Alejandro dumas



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-¿Es decir que estáis seguro?...

-No he dicho tal; mas confío.

-¿Y cuándo sabré si habéis te nido la dicha de hallar lo que bus­cáis?

-Mañana por la mañana.

-Y hasta tanto, ¿necesitáis de mí?

-No, querido Remigio.

-¿No queréis que os acompañe?

-Es imposible.

-Tened prudencia al menos, mon­señor.

-¡Ah! -exclamó Bussy riéndo­se-, el consejo es inútil: todos me conocen por prudente.

Bussy comió cual suele comer un hombre, cuando no sabe dónde ni de qué manera cenará; luego, al dar las ocho, eligió su mejor espa­da, colgóse al cinto un par de pis­tolas, no obstante el decreto que acababa de expedir el rey, y se hizo conducir en su litera hasta el final de la calle de San Pablo.

Una vez allí, reconoció la casa que tenía la estatua de la Virgen, contó las cuatro siguientes, se cercio­ró de que la quinta era la desig­nada, y después, embozándose en su gran capa de color obscuro, fue a esconderse junto al esquinazo de la calle de Santa Catalina, decidido a esperar por espacio de dos horas. y a obrar por su propia cuenta si en dos horas no se presentaba nadie.

Las nueve daban en San Pablo cuando Bussy se escondía.

Aún no hacía diez minutos que estaba en acecho, cuando a pesar de la obscuridad vio llegar por la puerta de la Bastilla dos hombres a caballo, los cuales se detuvieron a la altura del palacio de Tournelles.

Uno de ellos echó pie a tierra, dio la brida del caballo al segundo, que, según las apariencias, era un lacayo, después de haberle visto vol­ver por el mismo camino que habían traído, cuando le perdió de vista y dejó de oír los pasos de los caba­llos, se adelantó hacia la casa con­fiada a la vigilancia de Bussy.

Antes de llegar a ella trazó un gran círculo como para explorar con la vista las inmediaciones; des­pués, creyendo que no era obser­vado, se llegó a la puerta y desapa­reció.

Bussy oyó el ruido de aquella puerta que se cerraba después de haber dado paso al desconocido.

Esperó un momento por temor de que el personaje misterioso estuviese en observación detrás del ventanillo; después, cuando hubieron transcu­rrido algunos minutos, se adelantó a su vez, atravesó la calle, abrió la puerta, y aleccionado por la expe­riencia, la cerró sin ruido.

Entonces se volvió: el ventanillo estaba, en efecto, a la altura de sus ojos, y según todas las probabilida­des, por él era por donde había vis­to a Quelus.

Mas Bussy no había entrado en la casa para quedarse en la puerta. Se adelantó, pues, poco a poco a tientas, hasta que al extremo del pa­tio y a la izquierda halló el primer escalón.

Allí se detuvo por dos razones: la primera, porque le temblaban las piernas, tal era su emoción; la se­gunda, porque percibió una voz que decía:

-Gertrudis, dí a tu ama que soy yo, y que quiero entrar.

El tono en que se pronunciaron estas palabras era demasiado impe­rativo para que una criada se negase a obedecer.

Bussy oyó perfectamente la voz de la criada que respondía:

-Pasad al salón: aquí vendrá la señora.

-Después escuchó el ruido de una puerta que se cerraba.

Entonces recordó los doce esca­lones que había contado Remigio; contólos y se encontró en la meseta.

Acordóse del corredor y de las tres puertas, dio algunos pasos con­teniendo la respiración y extendien­do las manos delante de sí.

Halló la primera puerta por don­de había entrado el desconocido; prosiguió su camino y encontró la segunda; tentó y dio con una llave, volvió aquella llave, y temblando de pies a cabeza, abrió la puerta.

El aposento en que entró se halla­ba completamente a obscuras, excep­to en la parte adonde llegaba por una puerta lateral un reflejo de la luz del salón.

Este reflejo caía sobre una ven­tana adornada con cortinas de tapi­cería que hicieron palpitar de júbilo el corazón del joven.

Sus ojos se dirigieron a la parte del techo iluminado por el mismo reflejo y reconoció las mismas pin­turas mitológicas que ya había ob­servado: alargó la mano y tocó el lecho con molduras.

