-¿Sonámbulo? -dijo Chicot-,. ¿qué quiere decir sonámbulo?
-Quiere decir, monsieur Chicot repuso el fraile-, que en mí el espíritu domina a la materia, de tal modo que mientras la materia duerme, el espíritu vela, y entonces el espíritu manda a la materia, que,, aunque dormida, se ve obligada a obedecer.
-¡Eh, compadre! -repuso Chicot-, eso se parece mucho a cosa de magia; si tenéis el diablo en el cuerpo, decídmelo francamente; un hombre que anda durmiendo, que gesticula durmiendo, que pronuncia discursos contra el rey, también durmiendo, vive Dios, que tiene algo de hechicero: ¡atrás, Belcebú! ¡vade retro, Satanás!
Y Chicot apartó su caballo del fraile.
-¡También vos me abandonáis, monsieur Chicot! ¡Tu quoque Brute! ¡Ah! jamás lo habría yo creído en vos.
Y el fraile, desesperado, trató de modular un sollozo.
Chicot se compadeció de aquella desesperación profunda, tanto más terrible cuanto que era más concentrada.
-Veamos, ¿qué me habéis dicho? -interrogó.
-¿Cuándo? -Ahora, hace poco.
-¡Ah! ¿qué se yo? Estoy para volverme loco: tengo la cabeza llena y el estómago vacío: ¿sobre qué os hablaba, monsieur Chicot?
-Hablabais de viajar.
-Es verdad; el reverendo padre prior me ha aconsejado los viajes.
-¿Y por dónde?
-Por donde quiera -respondió el fraile.
-¿Y adónde vais?
-No lo sé -repuso Gorenflot levantando las manos al cielo-; iré adonde Dios quiera. M. Chicot, prestadme dos escudos para hacer el viaje.
-Más que eso haré.
-¡Ah! veamos, ¿qué vais a hacer?
-También yo os dije que iba de camino.
-Es verdad que me lo habéis dicho.
-Pues bien, os llevaré en mi compañía.
Gorenflot miró al gascón con desconfianza, como si no se atreviese a creer en semejante favor.
-Pero con la condición -añadió Chicot- de que seréis prudente y discreto, y en cambio yo os permitiré ser impío. ¿Aceptáis mi oferta?
-¿Si la acepto? -dijo el fraile-, ¡vaya si la acepto! ¿Pero tenemos dinero para viajar?
-Mirad -repuso Chicot sacando una larga bolsa graciosamente redondeada en toda su extensión.
Gorenflot dio un salto de alegría.
-¿Cuánto hay?
-Ciento cincuenta doblones.
-¿Y adónde vamos?
-Ya lo veréis, compadre.
-¿Cuándo almorzaremos?
-Ahora mismo.
-¿Pero qué cabalgadura llevo yo? -preguntó Gorenflot con inquietud.
-No será mi caballo, pardiez, pues me lo mataríais.
-Entonces -repuso Gorenflot desanimado-, ¿qué haremos?
-Nada más sencillo, vos tenéis una panza como Sileno, y sois bebedor como él; pues bien, para que la semejante sea completa, os compraré un asno.
-Sois mi rey, M. Chicot, sois mi sol. Comprad un asno que sea un poco robusto: ahora, ¿dónde almorzaremos?
-Aquí, ¡pardiez!, aquí mismo. Mirad ese rótulo que está encima de la puerta y leed si sabéis leer.
En efecto, habían llegado nuestros dos amigos frente a una especie de posada. Gorenflot siguió la dirección del dedo de Chicot y leyó:
"Aquí se venden huevos, jamón, empanadas de anguila y vino blanco."
Sería difícil explicar la revolución que al leer esto se efectuó en el semblante de Gorenflot; abriéronse desmesuradamente sus ojos, y la contracción de sus labios al tiempo de sonreírse, dejó ver dos filas de dientes blancos y aguzados por el hambre. Alzó los brazos al aire, en señal de alegría y en acción de gracias a Chicot, y balanceando su ' enorme cuerpo con cierta especie de cadencia, cantó la canción siguiente, a la cual sólo podía servir de disculpa el júbilo que en aquella ocasión experimentaba:
Cuando sueltan un jumento,
cuando quitan un tapón,
brinca el asno de convento,
salta el vino a borbotón;
pero al fraile en libertad
nadie iguala en desenfreno,
si se ve libre del freno
olvida la santidad.
