Alejandro dumas



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Pasé del cuarto de Gertrudis al mío, me arrodillé delante del fuego, v al resplandor de la chimenea leí lo que sigue:

"Mi querida Diana: El señor con­de de Monsoreau es el único que puede salvarte del peligro que te amenaza, y este peligro es inmenso. Fíate, pues, completamente de él como del mejor amigo que el cielo nos puede enviar.

"Él te dirá más tarde lo que mi corazón desearía ardientemente que hicieses para pagar el servicio que vamos a deberle.

"Tu padre que te suplica le creas y tengas compasión de él y de ti.

"BARÓN DE MERIDOR."

Ningún cargo positivo podía yo hacer a M. de Monsoreau. La re­pugnancia que me inspiraba era más bien instintiva que racional. No te­nía que reconvenirle sino de la muer­te de una cierva, y éste era un de­lito de muy poca gravedad para un cazador.

Me fui, pues, a él.

-¿Qué decís? -me preguntó.

-Caballero, he leído la carta de mi padre; me dice que estáis dis­puesto a sacarme de aquí, pero no me anuncia adónde me lleváis.

-Os llevaré adonde el barón os aguarda, señorita.

-¿Y dónde me espera?

-En el castillo de Meridor.

-¿Luego volveré a ver a mi pa­dre?

-Dentro de dos horas.

-¡Oh, caballero! si es cierto lo que decís...

Aquí me detuve: el conde espe­raba indudablemente el fin de la frase.

-Contad con mi reconocimiento -añadí con voz trémula y débil, porque adivinaba lo que el conde podía esperar de aquel reconocimien­to que no tenía yo fuerzas para expresarle.

-Entonces, señorita -repuso el conde-, ¿estáis pronta a seguirme?

Miré a Gertrudis con inquietud: fácil era conocer que el semblante sombrío del conde no la tranquili­zaba más que a mí.

-Reflexionad -agregó M. de Monsoreau- que cada minuto que pasa es para vos más precioso de lo que podéis imaginar. He tardado en llegar aquí media hora más de lo que esperaba; pronto van a dar las diez: ¿no habéis recibido aviso de que a las diez se hallaría el prín­cipe en el castillo de Beaugé?

-¡Ah! sí -contesté yo.

-Luego que llegue no podré ha­cer por vos otra cosa más que arries­gar mi vida sin esperanza, al paso que en este momento la arriesgo con la seguridad de que he de salvaros.

-¿Por qué no ha venido mi pa­dre?

-¿Pensáis que vuestro padre no está vigilado? ¿Creéis que puede dar un paso sin que se sepa adónde va?

-¿Pero y vos? -pregunté.

-En cuanto a mí, es muy distin­to; soy amigo y confidente del prín­cipe.

-Mas, caballero -exclamé-, si sois amigo y confidente del príncipe, entonces...

-Entonces, le hago traición por vos, es cierto. Por lo mismo os de­cía antes que arriesgaba mi vida por salvar vuestro honor.

Había tal acento de convicción en aquella respuesta del conde, y esta­ba tan visiblemente de acuerdo con la verdad, que, a pesar de que aún experimentaba un resto de repugnan­cia a confiarme a él, no hallé pa­labras con qué expresar esta repug­nancia.

-Os espero -dijo el conde.

Miré a Gertrudis, que se hallaba indecisa como yo.

-Mirad -me dijo M. de Mon­soreau-, si dudáis todavía, mirad hacia ese lado.

En efecto, por el lado opuesto y a la otra orilla del estanque venía una multitud de hombres a caballo que se encaminaban al castillo.

-¿Quiénes son esos hombres? -pregunté.

-El duque de Anjou' y su comi­tiva -respondió el conde.

-Señorita, señorita -exclamó Gertrudis-, no hay tiempo que per­der.

-Demasiado se ha perdido ya -añadió el conde-. Decidíos en nombre del cielo.

Caí sin fuerzas en una silla, bal­buceando:

-¡Qué haré, Dios mío, qué haré!

-¿Oís? -dijo el conde-: lla­man a la puerta.

Oyóse, en efecto, resonar el al­dabón bajo la mano de uno de los hombres, a quien vimos apartarse del grupo y tomar la delantera a los demás.

-Dentro de cinco minutos -aña­dió M. de Monsoreau- ya no será tiempo de salvaros.

