-Sólo que olvidáis una cosa, señor ilustre político -dijo el rey.
-Posible es, en verdad, sobre todo, si lo que olvido es algún cuarto rey.
-No, olvidáis -dijo Enrique con desdén-, qué para aspirar a la corona de Francia, cuando está colocada en las sienes de un Valois, es necesario mirar atrás y tener en cuenta los antepasados. Que a M. de Anjou se le ocurra tal idea, pasa, porque su estirpe es digna de tanto honor, y sus abuelos lo son también míos; puede luchar conmigo, porque no hay más diferencia entre nosotros que la primogenitura. Mas M. de Guisa... Vamos, M. Chicot, estudiad un poco el blasón, amigo nuestro, y luego nos diréis si las flores de lis de Francia no son de mejor casa que los pajarillos de la de Lorena.
-En eso precisamente está el error -contestó Chicot.
-¡Cómo! ¿en qué está el error?
-En eso; M. de Guisa es de mucho mejor casa que lo que tú crees.
-¿Acaso de mejor casa que yo? -dijo Enrique con una sonrisa.
-Y sin acaso, querido Enriquito.
-Estáis loco, M. Chicot.
-Como que ese es mi título y mi oficio.
-Yo digo loco de veras, loco rematado. Anda a aprender a leer, amigo.
-Mira, Enrique -prosiguió Chicot-, pues tú que sabes leer y que no tienes como necesidad de volver a la escuela, lee aquí un poco.
Y extrajo del pecho el pergamino en que Nicolás David había escrito la genealogía de que ya tenemos noticia, la misma que había vuelto de Aviñón aprobada por el Papa, Y según la cual Enrique de Guisa descendía de Carlomagno.
Púsose Enrique pálido conforme iba leyendo el pergamino, y mucho más cuando conoció al lado de la firma del legado el sello del Santo Padre.
-¿Qué me dices ahora, Enrique? -interrogó Chicot-. Parece que las flores de lis han quedado un poco desairadas: me parece ¡pardiez! que los pajarillos de la Lorena quieren volar tan alto como el águila de César; ve con cuidado, hijo mío, bien puedes estar prevenido.
-¿Pero cómo te has apoderado de esa genealogía?
-Yo no me ocupo de estas cosas; ella ha venido a buscarme sola.
-¿Y dónde se encontraba antes de venir a buscarte?
-Debajo de la almohada de un abogado.
-¿Cómo se llamaba?
-Maese Nicolás David.
-¿Dónde vive?
-En Lyon.
-¿Y quién ha ido a Lyon a sacarla de debajo de la almohada de ese abogado?
-Un amigo mío.
-¿A qué se dedica ese amigo?
-Predica.
-¿Luego es fraile?
-Justamente.
-¿Y se llama?
-Gorenflot.
-¡Cómo! -exclamó Enrique-, ¿ese odioso panegirista de la Liga que pronunció un discurso incendiario en Santa Genoveva, y que me estaba insultando ayer en las calles de París?
-¿No recuerdas la historia de Bruto, que se hacía el loco?...
-Luego tu amigo es un profundo político.
-Ya habréis oído hablar de M. Machiavelli, secretario de la República de Florencia, del cual es discípula vuestra madre.
-Entonces sustrajo al abogado este documento.
-Sustraído no, precisamente; se le ha quitado a la fuerza.
-¿A Nicolás David, a ese espadachín?
-A Nicolás David, a ese espadachín.
-¡Cómo! ¿es valiente ese fraile?
-Como Bayard.
-Y habiendo dado tan buen golpe, ¿cómo no se ha presentado a recibir la recompensa?
-Ha vuelto a entrar con humildad en su convento, y no pide más que una cosa, que se olvide que ha salido de él.
-¿Es modesto?
-Como San Crispín.
-A fe de caballero, Chicot, he de dar a tu amigo la primer abadía que vaque -exclamó el rey.
-Te doy las gracias en su nombre, Enrique.
Y luego se dijo a sí mismo:
-Ya le tenemos entre Mayena y Valois; entre una cuerda y una prebenda; ¿será ahorcado, o será nombrado abad? Difícil sería pronosticarlo.