No había lugar a duda: hallábase en el mismo cuarto donde había despertado la noche en que recibió la herida, causa de la hospitalidad que se le concedió.

Nuevamente tembló al tocar aquel lecho y al notar a su alrededor el delicioso perfume que exhala el ga­binete de una joven.

Ocultóse entre las cortinas del le­cho y escuchó.

En el cuarto inmediato se paseaba impaciente el desconocido: el ruido de sus pasos llegaba hasta Bussy; otras veces se detenía y murmuraba:

-¿Viene o no viene?

Por último se abrió una puerta en el salón, paralela a la que estaba ya entreabierta; resonó la alfombra con la leve presión de un pequeño pie y Bussy oyó el roce de un vestido de acento participaba del temor y del desdén, y que decía:

-Aquí estoy, caballero, ¿qué de­seáis?

-¡Hola! -dijo Bussy-; si este hombre es el amante, bien se puede dar la enhorabuena al marido.

-Señora -dijo el hombre a quien la dama recibía de aquel modo tan frío-, tengo la honra de advertiros que debiendo salir maña­na muy temprano para Fontaine­bleau, vengo a pasar la noche a vuestro lado.

-¿Me traéis noticias de mi pa­dre? -preguntó la dama.

-Oídme, señora...

-Caballero, ya sabéis en lo que quedamos ayer; si he consentido en ser vuestra esposa, es porque me habéis prometido que mi padre ven­drá a París o que yo volveré a su lado.

-Señora, tan pronto como vuelva de Fontainebeau, marcharemos: os doy mi palabra de honor. Pero en­tretanto...

-¡Oh! no cerréis esa puerta, es inútil: no pasaré una noche, ni una sola, bajo el mismo techo que vos, si no llego a saber qué es de mi padre.

Y la joven que hablaba en este tono tan firme, aplicó a sus labios un silbato de plata, que produjo un sonido agudo y prolongado.

Así se llamaba a los criados en aquel tiempo, en que aún no se habían inventado las campanillas.

En el mismo instante, la puerta por donde había entrado Bussy se abrió de nuevo y dio paso a la criada de la joven, robusta moza de Anjou, que parecía haber estado esperando a que su ama la llamase y que luego que hubo oído el sil­bido acudió inmediatamente.

Entró en el salón y dejó la puer­ta abierta.

Un rayo de luz penetró en la es­tancia donde se hallaba Bussy y éste vio entre las dos ventanas el retrato.

-Gertrudis -dijo la dama- no os acostéis, y permaneceréis toda la noche en sitio desde donde podáis oir mi voz.

La doncella se retiró sin contes­tar, por el mismo camino, dejando la puerta del salón completamente abierta e iluminado por consiguiente el maravilloso retrato.

Aquel retrato era el mismo que había visto Bussy.

Acercóse éste poco a poco para mirar por entre la abertura que el espesor de los goznes dejaba entre la puerta y la pared; mas por mu­cha cautela que emplease, en el momento en que su vista penetraba en la estancia, resonó el pavimento bajo sus pies.

Al oir este ruido volvióse la dama: era el original del retrato, era la ilusión de su sueño.

El hombre, aunque nada oyó, se volvió también al notar que la dama se volvía.

Era M. de Monsoreau.

-¡Hola! -exclamó Bussy-, la hacanea blanca... la mujer roba­da.. . sin duda voy a oír alguna his­toria terrible.

Y enjugó su rostro, que de pronto se había cubierto de sudor.

Bussy, como ya hemos dicho, veía a los dos interlocutores: ella estaba pálida, de pie, en actitud des­deñosa: él, sentado, no pálido, sino lívido, agitando los pies con impa­ciencia y mordiéndose la mano.

-Señora -dijo por último Mon­soreau-, no esperéis que os deje continuar por mucho tiempo repre­sentando ese papel de mujer perse­guida y sacrificada; estáis en París, estáis en mi casa, y, a más de esto, sois ya la condesa de Monsoreau, es decir, mi mujer.

-Si en efecto soy vuestra mujer, ¿por qué os negáis a llevarme adon­de está mi padre? ¿por qué seguís ocultándome a los ojos del mundo?

-Echáis en olvido al duque de Anjou, señora.

-Me habéis asegurado que luego que fuese vuestra esposa, nada ten­dría que temer de él.

-Es decir...

-Me lo habéis asegurado.

