Por otra parte, la amistad del joven doctor le servía de satisfacción. Hay en todos los sentimientos que proceden del cielo una expansión de todo nuestro ser, que parece doblar nuestras facultades: entonces el hombre conoce que es dichoso porque conoce que es honrado.
Bussy comprendió, pues, que no había tiempo que perder y que cada dolor que hacía sufrir al corazón del anciano, era casi un sacrilegio. Tan trastornadas están las leyes de la Naturaleza en un padre que llora la muerte de su hija, que quien puede consolarle con una palabra y no le consuela, merece las maldiciones de todos los padres.
Al bajar al patio, M. de Meridor encontró un caballo de refresco que Bussy había mandado preparar para él; otro caballo esperaba a Bussy; subieron uno en el suyo y salieron en compañía de Remigio.
Llegaron a la calle de San Antonio, no sin grande admiración de M. de Meridor, que haciendo veinte años que no había estado en París, extrañaba el ruido de los caballos, los gritos de los lacayos, y el frecuente tránsito de los coches, y hallaba muy cambiada la capital desde el tiempo de Enrique II.
Mas a pesar de su sorpresa, que casi rayaba en admiración, conservaba una tristeza que aumentaba a medida que al ignorado objeto de su viaje se aproximaba. ¿Cómo le recíbiría el duque? ¿cuál sería la consecuencia de esta entrevista?
Luego miraba a Bussy, y no acertaba a explicarse por qué singular abandono había seguido casi ciegamente al gentilhombre de un príncipe a quien debía todas sus desgracias. ¿No habría sido más propio de su dignidad arrostrar la cólera del duque de Anjou y en vez de acompañar a Bussy .adonde le agradara conducirle, irse derecho al Louvre y echarse a los pies del rey? ¿Qué podría decirle el príncipe? ¿con qué podía consolarle? ¿No era uno de aquellos hombres que aplicaban doradas palabras, como bálsamo que consuela por un instante, a las heridas que hacen, las cuales después vuelven a abrirse más sangrientas y dolorosas?
Embebido con estos pensamientos llegó con Bussy y Remigio a la calle de San Pablo. Bussy, como diestro capitán, se hizo preceder de Remigio, el cual llevaba orden de franquear el paso y preparar los medios de introducción en la plaza.
Este último fue a ver a Gertrudis, y volvió a decir a Bussy que ningún sombrero ni ninguna tizona obstruían el patio, la escalera ni el corredor que conducían al aposento de madame de Monsoreau.
Ya se supondrá que todas estas noticias se las daba Remigio a Bussy en voz baja.
Entretanto el barón miraba a todos lados dando señales de sorpresa.
-¡Cómo! -dijo-, ¿es aquí donde vive el duque de Anjou?
Y asaltóle un movimiento de desconfianza al ver la humilde apariencia del edificio.
-Aquí no, precisamente; pero si no es ésta la casa del duque de Anjou, es la de una joven a quien ha amado.
Arrugóse la frente del anciano.
-Caballero -dijo deteniendo su caballo-, nosotros los provincianos no estamos hechos a estas cosas; las costumbres fáciles de París nos espantan, y tanto, que no sabemos vivir con vuestros misterios. Me parece que si el señor duque de Anjou desea ver al barón de Meridor, debe llamarle a su palacio y no a la casa de una de sus queridas. Además -agregó dando un suspiro-, vos que parecéis honrado, ¿por qué queréis traerme a presencia de tales mujeres? ¿Es para darme a entender que mi pobre Diana viviría todavía si, como la dueña de esta casa, hubiera preferido el deshonor a la muerte?
-Vamos, vamos, señor barón -dijo Bussy con la leal sonrisa que había sido hasta entonces su más poderoso medio de convicción para con el anciano-, no forméis juicios arriesgados. A fe de caballero, no se trata de lo que pensáis, .y la dama que vais a ver es virtuosísima y digna de todo respeto.
-¿Pues quién es?
-Es ... la esposa de un gentilhombre que vos conocéis.
-¿De veras? entonces, ¿por qué decís que el príncipe la ha amado?
-Porque es cierto, señor barón; entrad y juzgaréis por vos mismo, viendo que se cumple lo que os he prometido.