-¡Bien! -exclamó Chicot-, y para no perder tiempo, poneos a la mesa mientras yo voy a buscar al asno.
XXVIII. EL VIAJE DEL PADRE GORENFLOT
La indiferencia de Chicot para con su estómago, con el cual tenía aunque loco, tantas atenciones como si fuera fraile, procedía de haber almorzado abundantemente antes de salir del Cuerno de la Abundancia.
Además, las grandes pasiones alimentan según dicen, y Chicot estaba en aquel instante dominado por una gran pasión.
Instaló, pues, al P. Gorenflot delante de una mesa de la posada: pasáronle por una especie de torno, jamón, huevos y vino, y el fraile se puso a despacharlo todo con su celeridad acostumbrada.
Entretanto Chicot se dirigió en busca del asno que necesitaba para su compañero, y halló en casa de unos labradores de Sceaux entre un buey y un caballo, el tranquilo animal objeto de los deseos de Gorenflot: tenía cuatro años, su color tiraba a pardo y sus cuatro patas afiladas como husos sostenían un cuerpo bastante rollizo. En aquel tiempo un asno como el que acabamos de describir valía veinte libras: Chicot dio veintidós y fue bendecido por su magnificencia.
Cuando volvió con su compra y entró con ella en el cuarto mismo donde estaba almorzando Gorenflot, éste, que acababa de engullirse la mitad de una empanada de anguila y de apurar la tercera botella, entusiasmado a la vista de su cabalgadura y predispuesto a enternecerse en virtud de los vapores del vino generoso, saltó al cuello del asno v besándole en una y otra quijada, le introdujo entre las dos una larga corteza de pan, que le hizo rebuznar de placer.
-¡Hola! -dijo Gorenflot-; ¡hermosa voz tiene este animal! Alguna vez cantaremos juntos. Gracias, Chicot, gracias.
Y bautizó acto seguido a su asno con el nombre de Panurgo.
Chicot dirigió una mirada a la mesa y vio que sin tiranía podía exigir de su compañero que se levantase. Díjole, pues, con una voz a que Gorenflot nunca podía resistirse:
-Vamos, en marcha, compadre, en marcha. En Melun merendaremos.
El tono de su voz era tan imperioso y al mismo tiempo sus palabras, a pesar de su dureza, encerraban tan dulce promesa, que Gorenflot, en vez de hacer observación alguna, repitió:
-A Melun, a Melun.
Y sin más demora, con la ayuda de una silla se subió sobre el burro que estaba aparejado con una sencilla albarda de cuero, de la cual pendían dos cuerdas a modo de estribos.
El fraile metió sus sandalias entre las cuerdas y tomando la brida del asno con la mano derecha y apoyando la izquierda en la cadera, salió de la posada con tan majestuoso continente como el dios con quien Chicot, con fundamento alguno, le había comparado.
Chicot montó en su caballo con el aplomo de un consumado jinete, y ambos a trote corto tomaron el camino de Melun.
De este modo recorrieron cuatro leguas sin detenerse; luego descansaron un instante, del cual se aprovechó Gorenflot para tenderse en la hierba y dormir. Chicot por su parte hizo un cálculo de etapas, según el cual vio que en andar ciento veinte leguas a diez leguas por día, invertiría doce días.
Diez leguas era lo único que buenamente podía exigirse de las fuerzas combinadas de un fraile y un asno.
-No es posible -murmuró contemplando a Gorenflot que sobre la hierba al lado del camino dormía ni más ni menos que si estuviera echado sobre un colchón de pluma-, no es posible; si quiere seguirme tendrá que andar quince leguas por día lo menos.
Como se ve, el P. Gorenflot se hallaba hacía algún tiempo destinado a terribles desgracias.
Chicot le dio con el codo a fin de despertarle y comunicarle su observación. Gorenflot abrió los ojos y exclamó:
-¿Estamos ya en Melun? Tengo hambre.
-No, compadre -contesto Chicot-, todavía no hemos llegado; por eso os despierto, porque urge llegar pronto y caminamos muy despacio, ¡pardiez! muy despacio.