En todo caso, si todavía está durmiendo, debe soñar en este momento cosas muy agradables.
L. ETOCLES Y POLINICE
Aquel famoso día concluía tan tumultuoso y brillante como había empezado.
Los amigos del rey se regocijaban; los predicadores de la Liga se preparaban a canonizar al hermano Enrique, y preconizaban, como en otra época hicieran con San Mauricio, los grandes hechos de armas de que Valois había sido el héroe en su juventud.
Los favoritos decían:
-Por fin ha despertado el león.
Los de la Liga decían:
-Al fin adivinó la zorra adónde estaba la trampa.
Y como en el carácter de la nación francesa domina principalmente el amor propio, y los franceses no obedecen con gusto a jefes de una inteligencia inferior, los mismos conspiradores se regocijaban de que les hubiese engañado el rey.
Verdad es que los principales se habían puesto en salvo: los tres príncipes de Lorena habían abandonado a París a toda prisa, y su agente principal, M. de Monsoreau, iba a salir del Louvre para hacer los preparativos de marcha, con objeto de alcanzar al duque de Anjou; pero al tiempo de ir a poner el pie fuera del Louvre, se llegó a él Chicot. Los partidarios de la Liga se habían marchado ya de palacio, y el gascón nada tenía que temer por su rey.
-¿Adónde vais con tanta precipitación, señor montero mayor?
-A reunirme a Su Alteza.
-¿Vais a buscar a Su Alteza?
-Sí, monseñor me tiene con cuidado; porque en estos tiempos no pueden ponerse en camino los príncipes sin una buena escolta.
-¡Oh! -repuso Chicot-, éste es tan valiente como temerario.
El montero mayor miró al gascón atentamente.
-En todo caso -agregó Chicot-, si os tiene con cuidado, también a mí.
-¿Quién?
-¿Quién ha de ser? Su Alteza.
-¿Por qué?
-¿No sabéis lo que se dice?
-Que se ha marchado: ¿no es eso?
-Se dice que ha muerto -contestó muy quedito Chicot al oído de su interlocutor.
-¡Bah! -exclamó Monsoreau con una entonación de sorpresa que no estaba exenta de alegría-; decíais que estaba en camino.
-Me lo han hecho creer, porque me conduzco siempre de tan buena fe, que me trago todas las bolas que me cuentan; pero ahora, ya veis que tengo motivo para creer, que si está en camino el pobre príncipe, es en camino para el otro mundo.
-¿Qué os hace concebir esas fúnebres ideas?
-Ayer volvió al Louvre, ¿no es verdad?
-Sin duda alguna, porque entré yo con él.
-Pues bien: nadie le ha visto volver a salir.
-¿Del Louvre?
-No.
-¿Pero y Aurilly?
-Ha desaparecido.
-¿Y sus sirvientes?
-Han desaparecido, han desaparecido.
-¿Es todo eso una burla, M. Chicot?
-Preguntad.
-¿A quién?
-Al rey.
-A Su Majestad no se le pregunta.
-Es el único modo de saber la verdad.
-Vamos -dijo el conde-, no puedo resistir al deseo de salir de dudas.
Y separándose de Chicot, o más bien, caminando delante de él, se dirigió al gabinete del rey.
Su Majestad acababa de salir.
-¿Adónde ha ido el rey? -interrogó el montero mayor-. Tengo que darle cuenta del cumplimiento de algunas órdenes que me ha comunicado.
-A la habitación de monseñor el duque de Anjou -le contestó el criado a quien se dirigía.
-¡A la habitación de monseñor el duque de Anjou! -dijo el conde á Chicot-. ¿Luego no ha muerto el príncipe?
-¡Psé! -repuso el gascón-, casi soy ahora de la misma opinión.
El montero mayor se confundía al principio; pero luego se convenció de que el duque no había salido del Louvre; algunos rumores que llegaron a sus oídos y las idas y venidas de los criados, y como ignoraba las verdaderas causas de la ausencia del príncipe en un momento tan decisivo, su admiración iba siempre en aumento.
El rey había ido en efecto al cuarto del duque de Anjou; el montero mayor, a pesar del gran deseo que tenía de saber lo que había acontecido al príncipe, no podía entrar en él, estando el rey, y tuvo que esperar en la galería.
