-Señor -preguntó Maugiron-, ¿qué partido va a tomar Vuestra Majestad?
-Ya lo verás -,-contestó el rey.
Volvió Quelus y dijo:
-Todavía no ha venido el duque de Anjou.
-Bien está -dijo el rey-: d'Epernon, anda a cambiar de vestido; Schomberg, anda a cambiar de color; y vosotros, Quelus y Maugiron, bajad al patio y estad allí de centinela hasta que entre mi hermano.
-¿Y una vez que entre? -preguntó Quelus.
-Luego que entre mandaréis cerrar todas las puertas; idos.
-Bravo, señor -dijo Quelus.
-Dentro de diez minutos estoy aquí -dijo d'Epernon.
-Yo no puedo decir lo que tardaré en volver, porque depende de la calidad del tinte.
-Ven lo más pronto posible -respondió el rey-; nada más tengo que decirte.
-¿Mas, se va a quedar solo Vuestra Majestad?
-No, me quedo con Dios, a quien voy a pedir que me proteja para llevar a cabo esta empresa.
-Pues pedidle bien, señor -dijo Quelus-, porque comienzo a creer que está de acuerdo con el diablo para castigarnos en este mundo y en el otro.
-Amén -agregó Maugiron.
Los dos jóvenes que se iban a apostar en el patio, salieron por una puerta; los dos que debían cambiar de traje, salieron por la otra. Quedóse solo el rey y fue a arrodillarse en su reclinatorio.
XLV. CHICOT ES EL VERDADERO REY DE FRANCIA
Eran las doce: las puertas del Louvre se cerraban todos los días a media noche, pero Enrique calculó lógicamente que no dejaría el duque de Anjou de irse a acostar al Louvre, para no dar pábulo a las sospechas que debían haber despertado en el ánimo del rey la agitación y los desórdenes de aquella famosa tarde, y ordenó que estuviesen abiertas hasta la una.
A la una menos cuarto subió Quelus.
-Señor, ya ha vuelto el duque.
-¿Adónde está Maugiron?
-Se ha quedado de centinela no sea que vuelva a salir.
-Está tranquilo.
-Entonces... -dijo Quelus haciendo un movimiento para indicar que era tiempo de obrar.
-Dejémosle que se acueste tranquilamente -repuso Enrique- ¿Quién está con él?
-M. de Monsoreau y sus gentilhombres.
-¿Y M. de Bussy?
-M. de Bussy no está.
-Me alegro -dijo el rey, viendo satisfecho que le faltaba a su hermano su mejor espada.
-¿Qué dispone Vuestra Majestad? -preguntó Quelus.
-Que se avise a d'Epernon y a Schomberg para que vuelvan pronto, y que se advierta a M. de Monsoreau que deseo hablarle.
Quelus se inclinó y cumplió la comisión con toda la prontitud que pueden inspirar a la voluntad humana el odio y la venganza reunidos en un mismo corazón.
-Cinco minutos más tarde llegaron d'Epernon y Schomberg, el uno con vestidos nuevos, el otro con la cara lavada; sólo las cavidades del rostro habían conservado una sombra azul, que no podía desaparecer, a juicio del encargado del baño, sino luego de otros muchos bien calientes.
Apenas habían entrado los dos favoritos, llegó M. de Monsoreau.
-El capitán de guardias de Vuestra Majestad me acaba de anunciar que me hacíais el honor de llamarme -dijo el montero mayor inclinándose.
-Sí -contestó Enrique-; he notado esta noche, mientras me paseaba, que la claridad de la luna y el brillo de las estrellas prometen para mañana un hermoso día de caza; todavía no son más que las doce, señor conde, podéis poneros ahora mismo en camino para Vincennes, y todavía tenéis tiempo de ojear un gamo que correremos mañana.
-Pero, señor -repuso Monsoreau-, yo tenía entendido que Vuestra Majestad se había dignado citar mañana a monseñor el duque de Anjou y al duque de Guisa para nombrar el jefe de la Liga.
-¿Y qué? -dijo el rey en aquel tono altivo que le era propio.
-Qué... señor; que no tendréis tiempo...