-¡Vaya! ¿y eso os enfada, querido Chicot? El camino de la vida va cuesta arriba puesto que concluye en el cielo y es por tanto fatigoso de andar. Además, ¿quién nos mete prisa? Cuánto más tiempo tardemos, más estaremos juntos. ¿Acaso el objeto de mi viaje no es la propagación de la fe, como el del vuestro el divertiros? Pues bien, cuanto más despacio vayamos, mejor propagaremos la fe .y más os divertiréis. Por ejemplo, yo opinaría que nos quedásemos unos cuantos días en Melun. Allí hay, según me han asegurado, excelentes empanadas de anguila y quisiera hacer comparación concienzuda y razonada entre la empanada de anguila de Melun y las de otros países. ¿Qué decís a eso, M. Chicot?
-Digo -contestó el gascón-, que debemos darnos la mayor prisa posible y no detenernos a merendar en Melun, sino ir a cenar a Montereau para reparar el tiempo perdido.
Gorenflot contempló a su compañero de viaje como si le hubiese hablado un idioma ininteligible.
-¡Vamos! en marcha -dijo Chicot.
El fraile, que estaba tendido cuan largo era y con las manos cruzadas sobre la cabeza, se contentó con sentarse dando un gemido.
-Sin embargo, compadre -continuó Chicot-, si queréis quedaros atrás y caminar a vuestro gusto, sois dueño de hacerlo.
-No, no -dijo Gorenflot a quien asustaba la idea de quedarse solo, habiendo escapado como por milagro de un completo desamparo-, os sigo, monsieur Chicot, os aprecio demasiado para dejaros.
-Entonces, a caballo, compadre, a caballo.
Gorenflot llevó al asno junto a un poyo y logró subirse encima, no a horcajadas como la otra vez, sino a mujeriegas: decía que esto era más cómodo para hablar, pero la verdad era que previendo que iban a redoblar el paso, trataba de proporcionarse dos puntos de apoyo, la crin y la cola.
Chicot puso su caballo al trote largo y el asno le siguió rebuznando.
Los primeros momentos fueron terribles para Gorenflot: por fortuna la parte sobre la que descansaba tenía tan extensa superficie, que le era menos difícil que a cualquier otro mantener el equilibrio.
De vez en cuando Chicot se alzaba sobre los estribos, exploraba el camino y no viendo lo que buscaba, apresuraba el paso.
Gorenflot dejó pasar los primeros indicios de investigación y de impaciencia sin preguntar la causa, pues le ocupaba demasiado el cuidado de no caerse. Pero luego que recobró poco a poco el equilibrio y pudo al fin creerse seguro, viendo que Chicot seguía el mismo ejercicio, le dijo:
-¿Qué buscáis, M. Chicot?
-Nada; miro adonde vamos.
-Me parece que ya lo sabéis; vamos a Melun, vos mismo, lo habéis dicho, y aun al principio agregasteis. . .
-No vamos a Melun, compadre, no -dijo Chicot apretando el paso.
-¡Cómo que no vamos, cuando hace un siglo que no hemos dejado el trote!
-A galope, a galope -exclamó el gascón haciendo tomar este paso a su caballo.
Redobláronse los apuros del P. Gorenflot.
-Decid, M. Chicot -exclamó cuando pudo hablar-, ¿llamáis a esto un viaje de recreo? Pues yo no me divierto gran cosa.
-¡Adelante! ¡adelante! -respondió Chicot.
-Pero este repecho es bastante penoso.
-Los buenos jinetes no galopan sino cuesta arriba.
-Sí, pero yo no tengo pretensiones de jinete.
-Entonces, quedaos atrás.
-No tal, voto a Judas -repuso Gorenflot-, por nada en el mundo.
-Entonces, ¡adelante, adelante!
Y Chicot hizo tomar al galope de su caballo un grado más de rapidez.
-Panurgo ya no puede más -gritó Gorenflot-, mirad, se detiene.
-Adiós, compadre, hasta más ver -dijo Chicot.
Gorenflot tuvo por un momento deseos de responderle otro tanto, pero reflexionó que aquel caballo a quien maldecía de todo corazón, y que llevaba un hombre tan extraño en sus gustos, llevaba también el dinero en el bolsillo de aquel hombre. Resignóse, pues, y golpeando con sus sandalias los ijares del asno, le obligó a tomar de nuevo el galope.