Ya hemos dicho que los cuatro favoritos, para asistir a la sesión regia, se habían hecho relevar por una guardia de cuatro suizos, pero así que terminó la ceremonia, les llevó al lado de Su Alteza el deseo de comunicarle noticias desagradables y de referirle el brillante triunfo del rey; este deseo pudo más que el aburrimiento que les dominaba mientras montaban la guardia a Su Alteza y volvieron a su puesto, posesionándose Schomberg y d'Epernon de la sala, y Maugiron y Quelus del gabinete del duque.
Francisco, por su parte, estaba también mortalmente aburrido, y un tanto temeroso de la suerte que le preparaba su hermano, a lo cual hay que añadir, que la conversación de los cuatro jóvenes no era la más a propósito para distraerle.
-Sabes -decía Quelus a Maugiron de un extremo a otro del gabinete y como si no estuviese allí el príncipe-, sabes que hace una hora que he principiado a conocer lo mucho que vale nuestro amigo Valois: realmente es un gran político.
-Explícate -respondió Maugiron acomodándose en un sillón.
-El rey ha hablado públicamente de la conspiración, luego tenía noticias de ella y disimulaba: si disimulaba era porque la temía, y si ahora ha hablado en público de ella, es porque ya no la teme.
-Discurres lógicamente -contestó Maugiron.
-Si no la teme ya, la castigará; porque harto conoces a Valois, en quien resplandecen, a la verdad, un gran número de eminentes cualidades, entre las cuales no se cuenta, sin embargo, la clemencia.
-Conforme.
-Si castiga, pues, la susodicha conspiración, será por medio de un proceso, y siendo por medio de un proceso, gozaremos sin molestarnos de la segunda representación del drama de Amboise.
-¡Magnífico espectáculo, vive Dios!
-Sí, en el cual ya tenemos señalado nuestro sitio, a menos que...
-A menos que...
-A menos que... porque es muy posible... a menos que la posición de los acusados sea causa de que se prescinda de las formas judiciales, y se termine el asunto a cencerros tapados, como suele decirse.
-Soy de ese parecer; así es como se arreglan generalmente los asuntos de familia, y esta conspiración no es más que un asunto de familia.
Aurilly miró aterrado al príncipe.
-Lo que puedo decir -prosiguió Maurigon-, es que si yo me hallase en lugar del rey, no perdonaría a las cabezas principales, porque son doblemente más culpables que los otros, cuando conspiran, los que por su elevada posición creen que les es permitido conspirar impunemente: digo, pues, que yo castigaría sin compasión a uno o a dos, a uno principalmente, y luego mandaría arrojar al río a todos los demás. El Sena lleva mucha agua por debajo de la Torre de Nesle, y en lugar del rey no resistiría, a fe, a la tentación.
-En tal caso -agregó Quelus-, no sería malo resucitar la famosa invención del saco.
-¿Qué invención es esa? -preguntó Maugiron.
-Un capricho real que data del año 1350 poco más o menos: le explicaré: se introduce a un hombre dentro de un saco en compañía de tres o cuatro gatos, y luego se tira el saco al agua. Como los gatos no pueden sufrir la humedad, apenas han caído al Sena culpan al hombre de su mala ventura y se vengan de él; y deben de pasar cosas muy graciosas y que desgraciadamente no pueden ser vistas.
-Ya veo, Quelus, que eres un pozo de ciencia, y que tu conversación es de las más interesantes.
-Podría eximirse de esta clase de castigo a los jefes, que siempre tienen derecho a reclamar el privilegio de ser decapitados en la plaza pública, o de ser asesinados en algún rincón; pero como tú acabas de decir, se debía aplicar a todos los demás, a los favoritos a los escuderos, a los posaderos, a los músicos...
-Señores -dijo Aurilly pálido de espanto.
-No respondas, Aurilly -exclamó Francisco-; eso no puede dirigirse a mí, ni, por consiguiente, a las gentes de mi casa; en Francia no se burla nadie de los príncipes de la sangre.
-No -repuso Quelus-, se les trata con mucha más formalidad, se les corta la cabeza; así lo hacía el gran rey Luis XI, testigo M. de Nemours.