Traté de levantarme; pero mis piernas se doblaron.

-¡Socórreme, Gertrudis -dije-, socórreme!

-Señorita -dijo la pobre chi­ca-, ¿oís la puerta que se abre? ¿Oís los caballos que entran en el patio?

-Sí, sí -respondí haciendo un esfuerzo-, pero me faltan las fuer­zas...

-¡Oh! ¿no es más que eso? -dijo Gertrudis.

Y cogiéndome en sus brazos me levantó como si fuera un niño, y me puso en los del conde.

Al sentir el contacto de aquél hombre, me estremecí tan violenta­mente, que estuve a punto de des­prenderme de sus brazos y caer al agua; pero él me estrechó contra su pecho y me colocó en la barca.

Gertrudis me siguió, bajando por sí sola.

Entonces noté que mi velo se ha­bía desprendido y flotaba sobre el agua.

Ocurrióseme que aquel velo po­dría descubrir el camino que había tomado en mi huida.

-¡Mi velo! ¡mi velo! -dije al conde.

M. de Monsoreau dirigió una mi­rada hacia el objeto que yo le seña­laba con el dedo.

-No -repuso-, más vale así. Y tomando los remos, dio tan vio­lento impulso a la barca que a poco tiempo nos vimos inmediatos a la orilla opuesta.

En aquel momento vimos ilumi­narse las ventanas de mi aposento; varios criados entraban con luces.

-¿Os engañaba? -dijo M. de Monsoreau-, ¿era ya tiempo? -¡Oh! sí, sí, caballero -contes­té-, sois verdaderamente mi salva­dor.

Los criados iban de un lado para otro, veíanse las luces unas veces en mi cuarto, otras en el de Gertru­dis. Oímos voces; un hombre entró, delante del cual se apartaron todos los demás. Aquél hombre se asomó a la ventana que se hallaba abierta, vio el velo que flotaba sobre el agua, y dio un grito.

-¿Veis cómo he hecho bien en dejar allí el velo? -dijo el conde-; el príncipe supondrá que por libra­ros de caer en sus manos os habéis arrojado al lago, y mientras os hace buscar en él, nosotros huiremos.

Entonces me asusté realmente al considerar las sombrías profundida­des del alma de aquél hombre, que había contado de antemano con se­mejante medio.

En aquel momento llegamos a la orilla.

XV. EL TRATADO

(Continuación de la historia de Diana de Meridor)

Hubo un instante de silencio. Dia­na, casi tan conmovida con aquel recuerdo como lo había estado con la realidad, sentía que le iba faltan­do la voz. Bussy la escuchaba con todas las facultades de su alma y se sentía dispuesto a odiar eterna­mente a sus enemigos, aun antes de saber quiénes fuesen.

En fin, después de haber respira­do la esencia de un frasquito que sacó del bolsillo, continuó Diana de esta manera:

-Apenas pusimos el pie en tie­rra, nos rodearon siete u ocho hom­bres. Eran criados del conde, entre los cuales creí conocer a los que acompañaban nuestra litera cuando fuimos atacados por los que nos lle­varon al castillo de Beaugé.

Un escudero tenía dos caballos del diestro: uno de ellos era el ca­ballo negro del conde, el otro la hacanea blanca que me estaba des­tinada. El conde me ayudó a subir en ella, y cuando me hube colocado en la silla, subió él también a ca­ballo.

Gertrudis subió a la grupa del caballo de un criado.

Tomadas estas disposiciones, par­timos a galope.

Notando que el conde había to­mado la brida de mi hacanea, le dije que podía excusar esta precau­ción, puesto que yo sabía manejar bastante bien un caballo; pero me contestó que la hacanea era espan­tadiza y podría dar algún bote que me separase de él.

Al cabo de diez minutos de ca­rrera, oí la voz de Gertrudis que me llamaba.

Volví la cabeza y vi que nuestra comitiva se había dividido en dos grupos: el uno, compuesto de cua­tro hombres, entraba, llevándose a Gertrudis por un sendero lateral que se internaba en el bosque, mientras que el conde de Monsoreau y los otros cuatro criados seguían con­migo el camino recto.

-¡Gertrudis! -grité-. Señor conde, ¿por qué no viene Gertrudis con nosotros?