-Voy a matar a mi pobre Panurgo -dijo con voz lastimera el fraile, creyendo dar un golpe decisivo al interés de Chicot, ya que no podía atacar su sensibilidad-: le voy a matar, no tengo duda.
-Matadle, compadre, matadle -repuso Chicot, sin que esta observación, que Gorenflot juzgaba de la más alta importancia, le hiciese aflojar el paso-; matadle y compraremos una mula.
El asno, como si hubiera comprendido aquellas amenazadoras palabras, dejó el centro del camino y tomó un sendero lateral, donde Gorenflot no se habría atrevido a caminar a pie.
-¡Socorro, socorro! -gritó el fraile-, ¡que me caigo al río!
-No hay peligro -contestóle Chicot- si caéis al río nadaréis sin necesidad de nadie.
-¡Oh! -murmuró Gorenflot-, voy a morir de esta hecha, estoy seguro. ¡Y cuando pienso que todo esto me acontece por ser sonámbulo!
Y el fraile levantó al cielo una mirada que quería decir:
-¡Señor, Señor! ¿qué crimen he cometido para que me castiguéis con esta enfermedad?
De pronto, Chicot, al llegar al extremo de la cuesta, detuvo su caballo, refrenándole tan de pronto, que el animal, sorprendido, se alzó de manos casi hasta dar con las ancas en el suelo.
Gorenflot, peor jinete que Chicot, y cuya cabalgadura en vez de brida tenía una cuerda, siguió su camino.
-¡Deteneos, vive Cristo, deteneos! -gritó Chicot.
Mas el burro se había empeñado en galopar, y los burros son pertinaces.
-Si no os detenéis -gritó Chicot-, por el alma de mi padre que os disparo un pistoletazo.
-¿Qué diablo de hombre es éste? -murmuró Gorenflot-, ¿qué animal le habrá mordido?
Después, como la voz de Chicot resonaba cada vez más terrible, y corno el fraile creyera ya oír silbar la bala con que el gascón le había amenazado, practicó una maniobra que le era fácil por la manera que estaba colocado, que fue dejarse caer del burro al suelo.
-Ya me detengo -dijo, después de haber tocado con los pies en tierra y cogiéndose con las dos manos al burro, que le hizo dar algunos pasos, pero que al fin se paró.
Entonces Gorenflot buscó a Chicot pensando hallar en su rostro las muestras de satisfacción que no podían menos de pintarse en él a la vista de una maniobra tan diestramente ejecutada.
Chicot estaba oculto detrás de una roca y continuaba desde allí sus señales y sus amenazas.
Esta precaución hizo comprender al fraile que había algún secreto grave por medio.
Miró por el camino adelante, y a quinientos pasos vio a tres hombres que caminaban tranquilamente en sus mulas.
A la primera ojeada conoció a los viajeros que habían salido aquella mañana de París por la puerta de Bordelle y a quienes Chicot había espiado escondido detrás de un árbol.
Chicot aguardó en la misma postura a que se perdiesen de vista los tres hombres, y después se reunió con su compañero de viaje, que se hallaba sentado en el mismo sitio en que se había caído, teniendo la brida de Panurgo con las dos manos.
-¿Qué es esto? -exclamó Gorenflot, que comenzaba a perder la paciencia-. Explicadme, si os place, M. Chicot, qué es lo que hacemos; hace poco corríamos a galope tendido y ahora nos detenemos de repente.
-Querido amigo -dijo Chicot-, esto es, que quería saber si vuestro asno es dé buena casta, y si vale las veintidós libras que he dado por él; ahora que he hecho la prueba, estoy enteramente satisfecho de mi compra.
Como puede suponerse, el fraile no creyó nada de esto, y se preparaba a decírselo a su compañero, pero su natural pereza se opuso a ello, aconsejándole que no se metiese en ninguna discusión.
Contentóse, pues, con responder mostrando su disgusto:
-De todos modos, estoy muy cansado y tengo mucha hambre.
-¿No es más que eso? -repuso Chicot dándole una palmada en el hombro-; a mí me sucede lo mismo, de modo que en la primera venta que encontremos. . .
-¿Qué? -interrumpió Gorenflot atreviéndose apenas a creer en la mudanza que anunciaban las primeras palabras del gascón.
-Mandaremos -dijo éste- que nos frían unas magras, asen uno o dos pollos y nos suban el mejor vino de la cueva.
