Pasé del cuarto de Gertrudis al mío, me arrodillé delante del fuego, v al resplandor de la chimenea leí lo que sigue:
"Mi querida Diana: El señor conde de Monsoreau es el único que puede salvarte del peligro que te amenaza, y este peligro es inmenso. Fíate, pues, completamente de él como del mejor amigo que el cielo nos puede enviar.
"Él te dirá más tarde lo que mi corazón desearía ardientemente que hicieses para pagar el servicio que vamos a deberle.
"Tu padre que te suplica le creas y tengas compasión de él y de ti.
"BARÓN DE MERIDOR."
Ningún cargo positivo podía yo hacer a M. de Monsoreau. La repugnancia que me inspiraba era más bien instintiva que racional. No tenía que reconvenirle sino de la muerte de una cierva, y éste era un delito de muy poca gravedad para un cazador.
Me fui, pues, a él.
-¿Qué decís? -me preguntó.
-Caballero, he leído la carta de mi padre; me dice que estáis dispuesto a sacarme de aquí, pero no me anuncia adónde me lleváis.
-Os llevaré adonde el barón os aguarda, señorita.
-¿Y dónde me espera?
-En el castillo de Meridor.
-¿Luego volveré a ver a mi padre?
-Dentro de dos horas.
-¡Oh, caballero! si es cierto lo que decís...
Aquí me detuve: el conde esperaba indudablemente el fin de la frase.
-Contad con mi reconocimiento -añadí con voz trémula y débil, porque adivinaba lo que el conde podía esperar de aquel reconocimiento que no tenía yo fuerzas para expresarle.
-Entonces, señorita -repuso el conde-, ¿estáis pronta a seguirme?
Miré a Gertrudis con inquietud: fácil era conocer que el semblante sombrío del conde no la tranquilizaba más que a mí.
-Reflexionad -agregó M. de Monsoreau- que cada minuto que pasa es para vos más precioso de lo que podéis imaginar. He tardado en llegar aquí media hora más de lo que esperaba; pronto van a dar las diez: ¿no habéis recibido aviso de que a las diez se hallaría el príncipe en el castillo de Beaugé?
-¡Ah! sí -contesté yo.
-Luego que llegue no podré hacer por vos otra cosa más que arriesgar mi vida sin esperanza, al paso que en este momento la arriesgo con la seguridad de que he de salvaros.
-¿Por qué no ha venido mi padre?
-¿Pensáis que vuestro padre no está vigilado? ¿Creéis que puede dar un paso sin que se sepa adónde va?
-¿Pero y vos? -pregunté.
-En cuanto a mí, es muy distinto; soy amigo y confidente del príncipe.
-Mas, caballero -exclamé-, si sois amigo y confidente del príncipe, entonces...
-Entonces, le hago traición por vos, es cierto. Por lo mismo os decía antes que arriesgaba mi vida por salvar vuestro honor.
Había tal acento de convicción en aquella respuesta del conde, y estaba tan visiblemente de acuerdo con la verdad, que, a pesar de que aún experimentaba un resto de repugnancia a confiarme a él, no hallé palabras con qué expresar esta repugnancia.
-Os espero -dijo el conde.
Miré a Gertrudis, que se hallaba indecisa como yo.
-Mirad -me dijo M. de Monsoreau-, si dudáis todavía, mirad hacia ese lado.
En efecto, por el lado opuesto y a la otra orilla del estanque venía una multitud de hombres a caballo que se encaminaban al castillo.
-¿Quiénes son esos hombres? -pregunté.
-El duque de Anjou' y su comitiva -respondió el conde.
-Señorita, señorita -exclamó Gertrudis-, no hay tiempo que perder.
-Demasiado se ha perdido ya -añadió el conde-. Decidíos en nombre del cielo.
Caí sin fuerzas en una silla, balbuceando:
-¡Qué haré, Dios mío, qué haré!
-¿Oís? -dijo el conde-: llaman a la puerta.
Oyóse, en efecto, resonar el aldabón bajo la mano de uno de los hombres, a quien vimos apartarse del grupo y tomar la delantera a los demás.
-Dentro de cinco minutos -añadió M. de Monsoreau- ya no será tiempo de salvaros.