-Siempre tiene tiempo para todo señor montero mayor, el que sabe aprovecharle; por eso os digo: tenéis tiempo para salir de París esta misma noche con tal que os vayáis al momento; tenéis tiempo de echar el gamo, y os sobrará todavía para que todo esté preparado mañana a las diez. Id, pues, en seguida. Quelus y Schomberg, mandad que abran a M. de Monsoreau la puerta del Louvre de mi orden, de orden del rey; y de orden del rey mandadla volver a cerrar luego que haya salido.
El montero mayor se marchó estupefacto.
-¿Es un capricho de Su Majestad? -preguntó en la antecámara a los jóvenes.
-Sí -le respondieron lacónicamente.
Comprendió M. de Monsoreau que no averiguaría nada y calló.
-¡Oh, oh! -dijo para sí mirando a la habitación del duque de Anjou-, me parece que no es éste buen presagio para Su Alteza Real.
Mas se veía imposibilitado de prevenir al príncipe, porque Quelus y Schomberg iban uno a la derecha y otro a la izquierda del montero mayor; llegó a creer que los favoritos habían recibido órdenes particulares y le tenían preso; mas no tardó en conocer que eran infundadas sus sospechas cuando se vio fuera del Louvre, y oyó cerrarse la puerta detrás de él.
-Schomberg y Quelus volvieron al cabo de diez minutos a la cámara real.
-Ahora -exclamó Enrique-, silencio, y seguidme los cuatro.
-¿Adónde vamos, señor? -preguntó d'Epernon con su prudencia acostumbrada.
-Los que vengan lo verán -contestó el rey.
-Vamos -dijeron a un tiempo los cuatro jóvenes.
Tantearon los favoritos sus espadas, y siguieron al rey que les condujo con una linterna en la mano al corredor secreto que ya conocemos, por el cual hemos visto que iban frecuentemente la reina madre y el rey Carlos IX a la habitación de su buena hija y buena hermana Margarita, ocupada ahora por el duque de Anjou.
En el mismo corredor se hallaba vigilando un ayuda de cámara; pero antes que tuviese tiempo de retirarse y avisar a su amo, le cogió Enrique de un brazo, le mandó callar, y se lo encargó a sus compañeros, los cuales le encerraron en una habitación.
El mismo rey fue el que levantó el pestillo de la puerta del gabinete en que dormía el duque de Anjou.
Monseñor el duque acababa de acostarse, y estaba saboreando los sueños de ambición que los sucesos de aquella noche le habían hecho forjar, viendo exaltado su nombre, y el del rey despreciado y envilecido.
Había visto al pueblo de París obsequioso con él y con sus caballeros, mientras silbaba, escarnecía y ultrajaba a los gentilhombres del rey; desde el principio de su carrera, en que tanto abundaban las sordas intrigas, las conspiraciones y hasta las minas subterráneas, nunca había gozado de tanta popularidad, ni por lo tanto había tenido tanta esperanza.
Acababa de dejar encima de la mesa una carta que le había dado M. de Monsoreau de parte del duque de Guisa, el cual le había encargado así mismo que no fallase al día siguiente en la cámara real al tiempo de levantarse Enrique; pero no había necesitado esta advertencia, ni se hubiera descuidado en acudir a la hora del triunfo.
Grande fue su sorpresa cuando vio abrirse la puerta del corredor secreto, y llegó al colmo de su espanto cuando conoció que la había abierto el mismo rey.
Hizo una seña Enrique a sus compañeros para que se quedasen a la puerta, y se aproximó a la cámara de su hermano, fruncido el entrecejo y sin hablar una palabra.
-Señor -balbuceó el duque-; el honor que me dispensa Vuestra Majestad, es tan imprevisto...
-Que os causa miedo, ¿no es cierto? -replicó el rey-; lo comprendo bien; pero no, no os levantéis, hermano mío, estaos quieto.
-Permitidme, sin embargo, señor... -dijo el duque temblando, y tomando la carta del duque de Guisa que había leído poco antes.
-¿Estabais leyendo? -preguntó el rey.
-Sí, señor.
-Sería una lectura muy interesante cuando os tenía despierto a hora tan avanzada.
-¡Oh! señor -respondió el duque sonriéndose con timidez-, es cosa poco importante la correspondencia que recibo por la noche.
-Sí -añadió Enrique-, el correo que se recibe por la noche suele ser el correo de Venus; pero no, veo que ahora me equivoco, porque no se sellan con armas de tan extraordinarias dimensiones los billetes de que son portadores Iris o Mercurio.
