Alejandro dumas



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-¿Crees que porque no te acues­te impedirás que hable la voz de Dios? Un rey no sobresale entre los demás hombres sino por la altura de la corona, y cuando no la tiene en la cabeza, créeme, Enrique, se queda tan bajo como los otros, y en ocasiones más.

-Sea, pues -dijo el rey-; ¿tú te quedas?

-Ya hemos convenido en ello.

-Pues bien, voy a acostarme.

-Bueno.


-Pero tú no te acostarás, ¿eh?

-Veremos.

-Únicamente me quito la ropilla.

-Haz lo que gustes.

-Me quedo con los calzones.

-No es mala precaución.

-¿Y tú?

-Yo permaneceré donde estoy.



-¿No te- dormirás?

-¡Ah! en cuanto a eso, no puedo prometértelo; el sueño es como el miedo, hijo mío, independiente de la voluntad.

-¡Al menos harás lo que pue­das!

-Acuéstate tranquilo, me pelliz­caré: además la voz me despertará.

-No bromees con la voz -dijo Enrique, sacando la pierna que te­nía ya dentro de la cama. ,

-¡Vamos! -dijo Chicot-, ¿será preciso que vaya a acostarte?

El rey dio un suspiro, y luego de haber registrado con sus inquietas miradas todos los rincones del apo­sento, se metió temblando en la cama.

-Ahora me toca a mí -exclamó Chicot, y se tendió en el sillón, co­locando alrededor y detrás de sí los almohadones y las almohadas.

-¿Qué tal, señor?

-Tal cual -dijo el rey-; ¿y tú?

-Muy bien; buenas noches, En­rique.

-Buenas noches, Chicot; pero no te duermas.

-¡Psé! veremos -dijo Chicot bostezando con extraordinaria fuer­za.

Y ambos cerraron los ojos: el rey para aparentar que dormía; Chicot para dormir efectivamente.

X. LA VOZ DE DIOS

Enrique y Chicot permanecieron inmóviles y silenciosos por espacio de diez minutos. De pronto se in­corporó el rey con sobresalto y se quedó sentado en la cama.

Chicot hizo otro tanto al sentir aquel movimiento y aquel ruido que le arrancaba a la dulce somnolencia que precede al sueño.

Ambos se miraron mutuamente con centelleantes ojos.

-¿Qué es eso? -preguntó Chi­cot en voz baja.

-¡El hálito -dijo el rey en voz aún más baja-, el hálito!

En el mismo instante se apagó una de las bujías que el sátiro de oro tenía en la mano; después se apagó Ja segunda, después la terce­ra, luego, en fin, la última.

-¡Hola! -exclamó Chicot-; ¡y cómo sopla!

Apenas había pronunciado Chi­cot la última sílaba de estas pala­bras, se apagó también la lámpara, v el aposento quedó alumbrado so­lamente con los últimos resplando­res de la chimenea.

-¡Cerdo! -dijo Chicot levantán­dose completamente.

-Va a hablar -dijo el rey en­corvándose-, va a hablar.

-Entonces -repuso Chicot-, escucha.

En efecto, en el mismo instante se oyó una voz hueca y retumbante que sonaba en el espacio compren­dido entre el lecho y la pared, di­ciendo:

-¡Pecador endurecido! ¿estás ahí?

-Sí, señor -dijo Enrique dando diente con diente.

-¡Hola! -dijo Chicot-; vaya una voz acatarrada para venir del cielo; no obstante, es terrible.

-¿Me oyes? -preguntó la voz.

-Sí, señor -contestó Enrique temblando-; y escucho encorvado el peso de vuestra cólera.

-¿Crees haberme obedecido -si­guió la voz- haciendo todas las zalamerías exteriores que has hecho hoy, sin que en realidad se haya mo­vido al bien tu corazón?

-¡Bien dicho! -exclamó Chi­cot-, ¡muy bien dicho!

Las manos del rey se chocaban temblando al cruzarse; Chicot se aproximó a él.

-¡Y bien! -murmuró Enri­que-; ¿crees ahora, desdichado?

-Esperad -respondió Chicot.

-¿Qué quieres?

-¡Silencio! óyeme: sal poquito a poco de la cama y déjame poner en tu lugar.

-¿Para qué?

-A fin de que la cólera del Se­ñor caiga primeramente sobre mí.

-¿Crees que Dios me perdonará por eso?

-Nada se pierde con intentarlo.

