En busca del tiempo perdido



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A veces hacía una luna tan hermosa, que, llevando ya Al­bertina una hora en la cama, iba a decirle que se asomara a la ventana. Estoy seguro de que iba a su cuarto por eso y no para cerciorarme de que estaba allí. Nada indicaba que pu­diera y deseara escaparse. Hubiera sido necesaria una colu­sión inverosímil con Francisca. En la oscuridad del cuarto sólo veía una diadema de pelo negro sobre la blanca almoha­da. Pero oía la respiración de Albertina. Su sueño era tan profundo que yo vacilaba en acercarme a la cama; me senta­ba al borde de la misma; el sueño seguía corriendo con el mismo murmullo. Lo que no sé decir es la suprema alegría de su despertar. La besaba, la sacudía. En seguida dejaba de dormir, pero sin mediar siquiera el intervalo de un instante rompía a reír y me decía echándome los brazos al cuello: «Precisamente estaba pensando si no vendrías», y reía tier­namente a todo reír. Dijérase que, cuando dormía, su cabeza estaba llena de alegría, de ternura y de risa, y que yo, al des­pertarla, había hecho brotar, como cuando se abre una fruta, el jugo rezumante que nos calma la sed.

Pero se acababa el invierno; y llegó la estación bella y mu­chas veces, cuando Albertina acababa de darme las buenas noches, todavía completamente oscuros mi cuarto, mis cor­tinas, la pared sobre las cortinas, ya en el jardín de las mon­jas vecinas oía, rica y preciosa en el silencio como un armo­nium de iglesia, la modulación de un pájaro desconocido que cantaba ya maitines al modo lidio y ponía en mis tinie­blas la rica nota esplendorosa del sol que él veía.

Empezaron a menguar las noches, y antes de las horas an­tiguas de la madrugada veía ya atravesar las cortinas de mi ventana la claridad cotidianamente acrecida del día. Si me resignaba a que Albertina siguiera llevando aquella vida en la que, a pesar de sus denegaciones, le notaba que se sentía prisionera, era sólo porque cada día estaba seguro de que al día siguiente podría empezar, al mismo tiempo que a traba­jar, a levantarme, a salir, a preparar la marcha a una finca que compraríamos y en la que Albertina podría hacer más libremente, y sin preocupación para mí, la vida de campo o de mar, de navegación o de caza, que le gustara. Sólo que al otro día acontecía que aquel tiempo pasado que yo amaba y detestaba alternativamente en Albertina (como, cuando se trata del presente, cada cual, por interés, o por finura, o por piedad, trabaja en tejer una cortina de mentiras que toma­mos por realidad), una de las horas que lo constituían, y aun una de las horas que yo había creído conocer, me presentaba de pronto, retrospectivamente, un aspecto que no se inten­taba ocultar y que era muy diferente de aquel con que la ha­bía visto. Detrás de una mirada, en lugar del buen pen­samiento que creí ver en otro tiempo, aparecía un deseo in­sospechado hasta entonces, alienándome una parte más de aquel corazón de Albertina que yo creyera asimilado al mío. Por ejemplo, cuando Andrea se marchó de Balbec en el mes de julio, Albertina no me dijo nunca que iba a volver a verla pronto; y yo pensaba que había vuelto a verla incluso antes de lo que ella creía, pues, por la gran tristeza que tuve en Bal­bec aquella noche del 14 de septiembre, me hizo el sacrificio de no quedarse allí y volver en seguida a París. Cuando llegó, el 15, le pedí que fuera a ver a Andrea y le pregunté: «¿Se ale­gró de verte?» Ahora vino madame Bontemps a casa a traer una cosa a Albertina; la vi un momento y le dije que Alberti­na había salido con Andrea:

-Han ido al campo.

