Alejandro dumas



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-Por mi vida, señor conde -res­pondió M. de Monsoreau-, que no me atrevería a jurarlo, sólo sí apos­taría que tenéis razón. Mas ¿puedo saber a qué debo el honor que me hacéis turbando mi soledad?

-¡Pardiez! -dijo con descaro Bussy-, a la gran admiración que el duque de Anjou me ha inspirado hacia vos.

-¿Cómo así?

-Refiriéndome vuestra hazaña, aquella por la cual habéis sido nom­brado montero mayor.

M. de Monsoreau se puso tan es­pantosamente pálido, que los hoyos de las viruelas que empedraban su semblante tomaron la apariencia de otros tantos puntos negros sobre su tez amarilla; al mismo tiempo di­rigió a Bussy una mirada que pre­sagiaba la tempestad más violenta.

Bussy comprendió que lo había echado a perder, pero no era hom­bre que retrocedía en nada; por el contrario, era de aquellos que repa­ran comúnmente una indiscreción con una insolencia.

-¿Decís, caballero -repuso el montero mayor-, que el duque de Anjou os ha contado mi última hazaña?

-Sí, señor -contestó Bussy-, punto por punto; lo cual confieso que me ha inspirado un gran deseo de oír la relación de vuestra propia boca.

M. de Monsoreau apretó el vena­blo en su crispada mano, como con ganas de servirse de él contra Bussy.

-¡Pardiez! caballero -dijo-, me sentía dispuesto a corresponder a tanta cortesía accediendo a vues­tra demanda; pero, desgraciadamen­te, veo llegar al rey y no tengo tiem­po para ello. Si queréis, será más tarde.

En efecto, el rey se adelantaba rápidamente desde el bosque al me­dio punto, montado en su caballo favorito, que era una hermosa jaca española color isabela.

Bussy describió con la vista un semicírculo y halló la mirada del duque de Anjou: el rostro del prín­cipe estaba animado con la más ma­ligna de sus sonrisas.

-Amo y criado -murmuró Bus­sy- están bastante feos cuando se ríen: ¿qué será cuando lloren?

El rey gustaba de tener a su lado gallardas figuras; así fue que le satisfizo muy poco la de M. de Mon­soreau, a quien había visto ya una vez y cuya vista le había desagra­dado tanto en la segunda ocasión como en la primera. No obstante, aceptó con rostro benévolo el estor­tuario que el montero mayor le pre­sentaba de rodillas, según costumbre.

Luego que el rey le tomó, anun­ciaron los monteros que el gamo es­taba cercado y empezó la caza.

Bussy se colocó a un lado, de modo que hubiese de desfilar toda la comitiva delante de él; a nadie dejó pasar sin haber examinado si era el original del retrato; pero todo fue .inútil; concurrieron muchas mu­jeres lindas, hermosas, seductoras, a aquella cacería en que tomaba po­sesión de su empleo M. de Mon­soreau, pero no asistió la encanta­dora criatura que Bussy buscaba.

Vióse, pues, reducido a la conver­sación y a la compañía de sus habi­tuales amigos.

Antraguet, siempre risueño y bur­lón, le sirvió de mucho para dis­traerle de su disgusto.

-Tenemos -dijo- un montero mayor espantoso: ¿qué te parece Bussy?

-Horrible -contestó éste-: si su mujer se le parece, ¡qué cría sacarán! Muéstrame a su mujer.

-Amigo, el montero mayor es plaza vacante.

-¿Y por dónde lo sabes?

-Lo sé por madame le Veudron, que le encuentra muy bello y que de buen grado le haría su cuarto marido, como hizo Lucrecia Borgia con el conde de Este. Mírala cómo lanza su caballo bayo detrás del ca­ballo negro de M. de Monsoreau.

-¿Y de qué país es, señor? -in­terrogó Bussy.

-De una multitud de países.

-¿Situados?

-Hacia el Anjou.

-Según eso, ¿es rico?

-Así dicen; mas no tiene otras cualidades; parece que es de la no­bleza inferior.

-¿Y quién es la querida de ese hidalguillo?

-No tiene querida: el digno ca­ballero parece que quiere ser único en su género; mas el señor duque de Anjou te llama con la mano; ve pronto.

-¡Pardiez! el señor duque de An­jou esperará. Ese hombre excita mi curiosidad: le encuentro singular no sé por qué; ya sabes que esta clase de ideas nacen en uno desde la pri­mera vez que ve a las personas; pienso que no hemos de congeniar él y yo; y luego ese nombre: ¡Mon­soreau!