Traté de levantarme; pero mis piernas se doblaron.
-¡Socórreme, Gertrudis -dije-, socórreme!
-Señorita -dijo la pobre chica-, ¿oís la puerta que se abre? ¿Oís los caballos que entran en el patio?
-Sí, sí -respondí haciendo un esfuerzo-, pero me faltan las fuerzas...
-¡Oh! ¿no es más que eso? -dijo Gertrudis.
Y cogiéndome en sus brazos me levantó como si fuera un niño, y me puso en los del conde.
Al sentir el contacto de aquél hombre, me estremecí tan violentamente, que estuve a punto de desprenderme de sus brazos y caer al agua; pero él me estrechó contra su pecho y me colocó en la barca.
Gertrudis me siguió, bajando por sí sola.
Entonces noté que mi velo se había desprendido y flotaba sobre el agua.
Ocurrióseme que aquel velo podría descubrir el camino que había tomado en mi huida.
-¡Mi velo! ¡mi velo! -dije al conde.
M. de Monsoreau dirigió una mirada hacia el objeto que yo le señalaba con el dedo.
-No -repuso-, más vale así. Y tomando los remos, dio tan violento impulso a la barca que a poco tiempo nos vimos inmediatos a la orilla opuesta.
En aquel momento vimos iluminarse las ventanas de mi aposento; varios criados entraban con luces.
-¿Os engañaba? -dijo M. de Monsoreau-, ¿era ya tiempo? -¡Oh! sí, sí, caballero -contesté-, sois verdaderamente mi salvador.
Los criados iban de un lado para otro, veíanse las luces unas veces en mi cuarto, otras en el de Gertrudis. Oímos voces; un hombre entró, delante del cual se apartaron todos los demás. Aquél hombre se asomó a la ventana que se hallaba abierta, vio el velo que flotaba sobre el agua, y dio un grito.
-¿Veis cómo he hecho bien en dejar allí el velo? -dijo el conde-; el príncipe supondrá que por libraros de caer en sus manos os habéis arrojado al lago, y mientras os hace buscar en él, nosotros huiremos.
Entonces me asusté realmente al considerar las sombrías profundidades del alma de aquél hombre, que había contado de antemano con semejante medio.
En aquel momento llegamos a la orilla.
XV. EL TRATADO
(Continuación de la historia de Diana de Meridor)
Hubo un instante de silencio. Diana, casi tan conmovida con aquel recuerdo como lo había estado con la realidad, sentía que le iba faltando la voz. Bussy la escuchaba con todas las facultades de su alma y se sentía dispuesto a odiar eternamente a sus enemigos, aun antes de saber quiénes fuesen.
En fin, después de haber respirado la esencia de un frasquito que sacó del bolsillo, continuó Diana de esta manera:
-Apenas pusimos el pie en tierra, nos rodearon siete u ocho hombres. Eran criados del conde, entre los cuales creí conocer a los que acompañaban nuestra litera cuando fuimos atacados por los que nos llevaron al castillo de Beaugé.
Un escudero tenía dos caballos del diestro: uno de ellos era el caballo negro del conde, el otro la hacanea blanca que me estaba destinada. El conde me ayudó a subir en ella, y cuando me hube colocado en la silla, subió él también a caballo.
Gertrudis subió a la grupa del caballo de un criado.
Tomadas estas disposiciones, partimos a galope.
Notando que el conde había tomado la brida de mi hacanea, le dije que podía excusar esta precaución, puesto que yo sabía manejar bastante bien un caballo; pero me contestó que la hacanea era espantadiza y podría dar algún bote que me separase de él.
Al cabo de diez minutos de carrera, oí la voz de Gertrudis que me llamaba.
Volví la cabeza y vi que nuestra comitiva se había dividido en dos grupos: el uno, compuesto de cuatro hombres, entraba, llevándose a Gertrudis por un sendero lateral que se internaba en el bosque, mientras que el conde de Monsoreau y los otros cuatro criados seguían conmigo el camino recto.
-¡Gertrudis! -grité-. Señor conde, ¿por qué no viene Gertrudis con nosotros?