-Sí -me contestó madame Bontemps-, Albertina no es difícil en eso del campo. Hace tres años tenía que ir todos los días a las Buttes-Chaumont -este nombre de Buttes-Chau­mont, a donde Albertina no me había dicho nunca que ha­bía ido, me cortó la respiración. No hay enemigo más dies­tro que la realidad. Dirige sus ataques al punto de nuestro corazón donde no los esperábamos y donde no habíamos preparado la defensa. ¿Mintió Albertina entonces a su tía di­ciéndole que iba todos los días alas Buttes-Chaumont, o me mintió a mí después diciéndome que no las conocía?-. Afor­tunadamente -añadió madame Bontemps-, esa pobre An­drea se va a marchar pronto a un campo más sano, al verda­dero campo, que buena falta le hace, porque tiene muy mala pinta. Verdad es que este verano no tuvo el tiempo de aire sano que se necesita. Piense que se marchó de Balbec a fina­les de julio pensando volver en septiembre, pero como su hermano se dislocó la rodilla, no pudo volver.

¡Entonces, Albertina la esperaba en Balbec y me lo ocultó! Verdad es que, siendo así, mayor fue su bondad al proponer­me volverse conmigo. A menos que...

-Sí, recuerdo que Albertina me habló de eso... -no era verdad-. ¿Y cuándo ocurrió ese accidente? Todo eso está un poco enredado en mi cabeza.

-Por un lado, vino justamente a punto, porque un día des­pués empezaba el alquiler de la casa, y la abuela de Andrea habría tenido que pagar un mes para nada. El muchacho se rompió la pierna el catorce de septiembre, así que Andrea tuvo tiempo de telegrafiar a Albertina, el quince por la ma­ñana, que no iría a Balbec, y Albertina de avisar a la agencia. Un día más y corría el alquiler hasta el quince de octubre.

De modo que cuando Albertina, cambiando de parecer, me dijo: «Vámonos esta noche», seguramente lo que veía era un piso que yo no conocía, el de la abuela de Andrea, en el que podría encontrar, cuando volviéramos, a la amiga que, sin que yo lo sospechara, había pensado ella volver a ver pronto en Balbec. Y yo había atribuido a un arranque de su buen corazón aquellas palabras, tan amables, de volver con­migo, cuando eran simplemente el reflejo de un cambio acaecido en una situación que no conocemos, y que es todo el secreto de la variación de conducta de las mujeres que no nos aman. Nos niegan obstinadamente una cita para el día siguiente porque están cansadas, porque su abuelo les exige que coman con él. «Pues ven después», insistimos. «Me tiene hasta muy tarde. A lo mejor me acompaña a la vuelta.» Es simplemente que tienen una cita con alguien que les gusta. De pronto, este alguien ya no está libre, y vienen a decirnos que sienten mucho habernos causado pena, que mandarán a paseo al abuelo y vendrán con nosotros, porque es lo único que les interesa. Yo hubiera debido reconocer estas frases en lo que me dijo Albertina el día que salí de Balbec. Pero quizá no debía limitarme a reconocer sólo estas frases: para inter­pretar este lenguaje, convenía recordar dos rasgos particula­res del carácter de Albertina.

Dos rasgos del carácter de Albertina me vinieron en aquel momento a la mente, uno para consolarme, otro para deso­larme, pues en nuestra memoria encontramos de todo; es una especie de farmacia, de laboratorio químico, donde tan pronto ponemos la mano en una droga calmante como en un veneno peligroso. El primer rasgo, el consolador, fue esa costumbre de complacer con una misma acción a dos perso­nas, esa utilización múltiple de lo que hacía, característica en Albertina. Era, en efecto, muy propio de su carácter sacar de un solo viaje, al volver a París (el hecho de que Andrea no volviera podía hacerle incómoda la permanencia en Balbec, sin que esto significara que no podía prescindir de ella), una ocasión de conmover a dos personas a las que quería since­ramente: a mí, haciéndome creer que era por no dejarme solo, por que no sufriese, por fidelidad a mí; a Andrea, con­venciéndola de que, al no volver ella a Balbec, no quería que­darse allí ni un momento más, de que sólo por ella había prolongado la estancia y de que corría inmediatamente a su lado. Y la partida de Albertina conmigo sucedió de una ma­nera tan inmediata, por una parte a mi pena, a mi deseo de volver a París, por otra al telegrama de Andrea, que era muy natural que Andrea y yo, ignorando respectivamente, ella mi pena, yo su telegrama, pudiéramos creer que la partida de



Albertina se debía únicamente a la causa que cada uno de nosotros conocía, a las que siguió, en efecto, a tan pocas ho­ras de distancia y tan inopinadamente. Y en este caso, yo po­día creer aún que el verdadero propósito de Albertina fue acompañarme, sin desdeñar por eso la ocasión de ofrecer un motivo a la gratitud de Andrea.