-No obstante, señora, todavía tengo que tomar algunas precaucio­nes.

-Pues bien, caballero, tomadlas y volved a verme luego que las ha­yáis tomado.

-Diana -dijo el conde, que co­menzaba a montar en cólera-, Dia­na, no juguéis con el lazo sagrado del matrimonio que nos une. Este es un consejo que os doy.

-Haced, caballero, que yo no desconfíe de mi marido y entonces respetaré el matrimonio.

-Sin embargo, según el modo con que me he conducido con vos, creía tener derecho a vuestra con­fianza.

-Señor conde, creo que en todo este asunto no es mi interés el úni­co que os ha guiado, o que si en efecto habéis obrado por mi interés, el acaso os ha servido bastante bien.

-¡Oh, esto es ya demasiado! -exclamó el conde-, estoy en mi casa, sois mi mujer, y aunque todo el infierno viniera en vuestro soco­rro, seréis mía esta misma noche.

Bussy echó mano a la espada y dio un paso hacia adelante; pero Diana no le dio tiempo para pre­sentarse.

-Mirad -dijo sacando un puñal de entre el cinturón-, ésta es mi respuesta.

Y de un salto se puso en el apo­sento donde se hallaba Bussy; cerró la puerta, corrió los cerrojos, y mientras Monsoreau se deshacía en amenazas, dando puñetazos en la puerta, le dijo:

-Si hacéis saltar solamente una astilla, ya me conocéis, señor conde, me encontraréis muerta en el um­bral.

-¡Oh, tranquilizaos, señora! -dijo Bussy abrazándola-; ten­dréis un vengador.

Diana estuvo a punto de dar un grito; mas se hizo cargo de que el único peligro que la amenazaba era el de caer en poder de su marido. Permaneció, pues, a la defensiva, pero silenciosa; temblando, pero in­móvil.

M. de Monsoreau empujó violen­tamente la puerta con el pie; luego, convencido de que Diana ejecutaría su amenaza, salió del salón dando un portazo. Después se oyó el ruido de sus pisadas en el corredor, y des­pués menos fuerte en la escalera.

-Pero vos, caballero -dijo en­tonces Diana desprendiéndose de los brazos de Bussy y dando un paso atrás-, ¿quién sois, y cómo estáis aquí?

-Señora -dijo Bussy abriendo la puerta y arrodillándose delante de Diana-, yo soy el hombre a quien habéis salvado la vida. ¿Cómo po­déis creer que he llegado aquí con mala intención, o que he formado designios contra vuestro honor?

La mucha luz que daba sobre el noble rostro de Bussy, hizo que Dia­na le conociese.

-¡Oh, vos aquí, caballero! -ex­clamó juntando las manos-; ¡os hallabais aquí y lo habéis oído todo!

-¡Ah! sí, señora.

-¿Pero quién sois? ¿cómo os lla­máis?

-Señora, soy Luis de Clermont, conde de Bussy.

-¡Bussy! ¿sois el valiente Bussy? -dijo sencillamente Diana, sin sos­pechar el júbilo de que esta excla­mación inundaba el corazón del jo­ven-. ¡Ali! Getrudis -continuó, dirigiéndose a su doncella, que ha­biendo oído a su ama hablar con un hombre, había acudido espanta­da-. Gertrudis, nada tengo ya que temer, porque desde esto momento pongo mi honor bajo la custodia del más noble y más leal caballero de Francia.

Luego, tendiendo la mano a Bussy, le dijo.

-Levantaos, caballero; yo sé quién sois; ahora es preciso que sepáis quien soy yo.

XIV. HISTORIA DE DIANA DE MERIDOR

Bussy se levantó aturdido con su felicidad y entró precedido de Diana en el salón de donde acababa de salir M. de Monsoreau.

Contemplaba a Diana con sorpre­sa y admiración: no se había atre­vido a creer que la mujer que bus­caba pudiese sostener la compara­ción con la hada de su sueño, y ahora la realidad sobrepujaba a todo cuanto había tenido por un capri­cho de su imaginación.

Diana tenía de dieciocho a dieci­nueve años, lo que equivale a decir que se hallaba en aquella lozanía de la juventud y de la belleza que da su más puro colorido a la flor, su más precioso matiz al fruto. No era posible desconocer la expresión de los ojos de Bussy: Diana com­prendía que era admirada; pero no tenía fuerzas para sacar a Bussy de su éxtasis.