El duque ocultó del todo la carta.
-Qué discreto es mi querido Francisco -continuó el rey con una sonrisa que se parecía mucho a un rechinamiento de dientes, para que no aterrase a su hermano.
Hizo, no obstante, un esfuerzo y procuró recobrar su serenidad.
-¿Tiene Vuestra Majestad que decirme algo de particular? -dijo el duque que acababa de conocer por un movimiento de los cuatro hombres que se habían quedado a la puerta, que estaban escuchando y que no les desagradaba aquel principio.
-Lo que tengo que deciros, monsieur -repuso el rey acentuando esta palabra, que es el tratamiento que el ceremonial de Francisco da a los hermanos de los reyes-, me permitiréis por esta vez que os lo diga delante de testigos; escuchad bien, señores -prosiguió volviéndose hacia los cuatro jóvenes-, escuchad, que el rey os lo permite.
Levantó el duque la cabeza y dijo, con la mirada llena de odio y veneno que ha robado el hombre a la serpiente:
-Señor, antes de ultrajar a un hombre de mi rango, hubiérais debido negarme la hospitalidad en el Louvre; en el Palacio de Anjou habría podido contestaron...
-Olvidáis, en verdad -dijo Enrique con terrible ironía-, que en cualquiera parte en que estéis sois mi súbdito, y que mis súbditos están en mi casa en cualquiera parte donde estén, porque, gracias a Dios, soy el rey... el rey del suelo...
-Señor -dijo Francisco-, estoy aquí en el Louvre... en casa de mi madre.
-Y vuestra madre está en mi casa -respondió Enrique-. Vamos monsieur, abreviemos; entregadme ese papel.
-¿Qué papel?
-¡Vive Cristo! el que leíais poco ha; el que estaba abierto encima de vuestra mesa, el que habéis ocultado cuando yo he entrado.
-Reflexionad, señor -dijo el duque.
-¿Qué? -preguntó el rey.
-Que me pedís una cosa indigna de un caballero, aunque digna en cambio de un esbirro de vuestra policía.
Púsose el rey lívido de cólera, y repitió:
-Esa carta, monsieur.
-Es una carta de mujer, señor, reflexionad... -dijo Francisco.
-Hay carta de mujer que conviene mucho ver, y muy peligroso no saber lo que dicen; por ejemplo, las que escribe nuestra madre.
-¡Hermano! -dijo Francisco...
-Esa carta, monsieur -repitió el rey dando una patada-, y si no, haré que os la arranquen cuatro suizos.
Dio un salto el duque sobre el lecho sin soltar la carta, que apretaba entre las manos, con la manifiesta intención de acercarse a la chimenea y arrojarla al fuego, y dijo:
-¿Os portaríais de esa manera con vuestro hermano?
Adivinó Enrique su intención, y se interpuso entre él y la chimenea.
-No con mi hermano -le respondió- sino con mi más mortal enemigo. No con mi hermano, sino con el duque de Anjou, que ha corrido toda la noche por las calles de París a la cola del caballo de M. de Guisa; con mi hermano, que procura ocultarme una carta de uno de sus cómplices, de uno u otro de los príncipes de Lorena.
-Esta vez -exclamó el duque-, os ha informado mal vuestra policía.
-Os digo que he visto en el sello los tres famosos mirlos de la Lorena, que pretenden engullirse las flores de lis de Francia. Dádmela, pues; dádmela, o...
Avanzó Enrique un paso más hacia el duque, y le puso una mano sobre el hombro.
Apenas sintió Francisco la real mano sobre su brazo, apenas vio la amenazadora actitud de los cuatro favoritos, que tenían todos la mano en el puño de la espada, cuando cayó de rodillas, exclamando:
-¡Favor, auxilio! Mi hermano quiere matarme.
Estas palabras, pronunciadas con el acento de profundo terror que inspira la convicción, causaron mucha impresión al rey, y calmaron su cólera por lo mismo que Francisco la suponía mucho mayor que lo que era en realidad.
Creyó el duque que su hermano quería cometer un asesinato, y como su muerte hubiera sido un fratricidio, le ocurrió la idea de que su familia, maldita como todas aquellas en que debe extinguirse una raza, los hermanos asesinaban a sus hermanos por traición.