Mas, desgraciadamente, casi inmediatamente recordé otro rasgo del carácter de Albertina: la vivacidad con que se apoderaba de ella la tentación irresistible de un placer. Y re­cordé su impaciencia de llegar al tren una vez que decidió partir, lo bruscamente que trató al director del hotel, que, tratando de retenernos, podía hacernos perder el ómnibus, su gesto de connivencia, que tanto me conmovió cuando, ya en el trenecillo, monsieur de Cambremer nos preguntó si no podíamos aplazar el regreso una semana. Sí, lo que Alberti­na veía ante sus ojos en aquel momento, lo que la ponía tan impaciente por marchar, lo que la reclamaba con tanta pri­sa, era un piso inhabitado que yo había visto una vez, perte­neciente a la abuela de Andrea, un piso lujoso al cuidado de un viejo servidor, un piso que daba de lleno al mediodía, pero tan vacío, tan silencioso, que el sol parecía poner fun­das en el canapé, en las butacas de las habitaciones donde Al­bertina y Andrea pedían al criado respetuoso, inocente qui­zá, acaso cómplice, que las dejara descansar. Yo lo veía ahora todo el tiempo vacío, con una cama o un canapé, una donce­lla engañada o cómplice, y al que cada vez que Albertina se mostraba apresurada y seria iba a reunirse con su amiga, que seguramente llegaba antes que ella porque estaba más libre. Nunca había pensado en aquel piso que ahora tenía para mí una horrible belleza. Lo desconocido de la vida de los seres es como lo desconocido de la naturaleza; que cada descubri­miento científico no hace más que retrasar, pero sin anular­lo. Un celoso exaspera a la mujer amada privándola de mil placeres sin importancia. Pero los que están en el fondo de su vida los guarda allí donde al celoso no se le ocurre buscarlos cuando su inteligencia se cree más perspicaz y cuando otros le dan los mejores informes. Pero, en fin, Andrea, al menos, se iba a marchar, mas yo no quería que Albertina pu­diera despreciarme por haberme engañado ella y Andrea. Un día u otro se lo diría. Y así, demostrándole que me ente­raba de todo lo que ella me ocultaba, la obligaría quizá a ha­blarme más francamente. Pero no quería hablarle aún de esto, en primer lugar porque, tan cerca de la visita de su tía, habría comprendido de dónde me venía la información, ha­bría cegado esta fuente y no habría temido otras desconoci­das. Además, porque no quería arriesgarme, mientras no es­tuviera seguro de conservar a Albertina todo el tiempo que quisiera, a acosarla demasiado, porque esto podría desper­tarle el deseo de dejarme. Verdad es que si yo razonaba, si buscaba la verdad, si pronosticaba el porvenir por sus pala­bras, que aprobaban siempre todos mis proyectos, que ex­presaban lo mucho que le gustaba aquella vida, lo poco que le importaba su encierro, yo no podía dudar que se quedaría siempre conmigo. Y esto no dejaba de fastidiarme mucho, pues sentía que perdía la vida, el mundo, de los que nunca había disfrutado, a cambio de una mujer en la que ya no po­día encontrar nada nuevo. Ni siquiera podía ir a Venecia, porque allí, cuando me quedara en la cama, me torturaría el temor de las insinuaciones que pudieran hacerle el gondole­ro, la gente del hotel, los venecianos. Mas si, por el contrario, razonaba sobre la otra hipótesis, la que se fundaba, no en las palabras de Albertina, sino en silencios, en miradas, en son­rojos, en enfurruñamientos, y hasta en accesos de rabia, que me hubiera sido muy fácil demostrarle que eran infundados, pero que prefería hacer como que no los notaba, entonces pensaba que aquella vida le resultaba insoportable, que esta­ba siempre privada de lo que le gustaba y que, fatalmente, me dejaría algún día. Si había de hacerlo, lo único que yo de­seaba era poder elegir el momento, un momento en que no me fuera demasiado penoso, y además una estación en la que ella no pudiera ir a ninguno de los lugares donde yo imaginaba sus extravíos: ni a Amsterdam, ni a casa de An­drea, ni de mademoiselle Vinteuil. Verdad es que las encon­traría más tarde, pero de aquí a entonces me habría calmado y aquello me sería ya indiferente. En todo caso, para pensar esto había que esperar a que curara la pequeña recaída causada por el descubrimiento de las razones que, con unas horas de distancia, movieron a Albertina a marcharse y a no marcharse inmediatamente; había que dar tiempo a que des­aparecieran los síntomas que no podían menos de atenuarse si no me enteraba de nada nuevo, pero que eran todavía de­masiado agudos para no hacer más dolorosa, más difícil, una operación de ruptura, ahora considerada inevitable, pero nada urgente, y que era preferible practicar «en frío». La elección del momento era cosa mía; pues si ella quería marcharse antes de que yo lo decidiera, siempre estaría yo a tiempo, cuando me comunicara que estaba harta de aquella vida, de rebatir sus razones, de darle más libertad, de pro­meterle algún gran placer próximo que ella deseara, incluso, si no me quedaba más recurso que su corazón, de confesarle mi pena. Estaba, pues, bien tranquilo a este respecto, pero no era muy lógico conmigo mismo. Pues en una hipótesis en la que yo no tenía precisamente en cuenta cosas que ella de­cía y que anunciaba, suponía que, cuando se tratara de su marcha, me daría con anticipación sus razones, me permiti­ría rebatirlas y vencerlas.