-Es precaución indispensable -dijo el conde-; si somos perse­guidos, dejando por dos distintos lados señales de nuestro paso, podrá decirse en ambos caminos que ha pasado una mujer escoltada por cua­tro hombres. De este modo hay la probabilidad de que el duque de An­jou tome uno por tomar el otro y corra tras de vuestra criada en lugar de correr tras de nosotros.

La respuesta, aunque especiosa, no me satisfizo: ¿pero qué podía yo decir ni menos hacer? Suspiré y guardé silencio.

Por lo demás, el camino que se­guía el conde era, sin duda alguna, el del castillo de Meridor. Al paso que llevábamos, dentro de un cuarto de hora debíamos hallarnos a la vista del castillo.

Pero al llegar a una encrucijada del bosque que me era muy cono­cida, el conde, en vez de seguir el camino que conducía a casa de mi padre, tomó "por la izquierda, si­guiendo otro que del castillo de Me­ridor visiblemente se apartaba. Grité al instante, y a pesar del rápido ga­lope de mi hacanea, me apoyé en el arzón para saltar en tierra, lo que hubiera conseguido si el conde, que sin duda espiaba todos mis movi­mientos, no lo hubiese evitado apro­ximándose a mí, tomándome en sus brazos y colocándome delante de sí en su caballo. La hacanea, vién­dose libre, huyó, internándose en el bosque.

El conde ejecutó su acción con tanta rapidez, que no tuve tiempo más que para dar un grito.

M. de Monsoreau me puso al ins­tante la mano en la boca.

-Señorita -me dijo-, os juro por mi honor que nada hago que por orden de vuestro padre no sea, de lo cual os daré una prueba en el primer lugar donde nos detengamos; si esta prueba no os basta u os pa­rece dudosa, os doy mi palabra de dejaros libre.

-Pero me habéis dicho que me llevabais a casa de mi padre -ex­clamé separando su mano de mi boca y echando hacia atrás la ca­beza.

-Sí, señora, os lo he dicho por­que veía que no os determinabais a seguirme, y un momento de duda podía perdernos a él, a vos y a mí, según podéis haber visto. Ahora bien -continuó deteniendo el caballo-: ¿queréis matar al barón, correr de­rechamente a vuestra deshonra? Si queréis todo esto, decid una palabra y os conduciré al castillo de Meridor.

-Me habéis hablado de una prue­ba que me convencería de que es­táis autorizado para todo esto por mi padre.

-Aquí la tenéis -dijo el con­de-: tomad esta carta y leedla en el primer lugar de descanso. Si des­pués que la hayáis leído, queréis ir al castillo, os vuelvo a dar mi pala­bra de honor de dejaros libre. Pero si aún respetáis las órdenes del ba­rón, no volveréis, estoy seguro.

-Continuemos, pues, adelante, se­ñor conde, y lleguemos pronto a esa parada que decís, porque anhelo saber cuanto antes si lo que me ha­béis dicho es cierto.

-Tened presente que si me se­guís es de vuestra propia voluntad.

-Sí, de mi propia voluntad, en cuanto es dado tenerla a una joven que en situación como ésta ve de un lado la muerte de su padre y su deshonra, de otra la necesidad de fiarse de la palabra de un hombre a quien apenas conoce. No obstante, os sigo libremente, caballero, y de ello podríais convenceros si ordena­rais que me dieran un caballo.

El conde hizo seña a uno de sus criados de echar pie a tierra, y yo me trasladé al momento de su ca­ballo al del criado.

-La hacanea no puede hallarse lejos -dijo el conde al hombre des­montado-: buscadla en el bosque, llamadla; ya sabéis que sigue a cual­quiera como si fuese un perro con sólo llamarla por su nombre o sil­bando. Os reuniréis con nosotros en La Chatre.

Me estremecí sin querer. La Cha­tre está a diez leguas de Meridor en el camino de París.

-Caballero -dije-, os acompa­ño; pero en La Chatre establecere­mos condiciones.

-Es decir, señorita -repuso el conde-, que en La Chatre me da­réis vuestras órdenes.

Esta aparente humildad no me tranquilizó; sin embargo, como no estaba en mi mano la elección de medios, y el que se me ofrecía era el único para librarme del duque de Anjou, continué silenciosamente mi camino.