-No -le dijo Enrique-, os engañáis, hermano, el rey no os desea tanto mal; habéis luchado hasta ahora, pero habéis sido derrotado. Sabéis que el rey es vuestro amo, o si lo ignorabais os lo digo ahora. Pues bien, confesadlo en voz alta.
-¡Oh! Lo confieso, hermano mío, y lo proclamo -repuso el duque.
-Muy bien; entonces dadme esa carta... Porque el rey os manda que le entreguéis esa carta.
El duque de Anjou dejó caer el papel; el rey le cogió, le dobló sin leerle y se lo guardó en el bolsillo.
-¿No queréis más? -preguntó el duque.
-No. Monsieur -contestó Enrique-; pero con motivo de esta rebelión que afortunadamente no ha tenido malos resultados, será preciso que no salgáis de vuestro cuarto hasta que se hayan disipado completamente mis sospechas. Esta habitación es cómoda, estáis habituado a ella y no se parece en nada a una prisión; os prohibo, pues, que salgáis de ella: tendréis buena compañía, por lo menos al otro lado de la puerta, pues estos cuatro caballeros os guardarán esta noche hasta que mañana por la mañana los releve una guardia de suizos.
-¿Mas no podré ver a mis amigos?
-¿Qué amigos?
-M. de Monsoreau, por ejemplo, M. de Ribeirac, M. Antraguet, monsiour Bussy.
-¡Ah! Sí -exclamó el rey-, en buena ocasión le citáis.
-¿Habrá tenido la desgracia de ofender a Vuestra Majestad?
-Sí -repuso el rey.
-¿Cuándo?
-Siempre, y esta noche particularmente.
-¡Esta noche! ¿Pues qué ha hecho esta noche?
-Ha hecho que me ultrajen en las calles de París.
-¿.A Vuestra Majestad, señor?
-A mí no, a mis amigos.
-Os han engañado, señor.
-Sé muy bien lo que digo, monsieur.
-Señor -añadió el duque con aire triunfante-, hace dos días que M. de Bussy no ha salido de su casa, donde yace en la cama, enfermo, con una fuerte calentura.
Volvióse el rey hacia Schomberg.
-Si tenía calentura -exclamó el joven-, no la pasaba al menos en su cama, sino en la calle de las Conchas.
-¿Quién os ha dicho -preguntó el duque de Anjou, poniéndose de pie-, que estaba Bussy en la calle de las Conchas?
-Yo lo he visto.
-¿Habéis visto a Bussy en la calle?
-He visto a Bussy, bueno, alegre, a lo que parecía, el hombre más feliz del mundo, acompañado de su acólito ordinario, ese Remigio, ese escudero, ese médico, ese hombre que no se sabe a punto fijo lo que es.
-Entonces no lo entiendo -dijo el duque con estupor-; yo he visto a M. de Bussy esta noche, y estaba acostado; entonces me ha engañado a mí también.
-Bueno -repuso el rey-; M. de Bussy será castigado como los demás, cuando se ponga en claro este negocio.
Creyendo el duque que el medio más adecuado para calmar la cólera del rey era hacerla recaer sobre Bussy, dejó de defender a su gentilhombre.
-Si M. de Bussy ha hecho eso -dijo-, si luego de haberse negado a salir conmigo ha salido solo, tendría efectivamente intenciones que no ha querido manifestar a mí, cuya adhesión a Vuestra Majestad conoce bien.
-Ya habéis oído, señores, lo que dice mi hermano; dice que no ha autorizado a M. de Bussy.
-Tanto mejor -respondió Schomberg.
-¿Por qué tanto mejor?
-Porque entonces nos dejará tal vez Vuestra Majestad este negocio a nuestro gusto.
-Está bien, está bien, ya veremos -dijo Enrique-. Señores, os recomiendo a mi hermano, guardadle toda la noche, durante la cual vais a tener la honra de estar a su lado, todas las consideraciones a que es acreedor un príncipe de la sangre, es decir, el primero del reino después del rey.
-Estad tranquilo, señor -repuso Quelus con una mirada que hizo estremecer al duque-; sabemos muy bien todo lo que debemos a Su Alteza.
-Está bien -agregó Enrique-, adiós, señores.