-Monte del Ratón -contestó Antraguet-: aquí tienes su etimo­logía: mi viejo abad me lo enseñó esta mañana: Mons Soricis.

-Perfectamente -repuso Bussy.

-¡Ah! espera -dijo de repente Antraguet.

-¿Qué?


-Livarot debe de tener noticias.

-¿De quién?

-Del Mons Soricis. Las tierras de ambos están contiguas.

-Vamos a que nos lo diga ahora mismo. ¡Eh! ¡Livarot!

Livarot se acercó.

-¡Aquí pronto! ¡Livarot! Aquí, Monsoreau...

-¿Qué? -interrogó el joven.

-Dinos lo que sepas con res­pecto a Monsoreau.

-Con mucho gusto.

-¿Será relación larga?

-No, muy corta. En tres palabras os puedo decir lo que opino de él. ¡Le tengo miedo!

-Bueno; y ahora que nos has di­cho lo que de él piensas, dinos lo que sabes.

-Escucha... Volvía yo una tar­de...

-La historia empieza de un modo terrible -dijo Antraguet.

-¿Queréis dejarme acabar?

-Sí.


-Volvía yo una tarde de casa de mi tío d'Entragues, hace como seis meses, cuando al atravesar el bos­que de Meridor oí un grito terrible y vi pasar una blanca hacanea en­sillada, pero sin jinete, y corriendo desbocada por entre la maleza: avan­cé, y al extremo de una larga calle de árboles, obscurecida por las pri­meras sombras de la noche, vi un hombre montado en un caballo ne­gro; aquél hambre no corría, vola­ba. Entonces oí de nuevo el mismo grito, aunque sofocado, y percibí delante de la silla a una mujer, cuya boca procuraba aquél hombre tapar con la mano. Yo llevaba con­migo mi arcabuz de caza: tú sabes que por lo regular nunca yerro el tiro: le apunté y habría muerto, si en el instante de disparar no se me hubiese apagado la mecha.

-¿Y después? pregunto Bussy. -Después pregunté a un leñador quién era aquél caballero del negro corcel que así robaba mujeres, y me contestó que era M. de Monso­reau.

-¡Pse! -dijo Antraguet-; si no hace más que robar mujeres... eso es muy común, ¿no es cierto, Bussy?

-Sí -repuso Bussy-; pero al menos se les permite gritar.

-¿Y quién era la mujer? -pre­guntó Antraguet.

Eso es lo que no he podido saber.

-Vamos -dijo Bussy-, eviden­temente es un hombre notable, un hombre que me interesa.

-Tan notable -añadió Liva­rot-, que tiene una reputación atroz.

-¡Pues qué! ¿se dice de él algo más?

-No, nada, ostensiblemente nun­ca ha hecho gran mal y según dicen hasta se porta bien con sus colonos, lo cual no impide que se le tema más que al fuego en el país que tie­ne la fortuna de poseerle. Por lo demás, siendo cómo es tan cazador como Nemrod, no delante de Dios tal vez, sino delante del diablo, ja­más habrá tenido el rey un montero mayor semejante. Para este empleo vale más que San Lucas, a quien se hallaba destinado y a quien se le quitó el influjo del duque de Anjou.

-¿Sabes que el duque de Anjou sigue llamándote? -dijo Antraguet.

-Bueno, que llame; y tú, ¿sabes lo que se dice de San Lucas?

-No: ¿sigue aún prisionero del rey? -preguntó Livarot riéndose.

-Sin duda, puesto que no ha ve­nido a la cacería.

-Nada de eso, querido; salió anoche a la una con objeto de vi­sitar las tierras de su mujer.

-¿Desterrado?

-Las apariencias al menos lo in­dican.

-¡San Lucas desterrado! No es posible.

-Es el Evangelio, amigo mío.

-Según San Lucas.

-No, según el mariscal de Bris­sac, de cuya propia boca supe esta mañana la noticia.

-¡Oiga! eso sí que es nuevo y curioso: no ganará mucho en ello la fama de Monsoreau.

-Ya caigo -dijo Bussy.

-¿Cómo es eso?

-Ya lo encontré.

-¿Qué has encontrado?

-El servicio que ha prestado al duque de Anjou.

-¿San Lucas?

-No, Monsoreau.

-¿De veras?

-Sí, no cabe duda: el diablo me lleve si no he dado con ello: vais a ver, venid conmigo.