-Mirad que cuando yo lloraba a mi hija querida, me dijisteis: consolaos, caballero, la misericordia de Dios es infinita; mirad que habéis prometido un consuelo a mis penas, y que eso es casi prometerme un milagro.
-Entrad -insistió Bussy con la misma sonrisa que seducía siempre al anciano.
El barón echó pie a tierra.
Gertrudis había acudido llena de sorpresa a la puerta y desde el umbral miraba como espantada a Remigio, a Bussy y al anciano, no pudiendo adivinar por qué combinación de la Providencia se hallaban reunidos aquellos tres hombres.
-Decid a madame de Monsoreau -dijo el joven conde-, que está aquí M. de Bussy, de regreso de su viaje, y que desea hablarle al instante. Pero, por Dios -añadió por lo bajo-, no le digáis la persona que me acompaña.
-¡Madame de Monsoreau! -repitió el anciano estupefacto-. ¡Madame de Monsoreau!
-Pasad, señor barón -dijo Bussy haciendo entrar al anciano en el patio.
Ínterin el barón subía la escalera con paso vacilante, se oyó la voz de Diana que respondía con singular emoción:
-¿M. de Bussy dices, Gertrudis? ¡M. de Bussy! Pues bien, que entre.
-¡Esa voz! -dijo el barón deteniéndose en medio de la escalera-; ¡esa voz! ¡Oh, Dios mío, Dios mío!
-Subid, señor barón -dijo Bussy.
Mas en el mismo instante y mientras el trémulo anciano se asía del pasamano mirando a todos lados, se apareció en lo alto de la escalera, a plena luz, bajo un dorado rayo de sol, Diana, resplandeciente, y más hermosa y risueña que nunca, aunque no esperaba hallarse con su padre.
Este la tuvo por una visión mágica y lanzó un grito terrible. Sus ojos espantados y sus manos extendidas hacia su hija presentaban tan perfecta imagen del terror y del delirio, que Diana, que iba a echarse en sus brazos, se detuvo espantada y estupefacta.
El barón se apoyó en el hombro de Bussy.
-¡Diana viva! -balbuceó-, ¡Diana, mi Diana, a quien creía muerta! ¡Oh, Dios mío!
Y aquel robusto guerrero, vigoroso actor en guerras civiles y extranjeras, de las cuales había salido ileso; aquella vieja encina que el rayo de la muerte de Diana había dejado en pie; aquel anciano que tan poderosamente había combatido contra el dolor, en aquella ocasión, abrumado, abatido, aniquilado por la alegría, dio un -paso atrás, dobló las rodillas y, a no estar tan cerca de Bussy habría caído prepicitado de lo alto de la escalera, a la vista de aquella imagen querida, cuyos impalpables átomos en confuso torbellino vagaban delante de sus ojos.
-¡Dios mío! M. de Bussy -exclamó Diana bajando apresuradamente los pocos escalones que del anciano la separaban-; ¿qué tiene mi padre?
Y la joven, asustada al ver aquella súbita palidez y el extraño efecto que había causado aquella entrevista, para la cual creía a su padre preparado, interrogaba más con los ojos que con la voz.
-El señor barón de Meridor os creía muerta, señora, y os lloraba de la manera que un padre como él debe llorar a una hija como vos.
-¡Cómo! -exclamó Diana-, ¿y..nadie le había desengañado?
-Nadie.
-¡Oh, no, no! -dijo el anciano saliendo de su momentáneo anonadamiento-, nadie, ni aun M. de Bussy.
-¡Ingrato! -dijo a éste en tono de amistosa reconvención.
-¡Oh! sí, tenéis razón, porque este momento compensa todos mis dolores. ¡Oh, mi Diana, mi Diana querida! -continuó aproximando con una mano a sus labios la cabeza de su hija y tendiendo la otra a Bussy.
Luego, levantando la cabeza como si un recuerdo doloroso o un nuevo temor hubiese penetrado en su corazón, a pesar de la armadura de júbilo, si es lícito expresarlo así, que le defendía, agregó:
-¿Pero no decíais, M. de Bussy, que iba a ver a madame de Monsoreau? ¿Dónde está?
-¡Ah, padre mío! -murmuró Diana.
Bussy reunió todas sus fuerzas y dijo:
-Ante vos la tenéis: el conde de Monsoreau es vuestro yerno.
-¡Cómo! -repuso el anciano- ¡M. de Monsoreau es mi yerno, y nadie, ni tú misma Diana, me ha dicho nada!