-Es precaución indispensable -dijo el conde-; si somos perseguidos, dejando por dos distintos lados señales de nuestro paso, podrá decirse en ambos caminos que ha pasado una mujer escoltada por cuatro hombres. De este modo hay la probabilidad de que el duque de Anjou tome uno por tomar el otro y corra tras de vuestra criada en lugar de correr tras de nosotros.
La respuesta, aunque especiosa, no me satisfizo: ¿pero qué podía yo decir ni menos hacer? Suspiré y guardé silencio.
Por lo demás, el camino que seguía el conde era, sin duda alguna, el del castillo de Meridor. Al paso que llevábamos, dentro de un cuarto de hora debíamos hallarnos a la vista del castillo.
Pero al llegar a una encrucijada del bosque que me era muy conocida, el conde, en vez de seguir el camino que conducía a casa de mi padre, tomó "por la izquierda, siguiendo otro que del castillo de Meridor visiblemente se apartaba. Grité al instante, y a pesar del rápido galope de mi hacanea, me apoyé en el arzón para saltar en tierra, lo que hubiera conseguido si el conde, que sin duda espiaba todos mis movimientos, no lo hubiese evitado aproximándose a mí, tomándome en sus brazos y colocándome delante de sí en su caballo. La hacanea, viéndose libre, huyó, internándose en el bosque.
El conde ejecutó su acción con tanta rapidez, que no tuve tiempo más que para dar un grito.
M. de Monsoreau me puso al instante la mano en la boca.
-Señorita -me dijo-, os juro por mi honor que nada hago que por orden de vuestro padre no sea, de lo cual os daré una prueba en el primer lugar donde nos detengamos; si esta prueba no os basta u os parece dudosa, os doy mi palabra de dejaros libre.
-Pero me habéis dicho que me llevabais a casa de mi padre -exclamé separando su mano de mi boca y echando hacia atrás la cabeza.
-Sí, señora, os lo he dicho porque veía que no os determinabais a seguirme, y un momento de duda podía perdernos a él, a vos y a mí, según podéis haber visto. Ahora bien -continuó deteniendo el caballo-: ¿queréis matar al barón, correr derechamente a vuestra deshonra? Si queréis todo esto, decid una palabra y os conduciré al castillo de Meridor.
-Me habéis hablado de una prueba que me convencería de que estáis autorizado para todo esto por mi padre.
-Aquí la tenéis -dijo el conde-: tomad esta carta y leedla en el primer lugar de descanso. Si después que la hayáis leído, queréis ir al castillo, os vuelvo a dar mi palabra de honor de dejaros libre. Pero si aún respetáis las órdenes del barón, no volveréis, estoy seguro.
-Continuemos, pues, adelante, señor conde, y lleguemos pronto a esa parada que decís, porque anhelo saber cuanto antes si lo que me habéis dicho es cierto.
-Tened presente que si me seguís es de vuestra propia voluntad.
-Sí, de mi propia voluntad, en cuanto es dado tenerla a una joven que en situación como ésta ve de un lado la muerte de su padre y su deshonra, de otra la necesidad de fiarse de la palabra de un hombre a quien apenas conoce. No obstante, os sigo libremente, caballero, y de ello podríais convenceros si ordenarais que me dieran un caballo.
El conde hizo seña a uno de sus criados de echar pie a tierra, y yo me trasladé al momento de su caballo al del criado.
-La hacanea no puede hallarse lejos -dijo el conde al hombre desmontado-: buscadla en el bosque, llamadla; ya sabéis que sigue a cualquiera como si fuese un perro con sólo llamarla por su nombre o silbando. Os reuniréis con nosotros en La Chatre.
Me estremecí sin querer. La Chatre está a diez leguas de Meridor en el camino de París.
-Caballero -dije-, os acompaño; pero en La Chatre estableceremos condiciones.
-Es decir, señorita -repuso el conde-, que en La Chatre me daréis vuestras órdenes.
Esta aparente humildad no me tranquilizó; sin embargo, como no estaba en mi mano la elección de medios, y el que se me ofrecía era el único para librarme del duque de Anjou, continué silenciosamente mi camino.
