Alejandro dumas



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Desde el día siguiente a su insta­lación en la hostería, reparando ya en las malas intenciones del hués­ped, se le escapó decir enseñándole el puño cerrado, o más bien ense­ñándosele a la puerta por donde Ber­nouillet acababa de salir: -Dentro de cinco o seis días, be­llaco, tú me las pagarás.

Con esto se aseguró Chicot de que Nicolás David no saldría de la hos­tería hasta que hubiese recibido res­puesta del legado del Papa.

Al acercarse el sexto día, que era el séptimo de su llegada al mesón, Nicolás David, a quien el huésped no obstante las instancias de Chi­cot, había manifestado que en breve tenía necesidad de disponer de su cuarto, cayó enfermo al parecer de gravedad.

El huésped insistió en que bus­case otra posada, antes de caer pos­trado en el lecho, pero Nicolás Da­vid pidió de término hasta el día siguiente, pretendiendo que ya es­taría mejor; sin embargo no fue así, sino que se puso peor.

El huésped anunció esta noticia a su amigo Chicot.

-Perfectamente -dijo restregán­dose las manos-, nuestro realista, nuestro amigo Herodes, va a pasar la revista del almirante ran plan tan rataplán, plan.

Entre los individuos de la Liga pasar la revista del almirante que­ría decir marcharse al otro mundo.

¡Bah! -exclamó Chicot-, ¿creéis que se morirá?

-Tiene una fiebre espantosa, que­rido hermano, fiebre terciana o cuar­tana con ataques tan fuertes que le hacen saltar en el lecho: los médicos no atinan qué mal es el suyo: tiene un hambre de mil diablos; ha que­rido ahogarme y dar de palos a los mozos: los médicos no saben qué hacerse.

Chicot estuvo un rato meditando.

-¿Le habéis visto? -preguntó.

-Ciertamente. ¡Cuando os digo que ha querido ahogarme entre sus manos!

-¿.Y cómo estaba?

-Pálido, agitado, perdido, gritan­do como un endemoniado.

-¿Y qué decía?

-¡Cuidado con el rey! ¡que trai­cionan al rey!

-¡Miserable!

-¡Bribón! Luego dice que espera a un hombre que debe venir de Avignon y que quiere verle antes de morir.

-¡Ah! ¿conque habla de Avig­non? -preguntó Chicot.

-A cada minuto.

-¡Voto a Cristo! -dijo Chicot dejando escapar su juramento favo­rito.

-¿Qué decís? -dijo el hués­ped-, ¿acaso sería malo que se mu­riese?

-Malísimo: yo no quería que se muriese antes de que llegase el hom­bre que debe venir de Avignon.

-¿Y por qué? cuanto más pronto se muera, menos tardamos en vernos libres de él.

-Sí, pero yo no llevo el odio hasta querer que se pierda su alma con su cuerpo; y ya que ese hombre viene de Avignon para confesarle. ..

-¡Qué! ¿no veis que eso es un delirio de la fiebre, alguna idea que se le ha puesto en la cabeza, pero que no tiene fundamento?

¡Quién sabe! -murmuró Chi­cot.

-Vos sois un perfecto cristiano -dijo el huésped.

-Vuelve bien por mal, dice la ley divina.

El huésped se retiró maravillado. Gorenflot, completamente extraño a todas estas cosas, engordaba de un modo notable: al cabo de ocho días el peso de su cuerpo hacía gemir la escalera que conducía al aposento, la cual iba siendo dema­siado estrecha para su corpulencia; espantado el fraile con este fenóme­no participó a Chicot la observación que había hecho, reducida a que la escalera se iba quedando flaca. Por lo demás ni hacía caso de David, ni se cuidaba de la Liga ni le im­portaba nada el estado deplorable de la religión; no tenía más cuidado que el de variar los manjares y ar­monizar los de distintas clases que se hacía servir con los diferentes vinos de la Borgoña, mientras el huésped maravillado repetía cada vez que le veía entrar y salir:

-¡Quién diría que este padre es un torrente de elocuencia!

XXXI. LA CONFESIÓN

Al fin llegó o pareció llegar el día en que maese Niolás debía des­ocupar su habitación. Bernauillet se precipitó en el cuarto de Chicot dando tan estrepitosas carcajadas, que éste tuvo que aguardar mucho tiempo antes de saber la causa de aquella inmoderada risa.

-¡Se muere! -exclamaba el ca­ritativo mesonero-, está expirando! ¡al fin se le llevan los diablos!