Me daba cuenta de que mi vida con Albertina no era más que, por una parte, cuando no tenía celos, aburrimiento; por otra parte, cuando los tenía, sufrimiento. Suponiendo que en esto hubiera felicidad, no podía dudar. En el mismo esta­do de sensatez que me inspiraba en Balbec, la noche en que fuimos felices, después de la visita de madame de Cambre­mer, quería dejarla, porque sabía que prolongando la cosa no ganaría nada. Pero ahora todavía me imaginaba que el re­cuerdo que conservara de ella sería como una especie de vibración, prolongada por un pedal, del minuto de nuestra se­paración. Por eso quería elegir un minuto dulce para que fuera este minuto el que siguiera vibrando en mí. No debía pedir demasiado, no debía esperar demasiado, tenía que ser oportuno. Pero después de esperar tanto sería locura no sa­ber esperar unos días más, hasta que se presentara un minu­to aceptable, en vez de arriesgarme a verla marcharse con aquella misma desesperación que yo sentía de pequeño cuando mamá se alejaba de mi cama sin darme las buenas noches, o cuando, después, me decía adiós en la estación. A todo evento, multiplicaba mis atenciones a Albertina. En cuanto a los vestidos de Fortuny, nos decidimos por fin por uno azul y oro forrado de rosa recién terminado. Y yo encar­gué, además, los otros cinco a los que ella había renunciado con pesar al preferir aquél. Sin embargo, al llegar la prima­vera, dos meses después de que su tía me dijera aquello, una noche me dejé llevar por la ira. Y fue precisamente la noche en que Albertina se puso por primera vez el vestido azul y oro de Fortuny que, evocando Venecia, me hacía sentir más aún lo que sacrificaba por Albertina sin que ésta me lo agra­deciera en absoluto. No había visto nunca Venecia, pero so­ñaba continuamente con Venecia, desde aquellas vacaciones de Pascua que, niño aún, debía haber pasado allí, y, más atrás aún, por los grabados de Tiziano y las fotografías de Giotto que Swann me dio en Combray. El vestido de Fortuny que Albertina llevaba aquella noche me parecía como la sombra tentadora de aquella invisible Venecia. Estaba inva­dido de ornamentación árabe como Venecia, como los pala­cios de Venecia tapados, a la manera de las sultanas, por un velo de piedra calada, como las encuadernaciones de la Bi­blioteca Ambrosiana, como las columnas cuyos pájaros orientales, que significan alternativamente la muerte y la vida, se repetían en el tornasolado de la estofa, de un azul profundo que, a medida que mis ojos se fijaban en él, se transformaba en oro maleable por esas mismas transmuta­ciones que ante la góndola que avanza transforman en metal llameante el azul del Gran Canal. Y las mangas estaban fo­rradas de un rosa cereza, tan particularmente veneciano que se llama rosa Tiepolo.