-No quería escribiros, padre mío, por miedo a que la carta cayese en manos del príncipe. Además, yo creía que lo sabíais todo.
-¿Pero qué objeto tienen tan extraños misterios? -dijo el anciano.
-¡Ah! sí, padre mío, eso mismo digo yo -exclamó Diana-: ¿por qué M. de Monsoreau os ha dejado creer que yo había muerto? ¿por qué os ha dejado ignorar que él era mi esposo?
El barón, como si recelase penetrar las tinieblas profundas que envolvían la conducta del conde de Monsoreau, contemplaba temblando los brillantes ojos de su hija y la expresiva tristeza de Bussy.
Hablando así, habían llegado paso a paso al salón.
-¡M. de Monsoreau mi yerno! -decía el barón estupefacto.
-Eso no debe extrañaros -respondió en tono de dulce reconvención-; ¿no me mandasteis que me casara con él, padre mío?
-Sí, si te salvaba.
-Pues bien, me salvó -murmuró con voz sorda Diana, cayendo en una silla colocada cerca de su reclinatorio-, me salvó, no de la desgracia, pero al menos de la deshonra.
-Entonces, ¿por qué me dejó en la creencia de que habíais muerto, cuando yo tan amargamente te lloraba? -repitió el anciano- ¿Por qué me dejaba morir de desesperación cuando una palabra, una sola, podía volverme la vida?
-¡Oh! aquí hay algún misterio -exclamó Diana-. ¡Padre mío, ya no me abandonaréis! M. de Bussy, vos nos protegeréis, ¿no es cierto?
-¡Ah, señora! -dijo el joven inclinándose-, yo no debo mezclarme en los secretos de vuestra familia. Viendo la extraña conducta de vuestro esposo, he debido traeros un defensor que pudieseis mostrar a todo el mundo, y he ido a buscarle a Meridor. Estáis al lado de vuestro padre y yo me retiro.
-Tiene razón -dijo con tristeza el anciano-. M. de Monsoreau ha temido la cólera del duque de Anjou y M. de Bussy la teme también.
Diana lanzó al joven una mirada que significaba:
-Vos, a quien llaman el valiente, ¿tenéis miedo del duque de Anjou como podría tenerlo M. de Monsoreau?
Bussy comprendió lo que aquella mirada quería decir y se sonrió.
-Señor barón -dijo-; perdonadme la pregunta singular que voy a hacer, y vos, señora, en gracia del deseo que tengo de serviros, perdonadme también.
El padre y la hija se miraron y aguardaron a que Bussy se explicase.
-Señor barón -continuó Bussy-, preguntad a madame de Monsoreau...
Y pronunció con marcada intención estas últimas palabras; pero viendo el dolor que causaban a Diana, agregó:
-Preguntad a vuestra hija si es feliz en el matrimonio que vos la habéis mandado contraer y que ella ha consentido.
Diana cruzó las manos y exhaló un gemido. Esta fue la única contestación que pudo dar a Bussy: verdad es que ninguna otra habría sido tan positiva.
Los ojos del anciano barón se llenaron de lágrimas, porque empezaba a ver que la amistad, tal vez demasiado precipitada, que había profesado a monsieur de Monsoreau, contribuía en gran manera a la desgracia de su hija.
-Ahora bien -dijo Bussy-, ¿es cierto que habéis dado la mano de vuestra hija a M. de Monsoreau, sin que a ello os obligase ni por la astucia ni por la violencia?
-Sí, si la salvaba.
-Y la salvó en efecto. Entonces no tengo necesidad de preguntaros si pensáis cumplir vuestra palabra.
-Es una ley para todos y mucho más para los nobles: vos debéis saberlo mejor que ninguno. M. de Monsoreau ha salvado la vida a mi hija según ella misma confiesa; por tanto, mi hija es de M. de Monsoreau.
-Señora -repuso Bussy-, ya veis que yo tenía razón cuando os dije que nada tenía que hacer aquí. El señor barón os da a M. de Monsoreau y vos misma le prometisteis ser suya en caso de que volvieseis a ver a vuestro padre sano y salvo.