-Señor -exclamó el duque, a quien causaba más miedo la ausencia de su hermano que el que le había causado antes su cólera-. ¡Qué! ¡Me dejáis preso! ¡No podrán visitarme mis amigos! ¡No podré salir de aquí!
Y se acordó de la mañana siguiente en que tan precisa era su presencia al lado de M. de Guisa.
-Señor -continuó el duque, viendo al rey próximo a dejarse ablandar-, permitidme a lo menos estar al lado de Vuestra Majestad, porque mi puesto es a vuestro lado: lo mismo puedo estar preso allí que en cualquiera otra parte. Concededme, pues, señor, el favor de permanecer al lado de Vuestra Majestad.
El rey, que se hallaba a punto de conceder al duque de Anjou lo que pedía, en lo cual no veía inconveniente, iba a responder que sí, cuando distrajo su atención, llamándola hacia la puerta, un cuerpo grande y ágil que con los brazos, con la cabeza, con el cuello, con todo lo que podía mover, hacía los movimientos más negativos que se pueden inventar y ejecutar sin dislocarse los huesos.
Era Chicot que decía no.
-No -repuso el rey a su hermano-; estáis muy bien aquí, monsieur, y me conviene que no salgáis de vuestro cuarto.
-Señor... -balbuceó el duque.
-Así lo quiere el rey de Francia, monsieur, y me parece que esto debe bastaros -añadió Enrique en un tono que acabó de abatir al duque.
-¡Cuando yo decía que era el verdadero rey de Francia!... -murmuró Chicot.
XLVI. CHICOT VISITA A BUSSY
A las nueve de la mañana del día siguiente se hallaba Bussy almorzando tranquilamente con Remigio, que en su calidad de médico le recetaba alimentos confortables, hablaba de los sucesos de la víspera, y Remigio trataba de recordar las inscripciones de los cuadros de la capilla de Santa María Egipciaca.
-Dime, Remigio -preguntó de repente Bussy-, ¿no te pareció que debíais conocer a aquel caballero que bañaban en una tina cuando nosotros pasamos por la calle de las Conchas?
-En efecto, señor conde; creí conocerlo; y tanto, que estoy pensando desde entonces quién será.
-¿Pero no lo conociste?
-No, porque estaba teñido de un azul muy obscuro.
-Yo le hubiera debido auxiliar, Remigio, porque todos los caballeros se deben auxiliar mutuamente contra los villanos; pero me preocupaban demasiado en verdad mis propios asuntos.
-Pues si nosotros no le hemos conocido, él nos ha conocido indudablemente a nosotros que no habíamos mudado de color, y aun me parece que nos echó una terrible mirada, y que nos enseñaba el puño en ademán amenazador.
-¿Estás seguro de eso, Remigio?
-Respondo de que miraba de una manera terrible, pero no estoy tan seguro de que nos mostrase el puño amenazándonos -contestó Remigio que conocía el carácter irascible de su amigo.
-Entonces será necesario saber quién es ese caballero, porque yo no puedo dejar impune una injuria como ésta.
-Esperad, esperad -dijo Remigio-. ¡Dios mío! ya sé quién era.
-¿Pues cómo?
-Porque le oí jurar.
-Lo creo, y ¡pardiez! cualquiera habría jurado en semejante situación.
-Sí, más juraba en alemán.
-¡Bah!
-Dijo: Gott verdamme.
-Entonces era Schomberg.
-El mismo, señor conde, el mismo.
-Pues prepara tus ungüentos, mi buen Remigio.
-¿Por qué?
-Porque antes de poco tendrás que tapar algún agujero en su piel o en la mía.
-No creo que seáis tan loco que queráis haceros matar, cuando gozáis de tan buena salud y sois tan dichoso -dijo Remigio, dirigiendo a su amigo una mirada de inteligencia; Santa María Egipciaca os ha resucitado ya una vez, y podría muy bien cansarse de hacer un milagro que el mismo Cristo no ensayó más que dos veces.