Al fin, conociendo que era pre­ciso romper aquel silencio que sig­nificaba demasiado, dijo:

-Caballero, habéis contestado a una de mis preguntas, pero no a la otra; os he preguntado quién sois y me lo habéis dicho; pero os he preguntado también cómo os halláis aquí, y a esto no me habéis res­pondido.

-Señora -dijo Bussy-; por al­gunas palabras que he oído de vues­tra conversación con M. de Monso­reau, creo que las causas de mi pre­sencia en este sitio se deducirán na­turalmente de la relación que os habéis dignado prometerme. ¿No acabáis vos misma de decirme que iba a saber quién sois?

-¡Oh! sí, conde, voy a contá­roslo todo -respondió Diana-; vuestro nombre sólo basta para ins­pirarme entera confianza, porque a menudo le he oído repetir como el de un hombre valeroso, de cuya lealtad y honradez podían fiarse to­dos.

Bussy hizo una reverencia.

-Por lo poco que habéis oído -agregó Diana-, habéis podido sa­ber que soy hija del barón de Meri­dor, es decir, la única heredera de una de las familias más antiguas e ilustres de Anjou.

-Hubo -dijo Bussy- un barón de Meridor, que pudiendo salvarse en la batalla de Pavía, luego que supo que estaba su rey prisionero, se rindió a los españoles, pidiendo por única gracia el permiso de acompañar a Francisco I a Madrid, donde compartió con él los traba­jos del cautiverio, y no le dejó sino para venir a Francia a tratar de su rescate.

-Era mi padre, caballero, y si alguna vez entráis en el salón del castillo de Meridor, veréis en él el retrato de Francisco 1, hecho por Leonardo de Vinei, y que fue un regalo de Su Majestad.

-¡Ah! -dijo Bussy-, en aquel tiempo todavía sabían los príncipes recompensar a sus servidores.

-Mi padre, a su regreso de Es­paña, se caso: tuvo el dolor de ver morir a sus dos primeros hijos y de perder la esperanza de tener un heredero. Poco después murió tam­bién el rey, y el dolor de mi padre llegó a la desesperación: al cabo de algún tiempo abandonó la corte y fue a encerrarse con su mujer al castillo de Meridor; allí nací yo como por milagro, diez años después de la muerte de mis hermanos.

Entonces todo el amor del barón se concentró en la hija de su vejez; el afecto que me tenía no era ter­nura, era idolatría. Tres años des­pués de mi nacimiento perdí a mi madre; fue esta una nueva angustia para el barón, pero yo, demasiado niña para comprender lo que había perdido, conservé mi natural ale­gría, y mis sonrisas le consolaron de la muerte de mi madre.

Crecí y me desarrollé a su vista. Como yo era todo para él, así él ¡pobre! era todo para mí. Llegué a la edad de dieciséis años sin sospe­char que hubiese otro mundo que el de mis ovejas y mis pavos reales, mis cisnes .y mis tortolillas, sin pen­sar que tal vida pudiera acabarse jamás y sin desear que se concluyera.

El castillo de Meridor se hallaba rodeado de grandes bosques perte­necientes al duque de Anjou, y po­blados de gamos y ciervos que na­die pensaba en molestar y que por la misma tranquilidad en que se les dejaba estaban casi domesticados: todos me conocían poco o mucho, y algunos estaban tan acostumbrados a mi voz, que acudían al momento cuando les llamaba; una cierva, en­tre otras, mi protegida, mi favorita, Dafne, mi pobre Dafne venía a comer en mi mano.

Cierta primavera estuve un mes sin verla; ya la creía perdida y la había llorado como amiga, cuando un día se me presentó de improviso con dos hijuelos; al principio los cervatillos se recelaban de mí, pero viendo las caricias que me hacía su madre, conocieron que nada tenían que temer y vinieron a acariciarme también.

Por aquel tiempo se esparció la voz de que el señor duque de An­jou había mandado un teniente go­bernador a la capital de la provin­cia. Algunos días después se supo que ese teniente acababa de llegar y que era el conde de Monsoreau.