Al amanecer llegamos a La Cha­tre; pero en lugar de entrar en el pueblo, a cien pasos de los primeros huertos nos dirigimos atravesando tierras hacia una casa apartada.

Detuve mi caballo.

-¿Adónde vamos? -pregunté.

-Oídme, señorita -repuso el conde-: he observado ya la extre­mada perspicacia vuestra, y a ella mismo apelo en este momento. Hu­yendo como vamos de la persecución de un príncipe, el más poderoso des­pués del rey, ¿sería prudente parar en una posada pública y en un pue­blo donde el primero que nos viese nos denunciaría? Puede comprarse un hombre, pero no se compra todo un pueblo.

Las respuestas del conde eran to­das tan lógicas, o al menos tan es­peciosas, que me admiraban.

-Bien -le dije-, vamos.

Y proseguimos nuestra marcha.

Nos esperaban en la casa; un hombre de nuestra comitiva se ha­bía adelantado sin que yo lo advir­tiese. En un cuarto bastante aseado estaba dispuesta una cama, y un buen fuego brillaba en la chimenea.

-Este es vuestro cuarto, señorita -dijo el conde-; esperaré vuestras órdenes.

Saludó, salió y me dejó sola.

Mi primer cuidado fue sacar del pecho la carta de mi padre... Esta es, M. de Bussy, os hago mi juez, leedla.

Bussy tomó la carta y leyó:

"Mi amada Diana: Si como no lo dudo, has cedido a mis súplicas y seguido al señor conde de Monso­reau, éste te habrá dicho que tienes la desgracia de agradar al duque de Anjou y que el príncipe fue quien preparó tu rapto y tu conducción al castillo de Beaugé; por este acto de violencia juzgarás de lo que el duque es capaz y de la deshonra que te amenaza. Hay un medio para que te libres de esta deshonra, a la cual yo no podría sobrevivir, y es el de casarte con nuestro noble ami­go. Siendo condesa de Monsoreau, el conde defenderá a su esposa, y me ha jurado defenderte con todas sus fuerzas.

"Mi deseo es, pues, hija querida, que se efectúe este enlace lo más pronto posible; si accedes a ello, recibe, con mi consentimiento posi­tivo, mi bendición paternal, mientras quedo rogando a Dios te prodigue los tesoros de dicha que tiene re­servados para los corazones como el tuyo.

"Tu padre, que no manda, sino que suplica.

"EL BARÓN DE MERIDOR."

-¡Ah! -dijo Bussy-; si efecti­vamente esta carta es de vuestro pa­dre, no puede ser más terminante.

-Suya es, no tengo duda ningu­na; sin embargo, la leí tres veces antes de decidirme a nada. Por úl­timo llamé al conde.

Entró al instante, lo cual me pro­bó que había estado esperando a la puerta.

Yo tenía la carta en la mano.

-Y bien -me preguntó-, ¿la habéis leído?

-Sí, señor.

-¿Dudáis ahora de mi afecto y de mi respeto?

-Si hubiese dudado, caballero, esta carta me impondría la creencia que me faltara. Ahora bien, admi­tiendo que yo esté dispuesta a ceder a los consejos de mi padre, ¿qué pensáis hacer?

-Pienso llevaros a París, seño­rita; allí es más fácil ocultaron.

-¿Y mi padre?

-El barón, harto lo sabéis, se reunirá con nosotros en cualquier parte donde estemos, luego que no haya peligro de comprometeros.

-Muy bien, señor conde; estoy dispuesta a aceptar vuestra protec­ción con las condiciones que me impongáis.

-Yo no impongo condición nin­guna, señorita -dijo el conde-; no hago más que ofreceros un medio de salvar vuestro honor.

-Pues bien, digo como vos, y añado que estoy pronta a aceptar ese medio de salvación que me ofre­céis, con tres condiciones.

-Hablad, señorita.

-La primera es, que vendrá Ger­trudis a reunirse conmigo.

-Ya está aquí -repuso el conde.

-La segunda, que caminaremos separados hasta París.

-Iba a proponeros esta separa­ción para calmar vuestra suscepti­bilidad.

-Y la tercera, que nuestro ma­trimonio, a no ser en caso de urgen­cia reconocida por mí, no se efec­tuará sino en presencia de mi padre.

-Ese es mi más vivo deseo, y cuento con su bendición para mere­cer la del cielo.

