -preguntó Gorenflot, que no sabía gran cosa de geografía.

Montereau -dijo el gascón- ­es una ciudad donde se almuerza. ¿Os basta eso?

-Sí -respondió lacónicamente Gorenflot.

-Entonces, compadre -dijo Chi­cot-, yo voy abajo a pagar nuestro gasto y el de nuestras cabalgaduras; dentro de cinco minutos, si no es­táis pronto, echaré a andar sin vos.

Los frailes no tienen necesidad de mucho tiempo de tocador; sin em­bargo, Gorenflot tardó en vestirse seis minutos. Así fue que al llegar a la puerta vio a Chicot que exacto como un suizo, marchaba ya de­lante.

El fraile cabalgó sobré Panurgo, que animado con la doble ración de heno y avena que Chicot le había mandado administrar, tomó por sí mismo el galope y llegó al instante a ponerse con Gorenflot al lado del gascón.

Hallábase éste de pie sobre los estribos: su cuerpo no hacía la me­nor arruga desde la cabeza a los pies.

Gorenflot se levantó sobre los su­yos y divisó a lo lejos a los tres hombres de las mulas que bajaban una cuesta.

El fraile suspiró pensando cuán doloroso era que una influencia ex­traña dispusiese de aquel modo de su destino.

Chicot le cumplió por aquella vez la palabra, pues almorzaron en Mon­tereau.

Los acontecimientos de todo aquel día fueron muy parecidos a los del anterior y lo mismo los del siguiente.

Suprimiremos, pues, los pormeno­res y diremos que en la tarde del segundo día, Gorenflot, que mal o bien comenzaba a acostumbrarse a aquella vida aventurera, observó que Chicot iba perdiendo por grados toda su alegría.

Desde por la mañana no había vuelto a ver a los tres viajeros a quienes seguía; de modo que cenó de muy mal humor y durmió muy poco.

Gorenflot comió y bebió por los dos y entonó sus mejores canciones, pero sin que lograse hacer salir a Chicot de su impasibilidad.

Apenas amanecía cuando el gas­cón se levantó, despertando a su compañero: éste se vistió y apenas montaron a caballo, tomaron un trote largo, que a poco rato se con­virtió en galope tendido.

Pero por más que corrían no per­cibían rastro alguno de mulas en el camino.

Al mediodía asno y caballo no po­dían tenerse de cansancio.

Chicot se fue en derechura a ¡in portazgo establecido en el puente de Velleneuve-le-Roi para los anima­les de pezuña hendida, y preguntó:

-¿Habéis visto a tres hombres montados en mulas que han debido pasar por aquí esta mañana?

-¿Esta mañana? No, señor -re­puso el portazguero-: si fuera ayer tarde...

-¿Ayer?

-Sí, ayer tarde a las siete.



-¿Habéis reparado en ellos?

-Sí, señor: como se repara en los viajeros.

-Digo si .recordáis las señas de cada uno.

-Me parece que eran amo y dos lacayos.

-Eso es -dijo Chicot, y dio un escudo al portazguero.

Luego, hablando consigo mismo, dijo:

-¡A las siete! ¡diablo! me llevan doce horas de delantera! Vamos, valor.


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