-¡Ah! no me despedacéis el corazón, M. de Bussy -exclamó Diana aproximándose al joven-; mi padre no sabe que tengo miedo de ese hombre, mi padre no sabe que le aborrezco, mi padre se obstina en considerarle como mi salvador y yo le miro como mi verdugo.
-¡Diana, Diana! -dijo el barón-; M. de Monsoreau te ha salvado.
-Sí -exclamó Bussy, arrastrado por la violencia de su emoción fuera de los límites en que hasta entonces su prudencia y delicadeza le habían mantenido-; es verdad, ¿pero estáis cierto de que el peligro no era menor de lo que creíais? ¿estáis seguro de que no era aparente, de que ... ? ¿qué se yo?. . . Oídme, barón; aquí hay un misterio que falta aclarar y que yo aclararé. Pero lo que puedo deciros desde ahora es que si yo me hubiese visto en lugar de M. de Monsoreau, habría salvado igualmente del deshonor a vuestra hija, inocente y bella y ¡por Dios, que me oye! no la habría hecho pagar ese servicio.
-Pero él la amaba -replicó M. de Meridor que conocía cuán odiosa había sido la conducta de M. de Monsoreau-, él la amaba y algo se ha de perdonar al amor.
-¿Y yo? -exclamó-, ¿por ventura yo...?
Pero asustado ante la confesión que involuntariamente iba a escapársele, se detuvo, y el brillo de sus ojos concluyó la frase que incompleta había expirado en sus labios.
Pero Diana la comprendió, y más acaso que si hubiera sido completa.
-Me habéis entendido, ¿no es verdad? -dijo ruborizándose-. Pues bien, amigo mío, hermano mío, me habéis pedido estos dos títulos y os los doy; ¿nada podéis hacer por mí?
-¡Mas el duque de Anjou! ¡el duque de Anjou! -murmuró el anciano que en la cólera del príncipe veía suspendida sobre su cabeza la tempestad que le amenazaba.
-No soy de los que temen la cólera de los príncipes, señor barón -repuso el joven-, y mucho me engaño o no es la del duque de Anjou la que tenemos que temer. Si queréis, yo os haré tan amigo del príncipe, que él será quien os proteja contra M. de Monsoreau, del cual viene, estad seguro de ello, el verdadero peligro, peligro desconocido, pero cierto; invisible, pero tal vez inevitable.
-Pero si el duque sabe que Diana no ha muerto, todo lo perderemos- observó el anciano.
-Vamos -dijo Bussy-, veo que por más que os diga, creéis a M. de Monsoreau más que a mí y primero que a mí. No hablemos ya de esto; no aceptéis mi oferta, rehusad el auxilio poderoso que yo quería proporcionaros; arrojaos en brazos de ese hombre que tan bien ha justificado vuestra confianza. Ya os he dicho: he cumplido mi misión y nada tengo que hacer aquí. ¡Adiós, señor barón, adiós, señora, me retiro, ya no me veréis más, adiós!
-¡Oh! -exclamó Diana tomando la mano del joven-, ¿me habéis visto a mí confiar en él? No, yo os lo suplico de rodillas, M. de Bussy, no me abandonéis.
Bussy apretó las hermosas manos de Diana y toda su cólera se deshizo como se deshace la nieve en la cresta de la montaña al cálido aliento del sol de mayo.
-Pues lo queréis, sea -repuso-, acepto la santa misión que me confiáis, y antes de tres días (porque necesito este tiempo para ver al príncipe, que está de peregrinación en Chartres con el rey), antes de tres días tendré alguna noticia que daros, o perderé el nombre que tengo.
Luego, acercándose a ella con una embriaguez que inflamaba a un tiempo su aliento y sus miradas, le dijo en voz baja:
-Somos aliados contra Monsoreau; recordad que no es él quien os ha traído a vuestro padre, y no me seáis pérfida.
Y estrechando por última vez la mano del barón, salió del aposento.
XXVI. EL DESPERTAR DEL PADRE GORENFLOT
Dejamos a nuestro amigo Chicot en éxtasis delante del no interrumpido sueño y de los magníficos ronquidos del P. Gorenflot. Después de haber encargado mucho al posadero que no hablase una palabra a nadie de su salida a las diez de la noche ni de su vuelta a las tres de la mañana, le hizo seña de que se retirara y se llevase la luz.