Y con afectuosa solicitud empujó suavemente al rey fuera de la cama y se puso en su lugar.

-Ahora, -le dijo-, siéntate en mi sillón y déjame contestar.

Enrique obedeció: empezó a adi­vinar.

-No respondes -repuso la voz-, prueba de que tu corazón se ha endurecido en el pecado.

-¡Oh! ¡perdón, perdón, Señor! -exclamó Chicot imitando la voz gangosa del rey.

Después, dirigiéndose a Enrique, añadió:

-¡Es chistoso! ¿qué te parece, hijo mío? Su Divina Majestad no co­noce a Chicot.

-¡Hum! -repuso Enrique-, ¿qué significa esto?

-Espera, espera y oirás maravi­llas.

-¡Infeliz! -dijo la voz.

-Sí, señor, sí -dijo Chicot-, soy un pecador endurecido, un gran pecador.

-Confiesa tus crímenes y arre­piéntete.

-Me acuso -añadió Chicot- de haber hecho una gran traición a mi primo Condé seduciendo a su mujer, y me arrepiento de ello.

-¿Qué es lo que dices? -mur­muró el rey-, ¿quieres callar? Ya hace mucho tiempo que nadie se acuerda de eso.

-¡Ah! es cierto -dijo Chicot-; Pasemos a otra cosa.

-Continúa -dijo la voz.

-Acúsome, Señor -continuó el fingido Enrique-, de haber sido un gran ladrón con los polacos que me habían nombrado rey, y a quie­nes dejé abandonados una noche, llevándome todos los diamantes de la corona.

-¡Eh! ¡belitre! -dijo Enrique-, ¿qué recuerdos traes ahora? Eso ya está olvidado.

-Es preciso seguir engañándole -contestó Chicot-; déjeme hacer.

-Prosigue -dijo la voz.

-Me acuso -dijo Chicot-, y me arrepiento de haber usurpado el trono de Francia a mi primo Alen­ con, a quien correspondía de dere­cho, puesto que yo había renuncia­do formalmente a él al aceptar el trono de Polonia.

-¡Bribón! -exclamó el rey.

-Adelante -repuso la voz-, no es eso todavía.

-Acúsome, Señor, de haberme en­tendido con mi buena madre Cata­lina de Médicis para hacer salir de Francia a mi cuñado el rey de Na­varra, luego de haber destruido a todos sus amigos, y a mi hermana la reina Margarita, después de haber destruido a todos sus amantes: de todo lo cual me arrepiento sincera­mente.

-¡Ah bergante! -exclamó el rey apretando los dientes de cólera.

-Señor, no ofendamos a Dios tra­tando de ocultarle lo que sabe tan bien como nosotros.

-No se trata ahora de política -prosiguió la voz.

-¡Ah, triste de mí! -dijo Chi­cot con acento lastimero-. Se trata de mis costumbres, ¿es cierto, Se­ñor?

-Es cierto, Dios mío -continuó Chicot-, que soy muy afeminado, muy perezoso, muy dado a los de­leites, muy necio y muy hipócrita.

-Es verdad -repuso la voz con un sonido cavernoso.

-He maltratado a las mujeres y especialmente a la mía, que es tan buena.

-El hombre debe amar a su mu­jer como a sí mismo y preferirla a todo -dijo la voz con terrible acento.

-¡Ah! -repuso Chicot en tono desesperado-, mucho he pecado en­tonces.

-Y has hecho pecar a los otros con tu ejemplo.

-Es verdad, también es verdad.

-Ha faltado poco para que por tu causa se condenara el pobre San Lucas.

-¡Bah! -repuso Chicot-, ¿es­táis bien seguro de eso, Dios mío? ¿no se ha condenado enteramente?

-No, pero podrá condenarse y tú también, si no le envías mañana por la mañana, lo más tarde, con su familia. . .

-¡Hola! -exclamó Chicot-, la voz me parece amiga de la familia de Cossé.

-Y si no le haces duque y a su mujer duquesa -continuó la voz-, en recompensa de sus días de viudez anticipada ...

-¿Y si no obedezco? -dijo Chi­cot dejando penetrar en su acento cierta apariencia de rebelión.

-Si no obedeces -repuso la voz engruesándose de un modo terri­ble-, te verás cocido por toda la eternidad en la gran caldera, donde te esperan cociéndose Sardanápolo, Nabucodonosor y el mariscal de Retz.

Enrique III lanzó un gemido. El temor a esta amenaza volvía a apo­derarse de él más punzante que nun­ca.