-¿Y de eso os reís? -interrogó Chicot.

-Es que el chasco no es para me­nos.

-¿Qué chasco?

-Confesad que sois vos quien se lo da.

-¿Yo?


-Sí.

-¿Más, qué es eso? ¿qué le ha sucedido?

-¿Qué le ha sucedido? Ya sa­béis que siempre estaba clamando por el hombre que debía venir de Aviñón.

-Y bien, ¿ha venido por último?

-Ha venido.

-¿Le habéis visto?

-¡Pardiez! ¿Acaso entra aquí al­guna persona, sin que yo la vea?

-¿Y qué señas tiene?

-Es un hombre de corta esta­tura, flaco y colorado.

-¡El mismo! -dijo Chicot olvi­dando que estaba el huésped de­lante.

-Puesto que le conocéis, no po­déis ya menos de declarar que sois vos quien le ha enviado.

-¡Conque ha llegado el mensa­jero! ¡voto al diablo! Maese Bernoui­llet, referidme cómo ha sido -dijo Chicot atusándose el bigote.

-Nada más sencillo, tanto más, cuanto que si no sois vos quien le da este chasco me diréis quién pue­de ser. Hace una hora que me ha­llaba yo colgando un conejo a la ventana cuando se detuvieron delan­te de la puerta un caballo grande y un hombre pequeño.

-¿Está aquí maese Nicolás? -in­terrogó el hombrecillo-. Así ha di­cho que se llamaba ese infame rea­lista.

-Sí, señor -respondio yo.

-Decidle que ha llegado de Avi­ñón la persona a quien aguarda. -De buena gana, pero debo ad­vertiros una cosa.

-¿Qué?

-Que maese Nicolás se está mu­riendo.



-Razón más para que desempe­ñéis sin pérdida de tiempo mi en­cargo.

-Pero sin duda no sabéis que tiene una fiebre maligna.

-¿De veras? -dijo el hombre-; entonces daos prisa a avisarle que estoy aquí.

-¡Cómo! ¿insistís?

-Insisto.

-A pesar de todo. Os digo que necesito verle. El hombrecillo se en­fadaba y hablaba con un tono im­perativo que no admitía réplica; por tanto, le llevé al cuarto del mo­ribundo.

-¿De suerte que está ahí? -dijo Chicot extendiendo la mano en di­rección del cuarto de Nicolás.

-Ahí está ¿qué tal? El chasco es magnífico.

-Admirable -repuso Chicot.

-¡Qué lástima no poderles oir!

-Sí, es lástima.

-La escena debe ser chistosa.

-Chistosísima; ¿mas quién os im­pide entrar?

-Me ha despedido.

-¿Con qué pretexto?

-Con el de que iba a confesarse.

-¿Quién os impide escuchar a la puerta?

-Tenéis razón -exclamó el hués­ped saliendo inmediatamente fuera del cuarto.

Chicot corrió a su observatorio. Pedro de Gondy estaba sentado a la cabecera del lecho del enfermo; Pero hablaba en voz tan baja, que Chicot no pudo oir una sola pala­bra de la conversación.

Por otra parte, aunque la hubiese oído, poco habría sacado en limpio pues transcurridos cinco minutos se levantó Pedro Gondy, se despidió del moribundo y salió del aposento.

Chicot corrió la ventana.

Un lacayo montado en un cuar­taga tenía de la brida el caballo grande a que había aludido el hués­ped; un instante después se presentó el embajador de los Guisas, y cabal­gando en él volvió la esquina de la gran calle de París.

-¡Pardiez! -exclamó Chicot-: ¡con tal que no, se lleve la genealo­gía! en todo caso yo le alcanzaré aunque tenga que reventar diez ca­ballos... Pero no, estos abogados son muy astutos y el mío sobre todo... sospecho... Pero ¡voto al diablo! -prosiguió dando una pata­da en el suelo, quisiera yo saber dónde estará ese bribón de Goren­flot.

En aquel momento entró el hués­ped.

-¿Qué hay? -preguntó Chicot.

-Se marchó -repuso el huésped.

-¿El confesor?

-Tan confesor es él como yo.

-¿Y el enfermo?

-Se ha desmayado después de la conferencia.

-¿Estáis seguro de que se halla en su aposento?

-¡Pardiez! ¡Buena pregunta! No saldrá de él sino para la sepultura.

-Bueno, id a ver si ha venido mi hermano, y si no enviádmele tan pronto como venga.