Y Bussy puso el caballo al galo­pe, y seguido de Livarot y Antra­guet, se dirigió al alcance del duque de Anjou, el cual, cansado de hacer señas, caminaba a algunos tiros de arcabuz delante de él.

-¡Ah, monseñor! -exclamo al llegar junto al príncipe-, ¡qué hom­bre tan precioso es ese M. de Mon­soreau!

-¿Sí, eh?

-¡Es cosa increíble!

-¿Le has hablado? -preguntó el príncipe con burlona sonrisa.

-Seguramente, sin contar que tiene un talento y una erudición...

-¿Y le has preguntado lo que ha hecho por mí?

-Seguro; no me llegué a él sino con ese fin.

-¿Y te ha contestado? -pregun­tó el duque cada vez más risueño.

-Al momento, y con una urba­nidad que le agradezco infinito.

-¿Qué te ha dicho, pues? Vea­mos, mi valiente tajamontes -excla­mó el príncipe.

-Me ha confesado cortésmente, monseñor, que era proveedor de Vuestra Alteza.

-¿Proveedor de caza?

-No, de mujeres.

-¿Cómo? -repuso el duque arrugando el entrecejo-, ¿qué sig­nifican esas habladurías, Bussy?

-Quiero decir, monseñor, que roba por vuestra cuenta mujeres en su gran caballo negro, y que corno ellas ignoran indudablemente el ho­nor que se les reserva, él se ve obli­gado a ponerlas la mano en la boca para que no griten.

El duque volvió a fruncir el ceño, apretó los puños, se puso pálido, y aplicando un espolazo al caballo, le hizo salir a tan furioso galope, que Bussy y sus amigos se quedaron atrás.

-¡Ah! ¡ah! -dijo Antraguet-, la chanza es buena.

-Tanto mejor -añadió Liva­rot-, cuanto que, según veo, no en todos produce el efecto de una chanza.

-¡Diablo! -dijo Bussy-, pare­ce que le he dado en lo vivo al pobre duque.

Un momento después se oyó la voz del príncipe que gritaba:

-¡Eh! ¡Bussy! ¿dónde estás? ¡ven aquí!

-Allá voy, monseñor -dijo Bus­sy acercándose.

Bussy encontró al duque de An­jou riéndose a carcajadas.

-¡Oiga, monseñor! -dijo-; pa­rece que lo que os he contado era chistoso.

-No, Bussy, no me río de lo que me has contado.

-Lo lamento; yo lo hubiera de­seado, porque habría tenido el mé­rito de hacer reír a un príncipe que no se ríe muchas veces.

-Me río, mi pobre Bussy, de que pretendes sacar de mentira ver­dad.

-Lléveme el diablo, monseñor, si lo que os he referido no es ver­dad.

-Bien, entonces cuéntame esa historia ahora que estamos solos: ¿dónde has sabido todo eso que me contabas?

-En los bosques de Meridor.

Esta vez se puso también pálido el duque, pero guardó silencio.

-Sin duda -pensó Bussy-, el duque se halló mezclado en la aven­tura del raptor del caballo negro y la mujer de la hacanea blanca.

-Vamos, monseñor -añadió en alta voz y riéndose al ver que el duque continuaba algo serio-, si hay alguna manera de serviros que os agrade más que las otras, decídnosla y os serviremos a vuestro gus­to, aunque tengamos que hacer mal tercio a M. de Monsoreau.

-¡Pardiez! sí, Bussy, hay una y voy a decírtela.

El duque llevó aparte a Bussy.

-Escucha -le dijo, he encon­trado por casualidad en la iglesia a una mujer hechicera; como algu­nas de sus facciones que percibí, aunque ocultas bajo un velo, me recordaban las de otra mujer a quien he amado mucho, la seguí y supe dónde vive. Su criada está se­ducida y tengo una llave de la casa.

-Hasta ahora, monseñor, creo que todo va bien.

-Espera. Dicen que esa dama es discreta, aunque libre, joven y bella.

-¡Ah, monseñor! ya entramos en el campo de las ilusiones.

-Óyeme, tú eres valiente y me amas, según dices.

-Tengo días.

-¿Para ser valiente?

-No, para amaros.

-Bueno, ¿y hoy no es uno de esos días?

-Haré lo que sea por serviros. Veamos.

-Se trata, pues, de hacer por mí lo que comúnmente nadie hace sino por sí mismo.