-¿De veras? -preguntó Gorenflot-: ¿habláis seriamente?
-Os lo prometo, compadre.
-Entonces -dijo el fraile- pongámonos inmediatamente en camino para llegar cuanto antes a esa bienaventurada venta. Ven, Panurgo, ven, que en breve comerás salvado.
El burro, como si lo entendiera, contestó con un alegre rebuzno.
Chicot volvió a montar a caballo. Gorenflot llevaba el asno del ramal.
La tan deseada venta se presentó muy pronto a sus ojos entre Corbeil y Melun; pero Gorenflot, que ya de lejos admiraba su magnífico aspecto, oyó con mucha sorpresa que Chicot le mandaba subir sobre su asno, y luego que lo hizo vio, no sin sobresalto, que daban un rodeo por la izquierda para pasar por detrás de la casa. Por lo demás, su inteligencia había hecho rápidos progresos, pues con una sola ojeada comprendió el motivo de aquel rodeo: las tres mulas de los viajeros, cuyas huellas seguía Chicot, estaban atadas a la puerta de la venta.
-¡Estos -dijo para sí el fraile-, éstos son los viajeros malditos, a cuya voluntad están sometidos los sucesos de nuestro viaje y las horas de nuestras comidas!
Y dio un profundo suspiro.
Panurgo, que vio que le apretaban de la línea recta, que todos y hasta los asnos saben que es la más corta, se detuvo y se plantó, como si estuviera decidido a echar raíces en el sitio mismo donde se encontraban.
-Ya lo veis -dijo Gorenflot con tono lastimero-; mi Panurgo no quiere andar.
-¡Ah! ¿No quiere andar? -dijo Chicot-; aguardad.
Y acercándose a unos fresnos, eligió una vara de cinco pies de larga, gruesa como un dedo, sólida y flexible a la vez.
Panurgo no era de esos cuadrúpedos cuya estupidez les impide atender a lo que pasa a su alrededor y que no prevén los acontecimientos hasta que los sienten caer sobre sus lomos.
Atento a la maniobra de Chicot, a quien sin duda empezaba a considerar con el respeto que merecía, apenas adivinó sus intenciones, echó a andar a paso redoblado.
-Ya anda, ya anda -gritó Gorenflot al gascón.
-No importa -dijo éste-; para quien camina en compañía de un fraile y de un asno, nunca está de más una vara.
Y acabó de cortar la que había elegido.
XXIX. LOS CAMBIOS DEL PADRE GORENFLOT
Las tribulaciones de Gorenflot tocaban a su fin, al menos por aquel día. Después del rodeo, tomaron ambos viajeros el camino real y se detuvieron tres cuartos de legua más allá en una posada rival de la anterior.
Ocuparon un aposento cuyas ventanas daban al camino y Chicot mandó que en él les diesen de cenar; pero claramente se veía que la cena no era para nuestro gascón sino un asunto secundario, pues comía tan sólo con la mitad de los dientes, mientras que miraba con los dos ojos y escuchaba con los dos oídos. Esta distracción duró hasta las diez de la noche, hora en que Chicot, no habiendo visto ni oído nada, se levantó de su puesto mandando al ventero que diesen dobles raciones de avena y salvado al caballo y al asno y los tuviese dispuestos para el amanecer.
Al oír esta orden, Gorenflot, que al parecer dormía hacía una hora, pero que realmente estaba solamente adormecido y en el dulce éxtasis que sigue a una buena cena acompañada de frecuentes libaciones de vino generoso, exhaló un profundo suspiro, y preguntó:
-¿Al amanecer?
-¡Sí! ¿y qué importa? ya debéis estar acostumbrado a levantaron a esa hora.
-¿Por qué razón? -dijo Gorenflot.
-¿Y los maitines?
-Estaba exento por merced que me había concedido el superior.
Chicot se encogió de hombros, y la palabra holgazán con las dos letras que forman el plural vino a morir en sus labios.
-Sí, holgazanes -dijo Gorenflot-, holgazanes, ¿y por qué no?
-¡El hombre ha nacido para el trabajo! -repuso sentenciosamente el gascón.
-Y el fraile para el descanso -contestó Gorenflot-, el fraile es una excepción del hombre.