A tal punto de su conversación llegaban los favoritos, cuando se abrió la puerta del gabinete y apareció el rey. Francisco se puso de pie.
-Señor -exclamó-, apelo a vuestra justicia de los malos tratamientos que me hacen sufrir vuestros amigos.
Enrique no oyó, o fingió no haber oído a su hermano.
-Buenos días, Quelus -dijo, besando a su favorito en las mejillas-, buenos días, hijo mío, el verte me alegra el corazón; y tú, pobre Maugiron, ¿cómo te va?
-Aburrido a no poder más -respondió Maugiron-; cuando me encargué de guardar a vuestro hermano creí que era una ocupación más divertida; pero ¡qué príncipe tan fastidioso! Parece imposible que sea hijo de vuestro padre y de vuestra madre.
¿Lo oís, señor -interrumpió Francisco-, es vuestra real intención que insulten de este modo a vuestro hermano?
-Silencio -dijo Enrique sin volver la cabeza-, no me gusta que mis presos se quejen.
-Estaré preso cuanto tiempo os plazca, pero no por eso dejo de ser vuestro...
-El título que invocáis es precisamente el que os pierde; porque mi hermano culpable, es culpable dos veces.
-¿Y si no lo fuese?
-Lo es.
-¿De qué crimen?
-De haberme ofendido.
-Señor -dijo Francisco humildemente-, ¿por qué han de presenciar personas extrañas nuestras disputas de familia?
-Tenéis razón. Amigos míos, dejadme hablar un instante a solas con mi hermano.
-Señor -dijo Quelus al oído del rey-, no es prudente que Vuestra Majestad se quede solo entre dos enemigos.
-Me llevaré a Aurilly -añadió Maugiron al oído del rey.
Y entre los dos favoritos se llevaron a Aurilly, que se moría de impaciencia y de curiosidad.
-Ya estamos solos -dijo el rey.
-Esperaba este momento con impaciencia, señor.
-Y yo también; ¡ah! queréis quitarme la corona, mi digno Etocles. ¡El medio de que os valéis es la Liga, y el fin que perseguía, el trono! ¡Ah! Os han consagrado en un extremo de París, en una iglesia insignificante, para mostraros luego a los parisienses ungido con el Santo Oleo.
-Pero -contestó Francisco, que veía al rey montar en cólera-, Vuestra Majestad no me deja hablar.
-¿Para qué? Para mentir; o para decirme, por lo menos, cosas que sé tan bien como vos; aunque no las diríais, hermano mío, no, porque confesar lo que habéis hecho, sería confesar que merecéis la muerte. Mentiríais, y quiero ahorraros esa vergüenza.
-Hermano, hermano mío, ¿queréis envilecerme con semejantes ultrajes?
-Si las verdades son ultrajes, entonces yo soy el que miento, y me alegraría mentir. Veamos, hablad, hablad, ya os oigo; probadme que no sois desleal, y que no sois traidor, lo cual es mucho peor.
-No sé lo que quiere decir Vuestra Majestad, que se ha propuesto hablar en enigmas.
-Pues entonces voy a explicaros mis palabras -repuso Enrique en tono amenazador-; habéis conspirado contra mí, sí, del mismo modo que conspirábais en tiempos pasados contra mi hermano Carlos; sin otra diferencia, que antes os ayudaba el rey de Navarra, y ahora os habéis unido con el duque de Guisa. Admiro, en verdad, ese bello proyecto que te ha señalado un puesto distinguido en la historia de los usurpadores; antes te arrastrabas como una serpiente y hoy quieres morder como un león; detrás de la perfidia, está siempre la fuerza, detrás del veneno, la espada.
-¡El veneno! ¿Qué queréis decir? -exclamó Francisco pálido de ira, y buscando, como el Etocles a quien su hermano le había comparado, un sitio en donde herir a Polinice con sus miradas de fuego a falta de espada y de puñal-. ¿De qué veneno habláis?