-¡Hola! ¿Se trata de hacer la corte a esa dama para que Su Al­teza sepa si en efecto es tan discreta como hermosa? No me disgusta la comisión.

-No se trata de eso: se trata de saber si hay algún galán de por medio.

-¡Ah! veamos: esto se va embro­llando, monseñor, entendámonos.

-Se trata de ponerte en acecho y decirme quién es el hombre que entra en su casa.

-¿Luego, efectivamente, hay al­gún hombre que la galantea?

-Mucho lo temo.

-¿Un amante o un marido?

-Cuando menos un celoso.

-Tanto mejor.

-¿Cómo tanto mejor?

-Porque eso dobla las probabi­lidades en vuestro favor.

-Gracias: pero mientras tanto quisiera saber quién es ese hombre.

-¿Y me dais a mí el encargo de averiguarlo?

-Sí, y si consientes en hacerme este servicio...

-¿Me haréis montero mayor cuando quede la plaza vacante?

-¡Pardiez! Bussy, lo haría con tanto mayor placer, cuanto que ja­más he hecho nada por ti.

-¿Y ahora se acuerda Vuestra Alteza de eso?

-Ya hace tiempo que me lo ten­go dicho a mí mismo.

-En voz baja, como los prínci­pes se dicen estas cosas.

-¿Conque... ?

-¿Qué?

-¿Consientes?



-¿En espiar a esa dama?

-Sí.


-Declaro, monseñor, que la co­misión no me lisonjea mucho, y que preferiría desempeñar otra.

-¡Hace un momento te ofrecías a servirme y ahora vacilas!

-¡Diablo! me ofrecéis el empleo de espía, monseñor.

-¡Eh! no, es oficio de amigo; por otra parte, no creas que te doy un beneficio simple: acaso será ne­cesario desenvainar la espada.

Bussy meneó la cabeza.

-Monseñor -dijo-, hay cosas que no se hacen bien sino por uno mismo: he aquí por qué hasta los príncipes deben encargarse de ellas en persona.

-¿Es decir que te? ...

-¡Pardiez! sí, monseñor.

El duque frunció el entrecejo.

-Seguiré tu consejo dijo por último-: iré yo mismo, y si me matan o quedo herido en esta oca­sión, diré que había pedido a mi amigo Bussy que se encargase de dar o recibir aquella estocada, y que mi amigo Bussy por primera vez en su vida, ha sido prudente.

-Monseñor -replicó Bussy-, me dijisteis la otra tarde: Bussy, aborrezco a todos esos favoritos del rey que en todas ocasiones nos insul­tan y se burlan de nosotros; debe­rías asistir al baile de San Lucas, provocar algún desafío y deshacer­nor de ellos. Monseñor, yo concurrí al baile; ellos eran cinco, yo estaba solo; los desafié; me tendieron un lazo y me atacaron todos a la vez, matándome el caballo y no obstan­te, herí a dos de dos estocadas y a otro de un golpe con el pomo de mi espada. Hoy queréis que agravie a una mujer: perdonad, monseñor; eso sale fuera del círculo de los ser­vicios que un príncipe puede exigir de un caballero, y me niego por tan­to a ello.

-Está bien -dijo el príncipe-; haré yo solo la centinela, o con Aurilly, como ya la he hecho otras veces.

-Perdonad -dijo Bussy, empe­zando a sospechar de qué dama se trataba.

-¿Qué?


-¿Os hallabais de centinela cuan­do el otro día visteis a los validos que me espiaban?

-Justamente.

-¿Vuestra hermosa desconocida vive cerca de la Bastilla?

-Enfrente de Santa Catalina.

-¿De veras?

-Es un barrio endiablado, donde se puede asesinar a un hombre sin que lo sienta la tierra: tú debes sa­ber algo de esto.

-¿Y ha vuelto otra vez Vuestra Alteza después de aquella noche?

-Ayer.


-Y Vuestra Alteza vio.. .

-Un hombre que escudriñaba to­dos los rincones de la plaza, sin duda por ver si alguien le estaba observando, y que probablemente, habiéndome visto, permaneció obs­tinadamente delante de la puerta de esa dama.

-Y ese hombre, ¿estaba solo?

-Sí, durante media hora estuvo solo.

-¿Y después?

-Después se le incorporó otro hombre con una linterna en la mano.

-¡Oiga! -dijo Bussy. -¡Entonces el de la capa...

-¡Ah! el primero tenía capa.