Al amanecer llegamos a La Chatre; pero en lugar de entrar en el pueblo, a cien pasos de los primeros huertos nos dirigimos atravesando tierras hacia una casa apartada.
Detuve mi caballo.
-¿Adónde vamos? -pregunté.
-Oídme, señorita -repuso el conde-: he observado ya la extremada perspicacia vuestra, y a ella mismo apelo en este momento. Huyendo como vamos de la persecución de un príncipe, el más poderoso después del rey, ¿sería prudente parar en una posada pública y en un pueblo donde el primero que nos viese nos denunciaría? Puede comprarse un hombre, pero no se compra todo un pueblo.
Las respuestas del conde eran todas tan lógicas, o al menos tan especiosas, que me admiraban.
-Bien -le dije-, vamos.
Y proseguimos nuestra marcha.
Nos esperaban en la casa; un hombre de nuestra comitiva se había adelantado sin que yo lo advirtiese. En un cuarto bastante aseado estaba dispuesta una cama, y un buen fuego brillaba en la chimenea.
-Este es vuestro cuarto, señorita -dijo el conde-; esperaré vuestras órdenes.
Saludó, salió y me dejó sola.
Mi primer cuidado fue sacar del pecho la carta de mi padre... Esta es, M. de Bussy, os hago mi juez, leedla.
Bussy tomó la carta y leyó:
"Mi amada Diana: Si como no lo dudo, has cedido a mis súplicas y seguido al señor conde de Monsoreau, éste te habrá dicho que tienes la desgracia de agradar al duque de Anjou y que el príncipe fue quien preparó tu rapto y tu conducción al castillo de Beaugé; por este acto de violencia juzgarás de lo que el duque es capaz y de la deshonra que te amenaza. Hay un medio para que te libres de esta deshonra, a la cual yo no podría sobrevivir, y es el de casarte con nuestro noble amigo. Siendo condesa de Monsoreau, el conde defenderá a su esposa, y me ha jurado defenderte con todas sus fuerzas.
"Mi deseo es, pues, hija querida, que se efectúe este enlace lo más pronto posible; si accedes a ello, recibe, con mi consentimiento positivo, mi bendición paternal, mientras quedo rogando a Dios te prodigue los tesoros de dicha que tiene reservados para los corazones como el tuyo.
"Tu padre, que no manda, sino que suplica.
"EL BARÓN DE MERIDOR."
-¡Ah! -dijo Bussy-; si efectivamente esta carta es de vuestro padre, no puede ser más terminante.
-Suya es, no tengo duda ninguna; sin embargo, la leí tres veces antes de decidirme a nada. Por último llamé al conde.
Entró al instante, lo cual me probó que había estado esperando a la puerta.
Yo tenía la carta en la mano.
-Y bien -me preguntó-, ¿la habéis leído?
-Sí, señor.
-¿Dudáis ahora de mi afecto y de mi respeto?
-Si hubiese dudado, caballero, esta carta me impondría la creencia que me faltara. Ahora bien, admitiendo que yo esté dispuesta a ceder a los consejos de mi padre, ¿qué pensáis hacer?
-Pienso llevaros a París, señorita; allí es más fácil ocultaron.
-¿Y mi padre?
-El barón, harto lo sabéis, se reunirá con nosotros en cualquier parte donde estemos, luego que no haya peligro de comprometeros.
-Muy bien, señor conde; estoy dispuesta a aceptar vuestra protección con las condiciones que me impongáis.
-Yo no impongo condición ninguna, señorita -dijo el conde-; no hago más que ofreceros un medio de salvar vuestro honor.
-Pues bien, digo como vos, y añado que estoy pronta a aceptar ese medio de salvación que me ofrecéis, con tres condiciones.
-Hablad, señorita.
-La primera es, que vendrá Gertrudis a reunirse conmigo.
-Ya está aquí -repuso el conde.
-La segunda, que caminaremos separados hasta París.
-Iba a proponeros esta separación para calmar vuestra susceptibilidad.
-Y la tercera, que nuestro matrimonio, a no ser en caso de urgencia reconocida por mí, no se efectuará sino en presencia de mi padre.
-Ese es mi más vivo deseo, y cuento con su bendición para merecer la del cielo.