-¡Oiga! -dijo Chicot-, ¿obser­vas, Enrique, cómo se interesa el cielo por M. de San Lucas? Con­siento que el diablo me lleve si no parece que tiene a Dios en la man­ga.

Pero Enrique no oía las bufona­das de Chicot, o si las oía no le cal­maban.

-¡Estoy perdido! -decía con acento de desesperación-, estoy per­dido y esa voz de lo alto me hará morir.

-¡Voz de lo alto! -respondió Chicot-, ¡ah! por esta vez te en­gañas. Todo lo más será voz de lado.

-¿Cómo voz de lado? -pregun­tó Enrique.

-Sí; ¿no oyes, hijo mío, que la voz viene de esta pared? Enrique, el Omnipotente habita en el Louvre; es probable que, como el empera­dor Carlos V, pase por Francia para bajar a los infiernos.

-¡Ateo! ¡blasfemo!

-Eso es una honra para ti, En­rique, y por ello te doy la enhora­buena. Pero confieso que te encuen­tro poco sensible a la honra que recibes. ¡Cómo! ¡está Dios en el Louvre, no le separa de ti más que un tabique, y no vas a hacerle una visita! Verdaderamente, Valois, que no creía que fueses tan poco atento.

En aquel instante una rama de sarmiento, perdida en un rincón de la chimenea, se inflamó, y el res­plandor que despidió en el cuarto iluminó el rostro de Chicot.

Tenía aquel rostro tal expresión de alegría burlona, que sorprendió al rey.

-¿Qué es esto? -dijo Enri­que-, ¿tienes valor para burlarte de lo que oyes? ¿te atreves?...

-Y tanto como me atrevo, y tú mismo te atreverás también en este mismo instante, o el diablo me ha de llevar... Pero, hijo mío, me­dita un poco y haz lo que te digo.

-¿Que vaya a ver? ...

-Si el Altísimo está efectivamen­te en el aposento inmediato.

-¿Mas y si vuelve a hablar la voz?

-¡Qué! ¿no estoy yo aquí para responder? Conviene, además, que yo continúe hablando en tu nombre; así creerá la voz que estás aquí, por­que es noblemente crédula la voz di­vina e ignora con quién se las ha. Ya lo ves; un cuarto de hora hace que estoy rebuznando y no me ha conocido; ¡qué ignominia para una voz inteligente!

Enrique frunció el ceño. Chicot acababa de decir tanto, que su in­creíble credulidad se desvanecía.

-Creo que tienes razón, Chicot, y por Dios que deseo. ..

-¡Pues anda! -repuso Chicot empujándole.

Enrique abrió suavemente la puer­ta del corredor que daba al aposen­to inmediato, antiguo cuarto de la nodriza de Carlos IX y habitado entonces por San Lucas. Mas ape­nas había dado cuatro pasos oyó que la voz redoblaba sus reconven­ciones y que Chicot contestaba con súplicas y lamentos.

-Sí -decía la voz-, eres in­constante como una mujer, muelle como un sibarita, corrompido como un pagano.

-¡Hi, hi! -decía Chicot fingien­do que lloraba-, ¡hi! ¡hi! ¡hi! ¿qué culpa tengo yo, gran Dios, de que me hayas hecho la piel tan suave, las manos tan blancas, y el corazón tan voluble? Pero ya se concluyó, Dios mío, y desde hoy prometo no ponerme camisa sino de tela gruesa. Me enterraré en un muladar como Job, y comeré estiércol de vaca como Ezequiel.

Entretanto, Enrique continuaba por el corredor adelante, observan­do con asombro que a medida que se disminuía la voz de Chicot, se aumentaba la de su interlocutor, y que esta voz parecía efectivamente salir del cuarto de San Lucas.

Iba a llamar a la puerta, cuando observó que por el ancho agujero de la cincelada cerradura pasaba un rayo de luz.

Esto le hizo bajarse hasta el ni­vel de la cerradura y mirar.

De pronto, de pálido que estaba, se puso morado de ira; se levantó y se frotó los ojos, como para ver mejor lo que no podía creer aun viéndolo.

-¡Por la muerte de Cristo! -ex­clamó-; ¿es posible que se hayan atrevido a burlarse de mí hasta este punto?