Como maese Claudio Bonhomet había observado que en las relaciones que existían entre el bufón y el fraile, el bufón era siempre el que pagaba, tenía a éste en gran estima, al paso que el fraile no le inspiraba sino muy poco respeto.
En su consecuencia, prometió a Chicot no despegar sus labios, y se ausentó dejando a los dos amigos a obscuras, según se le había encargado.
Después notó Chicot una cosa que excitó su admiración, y era que el padre Gorenflot roncaba y hablaba a la par, lo cual era señal, no de una conciencia cargada de remordimientos, como podría creerse, sino de un estómago atestado de viandas.
Las palabras que pronunciaba Gorenflot en su sueño, formaban unas a otras una horrible mescolanza de elocuencia sagrada y de máximas báquicas.
Chicot observó que si permanecía en una obscuridad completa, le costaría mucha dificultad hacer la restitución que le faltaba, para que el P. Gorenflot al salir de su sueño no sospechase nada; en efecto, Chicot podía dar un paso imprudente y pisar alguno de los cuatro extremos del fraile, cuya dirección desconocía, y sacarle con el dolor de su letargo.
Con el objeto de iluminar un poco la escena y evitar lo que temía sopló los carbones de la chimenea.
Al ruido de aquel soplo, Gorenflot cesó de roncar y balbuceó: -Hermanos míos, hace un viento terrible: es el aliento del Señor que me inspira.
Y volvió a roncar.
Chicot aguardó un momento a que el sueño hubiese recobrado su imperio y comenzó a desenvolver al fraile de entre los manteles en que al salir le había arropado.
-Vurrr -dijo Gorenflot-. ¡Qué frío! si sigue así, no' podrán madurar las uvas.
Chicot se detuvo, esperó un instante y luego volvió a su operación.
-Ya conocéis mi celo, hermanos -prosiguió el fraile-: todo por la Iglesia y monseñor de Guisa.
-¡Canalla! -dijo Chicot.
-Esta es mi opinión -repuso Gorenflot-, mas lo cierto es ...
-¿Qué? -preguntó Chicot, levantando al fraile para ponerle sus hábitos.
-Lo cierto es que el hombre es más fuerte que el vino; el P. Gorenflot ha luchado contra el vino, como Jacob contra el ángel, y el P. Gorenflot ha vencido al vino.
Chicot se encogió de hombros. Este ademán intempestivo hizo abrir un ojo al fraile, el cual vio sobre su cabeza la sonrisa de Chicot, que al dudoso resplandor de la chimenea parecía lívida y siniestra.
-¡Ah! dejémonos de fantasmas y de duendes -exclamó el fraile, como si se quejase a algún diablo familiar, que de los pactos que con él tenía hechos se había olvidado.
-Está como un zaque -murmuró Chicot acabando de ponerle el hábito y tapándole la cabeza con la capucha.
-Muy bien -dijo Gorenflot-: se conoce que el sacristán ha cerrado la puerta del coro, pues ya no entra aire.
-Despierta ahora si quieres -dijo Chicot-; ya no me importa.
-El Señor ha oído mis súplicas -murmuró el fraile, y el aquilón que había enviado para helar las viñas se ha convertido en suave céfiro.
-Amén -repuso Chicot.
Y haciendo una almohada con las servilletas, y tapándose con una parte del mantel, dejando la otra al fraile, se durmió al lado de su compañero.
Ya estaba muy entrado el día cuando la luz que daba a Gorenflot en los ojos, y la voz ruda del huésped que reñía a los marmitones, lograron disipar un tanto el denso vapor que trastornaba sus ideas.
Se incorporó, y con el auxilio de las dos manos logró acomodarse sobre la parte que la naturaleza previsora ha dado al hombre para que sea su principal centro de gravedad.
Realizado este esfuerzo, no sin dificultad, se puso a considerar el significativo desorden de la vajilla, y después fijó su atención en Chicot, que en virtud de la graciosa circunflexión de uno de sus brazos, podía verlo todo sin perder un solo gesto del fraile. El gascón roncaba con tanta naturalidad, que hacía honor a su superior talento imitativo, de que tantas veces hemos hablado.
-¡Hermoso día! -exclamó Gorenflot-, ¡diantre! no parece sino que he pasado aquí la noche.
Luego, reuniendo sus ideas, dijo:
-¿Y el convento? ¡Oh, oh!
Y sé puso a atar el cordón del hábito, de lo cual Chicot se había olvidado.