-Del veneno con que asesinaste a nuestro hermano Carlos; del veneno que destinabas a tu cómplice Enrique de Navarra. Es ya muy conocido ese veneno fatal; nuestra madre ha usado de él muchas veces: sin duda por eso has renunciado tú a emplearle contra mí; por eso habrás querido echarla de valiente capitán y ponernos la ley mandando los ejércitos de la Liga. Pero mirame bien, Francisco -prosiguió Enrique dando un paso amenazador hacia su hermano-, mírame bien, y convéncete de que un hombre de tu temple no matará nunca a un hombre del mío.
Quedó Francisco anonadado bajo el peso de esta terrible acusación, y el rey continuó sin consideración ni piedad para con el preso.
-¡La espada! ¡La espada! Quisiera verte en este mismo gabinete solo conmigo, con una espada en la mano. Te he vencido siempre en la intriga, Francisco, porque también yo he seguido caminos tortuosos para subir al trono de Francia; mas para llegar a él era preciso pasar sobre el cuerpo de un millón de polacos. Si queréis ser intrigante, sedlo de este modo; si queréis imitarme, imitadme; pero no conspiréis bajamente, imitad mis intrigas, que son intrigas reales, astucias dignas de un capitán; te repito que has sido derrotado en esta clase de combate, y que en un combate leal quedarías muerto; no pienses en luchar ni de un modo ni de otro, porque desde hoy me conduciré como rey, como amo, como déspota; desde hoy vigilaré todos tus conciliábulos, y a la menor duda, pongo mi poderosa mano sobre ti, miserable, y te entrego sin compasión al hacha del verdugo.
Esto era lo que tenía que decirte, hermano, sobre nuestros asuntos de familia; para esto deseaba hablarte a solas, frente a frente: ahora voy a mandar a mis amigos que te dejen solo esta noche, para que puedas meditar sobre lo que te acabo de decir. Si es verdad que la noche da buenos consejos, aun debe aconsejar mejor a los presos.
-¿Y por un capricho de Vuestra Majestad -murmuró el duque-, por una sospecha que se parece mucho a un sueño, he de caer en desgracia?
-Algo más, Francisco: has caído en poder de mi justicia.
-Mas, señor, señalad al menos el término de mi cautiverio.
-Le sabréis cuando se os lea vuestra sentencia.
-¡Madre mía! ¿No podré ver a mi madre?
-¿Para qué? No había en el mundo más que tres ejemplares del célebre libro de caza que devoró mi pobre hermano Carlos, y los otros dos se encuentran, el uno en Florencia y el otro en Londres. Por otra parte yo no soy un Nemrod como mi pobre hermano. Adiós, Francisco.
El príncipe cayó aterrado en un sillón.
-Señores -exclamó el rey volviendo a abrir la puerta-, el duque de Anjou me ha pedido permiso para reflexionar esta noche con toda libertad la respuesta que me ha de dar mañana por la mañana; por lo tanto, le dejaréis solo en su gabinete, salvo las visitas de precaución que de cuando en cuando creáis oportuno hacerle. Acaso le encontraréis un poco exaltado por la conversación que acabamos de tener, pero acordaos que el duque de Anjou, al conspirar contra mí, ha renunciado el título de hermano; aquí no hay, por lo tanto, más que un preso y sus guardianes, no hay que tratarle con ceremonia; si el preso os ofende, avisadme, porque tengo a mano la Bastilla, y en la Bastilla a maese Lorenzo Testu, el primer hombre del mundo para domar a las personas de genio irascible.
-Señor, señor -exclamó Francisco, tentando el último esfuerzo-; acordaos que soy vuestro...
-También creo que érais hermano del difunto rey Carlos IX. -Pero se permitirá venir a mis gentes...
-¿Os quejáis aún, cuando me privo yo de mis amigos para que os acompañen?
Y salió Enrique dando con la puerta en el rostro a su hermano, que se dejó caer pálido y aterrado en un sillón.