En efecto, lo que había visto por el agujero de la cerradura era lo siguiente:

En un rincón del cuarto, San Lu­cas en calzoncillos de seda y bata y con una cerbatana en la boca, pronunciaba las palabras amenaza­doras que el rey había creído ser palabras divinas; y junto a él, apo­yada en su hombro, su mujer, cu­bierta con una túnica blanca y diá­fana, le arrancaba de cuando en cuando la cerbatana de las manos y engruesando la voz soplaba las pa­labras que se leían primero en sus ojos malignos y en sus risueños la­bios. Luego venían grandes carcaja­das, a cada tirada de palabras, por­que Chicot se lamentaba y lloraba, y la imitación de la voz gangosa del rey era tan natural y perfecta, que Juana y su esposo creían oír lamen­tarse y llorar a Enrique III.

-¡Juana de Cossé en el cuarto de San Lucas! -exclamó el rey-, ¡un agujero en la pared! ¡conque se han burlado de mí! ¡miserables, cara me la han de pagar!

Y al oir una frase más injuriosa que las demás pronunciada por ma­dame de San Lucas por medio de la cerbatana, dio un paso atrás y de una patada demasiado vigorosa para un hombre afeminado, hizo saltar la cerradura y abrió la puerta.

Juana, medio desnuda, se ocultó, dando un espantoso grito, detrás de las cortinas, en las cuales se' envol­vió tapándose la cabeza.

San Lucas, con la cerbatana en la mano y pálido de miedo, cayó de rodillas delante del rey, cuyo furor le había puesto también el rostro pálido.

-¡Ah! -gritaba Chicot desde el real aposento-, ¡ah! ¡misericordia! por la intercesión de la Virgen Ma­ría y de todos los Santos... yo des­fallezco ... me muero.. .

Mas en el cuarto inmediato nin­guno de los actores de la escena burlesca que acabamos de referir tenía aún fuerzas para hablar; tan dramática se había vuelto la situa­ción en un instante.

Enrique rompió el silencio con una palabra, y salió de su inmovili­dad con un ademán.

-¡Salid! -dijo extendiendo el brazo.

Y cediendo a un impulso de ira indigno de un rey, arrancó la cer­batana de las manos de San Lucas y la levantó como para darle con ella.

Pero entonces San Lucas fue quien se puso en pie como movido por un resorte de acero.

-Señor -exclamó-, no tenéis derecho para darme sino en la ca­beza, soy noble.

-Enrique arrojó con violencia la cerbatana al suelo; alguien la reco­gió; era Chicot, que, habiendo oído el ruido de la puerta y pensando que no sería inútil la presencia de un mediador, acudió al momento.

Dejó a Enrique y a San Lucas que salieran del paso como Dios les diese a entender, y corriendo hacia la cortina, detrás de la cual creyó que había alguien escondido, sacó a la pobre mujer toda trémula.

-¡Oiga, oiga! ¡Adán y Eva des­pués del pecado! ¿y los arrojas de aquí, Enrique? -preguntó interro­gando al mismo tiempo al rey con la vista.

-Sí -dijo Enrique.

-Entonces, aguarda, yo seré el ángel exterminador.

Y poniéndose entre el rey y San Lucas, tendió la cerbatana a guisa de espada de fuego sobre la cabe­za de los culpables, exclamando:

-Este es mi paraíso, que habéis perdido por vuestra desobediencia: os prohibo entrar en él.

Después, acercando la boca al oído de San Lucas, que tenía asido con un brazo el cuerpo de su mu­jer, como para protegerla en caso preciso contra la cólera del rey, le dijo:

-Si tenéis un buen caballo, re­ventadlo, pero hallaos mañana a veinte leguas de aquí.

XI. EL SUEÑO DE BUSSY

Bussy y, el duque de Anjou se ha­bían retirado pensativos: el duque porque temía las consecuencias de la energía que mostrara, y que Bus­sy le había obligado en cierta ma­nera a emplear; Bussy porque los acontecimientos de la noche ante­rior llamaban exclusivamente su atención.