-Es igual -añadió el fraile-; ¡qué sueño tan extraño he tenido! Me parecía que estaba muerto y envuelto en un sudario manchado de sangre.
Gorenflot no se engañaba del todo, pues al despertarse había tomado el mantel por un sudario y las manchas de vino por gotas de sangre.
-Por fortuna, era sueño -exclamó mirando a todas partes.
En este examen su vista se detuvo de nuevo en Chicot, el cual, conociendo que el fraile le miraba, roncaba cada vez más.
-¡Qué dichoso es en dormir así! ¡Ah! duerme porque no se halla en la situación que yo.
Y lanzó un suspiro casi igual al ronquido de Chicot, de suerte que el suspiro habría probablemente despertado al gascón, si realmente hubiese estado durmiendo.
-¿Le despertaré para preguntarle su opinión? Es hombre de buen consejo.
-Chicot aumentó la fuerza de sus ronquidos, pasando de la imitación del órgano a la imitación del trueno.
-No continuó Gorenflot-, eso le daría demasiada ventaja sobre mí. Ya se me ocurrirá alguna buena mentira, sin necesidad de él. Pero cualquiera que sea esta mentira -prosiguió-, trabajo me costará evitar el calabozo, y no es precisamente el calabozo lo que temo, sino el estar a pan y agua, que es la consecuencia. Si al menos tuviese algún escudo para seducir al padre carcelero.
Al oír esto Chicot sacó sutilmente de la ropilla una bolsa bastante repleta, y la ocultó debajo de su cuerpo.
No era precaución inútil, pues Gorenflot, más contrito que nunca, se aproximó a su amigo murmurando estas melancólicas palabras:
-Si estuviera despierto, no me negaría un escudo; mas su sueño es sagrado para mí, y voy a tomarlo.
Diciendo y haciendo, el P. Gorenflot se arrodilló junto a Chicot y le registró delicadamente los bolsillos.
Chicot, no obstante el ejemplo que su compañero le había dado, no creyó conveniente apelar a su diablo familiar, y le dejó que registrase cuanto quisiera en uno y otro bolsillo de la ropilla.
-¡Es extraño! -dijo el fraile-, no tiene nada en los bolsillos: tal vez lo tendrá en el sombrero.
Mientras Gorenflot iba en busca del sombrero, Chicot sacó la bolsa, la vació en la mano y se la introdujo vacía en el bolsillo de los calzones.
-Tampoco hay nada en el sombrero -dijo el fraile-, ¡es sorprendente! mi amigo Chicot, que es un loco inteligente y previsor, jamás sale de su casa sin dinero. ¡Ah, picaruelo! -añadió con una sonrisa que le hendió la boca hasta las orejas-, se me olvidaba que podías tenerlo en los calzones.
Metió la mano en el bolsillo de los calzones y sacó la bolsa vacía.
-¡Jesús! -murmuró-, ¿y la cena, quién la pagará?
Esta idea produjo en el fraile profunda impresión, porque al instante se levantó y con paso todavía un poco vacilante, pero rápido, se dirigió a la puerta, atravesó la cocina, sin entablar conversación con el huésped, a pesar de los cumplidos que éste le hacía, y escapó.
Entonces Chicot volvió el dinero a la bolsa y la bolsa al bolsillo, se reclinó de codos en la ventana, donde daba ya un rayo de sol, y olvidó a Gorenflot abismándose en una meditación profunda.
Entretanto el padre limosnero, con sus alforjas al hombro, continuaba su camino con aire compungido, que a cualquiera podía parecer recogimiento, pero que no era sino meditación, porque Gorenflot maquinaba una de esas magníficas mentiras de fraile perdulario o de soldado calavera, mentiras, cuyo fondo es siempre el mismo, mientras la trama está bordada caprichosamente según la imaginación del embustero.
Al divisar Gorenflot desde lejos las puertas del convento, le parecieron más negras que de ordinario, y dedujo desagradables indicios de la presencia de muchos frailes, que en el umbral conversaban, dirigiendo de vez en cuando sus inquietas miradas hacia los cuatro puntos cardinales.
Apenas hubo salido por la calle de Santiago, cuando sufrió uno de los más horribles ataques de miedo que había tenido en toda su vida, pues observó entre los frailes un gran movimiento al verle.
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