¿Por qué me conmovió este nom­bre intensa y desagradablemente des­de la primera vez que le oí pro­nunciar? No he podido atribuir esta sensación dolorosa sino a un pre­sentimiento.

Ocho días transcurrieron. Hablá­base mucho y en varios sentidos del conde de Monsoreau. Una mañana resonaron en el bosque las cornetas de caza y el ladrido de los perros; corrí a la verja del parque y llegué justamente a tiempo de ver pasar como un relámpago a Dafne per­seguida por una jauría: sus dos hi­juelos la seguían.

Un instante después pasó como una visión un hombre montado en un caballo negro, que parecía lle­var alas; era M. de Monsoreau.

Quise dar un grito, quise implo­rar el perdón de mi pobre protegi­da; mas no oyó la voz o no paro atención en ella: tan entusiasmado estaba en la caza.

Entonces, sin pensar en el cuida­do que iba a causar a mi padre si llegaba a notar mi ausencia, corrí en la dirección en que había visto alejarse a los cazadores, con la es­peranza de encontrar bien al conde mismo, o bien a alguno de su séqui­to, y rogarles que abandonasen una persecución que me desgarraba el alma.

Anduve media legua corriendo de este modo sin saber dónde iba; ya hacía mucho tiempo que había per­dido de vista a la cierva, a los caza­dores y a sus perros; en breve cesé de oir los ladridos; me dejé caer al pie de un árbol y comencé a llorar.

Así permanecí por espacio de un cuarto de hora, hasta que creí dis­tinguir en lontananza el ruido de la cacería; no me equivocaba; se iba oyendo aquel ruido cada vez más, y un momento le oí tan distin­tamente que no dudé que los caza­dores iban a pasar por delante de mí.

Me levanté al instante y me lancé en la dirección en que se anunciaba. En efecto, vi pasar por uno de los sitios en que los árboles eran menos espesos a la pobre Dafne ja­deando; no llevaba más que un cer­vatillo; el otro había sucumbido de fatiga y evidentemente despedazado por los perros.

Ella misma iba visiblemente can­sada; la distancia que la separaba de la jauría era menor que la pri­mera vez; su carrera se había cam­biado en fatigosos saltos y al pasar delante de mí bramó con tristeza.

Como la primera vez hice vanos esfuerzos para que se oyera mi voz. M. de Monsoreau no veía más que al animal que perseguía, y pasó de­lante de mí con más rapidez que nunca y haciendo sonar furiosamen­te la-corneta de caza.

Detrás de él tres o cuatro mon­teros animaban a los perros con la corneta y con la voz.

Aquella confusión de sonidos, de ladridos y de gritos pasó frente a mí como una tempestad, desapare­ciendo en la espesura del bosque y extinguiéndose a medida que se ale­jaba.

Yo estaba desesperada: reflexio­naba que si me hubiese encontrado solamente cincuenta pasos más allá, al final de la espesura, M. de Mon­soreau me habría visto y tal vez a mis ruegos habría perdonado al po­bre animal.

Este pensamiento reanimó mi va­lor; los cazadores podían pasar por tercera vez al alcance de mi voz Seguí una calle de árboles que sa­bía que terminaba en el castillo de Beaugé. Este castillo que era pro­piedad del duque de Anjou, se ha­llaba situado a tres leguas del de mi padre. Al cabo de un corto rato le divisé, y solamente entonces ad­vertí que había andado tres leguas a pie y que me hallaba sola y muy lejos del castillo de Meridor.

Confieso que se apoderó de mí un terror vago y que entonces co­mencé a pensar en la imprudencia y aun ligereza de mi conducta. Se­guí la orilla del estanque, porque intentaba pedir al jardinero, hom­bre estimable, que cuando yo había ido otras veces por allí con mi pa­dre, me había regalado preciosos ra­milletes; intentaba, digo, rogarle que me acompañase hasta el castillo de Meridor, cuando oí nuevamente el ruido de la caza. Quedéme inmóvil y escuché: el ruido se iba aumen­tando: lo olvidé todo. En el mismo instante vi a la cierva saltar fuera del bosque del otro lado del estan­que.

Estaba sola; el otro cervatillo ha­bía sucumbido igualmente; la vista del agua pareció devolverle las fuer­zas; aspiró su frescura y se lanzó al estanque como si hubiese querido venir adonde yo estaba.