-¿Aunque esté embriagado?

-Esté como esté.

-¿Tanto urge?

-Es por el bien de la santa Unión.

Bernouillet salió apresuradamente, pues era un hombre lleno de celo religioso.

Tocóle entonces a Chicot el turno de tener fiebre: no sabía si correr detrás de Gondy o penetrar en el cuarto de David; si el abogado es­taba tan enfermo como decía el po­sadero, era probable que hubiese entregado a Gondy los documentos de que era portador. Chicot se pa­seaba por el cuarto como un loco dándose palmadas en la frente y buscando una idea entre los millo­nes de glóbulos que se agitaban en su cerebro.

En el cuarto de Nicolás no se oía ruido alguno: Chicot desde su ob­servatorio no podía ver más que una esquina de la cama, cubierta con las cortinas.

De pronto resonó una voz en la escalera; Chicot se estremeció: era la del fraile.

Gorenflot, empujado por el hués­ped, que en vano pretendía hacerle callar subía uno a uno los escalones cantando con voz vinosa lo que sigue:

El vino y la tristeza

luchando en mi cabeza,

armaron tal estrépito,

que muerto me creí;

dobló el licor benéfico

sus fuerzas no domadas,

y la tristeza lóbrega

con cajas destempladas

huyó lejos de mí.

Chicot corrió a la puerta.

-¡Silencio, borrachón! -gritó.

-¡Borrachón! pues -dijo Goren­flot-, porque uno bebe ...

-Vamos, venid aquí y vos Ber­nouillet ya sabéis...

-Sí -repuso el mesonero hacien­do una seña de inteligencia y ba­jando los escalones cuatro a cuatro.

-Venid aquí os digo –añadió Chicot tirando del fraile y entrán­dole en la habitación-, venid y hablemos seriamente si podéis.

-¡Pardiez! -dijo Gorenflot-, sin duda os chanceáis, compadre, estoy tan serio como un asno be­biendo.

-O luego de haber bebido -dijo Chicot encogiéndose de hombros.

Diciendo y haciendo, llevó a Go­renflot hasta una silla, donde éste se dejó caer dando un suspiro de sa­tisfacción.

Chicot cerró primero la puerta y se volvió después a Gorenflot con aspecto tan serio, que el fraile co­noció que debía prestar atención a sus palabras.

-Veamos, ¿qué ocurre ahora? -dijo, como si esta última palabra reasumiese todas las tribulaciones que Chicot le había hecho sufrir.

-Hay -respondió Chicot áspe­ramente-, que no pensáis como de­bíais en las obligaciones de vuestra profesión: hay que mientras vos os arrastráis por el fango del liberti­naje y la embriaguez, la religión se queda sin amparo, ¡voto al diablo! y sin tener- quien por ella mire.

Gorenflot miró a su interlocutor con ojos espantados.

-¿Por mi culpa? -dijo.

-Sí, por vuestra culpa; mirad qué aspecto tan innoble tenéis: vuestros hábitos están rotos; sin duda os han dado algún golpe, pues tenéis un círculo amoratado alrededor del ojo izquierdo.

-¡Yo! -repuso Gorenflot, cada vez más sorprendido de las recon­venciones de Chicot, a que no estaba habituado.

-Sí, vos: estáis de lodo hasta las rodillas, ¡y qué lodo gran Dios! lodo que me prueba que habéis ido a embriagaros a los arrabales.

-¡Pardiez! es verdad -dijo Go­renflot.

-¡Desdichado! ¡un monje de San­ta Genoveva! ¡si al fin fuerais fran­ciscano!

-Chicot, amigo mío, soy muy cul­pable -dijo Gorenflot enternecido.

-Es decir que merecéis que el fuego del cielo os consuma hasta las sandalias: cuidado, que, si esto si­gue, os abandono.

-Chicot, amigo -dijo el frai­le-, oh, no haréis tal.

-Y también hay arqueros en Lyon.

-¡Oh! perdón, mi estimado pro­tector -dijo el fraile, poniéndose, no a llorar, sino a mugir como un toro.

-¡Quitad allá! -exclamó Chi­cot-, ¡vaya una ocasión oportuna para entregaros a tales transportes, cuando en el cuarto inmediato se está muriendo un hombre!

-Es verdad -dijo Gorenflot con acento de contrición profunda.

-Veamos, ¿sois cristiano? ¿sí o no?