-Sí. Entonces el de la capa y el de la linterna se pusieron a hablar, y como no parecían tener intención de marcharse de allí en toda la no­che, les dejé libre el campo y me volví a palacio.

-¿Disgustado del doble experi­mento?

-¡Pardiez! sí, lo confieso. De modo que antes de penetrar en esa casa, donde podría muy bien ser ase­sinado. . .

-No os desagradaría que asesi­nasen en vuestro lugar a uno de vuestros amigos.

-O mejor dicho, que este amigo, no siendo príncipe, no teniendo los enemigos que yo tengo, y habituado además a esta especie de aventuras, observase si, en efecto, pudo correr algún peligro, y viniera a participar­me el resultado de sus observacio­nes.

-En vuestro lugar, monseñor -dijo Bussy-, yo dejaría a esa mujer.

-No por cierto.

-¿Por qué?

-Es hermosísima.

-¿Pues no dice Vuestra Alteza que apenas la ha visto?

-Pero la he visto lo suficiente para notar que tiene admirables ca­bellos rubios...

-¡Ah!


-Ojos magníficos; cutis como ninguno; talle maravilloso...

-¡Ah!


-Ya comprenderás que no se re­nuncia fácilmente a una mujer se­mejante.

-Sí, monseñor, lo conozco; por eso vuestra situación me interesa.

El duque miró a Bussy de sos­layo.

-Palabra de honor -agregó éste.

-Tú te burlas, Bussy.

-No, monseñor, y la prueba es que, si Vuestra Alteza quiere darme sus instrucciones e indicarme la casa, vigilaré desde esta noche.

-¿Cambias, pues, de resolución?

-Monseñor, únicamente nuestro Santo Padre Gregorio XIII es infa­lible; decidme únicamente lo que debo hacer.

-Ocultarte a cierta distancia de la puerta que te indicaré, y si entra alguno, seguirle a fin de saber quién es.

-Bien; pero ¿y si al entrar vuel­ve a cerrar la puerta?

-Ya te he dicho que tenía una llave.

-¡Ah, es cierto! solo hay que temer una cosa, y es que puedo se­guir a otro hombre y la llave puede abrir también otra puerta

-No tiene pérdida: la puerta da a un patio; al extremo de este pa­tio, a la izquierda, hay una escalera; subes doce escalones y te hallas en un corredor.

-¿Y cómo sabéis eso, monseñor, si no habéis entrado nunca en la casa?

-¿No te dije que la criada esta­ba de mi parte? Ella me lo ha ex­plicado todo.

-¡Vive Dios, que es cómodo ser príncipe! Todo os lo dan guisado y compuesto. Yo habría necesitado reconocer la casa por mí mismo, ex­plorar el patio, contar los escalones, observar el corredor... Esto me ha­bría ocupado mucho tiempo, ¡quién sabe si al fin habría llevado a cabo mi plan!

-¿Así, pues, consientes?

-¿Sé yo negar nada a Vuestra Alteza? Solamente quisiera que vi­nieseis conmigo para mostrarme la casa.

-Es inútil; al volver de la cace­ría daremos un rodeo, pasaremos por la puerta de San Antonio y te la enseñaré.

-Perfectamente: ¿y qué hago con el hombre, si se presenta?

-Solamente seguirle hasta que se­pas quién es.

-Es cosa delicada: si, por ejem­plo, ese hombre lleva su discreción hasta el punto de plantarse en la mitad del camino y cortar de este modo el hilo de mis investigacio­nes...

-Dejo a tu cargo el acabar la aventura como te parezca.

-Es decir, que Vuestra Alteza me autoriza para hacer lo que haría si fuese yo el interesado.

-Por completo.

-Así lo haré.

-Ni una palabra de esto a nues­tros amigos.

-¡A fe de caballero!

-Que no vaya nadie contigo a esa exploración.

-Iré solo, os lo juro.

-Perfectamente: conque volvere­mos por la Bastilla; te enseñaré la puerta; vendrás a mi palacio... te daré la llave... y esta noche….

-Os reemplazo en vuestro pues­to, monseñor; no hay más que decir. Bussy y el príncipe se juntaron con los cazadores, M. de Monsoreau había dispuesto la cacería como hom­bre de ingenio, y el rey quedó muy complacido con las disposiciones que el consumado cazador había adop­tado, ya tocante a la caza, ya con respecto a los puntos de descanso.

El gamo, después de haber sido perseguido por espacio de dos ho­ras en un recinto de cuatro a cinco leguas, vino a parar al mismo paraje de donde había salido.