Aquel día Francisca dejó escapar delante de mí que Alber­tina no estaba contenta de nada; que cuando yo le mandaba a decir que iba a salir con ella, o que no iba a salir, que ven­dría a buscarla el automóvil, o que no vendría, casi se enco­gía de hombros y apenas contestaba por educación; un día en que la noté de mal humor y yo estaba nervioso por el calor que hacía, no pude contenerme y le reproché su ingratitud:

-Sí, puedes preguntárselo a todo el mundo -le dije a voz en grito, fuera de mí-, puedes preguntárselo a Francisca, todo el mundo lo dice.

Pero en seguida recordé que Albertina me había dicho una vez el miedo que le daba cuando me enfurecía, y me aplicó los versos de Esther:
Jugez combien ce front irrité contre moi

Dans mon âme troublée a dû jeter d'émoi...

Hélas! sans frissonner quel coeur audacieux

Soutiendrait les éclairs qui partent de vos yeux?34
Me avergoncé de mi violencia, y para deshacer lo hecho, pero sin que fuera una derrota, sino una paz armada y temi­ble, al mismo tiempo que me parecía útil demostrar que no temía una ruptura para que a ella no se le ocurriera la idea:

-Perdóname, mi pequeña Albertina, estoy avergonzado de mi violencia, desesperado. Si ya no podemos entender­nos, si hemos de separarnos, no debe ser así, no sería digno de nosotros. Nos separaremos si es necesario, pero ante todo quiero pedirte perdón muy humildemente y de todo co­razón.

Pensé que para reparar esto y cerciorarme de sus proyec­tos de quedarse, al menos hasta que Andrea se marchara, que iba a ser a las tres semanas, convendría buscar desde el día siguiente algún placer más grande que los que le había ofrecido, y para un tiempo bastante lejano; y ya que iba a bo­rrar el disgusto que le había causado, quizá debiera aprove­char aquel momento para demostrarle que conocía su vida mejor de lo que ella creía. El mal humor que le causara lo bo­rrarían después mis atenciones, pero la advertencia queda­ría en su ánimo.

-Sí, Albertina mía, perdóname si he estado violento. No soy tan culpable como tú crees. Hay gente mala que procura indisponernos, no quería hablarte de esto para no atormen­tarte, pero a veces me han vuelto loco ciertas denuncias -y queriendo aprovechar que iba a demostrarle que estaba en­terado de lo de la marcha de Balbec-: Por ejemplo, tú sabías que mademoiselle Vinteuil iba a ir a casa de madame Verdu­rin la tarde que fuiste al Trocadero.

Enrojeció.

-Sí, lo sabía.

-¿Me puedes jurar que no era para reanudar relaciones con ella?

-Claro que te lo puedo jurar. ¿Por qué «reanudar»? Nunca las tuve, te lo juro.

Estaba desolado de oír a Albertina mentirme así, negarme la evidencia que su sonrojo me había confesado muy bien. Su falsedad me desesperaba. Y, sin embargo, como esta fal­sedad contenía una protesta de inocencia que, sin darme cuenta, estaba dispuesto a admitir, me hizo menos daño que su sinceridad cuando le pregunté si podía jurarme que en su deseo de ir a aquella fiesta de los Verdurin no entraba para nada el deseo de volver a ver a mademoiselle Vinteuil, y me contestó:

-No, eso no te lo puedo jurar. Me gustaba mucho volver a ver a mademoiselle Vinteuil.

Un segundo antes me daba rabia que disimulara sus rela­ciones con mademoiselle Vinteuil y ahora me mataba la con­fesión de la alegría que le hubiera dado verla. Desde luego, cuando Albertina me dijo, al volver yo de casa de los Verdu­rin: «¿No esperaban a mademoiselle Vinteuil?», me reanimó todo el sufrimiento demostrándome que estaba enterada de su venida. Pero después me hice este razonamiento: «Sabía que iba allegar, pero como debió de comprender, a posterio­ri, que la revelación de que conocía a una persona de tan mala fama como mademoiselle Vinteuil fue lo que me deses­peró en Balbec hasta darme la idea del suicidio, no quiso ha­blarme de esa persona.» Y ahora se veía obligada a confesar­me que la venida de mademoiselle Vinteuil le daba alegría. Por lo demás, aquel misterioso deseo suyo de ir a casa de los Verdurin debía haber sido para mí una prueba suficiente. Pero no pensé bastante en ello. Y aunque ahora me decía: «¿Por qué no confiesa más que a medias? Es peor que malo y que triste, es estúpido», estaba tan abrumado que no tuve valor para insistir en un asunto en el que no pisaba terreno firme, pues no podía presentar ningún documento revela­dor, y para recuperar el dominio me apresuré a pasar al tema de Andrea, en el que podía derrotar a Albertina con la aplas­tante revelación del telegrama de Andrea.