Quedé estupefacta. Había creído encontrar en el conde alguna oposición, y veía, por el contrario, que abundaba en mis mismos pensamientos.
-Ahora, señorita -dijo-, ¿me permitiréis que por mi parte os dé algunos consejos?
-Hablad, caballero.
-El primero es que caminéis de noche.
-Estoy decidida a ello.
-El segundo, que me dejéis elegir las posadas donde debáis deteneros y el camino que hayáis de seguir. Un solo objeto tendrán todas mis precauciones: el de libraros del duque de Anjou.
-Si me amáis, como decís, señor conde, nuestros intereses son idénticos; ninguna objeción tengo que hacer contra lo que pedís.
-Por último, el tercer consejo es que en París os contentéis con la casa que yo os prepare, por pobre que parezca y por apartada que esté de las calles principales.
-No deseo más que vivir oculta, y cuanto más sencilla y apartada sea la habitación que me preparéis, tanto más convendrá a una fugitiva.
-Entonces estamos conformes de todo punto, señorita, y para conformarme con el plan que me habéis trazado, sólo me resta tomar vuestras órdenes, enviaros vuestra doncella y designar el camino que debéis seguir.
-Por mi parte -contesté-, soy noble como vos; cumplid vuestras promesas, y yo cumpliré las mías.
-No pido otra cosa -dijo el conde- y fiado en vuestra palabra creo que dentro de poco seré el hombre más dichoso.
Dichas estas palabras hizo un saludo respetuoso y se retiró.
Cinco minutos más tarde entró Gertrudis.
Grande fue la alegría de la pobre muchacha, pues había creído que para siempre la separaban de mí. Referírle cuanto me acababa de pasar; necesitaba yo una persona que abrigase mis intenciones, secundara mis deseos y pudiese, en caso preciso, comprenderlos con media palabra y obedecer a la menor señal o al menor gesto.
Asustábame la facilidad con que M. de Monsoreau había aceptado mis condiciones y temía que infringiese alguna cláusula del contrato que acababa de efectuarse entre nosotros.
Al concluir mi narración, oímos el ruido de un caballo: era el conde que a todo galope partía por el mismo camino que habíamos andado. ¿Por qué retrocedía en vez de seguir el camino adelante? Esto es lo que no pude comprender. Pero había cumplido el primer artículo del tratado devolviéndome a Gertrudis, cumplía el segundo separándose de mí; nada, pues, tenía que decir. Por otra parte, cualquiera que fuese el punto a que se dirigiera, su marcha me tranquilizaba. .
Pasamos todo el día en la casita, servidas por nuestra huésped; por la noche, el que me había parecido jefe de nuestra escolta entró en mi aposento y me pidió órdenes. Como el peligro me parecía tanto mayor cuanto más cerca del castillo de Beaugé me hallase, le respondí que estaba pronta; cinco minutos después volvió a entrar y me indicó con un saludo que sólo a mí aguardaba. A la puerta encontré mi hacanea blanca, que había sido llevada inmediatamente, como lo había previsto M. de Monsoreau.
Caminamos toda la noche y nos detuvimos al amanecer. Calculé que debíamos haber recorrido quince leguas poco más o menos. M. de Monsoreau había tomado todas las precauciones necesarias para que no me fatigara ni me molestase el frío. La hacanea que me había elegido tenía un trote muy suave, y al salir de casa me había hecho poner un manto bien forrado.
En esta parada, como en la primera y en todas las que hicimos durante el camino, observé que se tenían conmigo las mismas atenciones, el mismo respeto, los mismos cuidados, prueba eminente de que alguno nos precedía que se hallaba especialmente encargado de preparar nuestro alojamiento.
Si era el conde o alguno de los de su séquito, no llegué a saberlo, porque cumpliendo esta parte de nuestra estipulación con la misma exactitud que las demás, ni una sola vez le vi en todo el camino.
Al séptimo día de marcha vi desde lo alto de una colina una multitud de edificios.
Era París.
Hicimos alto para aguardar a que la noche llegara, y luego que obscureció volvimos a ponernos en marcha.
Pasamos por una puerta, más allá de la cual el primer objeto que se presentó a mi vista fue un gran edificio que por sus altas paredes conocí que sería algún monasterio.