Al principio nadó con rapidez y pareció que recobraba toda su ener­gía; yo la miraba con lágrimas en los ojos y los brazos tendidos ha­cia ella; pero insensiblemente se iban acabando sus fuerzas, mientras que por el contrario, parecía que se aumentaban las de los perros, ani­inados por la proximidad de la presa.

Pronto los más encarnizados la alcanzaron y cesó de avanzar dete­nida por ellos. En aquel momento se presentó M. de Monsoreau en la ori­lla del bosque; corrió al estanque y echó pie a tierra. Entonces reuní to­das mis fuerzas para gritar ¡perdón! y crucé las manos en actitud de ruego.

Parecióme que me había visto y grité de nuevo y más fuerte que la vez primera. Me oyó, sin duda, por­que levantó la cabeza, y le vi correr a una barca, desatar la amarra y adelantarse rápidamente hacia el ani­mal, que pugnaba por libertarse de toda la jauría que ya la tenía cer­cada. No dudé que la prisa que se daba M. de Monsoreau para llegar hasta la cierva fuese producida por la compasión que yo había logrado inspirarle con mi voz, mis ademanes y mis súplicas; pero de pronto le vi sacar su puñal de caza; un rayo de sol que en él se reflejó hirió mi vista como un relámpago; después el relámpago desapareció; yo lancé un grito; toda la hoja del cuchillo había entrado en la garganta de la pobre Dafne. Un río de sangre saltó de la herida, tiñendo de púrpura el agua del estanque; el pobre animal dio un bramido mortal y lastimero, agitó el agua con los pies, se ende­rezó casi del todo y volvió a caer muerta.

Di un grito casi tan doloroso como el suyo, y caí desmayada en la ori­lla del estanque.

Cuando volví en mí, me encontré acostada en una habitación del cas­tillo de Beaugé; mi padre, a quien habían enviado a llamar, estaba llo­rando a la cabeza de mi lecho.

Como no tenía más que una cri­sis nerviosa, producida tal vez por la agitación de la carrera, pude al día siguiente volver a Meridor. No obstante, guardé cama por espacio de tres o cuatro días.

Al cuarto me dijo mi padre que durante todo el tiempo de mi indis­posición se había presentado saber de mi salud, M. de Monsou, que me vio cuando me llevaban desma­yada al castillo; que al saber que era la causa involuntaria de aquel incidente había mostrado el mayor sentimiento, pidiendo licencia para excusarse conmigo y diciendo que no estaría tranquilo hasta haber ob­tenido su perdón, pronunciado por mis propios labios.

Habría sido ridículo negarme a verle: por tanto, a pesar de mi re­pugnancia, cedí.

Al día siguiente se presentó; yo había conocido la ridiculez de mi posición; la caza es un placer de que las mismas damas gozan mu­chas veces; yo, pues, fui la que en cierto modo tuve que disculpar mi ridícula emoción, encareciendo el cariño que había cobrado a la po­bre Dafne.

Entonces el conde aparentó estar desesperado, y me juró veinte veces por su honra que si hubiese podido adivinar que yo me interesaba por su víctima, habría tenido la mayor satisfacción de perdonarla; sin em­bargo, sus protestas no me conven­cieron y se marchó sin haber po­dido borrar de mi corazón la im­presión dolorosa que en él había causado.

Al retirarse pidió a mi padre per­miso para volver. Había nacido en España, se había criado en Madrid, y era para el barón un grande atractivo poder hablar de un país donde había habitado tanto tiempo.

Por lo demás, el conde era de buena familia, teniente gobernador de la provincia, favorito, según de­cían, del duque de Anjou; no tenía, pues, mi padre motivo alguno para negarle la entrada en casa, y acce­dió a su petición.

¡Ah! desde aquel instante cesó, si no mi felicidad, al menos mi reposo. Muy luego eché de ver la im­presión que había hecho en el con­de. Al principio nos visitaba sola­mente una vez a la semana; luego dobló el número de sus visitas y últimamente venía a casa todos los días.

Como prodigaba a mi padre las mayores atenciones, consiguió agra­darle; yo, que veía el placer que el barón tenía en su conversación, que era siempre la de un hombre supe­rior, no osaba quejarme, porque ¿de qué me habría quejado? El conde era conmigo tan galante como con una querida, tan respetuoso como con una hermana.


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