Quedé estupefacta. Había creído encontrar en el conde alguna oposi­ción, y veía, por el contrario, que abundaba en mis mismos pensamien­tos.

-Ahora, señorita -dijo-, ¿me permitiréis que por mi parte os dé algunos consejos?

-Hablad, caballero.

-El primero es que caminéis de noche.

-Estoy decidida a ello.

-El segundo, que me dejéis ele­gir las posadas donde debáis dete­neros y el camino que hayáis de seguir. Un solo objeto tendrán todas mis precauciones: el de libraros del duque de Anjou.

-Si me amáis, como decís, señor conde, nuestros intereses son idén­ticos; ninguna objeción tengo que hacer contra lo que pedís.

-Por último, el tercer consejo es que en París os contentéis con la casa que yo os prepare, por pobre que parezca y por apartada que esté de las calles principales.

-No deseo más que vivir oculta, y cuanto más sencilla y apartada sea la habitación que me preparéis, tan­to más convendrá a una fugitiva.

-Entonces estamos conformes de todo punto, señorita, y para confor­marme con el plan que me habéis trazado, sólo me resta tomar vues­tras órdenes, enviaros vuestra don­cella y designar el camino que de­béis seguir.

-Por mi parte -contesté-, soy noble como vos; cumplid vuestras promesas, y yo cumpliré las mías.

-No pido otra cosa -dijo el conde- y fiado en vuestra palabra creo que dentro de poco seré el hombre más dichoso.

Dichas estas palabras hizo un sa­ludo respetuoso y se retiró.

Cinco minutos más tarde entró Gertrudis.

Grande fue la alegría de la pobre muchacha, pues había creído que para siempre la separaban de mí. Referírle cuanto me acababa de pa­sar; necesitaba yo una persona que abrigase mis intenciones, secundara mis deseos y pudiese, en caso pre­ciso, comprenderlos con media pa­labra y obedecer a la menor señal o al menor gesto.

Asustábame la facilidad con que M. de Monsoreau había aceptado mis condiciones y temía que infrin­giese alguna cláusula del contrato que acababa de efectuarse entre nosotros.

Al concluir mi narración, oímos el ruido de un caballo: era el con­de que a todo galope partía por el mismo camino que habíamos an­dado. ¿Por qué retrocedía en vez de seguir el camino adelante? Esto es lo que no pude comprender. Pero había cumplido el primer artículo del tratado devolviéndome a Ger­trudis, cumplía el segundo separán­dose de mí; nada, pues, tenía que decir. Por otra parte, cualquiera que fuese el punto a que se dirigiera, su marcha me tranquilizaba. .

Pasamos todo el día en la casita, servidas por nuestra huésped; por la noche, el que me había parecido jefe de nuestra escolta entró en mi aposento y me pidió órdenes. Como el peligro me parecía tanto mayor cuanto más cerca del castillo de Beaugé me hallase, le respondí que estaba pronta; cinco minutos des­pués volvió a entrar y me indicó con un saludo que sólo a mí aguar­daba. A la puerta encontré mi ha­canea blanca, que había sido llevada inmediatamente, como lo había pre­visto M. de Monsoreau.

Caminamos toda la noche y nos detuvimos al amanecer. Calculé que debíamos haber recorrido quince le­guas poco más o menos. M. de Mon­soreau había tomado todas las pre­cauciones necesarias para que no me fatigara ni me molestase el frío. La hacanea que me había elegido tenía un trote muy suave, y al salir de casa me había hecho poner un man­to bien forrado.

En esta parada, como en la pri­mera y en todas las que hicimos du­rante el camino, observé que se tenían conmigo las mismas atencio­nes, el mismo respeto, los mismos cuidados, prueba eminente de que alguno nos precedía que se hallaba especialmente encargado de prepa­rar nuestro alojamiento.

Si era el conde o alguno de los de su séquito, no llegué a saberlo, porque cumpliendo esta parte de nuestra estipulación con la misma exactitud que las demás, ni una sola vez le vi en todo el camino.

Al séptimo día de marcha vi des­de lo alto de una colina una multi­tud de edificios.

Era París.

Hicimos alto para aguardar a que la noche llegara, y luego que obscu­reció volvimos a ponernos en mar­cha.

Pasamos por una puerta, más allá de la cual el primer objeto que se presentó a mi vista fue un gran edificio que por sus altas paredes conocí que sería algún monasterio.

