Imitación
Era la mujer más elegante, distinguida y bella de la localidad. Su hermosura hechizaba tanto a hombres como a mujeres, hasta tal grado que cualquier gesto que hiciera era imitado por muchas otras mujeres, que incluso copiaban las expresiones de su rostro y trataban de llevar prendas parecidas a las suyas. Ella, atractiva y sutil, imponía, sin proponérselo, la moda en actitudes, gestos y vestimentas. A nadie le pasaba desapercibida. Como ella caminase, así andaban las jóvenes; como ella se expresase, ellas trataban de hablar; como ella gesticulase, ellas hacían por gesticular. Cierto día, la hermosísima dama padecía un fuerte dolor de estómago. Cuando salió a hacer unas compras, tenía la cara feamente contraída, el entrecejo fruncido, las mejillas rígidas y la mirada extraviada. Pero aquellas que vieron esa expresión en su rostro rápidamente la imitaron. Al día siguiente, las jóvenes de la localidad mostraban un rostro contraído, tenso y afeado.
Comentario
La mayoría de las personas se vuelven «copistas», imitadores, con lo que pierden su propia identidad y siguen los modelos y patrones de otros que, muchas veces, aprovechan esa debilidad humana para apuntalar su ego y explotar a los demás. En la imitación nunca puede haber ni belleza ni frescura, ni creatividad ni espontaneidad, en suma, ninguna potenciación de los propios recursos vitales. La imitación convierte al ser humano en autómata, deficitario psíquico, siervo. En una sociedad donde priman los intereses económicos y donde se trata de producir deseos ficticios, no resulta en absoluto fácil escapar de la sugestión colectiva y las tendencias miméticas, que han sido perversamente delineadas. Cuando la persona imita continua e inconscientemente modelos, mutila sus más preciadas energías y deviene adicta a esos modelos y esquemas, que son los que le procuran una artificial «coherencia» sin la cual se encuentra como sobre arenas movedizas; es decir, no sabe cómo pensar, hablar y proceder por sí misma y tiene que hacerla por los fáciles y automáticos cauces que se le marcan.
La visión de la persona está muy enturbiada por los modelos que imita en ocasiones con apasionado fervor y que la inducen incluso a identificarse con toda suerte de «valores» y proyectos totalmente ajenos a ella, pero que llega a sentir como si fueran propios. Este proceso de mimetismo se convierte en una irreparable calamidad para la psique de la persona, que le impide manifestar sus mejores energías y que convierte al sujeto en un número más en uniformada suma de individuos cuya orientación no tratan de hallar en sí mismos, sino en los cánones y modelos imperantes. La vida entonces no constituye un arte y mucho menos un aprendizaje, sino una simple e incluso grotesca caricatura de lo que en sí misma debe ser. El que imita de manera sistemática (casi siempre desde la inconsciencia, llegando a creer que la iniciativa parte de él), permanece emocional y psicológicamente larvado, viviendo la vida de acuerdo con códigos que no son los suyos e incapaz de complementar la ley externa con su propia ley interior. Entonces el juicio, el raciocinio y la inteligencia primordial de la persona están inoperantes y ésta, en lugar de afirmar su ser, vive para obedecer, sin investigar ni cuestionarse, a los modelos que se le ofrecen como idóneos y que raramente lo son.
Quien busca el equilibrio y la serenidad debe dudar para seguir investigando y tratar de hallar la propia esencia y no seguir las pautas ajenas con un instinto de borreguismo al que siempre se han negado los grandes maestros, como revolucionarios del espíritu, sino con la suficiente lucidez comprender que los modelos institucionales generalmente no sirven al individuo sino a la institución, a menudo putrescible. Es signo de salud mental y autodesarrollo tratar de sondear las íntimas tendencias que nos arrastran a la fea y perjudicial imitación, porque hemos de saber fluir con los esquemas sociales a fin de no generar riesgos innecesarios para nosotros mismos, pero con la conciencia de que ésos no son nuestros modelos.
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