-¡Sí soy cristiano! -repuso el fraile-, ¡sí soy cristiano! ¡voto al Papa! sí lo soy .y lo proclamaré aun­que sea sobre las parrillas de San Lorenzo.

Y alargando los brazos como para hacer un juramento, se puso a can­tar con una voz capaz de romper los vidrios:

La fe del Señor

que nació en Belén

es mi único bien.

-Basta -repuso Chicot, tapándo­le la boca con la mano-; si sois cristiano no debéis dejar a vuestro prójimo sin confesión.

-Es justo; ¿dónde está ese pró­jimo? yo le confesaré, es decir, lue­go que haya bebido, porque me es­toy muriendo de sed.

Chicot alargó un jarro lleno de agua al fraile, el cual se le bebió casi todo.

-¡Ah, hijo mío! -exclamó, de­jando el jarro sobre la mesa-; ya comienzo a ver claro.

-Fortuna es -respondió Chicot decidido a aprovecharse de aquel instante lúcido.

-Ahora, mi excelente amigo -dijo el fraile-, ¿a quién debo confesar?

-A vuestro infeliz vecino que se está muriendo.

-Que le den una azumbre de vino con miel.

-No digo que eso no pudiera ser­le útil; pero ahora tiene más nece­sidad de socorros espirituales que de temporales. Por tanto iréis a su cuarto.

-¿Pensáis que estoy suficiente­mente preparado, M. Chicot? -pre­guntó con timidez el fraile.

-¡Vos! jamás os he visto tan lleno de unción como en este mo­mento. Le conduciréis por la senda del bien si se ha extraviado, y le mandaréis derecho al Paraíso por poco que él se esfuerce en buscar el camino.

-Voy corriendo.

-Esperad, debo indicaros antes cómo habéis de conduciros.

-No hay necesidad, me parece que en veinte años que hace que visto este hábito debo tener apren­dida mi profesión.

-Sí, pero no tan sólo tenéis hoy que cumplir con vuestra profesión, sino con mi voluntad.

-¿Con vuestra voluntad?

-Sí, y si la ejecutáis fielmente prometo depositaros en el Cuerno de la Abundancia cien doblones para que comáis o para que bebáis, como más os plazca.

-Prefiero comer y beber -dijo Gorenflot.

-Pues bien, tendréis cien doblo­nes si confesáis a ese digno mori­bundo.

-Yo le confesaré o el demonio me ha de llevar: ¿cómo debo confe­sarle?

-Oídme: vuestro hábito os da grande autoridad; habláis en nom­bre de Dios y en nombre del rey; es preciso que con vuestra elocuen­cia alcancéis de ese hombre que os entregue los papeles que acaban de traerle de Avignon.

-¿Y por qué he de obligarle a que me dé esos papeles?

Chicot miró compasivamente a Gorenflot.

-¡Para ganar mil escudos, ani­mal! -le dijo.

-Es justo -dijo Gorenflot-, voy allá.

-Aguardad; os dirá que acaba de confesarse.

-¿Y entonces?

-Le responderéis que miente, que el hombre que ha salido de su apo­sento no es un confesor, sino un intrigante como él.

-Pero se enfadará.

-¿Qué os importa, puesto que se muere?

-Es verdad.

-Después le hablaréis de Dios, del diablo, de lo que os dé la gana; pero de todos modos es preciso que le saquéis los papeles que le han traido de Avignon.

-¿Y si rehúsa dármelos?

-Le negaréis la absolución, le maldeciréis, le anatematizaréis.

-O se los sacaré por fuerza.

-Bueno; pero vamos a ver ¿es­táis lo bastante cuerdo para ejecutar puntualmente mis instrucciones?

-Puntualmente; vais a verlo.

Y Gorenflot se pasó la mano por su ancho rostro, como para borrar las huellas superficiales de la em­briaguez; volvió la calma a sus ojos, si bien observando atentamente po­día advertirse en sus miradas cierto deslumbramiento; su boca no ar­ticuló sino las palabras mesuradas, y su cuerpo comenzó a moverse compasadamente aunque todavía algo tembloroso.

Encaminóse con solemne paso ha­cia la puerta.

-Un momento -dijo-, cuando os dé los papeles, tenedlos bien apre­tados en una mano y dad un golpe con la otra en la pared.

-¿Pero, y si me lo niega?

-Dad también un golpe.

-Es decir que de todos modos he de hacer la misma seña.

-Sí.

-Está bien.



-Gorenflot salió del aposento mientras Chicot dominado por una indecible emoción, pegado el oído a la pared a fin de percibir hasta el más leve rumor.