-En fin -decía entre sí al vol­ver a su casa, luego de haber dado mil enhorabuenas al duque por la energía que había desplegado-; en fin, lo que hay de cierto es que me atacaron, que reñí, y finalmente, que me hirieron, puesto que siento aquí, en el costado derecho, la herida, que por más señas me duele bastante. Ahora bien, al reñir veía como veo ahora la cruz de Petits Champs, el muro del palacio de Tournelles y las almenadas torres de la Bastilla. En la plaza de la Bastilla, un poco más arriba del palacio de Tournelles, en­tre la calle de Santa Catalina y la de San Pablo, fue donde me ataca­ron, porque yo venía por el arrabal de San Antonio en busca de la car­ta de la reina de Navarra. Allí fue, pues, donde me acometieron, cerca de una puerta que tiene un venta­nillo, por el cual vi después a Que­lus con el rostro tan pálido y los ojos tan centelleantes. Luego entré en un patio a cuyo extremo había una escalera; de que la había no hay duda, pues que tropecé en el primer escalón. Entonces me desma­yé. Luego comenzó mi sueño. Lue­go sentí un viento fresco, y me hallé tendido al borde del foso del Tem­ple, entre un hermano agustino, un carnicero y una vieja. ¿De qué pro­cede que todos los demás sueños que tengo se borran tan rápidamen­te de mi memoria, al paso que éste se graba más en ella a medida que hace más tiempo que le tuve? ¡Ah! ése es el misterio.

Bussy se detuvo a la puerta de su casa, a la que acababa de llegar en aquel instante, y apoyándose en la pared cerró los ojos.

-¡Pardiez! -dijo, es imposible que un sueño deje tal impresión en el ánimo. Creo que estoy viendo aquella habitación con su tapicería de figuras, aquel techo pintado, aquella cama de encina labrada con colgaduras de damasco blanco bor­dadas de oro. Me parece ver aún aquel retrato y aquella mujer ru­bia; de lo que no tengo tanta segu­ridad es de que la mujer y el re­trato sean una misma cosa. En fin, me parece que estoy viendo el ros­tro bondadoso y alegre del joven mé­dico que se llegó hasta mi lecho con los ojos vendados. Todos estos indi­cios son vehementes. Recapitulemos: unos tapices, un techo pintado, una cama de encina labrada, cortinas de damasco blanco bordadas de oro, un retrato, una mujer y un médico. ¡Vamos, vamos! es necesario que busque todo esto, y si no soy el más torpe de los torpes, necesariamente habré de hallarlo. Y ante todo, para hacer las cosas en regla, vamos a tomar un traje más propio de un hombre que va de ronda; luego nos encaminaremos a la Bastilla.

En virtud de esta resolución, muy poco cuerda en quien debía a la casualidad el no haber sido asesi­nado la noche antes en el mismo paraje y a la misma hora, subió Bussy a su aposento, hizo que un criado que entendía algo de cirugía le asegurase el vendaje que cerraba la herida, se puso unas largas botas que subían hasta mitad del muslo, tomó la mejor espada, se embozó en su capa, subió a la litera, mandó parar al final de la calle del Rey de Sicilia, bajó, dio orden a sus cria­dos de que le esperasen y atrave­sando la calle de San Antonio, se dirigió a la plaza de la Bastilla.

Eran las nueve de la noche poco más o menos; las campanas de las distintas torres habían dado ya el toque de la queda; París se iba que­dando desierto. Durante el día, a beneficio de un rayo de sol y de una atmósfera más templada, se ha­bía deshecho la nieve, y la plaza de la Bastilla estaba llena de charcos, que costeaban como una calzada el sendero practicado por los transeún­tes, según hemos dicho.

Bussy examinó el terreno, buscó el sitio donde había caído su caba­llo y creyó haberlo encontrado; hizo los mismos movimientos de retirada y ataque que recordaba haber hecho, retrocedió hasta la pared y examinó todas las puertas para hallar el re­codo en que se había apoyado y el ventanillo a través del cual había visto a Quelus.

Pero todas las puertas tenían re­codo, casi todas ventanillo y detrás de cada una había un patio.

Esta fatalidad parecerá menos ex­traordinaria si se tiene en cuenta que en aquel tiempo los porteros eran fruta desconocida en las casas particulares.

-¡Vive Dios! -exclamó Bussy con profundo despecho-, aun cuan­do tuviera que llamar a cada una de las puertas, aunque tuviera que preguntar uno por uno a todos los vecinos y aunque hubiese de costar­me mil escudos el hacer hablar a los lacayos y dueñas, sabría lo que quiero saber. Hay cincuenta casas; a diez casas por noche, son cinco noches perdidas: sin embargo, es­peraré a que el piso se seque un poco.

Concluía Bussy este monólogo, cuando divisó una luz temblorosa y pálida que se acercaba, reflejándose en los charcos como un fanal en el mar.