LI. NO SIEMPRE SE PIERDE EL TIEMPO REGISTRANDO ARMARIOS VACIOS
La conversación que acababa de tener el duque de Anjou con el rey, le hizo creer que estaba en una posición desesperada: los cuatro favoritos le contaron todo lo que había pasado en el Louvre, y no contentos con esto, le pintaron la derrota de los Guisas y el triunfo de Enrique más completos que lo eran realmente; además había oído gritar al populacho, lo cual al principio le parecía incomprensible: viva el rey y viva la Liga a un mismo tiempo. Le habían abandonado los jefes principales, porque tenían también que defender sus personas: se veía abandonado de su familia, diezmada por los asesinatos y por los envenenamientos, dividida por odios y rencillas; y echaba de menos, con pesar, los tiempos pasados que le había citado Enrique acordándose de que en su lucha contra el rey Carlos IX tenía por confidentes y auxiliares, o mejor dicho, por incautos instrumentos a dos amigos fieles, a dos espadas de fuego, que se llamaban Cotonnas y La Mole.
El sentimiento que causaba haber perdido algunas ventajas, es el único remordimiento de que son capaces muchas conciencias. Cuando el duque de Anjou se halló sólo y aislado, sintió por la primera vez de su vida una especie de remordimiento de haber sacrificado a La Mole y a Cotonnas: en aquellos tiempos le amaba así mismo y le consolaba su hermana Margarita; ¿cómo había recompensado este cariño?
Quedaba su madre, la reina Catalina; pero su madre no le había querido nunca. Se había servido de el como de otros muchos, es decir, como un instrumento, y por lo demás, Francisco se hacía la justicia de conocer que cayendo en mano de su madre, no podía disponer de sí mismo, ni seguir el rumbo que más le conviniese; quedaría en la misma situación que un buque en medio del Océano, cuando ruge la tempestad.
Pocos momentos antes tenía todavía junto a sí un corazón que valía por todos aquellos corazones, una espada que valía por muchas espadas. Entonces se acordó de Bussy, del fiel y valiente Bussy; entonces sintió una cosa muy parecida a los remordimientos, porque se había enajenado el afecto de Bussy por agradar a Monsoreau; estuvo tan complaciente con Monsoreau, porque el montero mayor sabía su secreto, con el cual le estaba siempre amenazando Monsoreau, había llegado sin saber cómo, a oídos del rey; de manera que ya no era temible el que le sabía.
Riñera pues con Bussy inútil y gratuitamente, lo cual, como ha dicho luego un gran político, era mucho más que un crimen, era una f alta.
¡Cuánto habría variado la situación del príncipe si hubiese sabido que Bussy, Bussy reconocido, y por lo tanto fiel, velaba por él! Bussv el invencible, Bussy el corazón leal, Bussy el favorito de todo el mundo, porque un corazón leal y un brazo vigoroso proporcionan siempre muchos amigos a todo el que ha recibido el primero de Dios, y de la casualidad el segundo.
Si Bussy hubiese velado por él, era muy probable obtener la libertad, y tenía segura la venganza; pero, como hemos dicho, ofendido Bussy en lo más íntimo de su corazón, estaba muy incomodado con el príncipe, se había retirado, y el preso se hallaba solo con cincuenta pies de altura que bajar para llegar al foso, y con cuatro hombres que poner fuera de combate para llegar al corredor. Sin contar que los patios estaban llenos de suizos y de soldados.
Miraba de vez en cuando por la ventana, calculando exactamente la profundidad del foso, pero había una altura capaz de desalentar a los más valientes, y el duque de Anjou estaba muy lejos de serlo.
De hora en hora entraba uno de los guardianes del príncipe, unas veces Schomberg, otras Maugiron, tan pronto d'Epernon como Quelus, y sin tener en cuenta que estaba allí el príncipe, a menudo sin saludarle siquiera, hacían su requisa, abriendo las puertas y las ventanas, registrando los armarios y los baúles, mirando debajo de las camas y de las mesas, observando si las cortinas se hallaban en su sitio, y asegurándose de que no había cortado las sábanas en tiras. También se solían asomar al balcón, y los cuarenta y cinco pies de altura que tenía éste, les quitaba todo recelo.
-A fe mía -dijo Schomberg, al volver una vez de la requisa-, renuncio a entrar más en el cuarto del preso, y no pienso volverme a mover del salón, ni despertarme otra vez para visitar de cuatro en cuatro horas al duque de Anjou.
-En eso se conoce -repuso d'Epernon-, que somos unos niños, o que hemos sido siempre capitanes y nunca soldados, puesto que no sabemos interpretar una consigna.
-¿Por qué? -preguntó Quelus.
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