Diez minutos después oyó rechi­nar el pavimento, lo cual le anun­ció que Gorenflot entraba en el cuarto de su vecino, y a poco rato le vio aparecer en el círculo que su radio visual abarcaba.

El abogado se incorporó en su lecho y miró cómo se acercaba la extraña aparición.

-Buenos días, hijo mío -dijo Gorenflot deteniéndose en medio del aposento y equilibrando sus anchos hombros.

-¿Qué venís a hacer aquí, pa­dre? -murmuró el enfermo con voz débil.

-Hijo mío, yo soy un religioso, aunque indigno; he sabido que os hallábais en peligro y vengo a ha­blaros de los intereses de vuestra alma.

-Gracias -dijo el moribundo-, pero creo inútil vuestro cuidado, por­que me siento un poco mejor.

Gorenflot movió la cabeza.

-¿Lo creéis así? -dijo.

-Estoy seguro.

-Astucia de Satanás, que desea­ría veros morir sin confesión.

-Chasco se llevaría -repuso el enfermo-, porque acabo de confe­sarme en este mismo instante.

-¿Con quién?

-Con un digno sacerdote que ha venido de Avignon.

Gorenflot movió nuevamente la cabeza y dijo:

-Ese no es sacerdote.

-¡Cómo que no es sacerdote!

-No.


-¿De qué lo sabéis?

-De que lo conozco.

-¿Conocéis al que acaba de salir de aquí?

-Sí -repuso Gorenflot con tal acento de convicción, que a pesar de lo difíciles que son de engañar los abogados, éste se turbó.

-Ahora bien, como no estáis me­jor y como ese hombre no es sacer­dote, habréis de confesaros.

-No deseo otra cosa -dijo el abogado con voz un poco más fuer­te-, pero quiero confesarme con quien me parezca.

-No tenéis tiempo para enviar a buscar a nadie, hijo mío, y ya que estoy yo aquí...

-¡Cómo que no tendré tiempo! -exclamó el enfermo con voz cada vez más fuerte-; ¡cuando os digo que me siento mejor y que estoy se­guro de escapar de ésta!

Gorenflot movió la cabeza por tercera vez.

-Y yo -dijo con la misma fle­ma-, yo os afirmo, hijo mío, que no aguardo nada bueno, que estáis condenado por los médicos y por la Divina Providencia; es sensible decíroslo, ya lo sé, pero al fin to­dos hemos de ir allá más tarde o más temprano. Existe una balanza, hijo mío, la balanza de la justicia y además es consolador morir en esta vida puesto que se resucita en la otra. Pitágoras mismo lo ha di­cho, hijo mío, y eso que era pagano. Vamos, confesaos, querido hijo mío.

-Os aseguro, padre, que ya me siento mucho más fuerte, lo cual, es sin duda efecto de vuestra santa presencia.

-Error, hijo mío, error -insis­tió Gorenflot-, suele haber un ins­tante de reacción vital; es la lám­para que se reanima para despedir los últimos resplandores. Vamos -continuó sentándose cerca del le­cho-, contadme vuestras intrigas, vuestros complots, vuestras maqui­naciones.

-¡Mis intrigas, mis complots, mis maquinaciones! -repitió Nicolás David separándose cuanto pudo de aquél extraño fraile a quien no co­nocía y de quien sin embargo era tan conocido.

-Sí -dijo Gorenflot disponién­dose tranquilamente para oír la con­fesión, cruzando las manos y jun­tando los dos pulgares-, sí, y cuan­do me lo hayáis contado todo, me daréis los papeles, con lo cual tal vez Dios permitirá que os absuelva.

-¿Qué papeles? -exclamó el en­fermo con voz tan vibrante y vi­gorosa como si hubiera estado sano y bueno.

-Los papeles que ese supuesto sacerdote os ha traido de Aviñón.

-¿Quién os ha dicho que ese su­puesto sacerdote me ha traido pape­les? -interrogó maese Nicolás sa­cando una pierna de la cama y con acento tan brusco, que turbó en su principio el sueño beatífico que em­pezaba a apoderarse de Gorenflot.

Este pensó que había llegado el instante de mostrar energía y con­testó:

-El que me lo ha dicho sabe lo que se dice: vamos, los papeles, los papeles o no hay absolución.

-¡Eh! yo no necesito tu absolu­ción bellaco -gritó David saltando fuera de la cama y asiendo por el cuello a Gorenflot.