Aquella luz avanzaba con marcha lenta y desigual, oblicuando unas ve­ces a la izquierda, otras a la dere­cha, y otras tropezando de repente y danzando como fuego fatuo; luego volvía a tomar su tranquilo paso, luego, en fin, comenzaba de nuevo a marchar oblícuamente.

-Está visto -dijo Bussy-, que es una plaza singular la de la Bas­tilla; sin embargo, esperemos.

Y para aguardar con más como­didad se embozó en su capa y se embutió en el ángulo de una puerta. La noche era de las más obscuras y no se podía distinguir una persona a cuatro pasos.

La luz seguía adelantándose y ha­ciendo las más extrañas evoluciones; pero como Bussy nada tenía de su­persticioso, se convenció de que aquella luz no era un fuego fatuo de la especie de los que tanto espan­taban a los viajeros en la Edad Me­dia, sino pura y simplemente un farol colgado de una mano que co­rrespondía a un brazo al cual estaba unido un cuerpo cualquiera.

En efecto, al cabo de algunos se­gundos de expectativa, vio que su conjetura había sido fundada. Ob­servó a treinta pasos de sí una figu­ra negra, alta y delgada como una viga, la cual figura tomó poco poco la apariencia de un ser vivien­te, que llevando una linterna en el brazo izquierdo, unas veces la ex­tendía hacia el frente o hacia uno de los costados, y otras la bajaba hasta juntarla con el cuerpo.

A primera vista, aquel ser vivien­te parecía pertenecer a la ilustre cofradía de los borrachos, porque sólo a la embriaguez podían atri­buirse los extraños semicírculos que describía y la especie de filosofía con que tropezaba en los sitios pan­tanosos y se hundía en todos los charcos.

Una vez se deslizó en un poco de nieve aún no desecha, y un sonido sordo, acompañado de un involun­tario movimiento de la linterna, que pareció lanzarse de alto a abajo, indicó a Bussy que el nocturno pa­seante, mal seguro en sus dos pies, había buscado otro centro de gra­vedad más sólido.

Bussy empezó entonces a sentir aquella especie de respeto con que los corazones nobles miran a los borrachos que se retiran tarde; iba ya a adelantarse para prestar auxi­lio a aquel sacerdote de Baco, como decía maese Ronsard, cuando vio que la linterna se elevaba con una rapidez que indicaba en el que tan mal se servía de ella mayor firmeza de la que podría creerse según las apariencias.

-Vamos -dijo-, esta es otra aventura, según creo.

Y como la linterna volviese a em­prender su marcha dirigiéndose ha­cia aquel lado, Bussy se escondió cuanto pudo en el ángulo de la puerta.

El hombre de la linterna avanzó diez pasos más, y entonces Bussy, con la luz que ésta despedía, pudo ver, ¡cosa extraña!, que aquel hom­bre tenía los ojos vendados.

¡Pardiez! -exclamó—, ¡vaya una idea extravagante, jugar a la gallina ciega con una linterna, y especialmente en un tiempo como éste y con un piso semejante! ¿Será que vuelvo otra vez a soñar?

Bussy esperó todavía y el hombre de la venda se adelantó otros cua­tro o cinco pasos.

-Llévele el diablo -prosiguió Bussy- si no viene hablando solo. Vamos, no es borracho ni loco; es un matemático que busca la solu­ción de algún problema.

Sugerían a Bussy esta reflexión las últimas frases que acababa de oir al hombre de la linterna, el cual decía:

-Cuatrocientos ochenta y ocho, cuatrocientos ochenta y nueve, cua­trocientos noventa; por aquí debe de ser.

Y entonces el misterioso persona­je, hallándose frente a una casa, se acercó a ella y levantó la venda de los ojos.

Después examinó con atención la puerta.

-No -dijo-, no es aquí. Luego bajó otra vez la venda, y volvió a ponerse en marcha y a con­tinuar su cálculo.

-Cuatrocientos noventa y uno, cuatrocientos noventa y dos, cuatro­cientos noventa y tres, cuatrocientos noventa y cuatro: ya debo estar jun­to a ella.

Alzó de nuevo la venda, y acer­cándose a la puerta inmediata a la en que Bussy se hallaba oculto, la examinó con la misma atención que la primera.

-¡Hum! ¡hum! -dijo-, bien podía ser que fuera ésta; no ... sí... no: estos diablos de puertas se parecen todas unas a otras.

-Ya había hecho yo esa reflexión -dijo Bussy-: esto me induce a tener en cierta consideración al ma­temático.


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