Tomamos a la derecha y al cabo de diez minutos nos encontramos en la plaza de la Bastilla. Entonces un hombre que arrimado a una puerta, al parecer, nos estaba esperando, se llegó al jefe de nuestra escolta, y le dijo:
-Aquí es.
El jefe de la escolta se volvió hacia mía.
-Ya lo oís, señora -dijo-, hemos llegado.
Y apeándose del caballo me presentó la mano para bajar de la hacanea, como acostumbraba a hacerlo en cada parada.
La puerta se hallaba abierta; en uno de los escalones había una lámpara que iluminaba la escalera.
-Señora -dijo el jefe de la escolta-, estáis en vuestra casa; aquí acaba la misión de acompañaros que hemos recibido; ¿puedo lisonjearme de haberla cumplido según vuestros deseos y con el respeto que se nos ha recomendado?
-Sí, señor le respondí-, y debo daros las gracias. Ofrecédselas también en mi nombre a los que me han acompañado, a quienes desearía' remunerar de una manera más eficaz. Pero nada poseo.
-No paséis cuidado por eso, señora; ya están generosamente recompensados.
Volvió a montar a caballo, me saludó y, dirigiéndose a sus compañeros:
-Venid conmigo, les dijo-, y cuidado con que mañana se acuerde ninguno de vosotros de esta puerta lo suficiente para reconocerla.
Dichas estas palabras, la escolta se alejó al galope por la calle de San Antonio.
El primer cuidado de Gertrudis fue cerrar la puerta, lo que hizo con tal rapidez, que a no ser por el ventanillo no hubiésemos visto el camino que llevaba la escolta que de nosotros se acababa de separar.
Después nos dirigimos hacia la escalera donde estaba la lámpara; Gertrudis la tomó y echó a andar delante.
Subimos los escalones y nos encontramos en el corredor; hallábanse abiertas las tres puertas.
Entramos por la de en medio y nos hallamos en este mismo salón, el cual se hallaba iluminado como ahora lo está.
Abrí esa puerta y vi un gran gabinete de tocador, después abrí esa otra, que es la de mi dormitorio, y me hallé, no sin profunda sorpresa, enfrente de mi retrato.
Este retrato era el mismo que estaba en el cuarto de mi padre en Meridor. Sin duda el conde se lo había pedido al barón y éste había accedido a su deseo.
Me estremecí al pensar en esta nueva prueba de que mi padre me juzgaba ya como esposa de M. de Monsoreau.
Recorrimos la habitación: nadie había en ella, pero nada faltaba; había fuego en todas las chimeneas y en el comedor una mesa completamente servida.
Dirigí una ojeada rápida a aquella mesa y me tranquilizó el ver que no había en ella más que un cubierto.
-Ya veis, señorita -dijo Gertrudis-, que el conde cumple en todo su palabra.
-¡Ah! sí -respondí dando un suspiro, porque hubiera querido que faltando a alguna de sus promesas me hubiese dispensado de cumplir las mías.
Cené: después visitamos por segunda vez toda la casa, pero sin hallar en ella alma viviente. No había duda ninguna, éramos dueñas absolutas de toda la habitación; estábamos completamente solas.
Gertrudis durmió aquella noche en mi aposento.
A la mañana siguiente salió y se orientó. Entonces supe que nuestra casa se hallaba situada al extremo de la calle de San Antonio, enfrente del palacio de Tournelles, y que la fortaleza que había a la derecha era la Bastilla.
Por lo demás, con saber todo esto no sabía gran cosa, pues no habiendo estado nunca en París, desconocía la situación de sus calles.
Nada aconteció de nuevo, en todo el día; por la noche, al disponerme para sentarme a la mesa, llamaron a la puerta.
Gertrudis y yo nos miramos.
Llamaron por segunda vez.
-Mira a ver quien llama -le dije.
-¿Y si es el conde? -preguntó al verme palidecer.
-Si es el conde -respondí haciendo un esfuerzo-, ábrele, Gertrudis; ha cumplido fielmente sus promesas; verá que yo también sé cumplir las mías.
Un instante después volvió Gertrudis.
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