-¿Qué es esto? -dijo el fraile-, ¿estáis delirando? ¿no queréis con­fesaros? Vos...

El dedo pulgar del abogado, há­bil y vigorosamente aplicado a la garganta del fraile, interrumpió su frase y la hizo terminar con un re­suello muy semejante al de un mo­ribundo.

-Ahora voy a confesarte yo a ti, cogulla de Belcebuth -dijo Da­vid-, y en cuanto al delirio, vas a ver si me impide ahogarte entre mis manos.

El P. Gorenflot era robusto, mas por desgracia se encontraba en aquél momento de reacción en que la embriaguez, obrando sobre el sis­tema nervioso le debilita, al mismo tiempo que por una reacción opues­ta comienzan las facultades morales a recobrar su energía.

Por consiguiente, aunque reunió todas sus fuerzas, no pudo hacer más que levantarse de la silla, asir con las dos manos al abogado por el cuello de la camisa y rechazarle de sí.

Debemos decir, no obstante, que aunque débil como estaba todavía fue tan violento el empellón que dio a Nicolás David, que éste rodó por el suelo hasta en medio del apo­sento.

Mas se levantó fui-¡oso, y empu­ñando- aquella larga espada de que maese Bernouillet había hablado a Chicot, la cual se hallaba colgada en la pared detrás de sus vestidos, apoyó la punta en la garganta del fraile, que acababa de dejarse caer sobre su silla, agotada su energía por el esfuerzo supremo que había llevado a cabo.

-Ahora vas tú a confesarte con­migo -le dijo con voz sorda-, o de lo contrario morirás.

-Gorenflot, a quien la desagra­dable presión de aquella fría punta de acero sobre sus carnes había vuelto toda su lucidez comprendió la gravedad de la situación.

-¡Oh! -dijo-, no estabais en­fermo: ¿luego era una comedia esa pretendida agonía?

-Olvidaos -repuso el aboga­do-, que no te toca ahora pregun­tar, sino responder.

-¿A qué he de responder?

-A lo que yo te pregunte.

-Preguntad.

-¿Quién eres?

-Ya lo veis -dijo el fraile.

-Eso no es contestar -repuso el abogado apoyando un poco más la punta de la espada sobre el cue­llo de Gorenflot.

-¡Diablo! -dijo éste-, mirad que si me matáis antes de contestar, os quedaréis sin saber nada.

-Tienes razón, ¿cómo te lla­mas?

-Fr. Juan Nepomuceno Goren­flot.

-¿Eres fraile realmente?

-¡Cómo si soy fraile! ya lo creo.

-¿Por qué estás en Lyon?

-Porque he venido desterrado.

-¿Quién te ha traido a esta hos­tería?

-La casualidad.

-¿Cuántos días hace que estás aquí?

-Dieciséis días.

-¿Por qué espiabas mis accio­nes?

-Yo - no las he espiado.

-¿Cómo sabías entonces que ha­bía yo recibido papeles?

-Porque me lo han dicho.

-¿Quién te lo ha dicho?

-El que me ha enviado aquí.

-¿Quién te ha enviado aquí?

-Eso es lo que no me es posible deciros.

-Eso es lo que vas a decirme ahora mismo.

-¡Oh! -exclamó el fraile- ­¡vive Dios! ¡llamaré, gritaré!

-Si gritas, te mato.

El fraile lanzó un grito; en la punta de la espada apareció una gota de sangre.

-¿Su nombre? -dijo el abogado.

-¡Ah! ¿qué le hemos de hacer? -exclamó el fraile-, me he resis­tido todo lo posible.

-Sí, y tu honor queda a cubier­to. ¿Cómo se llama?

-Es ...


Gorenflot se interrumpió otra vez, no pudiendo resolverse a descubrir a su amigo.

-¿Acabarás? -dijo el abogado, dando una patada en el suelo.

-¡Pardiez! ¿qué remedio?... Es Chicot.

-¿El bufón del rey?

-El mismo.

-¿Y dónde está?

-Aquí estoy -repuso una voz.

Y Chicot, con pálido y serio sem­blante, y con la espada desnuda en la mano se presentó a la puerta del cuarto.

XXXII. DE CÓMO CHICOT, LUEGO DE HABER HECHO UN AGUJERO CON UNA BARRENA, HIZO OTRO CON LA ESPADA

Maese Nicolás David, al ver al hombre que sabía era su mortal ene­migo, no pudo reprimir un movi­miento de terror.


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