M. de Monsoreau fue felicitado por el rey y por el duque de Anjou. -Monseñor -exclamó-, tengo una gran satisfacción de haber po­dido merecer vuestros elogios, pues a Vuestra Alteza debo el empleo que ocupo.

-Ya sabéis, caballero -respon­dió el duque-, que para continuar mereciéndolos es preciso que sal­gáis esta misma noche para Fontai­nebleau; el rey quiere cazar allí pa­sado mañana y los días siguientes, y apenas basta un día para conocer el bosque.

-Ya lo sé, monseñor -respon­dió Monsoreau-, y mi equipaje está dispuesto. Me pondré en marcha esta misma noche.

-¡Ah, M. de Monsoreau! -dijo Bussy-, de aquí en adelante se aca­bó para vos el reposo. Habéis que­rido ser montero mayor, y lo sois; mas en el empleo que ocupáis hay cincuenta buenas noches menos que en los empleos de los demás hom­bres; por fortuna, todavía sois sol­tero, amigo mío.

Bussy se sonreía al decir esto: el duque dirigió una mirada penetran­te al montero mayor; luego, volvien­do la cabeza a otro lado, fue a cum­plimentar al rey por la mejoría que desde la víspera se advertía en su salud.

En cuanto a Monsoreau, al oir la chanza de Bussy, apareció de nuevo en su semblante aquella palidez ho­rrorosa que le daba tan siniestro aspecto.

XIII. BUSSY ENCUENTRA AL MISMO TIEMPO EL RETRATO Y EL ORIGINAL

A las cuatro de la tarde concluyó la cacería; y a las cinco, como si el rey hubiese previsto los deseos del duque de Anjou, toda la comitiva entraba en París por el arrabal de San Antonio.

M. de Monsoreau, con el pretexto de que tenía que ponerse en camino en aquel momento mismo, se despi­dió de los príncipes y se dirigió con su equipaje hacia Fromenteau.

El rey, al pasar frente a la Bastï­lla, hizo notar a sus amigos la altiva y sombría apariencia de la fortale­za, como recordándoles la suerte que les esperaba si alguna vez se con­vertían en enemigos suyos.

Muchos se dieron cuenta de la insinuación y redoblaron sus aten­ciones para con el monarca.

Entretanto el duque de Anjou de­cía en voz baja a Bussy, que iba junto a él:

-Mira bien, Bussy, mira bien a la derecha, esa casa de madera que tiene en la pared una pequeña esta­tua de la Virgen; sigue con la vista la misma línea y cuenta con la de la Virgen otras cuatro casas.

-Bien -repuso Bussy.

-Es la quinta -añadió el du­que-, justamente la que hace fren­te a la calle de Santa Catalina.

-Ya lo veo, Monseñor: mirad loa curiosos asomarse a todas las ventanas al oír el ruido de las trom­petas que anuncian al rey.

-No obstante, en la casa que yo digo todas las ventanas están ce­rradas.

-Pero en una veo descorrerse un poco la cortina -dijo Bussy, cuyo corazón latió fuertemente.

-Sin embargo, nada se puede percibir desde aquí. ¡Oh! la dama está bien guardada, o se guarda bien. De todos modos esa es la casa; en mi palacio te daré la llave.

Bussy lanzó una mirada querien­do atravesar con ella la estrecha abertura que había dejado la corti­na al descorrerse; mas nada vio a pesar de haber tenido por largo rato fija constantemente la vista en la ventana.

El duque de vuelta a su palacio, entregó en efecto a Bussy la llave de la puerta designada, recomendán­dole de nuevo la mayor vigilancia. Bussy prometió todo lo que quiso el duque y se retiró a su casa.

-¿Qué hay? -preguntó a Remi­gio.

-Os iba a hacer la misma pre­gunta, monseñor.

-¿No has descubierto nada?

-Tan difícil es hallar esa casa de día como de noche. Cinco o seis hay juntas y no sé cuál de ellas pue­da ser.

-Entonces -repuso Bussy-, creo haber sido más feliz que tú, querido Remigio.

-¿Cómo así, monseñor? ¿habéis hecho también pesquisas por vuestra parte?

-No, no he hecho más que pasar por la calle.

-¿Y habéis reconocido la puer­ta?

-La Providencia, amigo mío, lleva muchas veces al hombre por ocultos rodeos y tiene combinaciones misteriosas.


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