-Ya ves -le dije-, ahora me atormentan, me persiguen ha­blándome también de tus relaciones, pero con Andrea.

-¿Con Andrea? -exclamó. Estaba sofocada de rabia y con los ojos encandilados por el asombro o por el deseo de pare­cer asombrada-. ¡Muy bonito! ¿Y se puede saber quién te ha dicho esas lindezas? ¿Podría yo hablar con esas personas, preguntarles en qué se basan para decir esas infamias?

-No sé, pequeña, son cartas anónimas, pero de personas que quizá te sería fácil encontrar -para demostrarle que yo no creía que las buscara-, porque deben de conocerte bien.

La última (y te cito precisamente ésta porque se trata de una insignificancia y no es nada penoso citarla) me ha exaspera­do, sin embargo, lo confieso. Me dicen en ella que si, el día que salimos de Balbec, primero quisiste quedarte y después decidiste marcharte fue porque, en el intervalo, recibiste una carta de Andrea diciéndote que no volvería.

-Sé muy bien que Andrea me escribió que no volvería, y hasta me telegrafió; no puedo enseñarte el telegrama porque no lo guardé, pero no fue aquel día. Y después de todo, aun­que hubiera sido aquel día, ¿qué me importaba a mí que An­drea volviera a Balbec o no volviera?

Aquello de «¿qué me importaba a mí?» era una prueba de ra­bia y de que sí le importaba algo; pero no necesariamente de que Albertina se hubiera venido conmigo únicamen­te por el deseo de ver a Andrea. Cada vez que veía que una per­sona a la que había dicho otro motivo de un acto suyo descu­bría el motivo real, Albertina se enfurecía, aunque fuera la per­sona por la que había realizado realmente aquel acto. Que Albertina creyera que yo no estaba enterado de lo que ella ha­cía por anónimos recibidos a pesar mío, sino por informes ávi­damente solicitados por mí, era cosa que no se hubiera podido deducir de las palabras que me dijo, en las que parecía aceptar la versión de los anónimos, sino de su aire de furia contra mí, con todas las apariencias de una explosión de sus malos humo­res anteriores, y, en esta misma hipótesis, el espionaje al que debía de creer que me había entregado, no sería más que la últi­ma etapa de una vigilancia de todos sus actos de la que ella no había dudado desde hacía tiempo. Su furia se extendió hasta la misma Andrea, y pensando, sin duda, que ahora yo no estaría ya tranquilo ni siquiera cuando saliese con Andrea, me dijo:

-Además, Andrea me exaspera. Es pesadísima. Va a vol­ver mañana. No quiero salir más con ella. Se lo puedes co­municar a los que te han dicho que volví a París por ella. Si te dijera que al cabo de tantos años de conocerla no sabría de­cirte cómo es su cara, ¡tanto la he mirado!

El caso es que el primer año de Balbec me dijo: «Andrea es encantadora». Claro que esto no quería decir que tuviera re­laciones amorosas con ella, y entonces siempre le oí hablar con indignación de todas las relaciones de esta clase. Pero ¿no podía haber cambiado, incluso sin darse cuenta de que había cambiado, no creyendo que sus juegos con una amiga fuesen lo mismo que las relaciones inmorales, bastante poco precisas en su cabeza, que ella censuraba en las demás? ¿No era posible esto, si el mismo cambio, y la misma inconscien­cia del cambio, se habían producido en sus relaciones con­migo, conmigo a quien con tanta indignación había recha­zado en Balbec unos besos que en seguida iba a darme ella misma cada día y que, así lo esperaba yo, me daría aún por mucho tiempo, que me iba a dar dentro de un momento?


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