Tomamos a la derecha y al cabo de diez minutos nos encontramos en la plaza de la Bastilla. Entonces un hombre que arrimado a una puerta, al parecer, nos estaba esperando, se llegó al jefe de nuestra escolta, y le dijo:

-Aquí es.

El jefe de la escolta se volvió hacia mía.

-Ya lo oís, señora -dijo-, he­mos llegado.

Y apeándose del caballo me pre­sentó la mano para bajar de la ha­canea, como acostumbraba a hacer­lo en cada parada.

La puerta se hallaba abierta; en uno de los escalones había una lám­para que iluminaba la escalera.

-Señora -dijo el jefe de la es­colta-, estáis en vuestra casa; aquí acaba la misión de acompañaros que hemos recibido; ¿puedo lisonjearme de haberla cumplido según vuestros deseos y con el respeto que se nos ha recomendado?

-Sí, señor le respondí-, y debo daros las gracias. Ofrecédselas tam­bién en mi nombre a los que me han acompañado, a quienes desearía' remunerar de una manera más efi­caz. Pero nada poseo.

-No paséis cuidado por eso, se­ñora; ya están generosamente recom­pensados.

Volvió a montar a caballo, me saludó y, dirigiéndose a sus compa­ñeros:

-Venid conmigo, les dijo-, y cuidado con que mañana se acuerde ninguno de vosotros de esta puerta lo suficiente para reconocerla.

Dichas estas palabras, la escolta se alejó al galope por la calle de San Antonio.

El primer cuidado de Gertrudis fue cerrar la puerta, lo que hizo con tal rapidez, que a no ser por el ven­tanillo no hubiésemos visto el ca­mino que llevaba la escolta que de nosotros se acababa de separar.

Después nos dirigimos hacia la escalera donde estaba la lámpara; Gertrudis la tomó y echó a andar delante.

Subimos los escalones y nos en­contramos en el corredor; hallában­se abiertas las tres puertas.

Entramos por la de en medio y nos hallamos en este mismo salón, el cual se hallaba iluminado como ahora lo está.

Abrí esa puerta y vi un gran ga­binete de tocador, después abrí esa otra, que es la de mi dormitorio, y me hallé, no sin profunda sorpresa, enfrente de mi retrato.

Este retrato era el mismo que es­taba en el cuarto de mi padre en Meridor. Sin duda el conde se lo había pedido al barón y éste había accedido a su deseo.

Me estremecí al pensar en esta nueva prueba de que mi padre me juzgaba ya como esposa de M. de Monsoreau.

Recorrimos la habitación: nadie había en ella, pero nada faltaba; había fuego en todas las chimeneas y en el comedor una mesa comple­tamente servida.

Dirigí una ojeada rápida a aque­lla mesa y me tranquilizó el ver que no había en ella más que un cu­bierto.

-Ya veis, señorita -dijo Gertru­dis-, que el conde cumple en todo su palabra.

-¡Ah! sí -respondí dando un suspiro, porque hubiera querido que faltando a alguna de sus pro­mesas me hubiese dispensado de cumplir las mías.

Cené: después visitamos por se­gunda vez toda la casa, pero sin hallar en ella alma viviente. No ha­bía duda ninguna, éramos dueñas absolutas de toda la habitación; es­tábamos completamente solas.

Gertrudis durmió aquella noche en mi aposento.

A la mañana siguiente salió y se orientó. Entonces supe que nuestra casa se hallaba situada al extremo de la calle de San Antonio, enfrente del palacio de Tournelles, y que la fortaleza que había a la derecha era la Bastilla.

Por lo demás, con saber todo esto no sabía gran cosa, pues no habien­do estado nunca en París, descono­cía la situación de sus calles.

Nada aconteció de nuevo, en todo el día; por la noche, al disponerme para sentarme a la mesa, llamaron a la puerta.

Gertrudis y yo nos miramos.

Llamaron por segunda vez.

-Mira a ver quien llama -le dije.

-¿Y si es el conde? -preguntó al verme palidecer.

-Si es el conde -respondí ha­ciendo un esfuerzo-, ábrele, Ger­trudis; ha cumplido fielmente sus promesas; verá que yo también sé cumplir las mías.

Un instante después volvió Ger­trudis.


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