Y satisfecho con este argumento, que en apariencia dejó convencido a Chicot, se levantó y se dirigió majestuosamente a su cama, que se hallaba en el mismo cuarto, pues Chicot, temiendo alguna imprudencia, mandó que se la pusiesen junto a la suya.
Efectivamente, al amanecer, si el padre Gorenflot no hubiera estado sumergido en el sueño más profundo, habría podido ver a Chicot levantarse, acercarse a la ventana y ponerse en observación detrás de la cortina.
Poco después el gascón, aunque en la posición en que se encontraba no podía ser visto desde la calle, dio rápidamente un paso atrás, y si Gorenflot, en vez de continuar dormido, hubiese estado despierto, habría oído el ruido que hacían las herraduras de las tres mulas.
Chicot se acercó al fraile y le sacudió asiéndole del brazo hasta que le hizo abrir los ojos.
-¿No podré tener un instante de tranquilidad? -dijo Gorenflot, que salía de un sueño de diez horas.
-¡Alerta! -dijo Chicot-, vistámonos y montemos al instante a caballo.
-¿Y el almuerzo? -dijo el fraile.
-En el camino de Montereau le tenemos.
-¿Qué es eso de Montereau? -preguntó Gorenflot, que no sabía gran cosa de geografía.
Montereau -dijo el gascón- es una ciudad donde se almuerza. ¿Os basta eso?
-Sí -respondió lacónicamente Gorenflot.
-Entonces, compadre -dijo Chicot-, yo voy abajo a pagar nuestro gasto y el de nuestras cabalgaduras; dentro de cinco minutos, si no estáis pronto, echaré a andar sin vos.
Los frailes no tienen necesidad de mucho tiempo de tocador; sin embargo, Gorenflot tardó en vestirse seis minutos. Así fue que al llegar a la puerta vio a Chicot que exacto como un suizo, marchaba ya delante.
El fraile cabalgó sobré Panurgo, que animado con la doble ración de heno y avena que Chicot le había mandado administrar, tomó por sí mismo el galope y llegó al instante a ponerse con Gorenflot al lado del gascón.
Hallábase éste de pie sobre los estribos: su cuerpo no hacía la menor arruga desde la cabeza a los pies.
Gorenflot se levantó sobre los suyos y divisó a lo lejos a los tres hombres de las mulas que bajaban una cuesta.
El fraile suspiró pensando cuán doloroso era que una influencia extraña dispusiese de aquel modo de su destino.
Chicot le cumplió por aquella vez la palabra, pues almorzaron en Montereau.
Los acontecimientos de todo aquel día fueron muy parecidos a los del anterior y lo mismo los del siguiente.
Suprimiremos, pues, los pormenores y diremos que en la tarde del segundo día, Gorenflot, que mal o bien comenzaba a acostumbrarse a aquella vida aventurera, observó que Chicot iba perdiendo por grados toda su alegría.
Desde por la mañana no había vuelto a ver a los tres viajeros a quienes seguía; de modo que cenó de muy mal humor y durmió muy poco.
Gorenflot comió y bebió por los dos y entonó sus mejores canciones, pero sin que lograse hacer salir a Chicot de su impasibilidad.
Apenas amanecía cuando el gascón se levantó, despertando a su compañero: éste se vistió y apenas montaron a caballo, tomaron un trote largo, que a poco rato se convirtió en galope tendido.
Pero por más que corrían no percibían rastro alguno de mulas en el camino.
Al mediodía asno y caballo no podían tenerse de cansancio.
Chicot se fue en derechura a ¡in portazgo establecido en el puente de Velleneuve-le-Roi para los animales de pezuña hendida, y preguntó:
-¿Habéis visto a tres hombres montados en mulas que han debido pasar por aquí esta mañana?
-¿Esta mañana? No, señor -repuso el portazguero-: si fuera ayer tarde...
-¿Ayer?
-Sí, ayer tarde a las siete.
-¿Habéis reparado en ellos?
-Sí, señor: como se repara en los viajeros.
-Digo si .recordáis las señas de cada uno.
-Me parece que eran amo y dos lacayos.
-Eso es -dijo Chicot, y dio un escudo al portazguero.
Luego, hablando consigo mismo, dijo:
-¡A las siete! ¡diablo! me llevan doce horas de delantera! Vamos, valor.
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