-Al contrario, Remigio -repuso el conde-, no debes ignorar con cuánto gusto se juega la vida contra la de otro hombre cuando es uno feliz. Te aseguro que nunca me he batido de buena gana cuando acababa de perder grandes sumas, cuando he sabido que mi querida me era infiel, o cuando tenía algún remordimiento de conciencia: pero cuando tengo repleta la bolsa, ligero el corazón y la conciencia tranquila, me dirijo al campo alegre y confiado en la victoria; leo en los ojos de mi adversario y le anonado con mi dicha: estoy en la misma posición que un jugador cuando le favorece la suerte, y el viento de la fortuna le trae a su lado todo el oro de su contrario. No, entonces es cuando doy brillantes estocadas, cuando mi espada atraviesa o divide todo lo que se le pone por delante; hoy me batiría admirablemente, Remigio -dijo el joven alargando la mano al doctor- porque, gracias a ti, soy feliz.
-No obstante -replicó Remigio-, tendréis que privaros por ahora de ese placer; porque una hermosa dama, amiga mía, no sólo os ha recomendado a mi amistad, sino que me ha hecho jurar que os conservaré sano y salvo bajo el pretexto de que le debéis la vida; y no está permitido disponer de lo que se debe.
-Buen Remigio -dijo Bussy, entregándose a esa vaga y deliciosa meditación que permite al hombre enamorado ver todo lo que se dice a través de un prisma encantador, que se asemeja mucho a un sueño agradable, porque pensando en algún objeto dulce y querido al alma se tienen distraídos los sentimientos por la palabra de un amigo.
-Me llamáis buen Remigio -repuso éste- porque os he proporcionado la satisfacción de volver a ver a madame de Monsoreau; pero, ¿me lo llamaréis también cuando tengáis que separaros de ella, cuya época no está por desgracia lejos; si no ha llegado ya?
-¿De veras? -exclamó Bussy-. No te chancees sobre este punto, Remigio.
-¡Ah! No me chanceo. ¿No sabéis que se marcha a Meridor, y que también yo voy a tener el sentimiento de verme separado de la señorita Gertrudis?
No pudo menos Bussy de reírse de la supuesta desesperación de Remigió, y le preguntó:
-¿La amas mucho?
-¡Oh! sí... y ella también me ama...
-Pero volvamos a madame de Monsoreau, o mejor a Diana de Meridor, porque sabes...
-Sí, bien lo sé.
-¿Y cuándo nos vamos, Remigio?
-¡Ah! Ya esperaba yo esa pregunta; lo más tarde posible, señor conde.
-¿Por qué?
-Ante todo, porque tenemos en París a M. de Anjou, jefe de la Liga, que se ha metido ayer en muy malos negocios, y probablemente os necesitará para salir con lucimiento de ellos.
-Además.
-Además, porque M. de Monsoreau, que afortunadamente no sospecha nada de vos, sospecharía tal vez alguna cosa si os viese desaparecer de París a la par que a su mujer, que no es su mujer.
-¿Y qué me importa que sospeche?
-¡Oh! Pues a mí me importa mucho, mi querido señor. Yo me encargo de curar las estocadas recibidas en desafío, porque con vuestra habilidad y destreza para manejar la espada, no recibiréis nunca heridas peligrosas; mas no las puñaladas dadas a traición, principalmente por los maridos celosos, que son unos animales que se vengan muy cruelmente en casos tales; testigo ese pobre M. de Saint-Megrin, muerto de tan mala manera por nuestro amigo M. de Guisa.
-¿Y qué quieres que hagamos, amigo mío, si mi destino fuese que me ha de matar M. de Monsoreau? -¿Pues qué ocurrirá entonces?
-Me matará.
-Y luego, ocho días, un mes o un año después, se casará Madame de Monsoreau con su marido, lo cual hará desesperar a vuestra pobre alma, que desde arriba o desde abajo lo estará viendo, y que no podrá oponerse porque no tendrá cuerpo.
-Tienes razón, Remigio; quiero vivir, y viviré.
-Sí, también tenéis razón ahora, señor conde; pero no es eso todo; además de vivir, creedme, es necesario seguir mis consejos y tratar de agradar a M. de Monsoreau; por el momento, está terriblemente celoso de monseñor el duque de Anjou, que mientras delirabais en vuestro lecho, se paseaba debajo de las ventanas de la dama, acompañado de Aurilly. Guardad toda clase de consideraciones a ese buen marido que no lo es; no le preguntéis por su mujer, puesto que sabéis dónde se halla, y dirá en todas partes que sois el único caballero que posee las virtudes de Escipión: sobriedad y castidad.
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